Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
El primero de la cadena era Marlenus, a quien seguían sus hombres. Luego venía Rim. Tras él, Arn y mis otros ocho hombres, que se encontraban en el campamento de Marlenus en el momento del ataque.
Siguiéndoles llegaba otra cadena de veinticuatro esclavas. Estaban atadas unas a otras por el cuello, con fibra de atar. Llevaban las muñecas sujetas en la espalda con esposas.
Los hombres de Tyros y las mujeres pantera flanqueaban la línea de esclavos.
Habían atado muchas provisiones en las espaldas y los hombres de los esclavos. Aparentemente, a los hombres de Tyros y a las mujeres pantera les daba miedo soltarles las manos. No me parecía descabellada la medida, puesto que los hombres que custodiaban era peligrosos. Algunos de los bultos eran incluso transportados por hombres de Tyros, y otros más pequeños por algunas de las mujeres pantera.
Ocho hombres de Tyros, provistos de látigos, se encargaban de golpear a los esclavos. Cuatro mujeres pantera, provistas con ramas que usaban como látigos se encargaban de mover a las prisioneras.
Miré hacia abajo.
Las esclavas estaban pasando por debajo mío en aquellos momentos. Sólo habían desnudado a Sheera. Vi a Cara y a Tina, con sus túnicas de lana blanca, que ahora estaban sucias y rotas. Me sorprendió ver a Grenna, a quien yo había capturado en el bosque, vestida también con una túnica de esclava. Había tenido un puesto destacado en la banda de Hura, pero la trataban como a una esclava. Aunque la correa que llevaba alrededor del cuello no estaba tan apretada como la de las demás, sus muñecas estaban atadas con la misma fuerza. Luego llegaron seis mujeres pantera que habían pertenecido al grupo de Verna, con sus pieles. A continuación, aún con los labios pintados, pendientes y cubriéndose con la seda transparente, apareció Verna, y tras ella, las otras ocho muchachas que habían pertenecido a su grupo. La que iba tras Verna le dio una patada en la parte posterior de la rodilla, haciéndola caer. Pero entonces la de delante la obligó a levantarse de otro tirón. Otra de ellas le arrancó la seda con la que se cubría.
—¡Deprisa, esclava! —le gritó una de las muchachas de Hura cuando intentó volverse. La azotó dos veces con el látigo.
La cadena concluía con las esclavas de placer que Marlenus había llevado consigo para complacer a sus hombres.
En la parte delantera de la comitiva había visto a Sarus, el jefe de los hombres de Tyros y tras él, a Hura y a su lugarteniente, Mira. Sonreí para mis adentros. Mira también traicionaría a Hura, como había hecho antes con Verna y Marlenus. Yo me encargaría de ello.
Todos iban escoltados por mujeres pantera.
Me había encontrado a dos anteriormente y ahora estaban amordazadas y maniatadas junto a un pequeño árbol Tur.
La última parte de la expedición pasó por debajo de donde yo me hallaba. Tendría que esperar un poco más, puesto que sin duda, llevarían a alguien por detrás de ellos. Así era, pero no tan lejos como debían, seguramente porque estaban nerviosas y temían algo. Iban a unos cincuenta metros la una de la otra, por lo que pude tomarlas por separado. Las dejé amordazadas y maniatadas cerca del rastro de su expedición para poder recogerlas luego con comodidad.
La retaguardia había quedado al descubierto. Más adelante tendría que encargarme de los flancos.
Llevaba conmigo cuatro de los siete carcajes que les había cogido a las mujeres pantera. Las flechas no serían del mismo tamaño que las mías, pues sus arcos también eran pequeños, pero podría utilizarlas igualmente.
Dieciséis hombres de Tyros, en fila india, cerraban la expedición.
Los fui abatiendo de uno en uno, comenzando por el último.
Para cuando una mujer pantera se volvió y gritó, ya habían caído catorce.
Regresé y recogí a las muchachas que había dejado esperando. Les solté los tobillos y las llevé, a golpe de látigo, hasta el campamento. Allí, dos de mis esclavas de paga las desnudaron, les hicieron compartir la carga de las demás mujeres pantera y las incluyeron en la cadena. Ya había veinticinco muchachas.
Estaba echado, mirando las lunas.
Volví la cabeza hacia un lado y vi, a algunos metros distancia, en el límite de nuestro campamento, con su seda amarilla, a llene. Estaba de pie, apoyada contra un árbol, manos detrás de la espalda, y la cabeza vuelta hacia mí. Tenía el cabello largo y oscuro. Era muy delgada.
Me alcé y fui hacia ella.
—Tú eres de la Tierra —dijo.
—Sí —respondí.
—Las demás están durmiendo. Tengo que hablar contigo.
—Habla.
—Aquí no, desde luego.
—Ve tú delante —indiqué.
Dio media vuelta y conmigo detrás, nos alejamos algo del campamento. Entonces, al llegar a un pequeño claro, se volvió hacia mí.
—Devuélveme a la Tierra —suplicó.
—Para una esclava goreana no hay escapatoria —le dije.
—No aceptaré serlo.
—No llevas mucho tiempo en Gor.
—No.
—Aprenderás a llevar el collar.
—¡No!
Me encogí de hombros y me dispuse a volver al campamento.
—¡Yo no soy una esclava! —dijo ella.
—¿Cómo llegaste a este mundo? —le pregunté.
Bajó la cabeza.
—Me desperté una noche. Me encontré amordazada y maniatada. Me habían atado las manos detrás de la espalda y los tobillos a los pies de la cama. No podía soltarme. Me habían desnudado. Luché durante una hora, pero fue inútil, no logré nada. Luego, a las dos de la mañana, según el reloj que tenía en la habitación, un objeto oscuro con forma de disco apareció en mi ventana. Era una pequeña nave. Surgió un hombre vestido de extraña manera. Abrió el cerrojo de la ventana. El hombre me usó rápidamente, de una manera brutal. Luego me puso una caperuza. Noté que soltaba mis tobillos, pero que los cruzaba y los ataba. Luego sentí que me sacaban de la cama y me introducían en la nave. Clavaron una aguja en mi espalda y perdí el conocimiento y no recuerdo nada más hasta que me desperté, no sé cuánto tiempo más tarde, en un recinto goreano para esclavas.
—¿Cómo te vendieron?
—Me vendieron de manera privada a Hesius de Laura. Pasé a servir a sus clientes en su taberna de paga.
—¿Por qué crees que eres libre?
—¿Acaso no queda claro por mi historia? Soy una mujer libre de la Tierra.
—Tal vez lo fueses una vez —le dije—. Pero fuiste apresada por mercaderes de esclavas.
—Me tomaron a la fuerza.
—Eso ocurre con todas —puntualicé.
Me miró enfurecida.
—¿Estás marcada? —le pregunté.
—Me marcaron en el recinto para esclavas.
—Veo que llevas un collar.
Trató de arrancarlo. Por supuesto, no pudo hacerlo. Echó la cabeza hacia atrás, en un gesto altivo.
—No significa nada —dijo.
Sonreí.
—Un collar de esclava puede ponerse alrededor del cuello de cualquier muchacha bonita —dijo quitándole importancia.
—Eso es cierto —afirmé.
Reaccionó como si la hubiesen golpeado.
—No lo entiendes —me dijo.
—¿Qué es lo que no entiendo? —pregunté.
—¡Las mujeres goreanas pueden ser esclavas! ¡Pero las de la Tierra, no! ¡Las de la Tierra son diferentes! ¡No pueden ser convertidas en vulgares esclavas!
—¿Te consideras a ti misma mejor que las mujeres goreanas? —le pregunté.
Me miró sorprendida.
—Por supuesto —respondió.
—Es interesante. A mí me pareces menos valiosa, más esclava.
—No hace falta que juegues conmigo. Las demás están durmiendo. Podemos hablar francamente. Somos compatriotas de la Tierra. Si así lo deseas, aunque sólo sea para complacer tu vanidad, puedo hacer el papel de esclava cuando ellas estén cerca, pero te aseguro que no soy una esclava. ¡No lo soy! Soy una mujer libre de la Tierra, distinta a ellas, y superior a ellas también. ¡Soy mejor que ellas!
—Y, por lo tanto —dije— crees que debería tener una consideración especial hacia ti.
—Por supuesto.
—Tendría que ser particularmente amable contigo. Y tendría que concederte privilegios especiales.
—Sí —dijo. Sonrió—. Sé cruel con ellas, pero no conmigo. Sé rudo con ellas, pero conmigo no. Trátalas como a esclavas, pero no a mí.
—No hay escapatoria para una esclava goreana.
—Sabes lo que quiero —dijo—. ¡Conseguiré mi pasaje de vuelta a la Tierra!
—¿Qué es lo que puedes ofrecer? —quise saber.
—Me tengo a mí misma —afirmó—. Puedo complacer tus deseos.
—¿Cómo esclava?
—Si lo deseas —dijo, mirando hacia otro lado.
—Arrodíllate, esclava —le dije, con brusquedad.
Insegura de sí misma, se arrodilló. Me miró. Vi miedo el sus ojos.
—¿Estamos haciéndolo ver? ¿Estamos fingiendo que soy esclava?
—No —le respondí.
Trató de ponerse en pie, pero mi mano le sujetaba el pelo con fuerza. Cuando dejó de forcejear, la solté. Se arrodilló ante mí.
Sacudió la cabeza y la alzó para mirarme. Sonrió.
—No soy una esclava —dijo.
—¿Conoces el castigo para una esclava que le miente a su amo?
Me miró, pero había dejado de sonreír. Estaba asustada.
—El que su amo desee infligirle —respondió.
—La primera vez —le expliqué— el castigo no es demasiado severo, por lo general sólo se la azota.
—¿Por qué no eres amable y solícito como los hombres de la Tierra? —me preguntó.
—Soy goreano —respondí.
—¿No tendrás piedad de mí?
—No.
Bajó la cabeza.
—Voy a hacerte una pregunta —le dije—, y te aconsejo que pienses bien lo que vas a contestar.
Alzó los ojos hacia mí.
—¿Qué eres, llene?
Bajó la cabeza de nuevo.
—Una esclava goreana —susurró.
Me arrodillé junto a ella y la tomé en mis brazos, y apoyé su espalda contra la hierba.
—Hay que tratar a las esclavas con dureza y crueldad —le recordé—. Y tú eres una esclava.
—¿No puedo esperar nada? ¿Nada?
—No puedes esperar nada.
Al cabo de medio ahn estaba enloquecida, gimiendo y suspirando entre mis brazos.
Y cuando, después de otro medio ahn, se entregó sin reservas, lo hizo de la misma manera incontrolable y total de una esclava goreana.
—Ahora soy totalmente tu esclava —lloró—. ¿Qué vas a hacer conmigo, amo?
—Te venderé en Puerto Kar.
Me desperté poco después del amanecer. Tenía frío y notaba la humedad a mi alrededor. Oí los gritos de algunos pájaros.
Me incorporé.
A mis pies estaba echada llene. Tenía la cabeza apoyada sobre el brazo derecho y sus ojos me miraban.
No me resultó difícil reconocer el deseo en los ojos de una esclava.
La muchacha pelirroja, la que era la primera ahora en el campamento, se había levantado y se desperezaba como una pantera de verdad. Me daba la impresión de que llene la temía. Y tenía razones para ello, pues aparte de ser la primera, era la que llevaba el látigo.
Lentamente, con las piernas entumecidas, la pelirroja se dirigió hacia la tela embreada, cubierta de humedad, para despertar a las prisioneras.
—No vendas a llene en Puerto Kar —dijo llene, abrazándose a mí—, a llene no.
—¿La ves? —le dije señalando a la pelirroja.
—Sí. Ella sí que podría ser vendida en Puerto Kar.
—¿Me estás pidiendo que la venda a ella?
—Sí, amo —dijo llene, y me besó satisfecha.
—Ve hasta ella, y díselo.
—Ahora mismo se lo digo —me besó—. Voy a decirle que la venderán en Puerto Kar.
—No —le dije.
Me miró.
—Irás hasta ella —le comuniqué—. Luego le informarás de que me has pedido que la venda en Puerto Kar. A continuación le pedirás que te dé diez latigazos y finalmente que te informe de tus tareas para el día de hoy.
llene me miró y supe que no le parecía justo. Luego, cuando el miedo y las lágrimas llenaron sus ojos, se levantó y fue a recibir su castigo.
La muchacha pelirroja, tomó varias tiras de seda, las cortó y las enrolló alrededor de los tobillos de las mujeres pantera. Los anillos de metal que los rodeaban para que no les rozase durante la marcha por el bosque. Era una buena primera, una buena responsable del campamento.
—Gracias, ama —dijo una de las muchachas.
—No hables, esclava —le respondió ella.
—Sí, ama.
Sabía mantener el orden y la disciplina, pero al mismo tiempo no era más cruel de lo normal con las esclavas goreanas. Eran animales a su cargo. Por lo tanto, ella se preocupaba por su bienestar. Desde mi punto de vista, por supuesto, una muchacha con un tobillo magullado, no tiene el mismo valor que una totalmente bien. Así que aprobé su acción.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Como mi amo desee —dijo.
—¿Cuál de los nombres que te han dado te gusta a ti?
—Si a mi amo le parece bien me gustaría que me llamasen Vinca.
—Serás Vinca desde ahora —le dije.
—Gracias, amo.
Miré a llene.
—¡No! —protestó—. ¡Por favor, no me quites el nombre!
—Ya no tienes nombre —le dije.
Me miró con espanto y se puso de rodillas ante mí.
—¡Por favor! ¡Por favor, no!
Me miró y comprendió que ya no tenía nombre alguno. Todo su cuerpo, que acababa de ser azotado, se estremeció. Su máxima señal de identidad había desaparecido. ¿Qué era ella entonces? ¿Qué podía ser, pues? Me miró apenada. No era más que una hembra sin nombre, que llevaba un collar y estaba arrodillada junto a los pies de su dueño.
—Te daré un nombre —le dije—. Será más práctico.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Te llamaré llene —le dije.
—Gracias, amo —susurró.
Me volví hacia Vinca.
—Que las esclavas se preparen para tomar los bultos —le indiqué.
Teníamos muchas cosas que hacer aquel día.
—¡Esclavas! —gritó Vinca, golpeando a dos de las muchachas. Se pusieron todas de pie rápidamente—. ¡Erguios! ¡Más derechas! ¡Recordad que sois unas esclavas bellas!
—¡Nosotras no somos esclavas! —gritó una de las mujeres pantera—. ¡Somos mujeres pantera!
Me acerqué a una de las cajas, la que contenía collares de esclava sin inscripción.
Sin que ellas lo esperasen fui colocándoles collares de esclava a todas y cada una.
Le hice una señal con la cabeza a Vinca.
—Tomad vuestra carga —les gritó.
Con lágrimas en los ojos, obedecieron.