—Vale, me has convencido. He registrado su habitación, allí no hay nada que pruebe su interés por nosotros. ¡Semión!
—¿Qué? —se sobresaltó éste.
—Tengo la impresión de que podrías proponernos alguna idea. Venga, vamos, adelante, no te la guardes para ti.
El Gatito empujaba con patita suave pero las uñas ya habían penetrado bajo la piel. Al ver cómo la crispación acalambraba de pronto el rostro de Semión, el Gatito comprendió que le había hecho pupa y que la había hecho en el momento oportuno.
Semión cantó de plano y relató el asesinato de Vasily Grushin que en su momento había silenciado.
—¿Cómo te has atrevido a ocultárnoslo, mamón? —el Gatito se había dejado de dulces ronroneos y estaba bufando—. Le has partido la cabeza a un hombre y en los cuatro meses no has dicho ni mu. ¡Te colgaría de los huevos y me parecería poco!
—Nos estaba pisando los talones. Se había enterado de lo de Makárov y quería saber más…
—¿Por quién se había enterado? ¿Lo has averiguado, al menos, antes de pegarle con el palo en el coco? ¡Imbécil!
—No me dio tiempo a hacer averiguaciones. Andaba merodeando cerca del plató justo cuando salió Vera, él le preguntó si Makárov vivía allí. Fue una suerte que yo bajase a cerrar la puerta detrás de ella y les oyera hablar. ¿Qué podía hacer? Le dije que yo era Makárov, le invité a pasar y… Ocultar el cuerpo hubiera sido imposible, no me quedaba más remedio que dejarlo tirado en la calle.
—Gracias a Dios que al menos no se te ocurrió esconder el cuerpo. Si lo había enviado alguien, y a todas luces fue la policía, lo habrían puesto todo patas arriba si hubiera desaparecido sin más. Pero así, si hemos sido afortunados, habrán pensado que se trataba de una pelea de borrachos. Pero de todos modos, tú, Semión, no debiste habernos ocultado una cosa así. Si andaba husmeando por ahí, significa que habíamos dejado algún rastro, que le habíamos dado a alguien motivo para la inquietud. Estamos aquí tan anchos pero, mira tú por dónde, resulta que hace ya cuatro meses que alguien nos ha puesto vigilancia. Escucha una cosa, tienes que salir inmediatamente de la Ciudad. Tú también, Químico. Yo no puedo marcharme, soy empleado del balneario donde se ha cometido un crimen. Para no llamar la atención, tengo que permanecer en mi puesto.
—¿Y yo qué tengo que hacer? —salió de su mutismo Damir—. He pagado la estancia de siete días y le he explicado a todo el mundo que tengo aquí asuntos pendientes y que para resolverlos necesito una semana justa. ¡No puedo irme a los tres días!
—En cuanto a ti, no he decidido nada todavía. Esta noche te diré algo. Se levanta la sesión.
El Gatito esperó a que todos salieran, se acurrucó en la cama, se hizo un ovillo y, meditabundo, se puso a hacer trizas la hoja de papel sobre la que con tanto escrúpulo había dibujado y rellenado el esquema de las puestas del juego, por si alguien entraba en la habitación. Luego extrajo del bolsillo de pecho del anorak, amplio y abigarrado, un walkie-talkie y estiró la antena.
—Necesitamos discutir ciertas cosas —dijo.
—Ahora no. Más tarde —fue la respuesta.
Alexandr Kazakov, de veinticinco años, apodado
el Químico
, no quería marcharse de la Ciudad. Temía que Vera Denísova se pusiese a buscarlo, y cualquiera sabía las consecuencias que podía traer su búsqueda. Pues, evidentemente, no iba a explicarle lo de los asesinatos…
Había conocido a Vérochka dos años atrás, cuando estaba de prácticas en su colegio, donde impartía clases de química y biología. Al principio no se había fijado en ella, ni sospechó siquiera qué intereses tan ávidos se ocultaban detrás de aquella inocente carita de ángel. En un visto y no visto, las consultas de química que la niña solicitaba a Sasha después de las clases, en una aula vacía, se hicieron diarias; el enseñarle las rodillas, más descarado; el olor a perfume, más provocativo. Vérochka demostró ser tenaz y al enamorarse de Sasha perseveró en la consecución de su objetivo sin preocuparse por resultar pesada o parecer desvergonzada. Kazakov empleó varias semanas en observarla y en evaluar su físico, la agudeza de su mente nada ordinaria, su libertad sexual precoz; después de lo cual echó toda la carne al asador.
—Vera —le dijo con voz quejumbrosa poniendo cara triste—, te quiero. Pero el mundo en que vivimos no nos va a entender. Sólo tienes trece años, yo he cumplido los veinticuatro. Si entablamos una relación íntima de verdad, me meterán en la cárcel. ¿Lo comprendes?
—Pamplinas —declaró con ligereza la encantadora niña—, hace mucho que no soy virgen. Llevamos jugando a la «margarita» desde el quinto curso.
Lo cual le desató las manos al Químico. Poder contar con una chica fija para las películas de categoría B supondría reducir enormemente los riesgos que planteaba el tener que buscar cada vez a una nueva. La categoría A utilizaba a mujeres adultas, no todas eran prostitutas profesionales pero callar, callaban todas. En cuanto a las niñas, todo era siempre mucho más complicado a la vez que peligroso. Para Kazakov, Vera era un hallazgo invaluable, sobre todo desde que se inventó el cuento de la huida al extranjero, para la que necesitaban dinero. No dejaba de causarle un asombro infinito el que esa niña, tan inteligente y nada corriente, se hubiera creído semejante disparate. Durante un tiempo llegó a sospechar incluso que su confianza era fingida. Pero sus sospechas se disiparon una tarde, cuando Vera y él estaban pasándolo bien en su casa.
—La próxima vez podríamos ir a nuestro chalet aunque no me gusta estar allí —dijo Vera—. Desde que Lilia se marchó me pone triste.
—¿Quién es Lilia? —preguntó el Químico, buscando una postura cómoda con los codos sobre la almohada.
—Lilia es la amante de mi abuelo. Es cuarenta años más joven que él. ¡Cómo la quería el abuelo! —Suspiró con envidia—. Varias veces al año la llevaba al extranjero, ya a un balneario de moda, ya a no sé qué museos. Una vez se le escapó que le gustaría ver un auténtico parque inglés, y el abuelo la llevó a Inglaterra sólo para esto. Lilia era alegre y una buenaza. El abuelo le había comprado un piso pero el chalet le gustaba más. Podía estar todo el día sentada en el porche, mirando los árboles. Luego el abuelo la casó con un guiri, y el guiri se la llevó a Viena. Antes de marcharse me pidió que la acompañara al chalet, estuvo paseando por el jardín, tocando cada árbol con la mano. Y llorando a mares. Decía que el tiempo que había pasado junto a mi abuelo había sido el mejor de su vida. Cada vez que voy al chalet no dejo de recordar cómo lloraba. Por eso me da tanta pena estar allí.
—¿Por qué tu abuelo no se casó con ella entonces?
—¿Qué dices? —Vera se incorporó y clavó en el Químico una mirada de asombro—. ¿Y la abuela? No pensarás que va a divorciarse de ella.
Su familia es algo más que simplemente adinerada, comprendió en ese momento el Químico. En esta familia hay tanto dinero que les ha cambiado la percepción de la vida. Para ellos un viaje a Roma o a París es lo mismo que para mí una excursión a Jarkov u Omsk. No es extraño que se crea mis cuentos. Vaya importancia, marcharnos al extranjero. Me gustaría saber quién es su adorado abuelo.
El Químico no quiso preguntárselo para no ponerla en guardia, y se enteró por otros medios, menos directos. Se enteró… y se horrorizó. Pero ya era tarde para echarse atrás, Vera Denísova había rodado ya cinco o seis películas, había visto a Semión y a Damir, sabía dónde estaba situado el plató. Lo único que le quedaba era confiar en su buena suerte. Pero para que la buena suerte no le abandonase necesitaba poner especial cuidado en mantener la confianza de la niña en que él, Sasha Kazakov, estaba locamente enamorado y no se imaginaba una vida sin Vérochka. Y Sasha puso ese cuidado especial. Con mucho esmero. Así que, ¿cómo podía marcharse? La niña creería que la había abandonado.
Al séptimo día de su estancia en El Valle todo cambió para Nastia. La noche anterior se había ido a dormir pronto, pensando recuperar el sueño atrasado, y se sorprendió al despertar antes del amanecer y darse cuenta de que no tenía sueño. Para ella, una auténtica lechuza, levantarse por las mañanas siempre había sido una tortura. Tras dar muchas vueltas debajo de la manta buscando una postura más cómoda que la ayudase a descabezar un sueñecito más, abandonó los infructuosos esfuerzos y dejó de engañarse a sí misma. Estaba trabajando de pleno.
Durante seis días había conseguido engañarse a sí misma, arguyendo que «no le concernía», que no estaba de servicio sino haciendo curas y descansando. Durante seis días largos se las había ingeniado para no percatarse de las señales que le mandaba su conciencia siempre que algo se salía de los cauces lógicos normales. Pasó seis días intentando expulsar de sí a la funcionaria de la policía criminal, cosa que había conseguido con tanto éxito que se rebajó hasta las ambiciones imperdonablemente mujeriles y los pataleos de niña tonta. Ya está bien de reprimirme, decidió Nastia, ahora voy a hacer lo que me da la real gana. La real gana consistía, antes que nada, en reflexionar bien.
Salió de la cama y se metió bajo la ducha. Como solía hacer al iniciar una jornada laboral, planificó la gimnasia mental del día necesaria para poner a punto el cerebro. Escogió las normas para construir preguntas al complemento directo en las lenguas del grupo finougrio. Tras terminar la tarea y rebajar simultáneamente la temperatura del agua de la ducha hasta hacerla apenas soportable, sintió el esperado entusiasmo. Decidió prescindir del desayuno, en lugar de esto se preparó un café y se puso manos a la obra.
Hacia las once de la mañana bajó al
hall
y compró todos los periódicos que pudo encontrar, sin hacer ascos a los folletos publicitarios del mes pasado que acumulaban polvo en un rincón debajo del escaparate. Con un voluminoso paquete de prensa bajo el brazo, salió del edificio y durante una hora deambuló por el parque del balneario siguiendo un itinerario algo distinto del habitual, el terapéutico. Se sentó en un banco a leer los periódicos, luego regresó a la habitación y se atareó en trazar sobre unas cuartillas unos garabatos muy historiados.
A primera hora de la tarde se había formado una visión más o menos coherente de la situación, y aunque esa visión adolecía de innumerables lagunas, Nastia tenía algunas ideas sobre cómo rellenarlas, qué tenía que comprobar y esclarecer para ello. Su enfado con el inspector que la había interrogado el día anterior se había desvanecido sin dejar rastro. Sabía que, como había visto a Alferov, la víctima, probablemente justo antes de que encontrara la muerte, con toda seguridad volverían a interrogarla. Quizá lo haría otro inspector, quizá el juez de instrucción. No estaría tan cansado y agobiado y le daría la oportunidad de compartir con él todas sus elucubraciones.
En efecto, vino el juez de instrucción. Le habilitaron un lugar de trabajo, una de las habitaciones libres, adonde uno a uno fueron llamados los testigos. Anastasia Kaménskaya fue entre los primeros requeridos, cosa que ella interpretó como buena señal.
Nastia se juró a sí misma no perder los estribos. No era novata en el trabajo policial y sabía bien cómo trataban los funcionarios del orden público a los moscovitas que se encontraban en su pueblo de paso. Se esforzaban por disimular la antipatía tras la fachada de buena amistad, pero apenas se cerraba la puerta detrás del funcionario de la Policía Criminal de Moscú, o del ministerio, daban salida a sus verdaderas emociones. Sin conocer el terreno, los comisionados de la capital a menudo destrozaban con su actuación una encuesta que había consumido mucho tiempo y fuerzas. Además, hacía falta proporcionarles alojamiento en un hotel, asegurarles ora la comunicación con Moscú, ora el transporte, invitarles a una botella de vodka para dar la imagen de buenos anfitriones, pero, aparte de dolores de cabeza, esas visitas a menudo no aportaban resultado alguno. Desde luego que había excepciones. A decir verdad, las excepciones eran más frecuentes que los casos que confirmaban la regla. Pero poco importaba, la actitud ante los «asesores» delegados desde el centro seguía dejando que desear.
En vista de lo cual Nastia tomó la firme decisión de comportarse con mucho tiento. De ninguna forma intentaría imponer sus conclusiones nada más franquear el umbral sino que esperaría un momento oportuno, cuando el propio investigador abordase la cuestión que a ella le interesaba. Al fin y al cabo, pensó Nastia, un asesinato era un asesinato, no tendría disculpa si no les echaba una mano a los compañeros cuando tenía la posibilidad de hacerlo.
El juez de instrucción se mostró correcto: la trataba de usted y le dio permiso para fumar si le apetecía. Muy delgado, se movía como un adolescente desgarbado, pero la cara surcada por arrugas y el pelo ralo daban testimonio elocuente de su edad. Su traje estaba bien planchado, la camisa, impecable, la corbata, bien combinada.
Nastia esperaba que ahondase en la idea del asesinato por celos, en consonancia con la línea de investigación adoptada el día anterior. Sin embargo, empezó a hacerle preguntas sobre quién había llegado y cuándo, y si alguien había intentado trabar amistad con Alferov en su presencia o por su mediación. Nastia comprendió que estaba poniendo a prueba la conjetura del asesinato por encargo. El día anterior Golovín le había contado que la víctima había trabajado en una empresa comercial, que había sido chofer de su director general. Probablemente, pensó, la policía local ya había llamado a Moscú. Seguro que mañana o pasado llegaría uno de los chicos del Buñuelo. Nastia se animó.
—Anastasia Pávlovna, ¿puede darme la fecha de la llegada de Alferov al balneario?
—No, no puedo. No me había fijado en él hasta que me abordó en el parque. ¿Es que la fecha no consta en su recibo o en el registro?
El juez de instrucción hizo oídos sordos a su pregunta, como si no hubiera abierto la boca.
—¿Se le acercó Dobrynin antes que Alferov o después de que éste lo hiciera?
—Después. Al día siguiente.
—¿No le pidió que le presentara a Alferov?
—¿Para qué? —se extrañó Nastia—. Si compartían la misma habitación…
De nuevo el juez de instrucción no manifestó reacción alguna y pasó a la pregunta siguiente:
—¿Cuál de los dos, Alferov o Dobrynin, fue el que le dijo que compartían la habitación?
—Dobrynin. Por cierto, también en el comedor se sentaban juntos.
—¿Por qué «por cierto»? —preguntó el juez con voz cansina.
—Porque significa que habían llegado el mismo día. Pregúnteselo a la enfermera de la dietética, se lo explicará. —Nastia empezó a perder la paciencia pero se dominó a tiempo.