Aguanta, se dijo.
—¿Quién más la ha cortejado durante su estancia en el balneario?
—Ismaílov Damir Lutfirajmanovich, con domicilio en Novosibirsk, ocupa una suite de la primera planta.
—¿No le ha pedido que le presente a Alferov?
—No.
—¿No le hizo preguntas sobre Alferov o Dobrynin?
—No.
—¿Llegó antes que Alferov o después de él?
—No sé cuándo llegó Alferov y no podría decirle desde cuándo Ismaílov se encuentra en la Ciudad, pero, como más tarde, desde el viernes veintidós de octubre. Es probable que haya llegado antes pero lo absolutamente cierto es que no fue después. ¿El propio Ismaílov no le ha dicho cuándo llegó?
—Anastasia Pávlovna, no es la primera pregunta que me hace. No quiero parecer descortés, por lo que al principio he intentado darle a entender lo improcedente de su conducta. Si no ha captado mis alusiones, me veo obligado a recordarle que usted ha sido llamada aquí en calidad de testigo y tiene que contestar a las preguntas, no plantearlas. Le ruego que me perdone.
Aguanta, se dijo Nastia, apretando los dientes, aguanta. El trabajo es el trabajo.
—Ha mencionado que los jugadores de apuestas eran tres. ¿Sabe quién fue el tercer participante?
—No me dijo su nombre. Dobrynin me contó que se llamaba Zhenia y que trabajaba en el balneario como electricista. Alferov no desmintió estas informaciones. Sin embargo…
—Un momento —la cortó el juez—, ¿quiere decir que al charlar con ese tal Eugueni ni siquiera le preguntó cómo se llamaba? ¿Cómo se explica esto?
—Esto se explica únicamente con la inexistencia del menor propósito por mi parte de mantener con él relación alguna. Intentó entablar conversación conmigo en dos ocasiones, y cada vez yo le paré los pies. Ésta es la razón por la que no le pregunté su nombre, para no darle pie para pensar que estaba dispuesta a hablarle y a trabar amistad. ¿Me he explicado bien?
—Anastasia Pávlovna, no le aconsejo enojarse. La circunstancia de ser funcionaria de la Dirección General del Interior de Moscú no la convierte en una lumbrera de la investigación criminal. Si tiene la impresión de que sabe mejor que yo qué preguntas se debe formular durante la instrucción de un asesinato, me permito asegurarle que se equivoca. Llevo muchos años haciendo este trabajo y, créame, he acumulado cierta experiencia que, como podrá comprobar, resulta suficiente para mantener el índice de la solución de casos de homicidios en un noventa y seis por ciento. En Moscú, donde desempeña sus funciones, la resolución de crímenes graves de este tipo se sitúa en un nivel algo inferior. ¿Cierto? Dicho lo cual, le ruego que observemos las reglas del juego: yo le haré las preguntas que considere pertinentes y a las que espero obtener respuestas verdaderas, mientras que usted, a su vez, se limitará a contestarlas, y sólo esto. Y evíteme las emociones, sobre todo las negativas. Prosigamos. Después de la primera vez, ¿intentó Eugueni entablar con usted relaciones de cualquier tipo?
—No. No volvió a abordarme nunca más.
Claro que sí volvió. Al principio me envió al berzas de Alferov ocultándole que él mismo se había llevado un chasco. No podía reconocerlo ante Kolia, quien se habría negado en redondo. Luego delegó al irresistible Pasha Dobrynin. Como no soy, precisamente, Marilyn Monroe, tuvo que crear un aliciente para él. Éste fue el motivo que llevó al genial Zhenia a sacarse de la manga el truco de doblar las puestas. Estaba seguro de que Alferov no iba a conseguir nada, y entonces podría aumentar la apuesta hasta un montante que resultase atractivo para Dobrynin. Y para que Pasha mordiese el anzuelo bien mordido y cortejase con máximo entusiasmo a un ratoncito gris como yo, a él Zhenia sí que le confesó su fracaso. Zhenia es joven, guapo de cara, tenerlo por rival no constituye ningún desdoro. Además, como se verá más tarde, ese Zhenia es también listo y calculador. Pero usted, mi estimado señor juez, no quiere escuchar mis comentarios. Me ha preguntado, le he contestado.
—Dígame, Anastasia Pávlovna, ¿cómo se explica el hecho de que rechaza sucesivamente a Eugueni Shajnóvich, Nikolai Alferov, Pável Dobrynin y luego una buena noche se acerca a Alferov por su propia voluntad y se pone a hablarle tan gustosa?
—Me pareció un chico sincero y algo simple. Si al primer pronto me produjo la impresión de que era un retrasado mental, más tarde, al hablar con Dobrynin, encontré explicación a todas aquellas aberraciones y el talante de Nikolai se me presentó bajo otra luz. Por eso no vi nada malo en pararme a charlar con él un rato mientras paseaba.
Cuando vi a Nikolai sentado en aquel banco, en el parque, sentí cómo se me helaban las entrañas, y yo acostumbro a fiarme de lo que me dice el cuerpo. Cuando dice ¡ojo!, tengo que prestar atención sin falta. Por desgracia, durante la última semana he infringido esta regla demasiadas veces. Mientras hablaba con él estuve tratando de tantear esa tecla que, una vez oprimida, haría que el cerebro volviese a mandarme la señal de alarma. La encontré cuando salió a la luz que Shajnóvich le había ocultado algo que no quiso ocultarle a Dobrynin. En ese momento supe con certeza que Shajnóvich tenía sus motivos para buscar un modo de acercárseme, y me fui en volandas a terminar de pensarlo a mi habitación. Desafortunadamente, Damir me lo impidió. Pero tampoco esto se lo voy a contar, puesto que usted me ha advertido que soy tonta y que mis especulaciones no son dignas de su oído.
—¿Cuánto tiempo estuvo hablando con Alferov en el parque?
—Unos diez minutos.
—¿Lo cronometró, miró el reloj?
—Me fumé un cigarrillo. Son diez minutos, más o menos.
—¿Qué ocurrió luego?
—Luego me levanté y continué por la alameda, en dirección al bloque residencial, con la intención de volver a mi habitación.
—¿Encontró a alguien por el camino?
—Sí, a Ismaílov. Me llamó, me acerqué y regresamos al bloque juntos.
—¿Vio a alguien más, además de Ismaílov?
—No.
—Cuando entró en el bloque, ¿había alguien en el vestíbulo?
—Por supuesto. Estaba la recepcionista, había varias personas hablando en un rincón, allí donde están los sillones.
—¿Puede nombrarlas?
—No, no las conozco.
—¿Podría reconocerlas?
—No. No me fijé en nadie. Además, estaban sentados a bastante distancia.
—Al volver al bloque, ¿subió a su habitación?
—No.
—¿Adónde fue entonces?
—A la habitación de Ismaílov.
—¿Por qué?
—Porque sí.
Se instaló un silencio desapacible. Al final el juez sonrió.
—Anastasia Pávlovna, ¿cómo debo interpretar su respuesta? ¿Como información o como una impertinencia?
—Como información. Suponga que mi vocabulario no da más de sí.
—De acuerdo, supondré que subió a la habitación de Ismaílov con el fin de mantener relaciones íntimas con él y que le da reparo decirlo en voz alta. ¿Cuánto tiempo estuvo en su habitación?
—Bastante. El suficiente para ver algo así como la mitad de un largometraje, tomarme un café e incluso charlar con Ismaílov. En total, unas dos horas.
—¿Permaneció Ismaílov en la habitación con usted todo ese tiempo?
—Sí.
—¿No se ausentó en ningún momento?
—No.
—¿Está absolutamente segura?
—Sí.
—¿Es consciente de que su declaración es la única prueba de la coartada de Ismaílov para el momento del asesinato? La menor imprecisión en su testimonio puede tener consecuencias desagradables.
No se moleste en asustarme, aunque sea con ese refinamiento. Podría haberse dado cuenta de que todas mis declaraciones se caracterizan justamente por su precisión. Recurro a este procedimiento, tan rudimentario, para intentar convencerle de que entiendo lo que está haciendo, de que yo también tengo alguna idea sobre la investigación criminal. En particular, la de los homicidios, ya que trabajo en el Departamento de Lucha Contra Crímenes Violentos Graves.
—Soy consciente de ello. No tengo intención de encubrir a Ismaílov. Lo que digo corresponde a la realidad.
—¿Por qué, Anastasia Pávlovna? Si acepta el galanteo de un hombre y por la noche acude a su habitación con vistas a una relación íntima, sería natural que concibiese el deseo de protegerlo contra los disgustos. ¿Cómo es que no siente tal deseo?
—Porque poseo un intelecto normal y una mente sana. Todavía soy capaz de distinguir entre el placer que proporcionan los requiebros de un hombre y el concepto del deber cívico, que me ordena abstenerme de testimoniar en falso.
En realidad no fui a su habitación con vistas a, como usted dice, una relación íntima. Para ambas partes se trataba de un juego en el que Damir participaba por necesidad y yo por curiosidad. Él afectaba sensualidad porque pretendía obtener algo de mí, y yo me hacía la crédula porque quería comprender con qué fin estaba montando todo aquel tinglado. Pero ahora me interesa dilucidarlo más que nunca, puesto que de súbito su necesidad de mí se ha esfumado. Lástima que a usted no le apetece hablar de esto conmigo.
Nastia siguió contestando a las preguntas del juez de instrucción con claridad y diligencia, mientras en su interior mantenía con él un diálogo extenso. Había estado esperando esta conversación demasiado tiempo y no acababa de resignarse y transigir con su empeño en guardar las distancias. Aunque no podía ser en voz alta, aunque tenía que hablar para sí, de un modo u otro iba a decirle todo cuanto creía necesario.
—Camino de su habitación, al salir de la de Ismaílov, ¿pasó delante de la doscientos cuarenta?
—No sé dónde está situada la habitación doscientos cuarenta. Si se encuentra en la misma ala que la suite, entonces sí, pasé delante. Si está en la otra, no.
—¿No miraba los números de las habitaciones mientras caminaba por el pasillo?
—No. Además, el pasillo estaba a oscuras.
—¿La acompañó Ismaílov?
—No.
—¿Por qué?
—No había necesidad. La oscuridad no me da miedo y tampoco suelo perder el norte.
A la luz de lo que Damir me había contado aquel día, sí me pareció como mínimo sorprendente que no me acompañara. ¿Significa esto que la noche anterior y aún por la mañana de aquel día podía existir algún peligro, una probabilidad de que se produjese algún acontecimiento indeseable que Damir podía conjurar simplemente manteniéndose a mi lado? El peligro persistía aún a primeras horas de la noche, cuando corría arriba y abajo por el parque buscándome, pero luego se disipó de golpe, como si nunca hubiera existido, y Damir ni siquiera creyó preciso acompañarme desde la primera planta hasta la cuarta a las dos de la madrugada.
—Gracias, Anastasia Pávlovna. Estoy seguro de que volveremos a vernos, tendré que interrogarla una vez más.
—Perdón, ¿me permite hacerle una pregunta, a pesar de todo?
—Adelante. Pero no puedo prometerle que se la conteste.
Aguanta, cariño, aguanta, ya falta poco, pronto se aclarará todo y las cosas se arreglarán solas.
—¿Han encontrado por casualidad en los bolsillos de Alferov una cajetilla de cigarrillos de marca Askor? ¿Un paquete negro con letras doradas?
—No. ¿No tiene más preguntas, Anastasia Pávlovna? Entonces, le reitero mi agradecimiento, buenos días.
Nastia no recordaba cómo volvió a su habitación. Ya no entendía nada. De acuerdo, era un maleducado y un creído, que no quería rebajarse a discutir cuestiones profesionales con una mujer, vale. ¿Pero no sería también tonto? ¿Por qué esa falta de toda reacción ante su última pregunta? Tenía que, debía incluso, haberle preguntado de qué cigarrillos estaba hablando y cómo Alferov pudo haberse hecho con ellos. Entonces Nastia le habría explicado que se había dejado la cajetilla encima del banco. No era de descartar que Nikolai no la hubiese encontrado. Pero si la encontró, si la llevaba en la mano o guardada en un bolsillo, habría aparecido cuando la policía registró el cadáver. ¿Había aparecido? No. ¿Dónde estaba entonces? ¿Había caído al suelo mientras le mataban, cuando se derrumbó? Entonces, no le habían asesinado en la habitación. El curso que debían seguir las ideas y los razonamientos a partir de aquí era más que evidente. Y resultaba incomprensible que no lo hubiera sido para el juez que la había interrogado.
Cerró la puerta con llave y, moviéndose con lentitud y parsimonia, se puso a preparar el café. Le temblaban las manos, sus dedos estaban agarrotados y apenas le obedecían, sus piernas se habían vuelto de piedra. Delante de sus ojos se deslizaban unos repugnantes puntitos negros, como si un enjambre de moscas pululara por la habitación. Dentro, en el alma, se iba extendiendo un frío mortífero que le parecía que le helaba hasta las yemas de los dedos de manos y pies. Su entusiasmo laboral se había extinguido por completo. En cambio, había retornado el enfado, trayendo de la mano la angustia y el aburrimiento.
La humanidad se divide en hombres y mujeres. Esta verdad banal, en lugar de limitarse a dar constancia de un hecho biológico, había ido adquiriendo visos de una ley, de un manual de instrucciones, y los humanos la utilizaron como norte a la hora de erigir su tambaleante sociedad. A medida que las «obras de construcción» avanzaban, la ley se fue enriqueciendo en cláusulas. Así, al lado de las categorías básicas de hombres y mujeres aparecieron otras complementarias, por así decirlo, optativas, las de hombres afeminados y mujeres masculinas. Esas categorías optativas estaban comúnmente consideradas un disparate útil sólo como material para el Libro Rojo.
La sabia humanidad se dejó guiar por la ley primigenia a la hora de idear sus juegos, de diversos grados de complejidad: unos para los hombres, otros para las mujeres, otros más para equipos mixtos. Se quedó tan embebecida en el proceso de segregación sociosexual que ni se dio cuenta cuando las fronteras, que al principio parecían una ficción y eran más bien un rito, mero componente del juego, de repente dejaron de ser de mentirijillas para convertirse en murallas reales, de hormigón armado, insalvables hasta para las mentes más privilegiadas, para las armas más sofisticadas.
A la mujer le corresponde coser y cocinar. Investigar los crímenes corre de cuenta de los hombres. Y eso es todo. No hay más cera que la que arde. Curiosamente, el hombre puede desempeñar el trabajo de cocinero y de modisto. Yves Saint-Laurent, Viacheslav Záitsev, así como el famoso diseñador de peinados femeninos Vidal Sassoon, son prueba de ello. Sin embargo, una mujer que se dedica a la investigación criminal no deja de ser una curiosidad.