Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
—Si lo hago será para matarte. Deseo hablar con Sarus.
El guardián retrocedió.
—¡Sarus! ¡Sarus! —gritó.
Nos encontrábamos a unos cien metros al sur de la empalizada levantada por los hombres de Tyros, en la playa.
Desde mi posición podía sentir el calor de la baliza de Sarus.
Era la noche siguiente a aquella en que había forzado a Tina a abandonarse a los hombres del
Rhoda
y del
Tesephone
.
Vi a unos hombres de Tyros que acudían desde la empalizada y también algunas de las mujeres de Hura.
La mayoría de ellos se situó cerca de la empalizada, otros exploraron la playa hacia el norte, así como los márgenes de los bosques cercanos. Eran cautos, y hacían bien en serlo.
Pude ver un grupo de cinco hombres, uno de ellos con una antorcha, avanzando hacia mí a través de la playa.
La empalizada ya no era un vulgar semicírculo, protegido por las hogueras. El día antes había sido cerrada. Había incluso una pesada puerta, sujeta con goznes, que ahora se encontraba abierta.
Los cinco hombres se me acercaron a través de las piedras. Iban armados. El grupo pasó por mi lado, para explorar la playa hacia el sur.
Aquel día, protegido por el bosque, había visto hombres cortando más troncos. Los juntaban y depositaban en la arena, entre la empalizada y la orilla. Habían comenzado a unirlos con cuerdas y cadenas. Obviamente, Sarus debía estar impaciente por la llegada de los dos barcos. Quizá los creía abatidos. Mientras los hombres habían construido balsas con los troncos, las esclavas, Marlenus y los otros, hombres y mujeres, habían sido obligados a permanecer entre las balsas y el bosque.
Tenía escasas oportunidades de utilizar el gran arco, ya fuera contra la empalizada o para impedir la construcción de las balsas. Podía haber abatido a algunos de los hombres que talaban en el bosque, pero eso solo me habría servido para advertirles del peligro que corrían, cosa que yo pretendía evitar. Además se habrían protegido con ayuda de esclavas, o, quizá, mediante madera tomada de la empalizada. La mayoría de ellos, aunque yo hubiera podido matar a unos pocos, se hallaban a salvo del gran arco. No podía atraparlos en el interior de la empalizada sin arriesgarme yo mismo, eso si lo hacía desde la costa, y seguramente ellos escaparían por la parte posterior de la empalizada. No quería exponerme en la playa, permitiéndoles el control del bosque. Sería demasiado fácil para ellos atraparme con sus ballestas.
Mi intención había sido que Sarus alcanzara el mar.
Sin embargo. Me imaginaba que levantaría un campamento y esperaría el encuentro con los dos barcos.
No imaginaba que podría no acudir a la cita planeada.
Aparentemente, había calculado mal.
Quizá no había entendido hasta qué punto había atemorizado a mis enemigos.
Quizá Sarus también se había acobardado debido a la fuga, dos días antes, de Cara y Tina. Esto habría precipitado su decisión.
—Soy Sarus —dijo el hombre alto.
Habían alzado la antorcha para poder ver mejor mi rostro.
Solo llevaba mi espada y un pequeño cuchillo con que defenderme de los eslines.
—Está sólo —dijo un hombre.
—Sigue vigilándole —dijo Sarus.
Me miró. Parecía un hombre fuerte.
—Llevas la túnica de Tyros —dijo.
—No soy de Tyros —dije.
—De eso estoy seguro.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó un hombre, acercándose a Sarus.
Miré a Sarus.
—Soy tu enemigo. Querría hablar contigo —dije.
—La playa está tranquila al norte —dijo otro, acercándose a Sarus.
—No encontré a nadie en el bosque —dijo otro. Otros dos hombres permanecían junto a él.
—¿Podemos hablar? —pregunté.
Sarus se volvió hacia sus hombres.
—¡Volved a la empalizada! —ordenó. Me miró—. Vigilaremos desde el interior de la empalizada. Así no seremos fácilmente sorprendidos.
—Excelente —contesté.
Emprendí el camino con los hombres de Sarus tras de mí.
Antes de entrar oí a Sarus hablar con dos de sus hombres.
—Mantened encendida la baliza. Avivad las llamas —les ordenó.
Entré en la empalizada y miré a mi alrededor.
—No es una mala empalizada —le dije—, para haber sido construida en tan poco tiempo.
La puerta se cerró de un golpe detrás de mí.
Tuve que esperar a que los dos hombres que avivaban la baliza regresaran al interior.
—No os acerquéis a mí —dije a dos hombres de Tyros. Retrocedieron unos pasos.
Una vez dentro de la empalizada me convertí en el centro de atención. Miré a unos y a otros, sobre todo a los hombres. Algunos parecían mantenerse alerta. Otros empuñaban con fuerza sus espadas. Dos llevaban arcos.
Yo era el centro del círculo. También las mujeres de Hura permanecían al borde del mismo, entre los hombres de Sarus. Las mujeres, que me habían visto hacía mucho tiempo en el campamento de Marlenus, no me reconocieron. Pero Mira sí lo hizo. Permanecía allí, detrás de dos hombres de Tyros.
—Creo que te conozco —dijo Hura, la alta y morena muchacha, líder de las mujeres pantera. Permaneció delante de mí, vestida con sus exiguas pieles y con sus adornos dorados.
La acerqué a mí bruscamente, y ella gritó, asustada. Abrazándola con fuerza la besé de forma insolente, como hace un amo para rechazar a una esclava, y luego la aparté de mí, empujándola contra los pies de los hombres de Tyros. Las mujeres de Hura se mostraron indignadas. Los hombres estaban asustados.
—¡Matadle! —gritó Hura, con el cabello cubriéndole los ojos, acurrucada al borde del círculo, contra el cual la había empujado.
—¡Cállate, mujer! —dijo Sarus.
Hura se incorporó, y retiro el pelo de sus ojos. Me miraba furiosa.
Me di cuenta de que Hura y sus orgullosas mujeres pantera no eran muy populares entre los hombres.
Además, parecían temer a los hombres, al mismo tiempo que los odiaban.
El respeto y el amor entre ellos se habían perdido. Eran extraños aliados los hombres de Tyros y las mujeres de Hura.
—¡Pido venganza! —gritó Hura.
Detrás de ellas, gritaron las muchachas.
—¡Callaos! —dijo Sarus—. De lo contrario os colocaremos a todas los brazaletes.
Las muchachas se callaron.
Las esclavas en la empalizada, las veintidós jóvenes situadas detrás del circulo de los hombres de Tyros y las mujeres de Hura, boca abajo y tras ellas encadenados, con el rostro hacia el muro, Marlenus y los otros veinte, poco podían sospechar lo que estaba ocurriendo.
Tomé nota, tan bien como pude, de la posición que ocupaban Sheera y Verna entre las esclavas. Podría necesitarlas.
—Entrada —exclamó uno de los dos hombres que habían permanecido fuera añadiendo combustible a la baliza.
La puerta se abrió y los dos hombres entraron. Ahora todos los hombres se hallaban dentro de la empalizada.
La puerta se cerró de nuevo.
Un hombre de Tyros arrojó más madera a la hoguera que había allí dentro, iluminando el interior.
—He oído que querías hablar conmigo —dijo Sarus, cruzando los brazos.
—Es verdad —dije.
Le observé. Sería rápido. Era inteligente y duro. Su acento pertenecía a una casta baja. Sin duda había alcanzado, a través de los distintos rangos, una posición prominente, lo cual, dadas las aristocracias de Tyros, era inusual. La familia era importante en la isla de los acantilados y también lo era en Cos.
Pero Sarus no debía su autoridad y responsabilidad a su familia. Lo había alcanzado luchando contra grandes adversidades, en la isla de Tyros. Sería un contrincante peligroso.
Me recordaba un poco a Chenbar de Tyros, su Ubar, también de bajo origen. Quizá fue debido a las influencias de Chenbar, pues hacia unos años que Sarus había prosperado. Chenbar, por lo que yo sabía, yacía encadenado en Puerto Kar. Había habido muchas guerras en Tyros en torno a la sucesión al trono del Ubar. Cinco familias, con sus descendientes, habían luchado por su medallón. Ignoraba cómo estaban ahora las cosas en Tyros. Sabía sin embargo que Sarus y sus hombres habían organizado una misión para capturar a Marlenus de Ar y a otro llamado Bosko, de Puerto Kar.
Me parecía inusual que, estando dudosa la sucesión, se hubiera iniciado semejante expedición.
Luego supe las razones.
—No sabía que Chenbar de Tyros había huido —dije.
Sarus me miró, cauteloso.
—Hombres de Torvaldsland —dijo—. No eran sospechosos. Sus honorarios eran altos. Con sus hachas hicieron añicos los anillos que lo sujetaban a las piedras, y lo llevaron a salvo a Tyros. Muchos hombres fueron asesinados. Huyeron de noche. Una hora después de su llegada a Tyros, el
Rhoda
, bajo mis órdenes, emprendió el viaje a Lydius.
—¿Cuál era tu misión?
—No es asunto tuyo.
—Veo que has tomado algunos esclavos.
—Algunos —respondió.
La fuga de Chenbar se habría producido poco después de que yo dejara la ciudad.
—¿Quién, en Torvaldsland, se atrevería a liberar a Chenbar de Tyros? —pregunté.
—Un loco —respondió—. Ivar Forkbeard.
—¿Un loco? —pregunté.
—¿Quién si no? —dijo Sarus—. ¿Quién sino un loco lo habría intentado? ¿Quién sino un loco lo habría conseguido?
—¿Sus honorarios eran elevados?
—Sí. El peso de Chenbar en zafiros de Schendi.
—Era un precio alto para un loco —dije.
—Todos los del Torvaldsland están locos. No tienen sentido común. Sóo temen no morir en la guerra —respondió.
—Confío en que tú y los hombres de Tyros estéis menos locos.
—Es mi deseo que así sea —dijo Sarus, sonriendo—. ¿A qué has venido aquí? ¿Qué es lo que quieres?
—He venido a negociar.
—No entiendo.
Miré a mi alrededor, examinando la posición de los hombres, y las mujeres de Hura, así como las de Sheera y Verna, escondidas detrás de los que yacían alrededor del círculo.
—Deseo que se rindan ante mí, sin disputas, aquellos a quienes tienes como esclavos —dije.
—Ahora veo que Ivar Forkbeard estaba cuerdo —dijo Sarus.
Me encogí de hombros.
—¿No comprendes lo que estos esclavos nos han costado? —preguntó.
—Estoy seguro de que su precio fue alto —afirmé.
—¡Mátale! ¡Mátale! —gritó una de las mujeres de Hura.
—¿Cuántos hombres tienes fuera de la estacada? —preguntó Sarus.
No respondí.
—Obviamente, no te habrás aproximado a nosotros sin una fuerza considerable —dijo.
No dije nada.
—Sin duda has venido como representante de aquellos que nos han venido siguiendo en el bosque.
—Es una inteligente suposición por tu parte —dije.
—¿Eres un comerciante de esclavos?
—He capturado algunos esclavos —admití.
—¿Qué te satisfaría?
—¿Qué ofreces? —le pregunté.
—Hay veintidós esclavas aquí, que yacen encadenadas. No me complace renunciar a ellas, pero si es tu precio, lo haremos así.
—No es suficiente —le dije a Sarus duramente.
—¿Cuántos hombres tienes? —preguntó enojado—. Seamos razonables. No puedes vencer sin perder hombres, ¡muchos hombres!
—Es cierto que tienes una empalizada defensiva —dije.
—¡Sí! Toma las esclavas y queda satisfecho.
—Quiero más —le dije.
—¡Mátale! ¡Mátale enseguida, loco! —gritó Hura.
Sarus la miró.
—Desnudadla a ella y a las otras y atadlas como a esclavas —ordenó.
Mientras yo seguía mirando, Hura y sus mujeres, gritando y debatiéndose, sujetas por los hombres de Tyros, fueron arrojadas en medio de la empalizada. Luego los hombres se arrodillaron, siguiendo la costumbre goreana, y soltaron a las mujeres. Después rasgaron sus pieles, les quitaron sus armas y ataron sus muñecas por detrás de la espalda. Hura y las otras intentaban levantarse.
—¡Mátale! —suplicó—. ¡Es tu enemigo! ¡No nosotras! ¡No nos abandones! ¡Somos tus aliadas!
—Sólo sois mujeres. Y estamos cansados de vosotras —respondió Sarus.
Hura le miró horrorizada.
—Ponedlas en la cadena.
Hura y sus veintiuna muchachas, incluida Mira, fueron ordenadas, cuello con cuello.
—¡No tiene hombres! ¡No tiene hombres! —gritó de repente Mira.
—¿Cómo lo sabes?
—Fui capturada por él y conducida al bosque. ¡Él y las otras me obligaron a ofrecer vino drogado a nuestras mujeres!
Hura se volvió hacia ella, como una mujer pantera.
—¡Eslín! ¡Eres un eslín! —gritó.
—¡Me obligó a hacerlo! ¡No tenía elección! —se defendió Mira.
—¡Eslín! ¡Te sacare los ojos! ¡Te degollaré! ¡Eslín!
Sarus golpeó a Hura con el reverso de la mano, empujando su cabeza hacia un lado, haciéndola sangrar por la boca. La muchacha cayó sobre sus rodillas con los ojos vidriosos, como una esclava castigada.
—Cuéntanos lo que sabes —preguntó Sarus a Mira.
—Me capturó. Me llevó al bosque. ¡Me hizo servir vino drogado! ¡No tenía elección! —dijo Mira.
—¿Cuántas mujeres tiene? —preguntó, enojado, Sarus.
—¡Cientos!
Sarus la azotó. Ella le miró, aterrada.
—¡Loca! —dijo Sarus.
Mira bajó la cabeza.
—¿Cuántas vistes? ¡Haz memoria! ¿Cuántas vistes?
—No vi ninguna —contestó.
Hubo una exclamación de ira por parte de las mujeres y los hombres.
—¡Me vendaron los ojos! —gritó.
Sarus rió.
—¡Oí a cientos! —dijo sollozando.
Sarus volvió el rostro hacia mí. No sonreía.
—Si poseyeras cientos de aliadas habría sido sensato por tu parte asegurarte de que nuestra preciosa Mira, nuestra hermosa y pequeña traidora, pudiera verlas —me dijo.
—Quizá —admití.
—¡Oí mujeres! ¡Oí muchas mujeres! —gritó Mira.
—O dos o tres mujeres —contestó Sarus—, que pasaban continuamente a tu lado.
De repente Mira me miró, con el rostro descompuesto.
—Me engañaste —dijo.
Sarus me miraba.
—Tienes pocas o ninguna aliada —dijo—. ¿Con que propósito has venido aquí?
—En primer lugar, para liberar a los esclavos. En particular me interesa uno llamado Rim y otro llamado Arn. También me interesa una llamada Sheera.
—Tus deseos son sencillos. ¿No sabes a quién tenemos como esclavo?
—¿A quién? —pregunté.
—A Marlenus de Ar.