Los cazadores de Gor (22 page)

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Authors: John Norman

—Excelente —afirmó Vinca—. Recordad, a partir de ahora, que sois unas esclavas bellas y atractivas.

Salí del claro del bosque.

—¡En marcha! —gritó Vinca. Oí que daba dos golpes con la vara y después de eso, alternándose con el silencio, el tintineo metálico de la cadena que unía a las esclavas por el tobillo, cada vez que daban un paso con la pierna izquierda.

16. ENCUENTRO ALGUNAS TÚNICAS DE TYROS

Mira, lugarteniente de Hura, se tendió de lado e intentó dormir.

La marcha de los hombres de Tyros se había convertido en una derrota. Incluso antes de encontrar la columna por la mañana, ya había hallado restos de sus enseres abandonados esparcidos a lo largo del camino. También encontré las cadenas y los hierros que habían estado sujetos a los tobillos izquierdos de los hombres prisioneros. Se les había ordenado que la columna debía avanzar más rápidamente. Esto significaba que los esclavos se hallaban ahora sujetos a sus puestos sólo por las cadenas que rodeaban sus cuellos. Además, claro está, habían sido esposados.

Debía encargarme de aflojar la marcha de la columna, y eso es lo que hice.

Derribé ocho hombres de Tyros cerca del frente de la formación.

Aparentemente, las mujeres pantera temían ahora abandonar la columna y los hombres de Tyros estaban poco dispuestos a hacerlo.

Oí cómo intercambiaban entre ellos palabras crueles. En mi mano derecha sostenía un pedazo de piel. Enrollada en torno a mi muñeca derecha, de modo que pudiera resbalar por mi mano, llevaba una gruesa y ancha tira de piel de pantera, enroscada en su centro.

Las flechas que habían derribado a los hombres de Tyros pertenecían a las mujeres pantera, procedentes de mis capturas. Los hombres de Tyros y las muchachas de Hura desconocían la naturaleza y el número de sus atacantes. El primer hombre había sido derribado por flechas del gran arco. Los otros habían caído ante las flechas de las mujeres pantera, de las que yo había adquirido un gran número.

Mira había traicionado primero a Verna. Después había hecho lo mismo con Marlenus de Ar. Sus fechorías aún no habían acabado.

Me acerqué a ella con la cautela de un guerrero. Se hallaba tendida, refugiada en su pequeño cuerpo. Otras muchachas dormían cerca. No las toqué al pasar.

Tras derribar a los ocho hombres al principio de la columna, me había adentrado en el bosque, donde dormí durante un ahn. Después, relajado, regresé a la columna. Había empezado a moverse de nuevo. Cayeron numerosos hombres, especialmente aquellos que se atrevían a sostener los látigos con que estimulaban a los esclavos. Muy pronto ninguno de ellos seguía haciéndolo.

Los hombres de Ar, guiados por Marlenus, comenzaron a entonar una canción de la gloriosa Ar. Caminaban, a su propio paso, con las cabezas erguidas, con orgullo.

Enojados, los hombres de Tyros les pidieron que se detuvieran, pero no lo hicieron.

Verna caminaba bien. Me maravillé al verla. Sus orejas habían sido perforadas. A los ojos de los goreanos esto es considerado casi la extrema degradación de una hembra. Su cabeza se mantenía todavía alta, su mirada orgullosa y audaz. Los delicados aros dorados que llevaba por pendientes eran maravillosos. ¡Qué hermosa estaba! Los pendientes no sólo realzan la belleza de una mujer, sino que además hablan abiertamente a todos, hombres y mujeres, sin hacer caso de presiones sociales ni de sus repercusiones, del orgullo y placer que encuentra en su feminidad. Verna estaba perfecta en lo que ella era, en su propio derecho: una hembra humana, una mujer.

Las mujeres pantera miraron a su alrededor, temerosas. Azotaban a las muchachas con menos frecuencia. Sólo deseaban apresurarse, abandonar el bosque lo antes posible, escapar. Sabían que ninguna de las flechas había derribado a alguna de ellas. Pero aún no estaban tranquilas. Sospechaban quizás, con terror, que su destino podía ser otro.

En el campamento se habían encendido pocas hogueras, pues tanto los hombres de Tyros como las mujeres de Hura tenían miedo de la luz. Sólo había dos guardas, bastante cerca del campamento. Dormí entre ellos. Era importante que no sospecharan nada.

De día, a lo largo de la mañana y la tarde, buscaba posiciones que me permitían estar a cubierto y les atacaba una y otra vez.

Algunas veces, entre las ramas y las hojas, caían las flechas de sus ballestas, pero sin darle a nada concreto. No tenían blanco.

Desesperados, unos quince hombres de Tyros se adentraron en el bosque, con gran satisfacción por mi parte.

Cometieron un gran error. Ninguno de ellos regresó a la columna.

Durante todo el día, mi gran arco disparó cuarenta y una veces, y cuarenta y un hombres de Tyros yacían dispersos a lo largo del camino y en el bosque, convertidos en presa de los eslines.

Me tendí detrás de Mira, en la oscuridad. Descansaba sobre su costado derecho, con la cabeza apoyada sobre su brazo derecho. Se agitaba inquieta. Yo esperaba pacientemente.

Se volvió sobre su espalda y extendió las piernas. Su cabeza giraba de un lado a otro. Finalmente quedó inmóvil. Ahora era mía.

Me arrodillé junto a ella, sujetándola, limitando sus movimientos.

De pronto sus ojos se abrieron, asustados. Me vio. Aterrada, como en un acto reflejo, incontrolable, su boca se abrió. Introduje el pedazo de piel en ella, de modo que no pudiera articular ni el más leve sonido. Mientras hacía esto con mi mano derecha, la tira de piel de pantera se deslizó por mi mano hasta su rostro. Rápidamente, una vez la tira entre sus dientes, la anudé por detrás de su cuello. Até sus tobillos y también sus muñecas.

—No te resistas —le dije.

Sintió el filo del cuchillo sobre su garganta. Asustada, asintió con la cabeza.

—¿Has comprendido lo que debes hacer? —preguntó Vinca.

—¡No puedo! —sollozó Mira—. ¡No puedo! —las lágrimas recorrían sus mejillas por debajo de la venda con que cubrí sus ojos antes de llevarla hasta el claro designado previamente.

No podía ver quién estaba hablando con ella. Sólo sabía que se había arrodillado, desnuda, con los ojos vendados, ante una interrogadora, cuyo estricto e imperioso tono no podía pertenecer sino a la líder de una gran e importante banda de mujeres pantera.

Además, a su derecha e izquierda, iban y venían las otras dos esclavas. Mira no podía saber cuántas personas se hallaban presentes durante su interrogatorio, ni tampoco si las que se encontraban allí formaban parte de un grupo menor integrante de una extensa banda. Claro está que sí sabía que estaba siendo interrogada por una mujer y que alguien más estaba con ella. Seguía allí arrodillada, sin saber siquiera si yo estaba presente.

Vinca, la pelirroja, realizó un buen trabajo. De vez en cuando, si una respuesta no la satisfacía, o sin razón aparente, a veces golpeaba inesperadamente a Mira, intimidándola con el látigo. Mira nunca sabía cuándo iba a ser azotada. Lloraba. A veces, retrocedía ante latigazos que no llegaban a producirse.

—Por favor, no me golpees otra vez —imploraba.

—Muy bien —dijo Vinca.

Mira alzó su cabeza y jadeando, enderezó su cuerpo.

De pronto el látigo azotó de nuevo, con furia.

Mira bajó la cabeza, estremeciéndose. Observé los dedos de sus pequeñas manos. Pensé que Vinca no tardaría mucho en acabar con ella.

—¿Comprendes lo que debes hacer? —preguntó Vinca.

—¡No puedo! —replicó Mira—. ¡Es demasiado peligroso! ¡Si me descubrieran me matarían! ¡No puedo hacerlo!

Hice una señal a Vinca. No se produjeron más latigazos.

—Muy bien —dijo Vinca.

Hubo un gran silencio.

Mira alzó su cabeza, incrédula. El sufrimiento había acabado.

—¿Has acabado conmigo? —preguntó.

—Sí —respondió Vinca.

La cabeza de Mira reposó sobre su pecho. Respiró profundamente y alzó de nuevo su rostro.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó.

—Ya lo verás —dijo Vinca. Y dirigiéndose a las otras dos esclavas de paga, les ordenó que la desataran. Tomándola una por cada brazo, la condujeron a través del bosque hasta un lugar que habíamos designado previamente, donde se hallaban cuatro estacas. Las seguí en silencio.

Mira fue colocada sobre su espalda, y sus dos tobillos fueron atados a dos estacas.

—¿Qué me estáis haciendo?

—Ya no nos sirves —dijo Vinca.

—¿Qué vais a hacer conmigo?

—Te estacamos para los eslines.

—¡No! ¡No!

El último nudo fue atado.

Tendí mi cuchillo a Vinca. Mira, con la venda en sus ojos, sintió el filo en su muslo.

—¡No! —suplicó.

Vinca me devolvió el arma, que limpié e introduje de nuevo en su vaina.

Mira sintió la fuerte mano de una mujer que rozaba la sangre de su muslo y la esparcía por su vientre y por todo su cuerpo.

—Por favor —sollozó Mira—. ¡Soy una mujer!

—Yo también —dijo Vinca.

—Perdóname. ¡Tómame como esclava!

—No te quiero.

—Véndeme a un hombre. Seré para él una dócil esclava, ¡una obediente y hermosa esclava!

—¿Estás suplicando que te convierta en una esclava? —preguntó Vinca.

—Sí —sollozó—. ¡Sí!

—Desatadla —ordenó Vinca.

Llorando y todavía con los ojos vendados, Mira fue desatada y arrojada ante mí.

—Sométete —dijo Vinca, severamente.

Mira se sometió ante mí. Sostuve sus cruzadas muñecas.

—Me someto —dijo—, amo.

Ahora era mi esclava.

Miré a Vinca y asentí.

Mira fue arrojada de nuevo sobre la hierba.

—Permite que la esclava —dijo Vinca— sea ahora estacada para los eslines.

—¡No! —suplicó Mira—. ¡No!

De pronto, Mira se encontró atada de nuevo a la estaca, si bien ahora estaba allí como esclava.

—Dejadla aquí para los eslines —dijo Vinca.

—Ordéname —imploró Mira—. ¡Haré lo que tú quieras! ¡Lo que sea! ¡Una esclava suplica que le ordenen!

—Demasiado tarde —replicó Vinca.

—¡No! —gritó Mira.

—Amordazadla —ordenó Vinca.

De nuevo introduje el pedazo de piel en la boca de Mira, anudándolo junto con la tira de piel de pantera.

A continuación nos retiramos, dejando a Mira, desvalida, entre las estacas.

Esperamos.

Como imaginábamos, no pasó mucho tiempo. Enseguida, entre la maleza, a algunos metros de distancia, apareció un eslín, guiado por el olor de la sangre fresca, esparcida por el cuerpo de la esclava Mira.

El eslín es un animal cauto. Giró en torno a ella varias veces.

Pude oler al animal. Lo mismo podía hacer Mira y los demás.

El eslín escarbó en el suelo. Hizo un poco de ruido. Pequeños silbidos y gruñidos. La presa no se movía. Se acercó. Pude oír cómo olfateaba.

Luego, perplejo, se acercó a ella, y comenzó a lamer la sangre.

Tomé una flecha y la envolví en un trozo de piel.

Mira, desvalida, echó su cabeza hacia atrás, atemorizada. Sin embargo, no gritó, pues había sido amordazada por un guerrero. Su cuerpo retrocedió estremeciéndose, como el de un tabuk perseguido por los cazadores. El eslín empezó lamiendo la sangre del cuerpo de Mira. Luego fue excitándose, mientras recorría cada uno de los miembros.

Lancé la flecha, que alcanzó al eslín en un lado de su hocico. Asustado, gruñó con rabia, retrocedió de un salto, apartándose de la presa.

Permaneció así, vigilante, protegiendo su hallazgo frente a otro posible depredador.

Luego las dos esclavas de paga avanzaron, arrastrando los restos de un tabuk. Lo había matado antes de buscar a Mira en su campamento. Arrojaron el tabuk a un lado.

Tras permanecer mucho tiempo gruñendo, el eslín, con el hocico aún dolorido, se dirigió hacia el tabuk, lo asió y desapareció entre la maleza.

Recuperé la flecha, le quité el trozo de piel y la coloqué de nuevo en su sitio.

Mientras tanto, Vinca y sus muchachas habían desatado a Mira. Le quitaron la mordaza, pero no la venda que cubría sus ojos. La hicieron sentar sobre sus rodillas y le ataron las manos por detrás de la espalda.

—¿Sabes lo que debes hacer, esclava? —preguntó Vinca.

Entumecida, Mira asintió.

Tendría que traicionar a las mujeres pantera de la banda de Hura. En mi campamento había varias botellas de vino, que originariamente Marlenus había tomado del campamento de Verna, y que, más tarde, tomaron los hombres de Tyros y las muchachas de Hura. Pensé que podría resultar útil. No esperaba que bebieran de él todas las muchachas pantera, pero, si conseguía privar a los hombres de Tyros de sus peligrosas y hermosas aliadas, yo podría resultar beneficiado.

—Mañana por la noche —dijo Vinca— debes ofrecer el vino a cuantas mujeres pantera te sea posible.

Mira, con los ojos vendados, arrodillada ante la severa Vinca, bajó la cabeza.

—Sí, ama —susurró.

Vinca colocó sus manos sobre su pelo, sacudiéndolo.

—Podemos utilizarte otra vez cuando te necesitemos. ¿Entendido?

Mira asintió.

—¿Eres una dócil y obediente esclava?

—Sí, ama. ¡Sí!

—Traed pieles para que podamos disfrazar a esta esclava como una mujer pantera.

Mira fue desatada y ayudada a vestirse con las pieles. Eran las mismas que había llevado antes.

Volvieron a atar sus muñecas por detrás de su espalda, y yo la amordacé de nuevo.

Las botellas de vino, traídas por una de las esclavas de paga, fueron colgadas de su cuello.

Una vez nos hallamos cerca de su campamento, quité la venda de sus ojos.

—Te mostraré dónde se encuentran tus guardas —le dije—. Después deberás ser capaz de regresar a tu puesto en el campamento sin que te descubran.

Asintió, con lágrimas en los ojos.

La tomé por el brazo y, ya cerca del campamento, le señalé el emplazamiento de los guardas. Luego nos dirigimos a un lugar desde donde, con precaución, no tendría dificultad en volver al campamento.

Nos arrodillamos juntos entre el follaje. El vino pendía todavía de su cuello. Desaté sus manos. Le quité la mordaza y la tiré entre los arbustos.

No se volvió a mirarme.

—¿Fue a ti —preguntó— a quien me sometí en el bosque? ¿Soy tu esclava?

—Sí —contesté.

Volvió su rostro hacia mí.

Le quité las pieles.

La tomé entre mis brazos, una muchacha esclava.

No desaté el vino de su cuello.

—¿Puedes oírme? —imploró el hombre de Tyros—. ¿Puedes oírme?

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