Los cazadores de Gor (4 page)

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Authors: John Norman

—Recoge las copas y el vino —le dijo Rim a Cara. Ella comenzó a hacerlo.

—Diecisiete por las dos —dijo Arn.

—Me insultas —dijo Rim—. Estas muchachas no han sido ni siquiera adiestradas, ni marcadas; son salvajes de los bosques.

—Son unas bellezas —dijo Arn.

—Nada extraordinario —dijo Rim.

—¿Pues cuánto crees tú que valen?

—Te pagaremos cuatro discotrans de cobre por cada una.

—¡Eslín! —gritó Arn—. ¡Eslín!

Las muchachas gritaron furiosas.

—Cinco por cada una —concedió Rim.

—Estas mujeres podrían ser vendidas en Ar. ¡Por diez monedas de oro cada una!

—Tal vez —dijo Rim—. Pero no estamos en Ar.

—Me niego a vender por menos de ocho piezas de oro cada una —concluyó Arn.

—A lo mejor las puedes llevar a Lydius y venderlas allí —sugirió Rim.

Sonreí.

—¿O tal vez a Laura?

Rim era astuto. Sería muy peligroso llevar a aquellas mujeres a tales lugares. Arn, un proscrito, lo sabía bien. Nosotros podríamos vender fácilmente a aquellas mujeres en Laura o, más probablemente en Lydius, pero no era algo que pudiera resultar fácil para un proscrito.

Rim, seguido por Cara y por mí, comenzó a dirigirse hacia el
Tesephone
, playa abajo.

Arn le siguió enfadado.

—¡Cinco cada una! —explotó—. ¡Es mi precio más bajo!

—Estoy seguro —dijo Rim— de que pasarán muchos barcos por aquí y encontrarás comprador.

Rim me había dicho que en aquella época del año no pasaban muchos por el punto de intercambio. El comienzo de la primavera es el momento más propicio, pues da tiempo a preparar a las muchachas, aunque sólo sea parcialmente, y así poder venderlas mejor en los mercados de primavera y verano de muchas ciudades.

Estábamos ya a medio verano.

—Te las cambio por tu esclava dijo Arn, señalando a Cara.

Rim la miró. La esclava llevaba las copas y el vino. Se quedó de pie allí, con la arena hasta los tobillos.

Lo que ella desease no tenía la menor importancia.

Los ojos se le llenaron de una expresión de miedo; le temblaba el labio inferior.

¿Estaría Rim dispuesto a cambiarla?

—Vete al barco —le ordenó Rim.

Cara se volvió, dando traspiés en la arena, llorando, y se dirigió al
Tesephone
.

Thurnock tomó el vino y las copas de sus manos y la ayudó a subir a bordo.

Se la veía temblar.

Rim y yo nos metimos en el agua y comenzamos a avanzar hacia el barco.

—¡Dos monedas de oro cada una! —gritó Arn.

Rim se dio la vuelta en el agua.

—Cinco discotrans de cobre cada una —le dijo.

—¡Tengo mucho oro! —exclamó Arn—. ¡Me insultas!

—Te robaron la bolsa de oro en Lydius —le recordó Rim—. Cierta muchacha con la oreja mellada llamada Tina.

Los hombres de Arn rieron de buena gana en la playa. Arn se volvió a mirarlos. Ellos hicieron un esfuerzo por sofocar sus risas. Luego Arn se volvió riendo hacia Rim.

—¿Qué es lo que piensas ofrecerme de verdad? —le preguntó.

Rim sonrió.

—Un tarsko de playa por cada una —dijo.

—Son tuyas —rió Arn.

Uno de sus hombres separó a las muchachas de la rama que las unía y, cogiéndolas por el pelo, las metió medio metro en el agua.

Tomé dos tarskos de plata de mi bolsa y se los tiré a Arn.

Rim tomó las muchachas del proscrito que las sujetaba por el pelo y comenzó a avanzar con ellas, que seguían con las manos sujetas a la espalda, hacia el barco.

Me agarré de la mano de Thurnock y subí a bordo.

Rim estaba junto al barco con las muchachas.

—¡No conseguiréis nada de nosotras! —le dijo una.

Rim mantuvo sus cabezas bajo el agua durante más de un ehn. Cuando tiró de ellas, tenían los ojos salvajemente abiertos y resoplaban y escupían, intentando llenar sus pulmones de aire.

No ofrecieron resistencia cuando se las subió a bordo.

—Encadénalas en cubierta —le dije a Thurnock.

—Éste —dijo la mujer pantera, pinchando el cuerpo suspendido con un cuchillo— es interesante; nos proporcionó mucho placer antes de que nos cansáramos de él.

Era la tarde siguiente a nuestra transacción con Arn, el proscrito.

Nos habíamos dirigido hacia el norte, siguiendo la orilla oeste del Thassa, dejando los bosques a nuestra derecha.

Nos encontrábamos tan solo a unos pasangs del punto de intercambio en el que, el día anterior, habíamos adquirido las dos mujeres pantera.

Los proscritos, hombres y mujeres no se molestan demasiado los unos a los otros en los puntos de intercambio. Cada grupo tiene sus propios mercados. No recuerdo que se haya dado ningún caso de mujeres que hayan sido apresadas y esclavizadas en un punto de intercambio, mientras regateaban el precio de sus presas, ni de hombres que fueran hechos esclavos, mientras mostraban y comerciaban con sus capturas. Si los puntos de intercambio se hacían inseguros para hombres y mujeres proscritos, por culpa de unos u otros, el sistema de tales puntos perdía todo su valor. Y para ellos, para su comercio, la permanencia de estos puntos y su seguridad, parece esencial.

—Una mujer rica y dulce podría pagar un alto precio por él —nos advirtió la mujer.

—Sí —aseguró Rim—, parece robusto y atractivo.

Otra mujer pantera, situada detrás del hombre, le golpeó inesperadamente, con un látigo.

El hombre gritó de dolor.

La franja afeitada en su cabeza, desde la frente a la nuca, era reciente.

Las muchachas habían clavado dos mástiles en la arena y habían atado a ellos una barra horizontal. Las muñecas del hombre estaban sujetas a ella por fibra de atar. Se las habían separado ampliamente. Estaba desnudo y suspendido a medio metro del suelo. También le habían separado las piernas para atárselas a los mástiles.

Detrás de esta estructura había otra más. También en ella se encontraba un desdichado, colocado allí por las mujeres pantera para ser vendido.

También a él le habían afeitado la cabeza.

—Éste es el punto de intercambio donde me vendieron —me informó Rim.

La muchacha pantera, Sheera, que era la líder de aquel grupo, se sentó sobre la arena caliente, con las piernas cruzadas.

—Negociemos —dijo.

Sheera era una muchacha fuerte de cabello negro. Llevaba un collar de garras y cadenas doradas alrededor del cuello. Lucía pulseras doradas sobre sus brazos bronceados. Alrededor de su tobillo izquierdo lucía una pulsera de conchas. Había una funda de cuchillo en su cinturón y el cuchillo lo tenía en la mano y, mientras hablaba, jugaba con él y dibujaba en la arena.

—Sirve vino —le dijo Rim a Cara.

Yo no estaba interesado en adquirir hombres, pero quería obtener cualquier tipo de información de las mujeres pantera. Y aquellas mujeres eran libres. ¿Quién podía imaginarse lo que sabían?

—Vino, esclava —dijo Sheera.

—Sí, ama —susurró Cara y le llenó la copa.

Sheera la miró con desprecio. Cara se arrastró hacia atrás, con la cabeza baja.

Las mujeres pantera son arrogantes. Viven solas en los bosques del norte, cazando, consiguiendo esclavos y asaltando. No tienen demasiado respeto por nadie o por nada que sea ellas mismas a excepción, claro está, de las bestias que cazan, las panteras del bosque y los rápidos y sinuosos eslines.

Puedo entender por qué mujeres como ellas odian a los hombres, pero no me resulta tan claro por qué sienten tanta enemistad por las demás mujeres. En realidad, les tienen más respeto a los hombres, que son quienes las cazan y a quienes cazan ellas, más que a las mujeres que no sean como ellas. Quizás a quienes más desprecian sea a las bellas esclavas y no había duda de que Cara era una de ellas. No estoy seguro del porqué de este odio por las demás criaturas de su mismo sexo. Sospecho que se debe a que en el fondo se odian a sí mismas y odian su feminidad, quizás desean ser hombres; no lo sé. Parece que temen horriblemente ser mujeres de verdad. Cuentan que las mujeres pantera que son capturadas se convierten en esclavas increíbles.

Sheera clavó sus fieros ojos negros en mí. Jugueteando con el cuchillo sobre la arena. Su cuerpo era fuerte u excitante. Tenía las piernas cruzadas como un hombre.

—¿Qué ofrecéis por estos dos esclavos? —preguntó.

—Esperaba ser recibido por Verna, la Proscrita —dije—. ¿No es cierto que vende en este punto?

—Soy enemiga de Verna —dijo Sheera. Clavó el cuchillo en la arena.

—¡Oh! —exclamé.

—Muchas muchachas venden desde este punto —explicó Sheera—. Verna no vende hoy aquí. Vendo yo ¿Cuánto ofrecéis?

—Esperaba encontrar a Verna —insistí.

—Según he oído —apuntó Rim— Verna ofrece una mercancía que es la mejor con diferencia.

Sonreí. Recordé que había sido Verna y su banda quienes le habían vendido a él. Rim, a pesar de ser un proscrito, no era precisamente cualquier cosa.

—Vendemos lo que atrapamos —dijo Sheera—. A veces la suerte le sonría a Verna; otras no.

Me miró.

—¿Cuánto dais por ellos? —preguntó.

Alcé la cabeza para mirar a los dos desdichados que colgaban de los mástiles.

Les habían golpeado con dureza y también se habían divertido mucho con ellos.

No había acudido al punto de intercambio porque tuviese el más mínimo interés por ellos, pero no deseaba dejarle a merced de aquellas mujeres pantera. Ofrecería algo por ellos.

Sheera miraba a Rim detenidamente. Sonrió.

—Tú —le dijo— has llevado las cadenas de las mujeres pantera.

—No es algo imposible —concedió Rim.

Sheera y las muchachas rieron.

—Eres un tipo interesante —le dijo Sheera a Rim—. Tienes suerte de que nos hallemos en un punto de intercambio. De estar en cualquier otro lugar, quizás te encadenásemos.

—¿Eres de los buenos? —le preguntó a Rim una de las muchachas.

—Los hombres —dijo Sheera— son unos esclavos deliciosos.

—Las mujeres pantera —apostilló Rim— tampoco son malas esclavas.

Los ojos de Sheera brillaron. Hundió el cuchillo en la arena hasta la empuñadura.

—Las mujeres pantera no son esclavas —siseó.

No parecía oportuno mencionarle a Sheera que, a bordo del
Tesephone
, desnudas, encadenadas en la primera bodega, maniatadas y con caperuzas, había dos muchachas pantera. Había tomado todas las precauciones posibles para que no vieran o fueran vistas, no gritasen o fueran oídas. Después de interrogarlas debidamente, pensaba venderlas en Lydius.

—Has mencionado —le dije a Sheera— que eres enemiga de Verna.

—Soy su enemiga.

—Estamos ansiosos por conocerla. ¿Tienes acaso idea de dónde se la puede encontrar?

Sheera frunció el ceño.

—En cualquier parte —contestó.

—He oído que Verna y su grupo vagan a veces por el norte de Laura.

El momentáneo brillo de los ojos de Sheera me dijo lo que yo quería saber.

—Quizás —dijo, encogiéndose de hombros.

La información sobre Verna la había conseguido de una esclava que había estado en mi casa, llamada Elinor. Ahora le pertenecía a Rask de Treve.

—El campamento de Verna —le dije a Sheera rotundamente— no está solamente al norte de Laura, sino al oeste.

Pareció sorprendida. Leí de nuevo en sus ojos. Lo que acababa de decir estaba equivocado. Así pues, el campamento de Verna estaba al norte y al oeste de Laura.

—¿Vais a ofrecer algo por los esclavos, o no? —preguntó Sheera.

Sonreí.

Ya tenía tanta información como esperaba obtener en el punto de intercambio. Seguramente no era sensato presionar más. Sheera, la líder del grupo, una mujer muy inteligente debía de haberse dado cuenta de que me había facilitado información. Seguía jugando con el cuchillo, pero había dejado de mirarme. Se veía que estaba irritada y que desconfiaba de cuánto dijéramos. Yo esperaba poder obtener información específica de las muchachas que tenía en el barco. Las mujeres pantera conocen por lo general, aunque sea de manera aproximada, el territorio de otros grupos así como la posible localización de sus campamentos y de sus círculos de danza.

—Un cuchillo de acero por cada uno —propuse— y veinte puntas de flecha, también de acero, por cada uno.

—Cuarenta puntas de flecha por cada uno —dijo Sheera— y los cuchillos de acero.

Me di cuenta de que había perdido interés por la negociación. Estaba enfadada.

—Muy bien —dije yo.

—Y catorce libras de caramelos —dijo, levantando la vista repentinamente.

—Muy bien.

—¡Por cada uno!

—Muy bien.

Dio una palmada en sus rodillas y se echó a reír. Las muchachas parecían encantadas.

Hice que trajeran los bienes desde el barco, con unos balanzas para pesar los caramelos.

Sheera y sus muchachas observaban atentamente cuanto se hacía, desconfiando de los hombres, y contaron las puntas de las flechas dos veces.

Satisfecha, Sheera se levantó.

—Tomad los esclavos —dijo.

Varios de mis hombres se encargaron de soltar a los dos esclavos desnudos.

Cayeron sobre la arena y no podían andar. Ordené que les pusieran cadenas de esclavos.

—Llevadlos hasta el barco —indiqué.

Mientras los hombres eran llevados hacia el agua, las muchachas se arremolinaron junto a ellos para escupirles, golpearles, insultarles y burlarse de ellos.

Con todos mis hombres a bordo, el barco fue dirigido hacia aguas más profundas.

—Hacia Lydius —le dije a Thurnock.

—¡Remos fuera! —gritó.

Los remos se deslizaron hacia fuera.

Con un crujido de cuerdas y poleas los hombres comenzaron a izar las velas.

Vi a Sheera de pie, con el agua hasta las rodillas, cerca de la playa. Había guardado el cuchillo de eslín en su funda. Era una muchacha muy corpulenta. El sol hacía brillar las cadenas y las garras que rodeaban su garganta.

—Volved otra vez —gritó—. ¡Quizás tengamos más hombres para venderos!

Alcé mi mano hacia ella, dándole a entender que había recibido su mensaje.

Se echó a reír, dio media vuelta y se dirigió hacia la arena.

Los dos esclavos que yo había adquirido estaban echados de costado sobre cubierta, con las piernas encogidas hacia el rostro y las manos encadenadas.

Me volví hacia un marinero.

—Lleva los dos esclavos abajo, a la primera cubierta —le dije—. Mantenlos encadenados, pero cubre sus heridas y dales de comer. Déjalos descansar.

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