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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

Los crímenes del balneario (18 page)

Es probable que el número de mujeres detectives sea superior al de hombres. Pero la policía criminal es negociado masculino, y tú, bobita, no oses aventurarte por sus aledaños. Porque, vamos a ver, ¿qué trabajos incluye la investigación criminal desde tiempos inmemoriales? La busca y captura, escaramuzas, persecuciones, tiroteos, detenciones y otras sonajas necesarias para poner a tono el ánimo romántico de la chiquillería. Esas sonajas llenaban obras de ficción y documentales, así como baladas y leyendas transmitidas de boca en boca. Por algún motivo a nadie le apetecía mencionar que la investigación criminal era un trabajo intelectual, invisible y nada ruidoso. Que antes de exhibir las maravillas de la busca y captura, el investigador debía pasar largas horas delante de la mesa, repasando minuciosamente en la memoria lugares, direcciones, biografías, motes, señas personales, particularidades del habla y del comportamiento, y sólo después podía salir a la calle para ir quién sabía adónde a buscar quién sabía a quién. Que antes de montarse en tres coches y salir disparados con pilotos de emergencia destellando en persecución de un bandido armado, antes de cazarlo con ayuda de pistolas y músculos cultivados, era preciso recabar información larga y puntillosamente, observar con atención cada movimiento del susodicho maleante y redactar, a modo de los hombres del tiempo, pronósticos de sus desplazamientos para mañana.

De nuevo, merece la pena señalar que los únicos que participan en estos juegos son los seres humanos. La vida, entretanto, se mantiene a distancia de esas naderías, avanza obedeciendo sus propias leyes; y mencionemos a propósito que esas leyes suyas no las ha inventado nadie sino que son absolutamente objetivas. Este progreso objetivo de la vida, que engloba, entre otras cosas, la criminalidad, plantea a la gente el severo requerimiento de olvidarse de sus reglas de juguete y dejarse guiar por las leyes normales de la realidad objetiva. Si para investigar crímenes es preciso analizar, reunir y meditar datos, verificarlos y ordenarlos, pues hagámoslo. Y dicho sea de paso, más nos vale no confundir el trabajo analítico con la amplia variedad de labores de instrucción. Cada uno debe ocuparse de lo que mejor sabe hacer, no de lo que le manda la Regla Principal. Tú, que tienes buena puntería y eres buen corredor, cogerás a los delincuentes. Tú, que eres capaz de leer en el alma ajena y dar con la llave que abre sus arcanos, dedícate a interrogatorios. Si sabes procesar datos, procésalos, pero no lo hagas para ti solo sino para contribuir a la causa común, para ayudar a cada uno de tus compañeros. Y que a nadie le importe con qué letra empieza el nombre de tu sexo, si con la M o con la F.

Víctor Alexéyevich Gordéyev hacía tiempo que había caído en la cuenta de la discrepancia entre las leyes de la vida y el reglamento del juego, y, en cuanto las circunstancias se lo permitieron, se dedicó a llevar a la práctica su nuevo modo de comprender las cosas. Con el tiempo aprendió a hacerlo bastante bien. Había reunido en su departamento a gente que destacaba especialmente en algún tipo de actividad. Por ejemplo, Volodya Lártsev era un excelente psicólogo y aconsejaba a los demás sobre el modo de hablar a una u otra persona con tal de obtener el resultado deseado. El risueño Kolia Seluyánov conocía al dedillo Moscú con todos sus patios interiores, recovecos y callejones sin salida, y no tenía iguales a la hora de elaborar itinerarios, tanto peatonales como de coche. Misha Dotsenko, joven y de ojos negros, era irreemplazable para trabajar con los testigos oculares, cuyas declaraciones trataba con tanta paciencia y escrúpulo que el interrogado acababa por contar hasta la última menudencia que había visto, oído o recordado. Nastia Kaménskaya, en cambio, era la analítica. Aunque al principio en el departamento de Gordéyev la habían acogido con enorme escepticismo, ya que todos, excepto el propio Buñuelo, continuaron jugando a los juegos de rigor durante mucho tiempo todavía, ahora allí a Nastia no sólo se la quería y valoraba, sino que se la llevaba en palmitas.

Pero aquí Nastia se encontraba en el campo ajeno, donde el juego tradicional se desarrollaba en conformidad con el reglamento antiguo: una mujer no era un ser humano y no tenía nada que hacer en la policía criminal. Nunca, bajo ningún concepto, una fémina sería más inteligente que un hombre, por lo que jamás sería capaz de llevar a cabo la parte mental de la instrucción mejor que un inspector hombre, y en cuanto a las tareas físicas, ni qué decir tenía. La humanidad, incluidos algunos de sus representantes empleados en la policía, ya se había percatado de lo necias e incómodas que resultaban las reglas de antaño, pero aún no conseguía reunir fuerzas morales para enfrentarse a la vieja barrera y romperla.

Pero ¿qué podía hacer Nastia Kaménskaya después de verse rechazada dos veces por los representantes del territorio ajeno? Primero, por el inspector Andrei Golovín; luego por el juez de instrucción, que se había presentado pero masculló su nombre de tal manera que Nastia no lo captó. ¿Acaso podía decirle a uno de ellos: «Oye, comprueba esto… sabes qué puedes hacer… créeme, lo que te digo vale la pena…»? No, qué va, sólo podría permitirse decir algo así aquel que ya había jugado con los policías de aquí a todos los juegos imaginables y por imaginar, sin despreciar algunos no del todo decorosos. Si eres mujer y, no contenta con pretender desempeñar un trabajo que desde que el mundo es mundo ha sido considerado masculino, intentas, además, aconsejar a los hombres sobre el mejor modo de hacer este trabajo, tus probabilidades, bonita, son iguales a -0,8. Cosa que Kaménskaya había comprobado nada más llegar. En la Ciudad se habían negado a tomarla en serio desde el primer momento, sin ocultarle la premisa generalizada de que una mujer perteneciente al cuerpo de la policía criminal era un disparate mayúsculo y algo realmente imposible. Cuando se produjo el asesinato y Nastia, sin ambages, ofreció sus servicios, le dieron a entender de forma inequívoca que una mujer debía conocer su sitio y no podía acercarse a la barrera. Nastia había hecho grandes esfuerzos por desoírlo. Tenía un deseo sincero de ayudar y estaba dispuesta a olvidarse de su amor propio. Pero todo, al fin y al cabo, tenía su límite. La sangre fría y la prudencia también. Tras superar la primera oleada de rabia y conseguir incluso deslizarse por la cresta de esta primera ola y avanzar, quedó cogida en la segunda ola y estaba a punto de ahogarse.

Era ya la segunda vez que llamaban a su puerta. Cuando llamaron por primera vez, hacia aproximadamente una hora, Nastia, tumbada en la cama, contuvo el aliento y fingió no estar allí. Ahora que se había sentado a traducir, el repiquetear de la máquina se oía desde lejos y no había la menor posibilidad de no abrir la puerta.

—Anastasia, ¿qué ocurre? Enséñeme su libreta de tratamientos —requirió adusto su médico, Mijaíl Petróvich—. Justo lo que pensaba. Lleva dos días seguidos faltando a las curas y a los ejercicios en la piscina. ¿Se encuentra mal? ¿Por qué no baja al comedor?

—Yo… No me siento muy bien —balbuceó Nastia confusa.

—¿Por qué no ha venido a verme entonces? Esto es un balneario, no un camping, le ruego que lo tenga en cuenta. En caso de padecer el menor achaque debe acudir al médico sin dilación. ¿Comprende lo que le digo?

—Comprendo. Pero ya ha pasado. Mañana bajaré al comedor y seguiré con las curas. Palabra de honor, Mijaíl Petróvich.

—A ver si es verdad. Quiero saber qué dolencia la aqueja. ¿Por qué no tiene apetito? ¿Le habré prescrito un tratamiento incorrecto?

—Lo más probable es que sean los nervios. Una leve depresión —sonrió Nastia.

—¿Tanto le ha afectado ese lamentable suceso?

—Esto también. Pierda cuidado, Mijaíl Petróvich. Lo mío es una tontería sin importancia. Hoy, con su permiso, seguiré con mis murrias, y mañana por la mañana todo estará en orden.

El médico se marchó insatisfecho pero no pudo con la tozudez de Nastia. Se había negado en redondo a ir a cenar.

Damir seguía sin aparecer.

Sobre las diez de la noche volvieron a llamar. En el umbral apareció Reguina Arkádievna.

—Tiene un telegrama, Nastiusa. Pasaba por la recepción y me lo han dado para que se lo entregue.

La vecina le tendía el impreso de telégrafos, abierto. ¿Quién habría sido el curioso? La pregunta resplandeció en la mente de Nastia, quien no había podido contenerse y leyó el telegrama. «Por favor llama a casa urgentemente besos papá.» Le dio mala espina. Si algo grave hubiera ocurrido en casa, el telegrama no contendría esas palabras tranquilizadoras, «por favor». Cuando alguien dice «por favor», no ordena sino que pide, y una petición es susceptible de ser desdeñada. Por otra parte, ponía «urgentemente». ¿Qué urgencia sería ésta? Si ayer mismo le había llamado para confirmar que había recibido el giro.

—¿Qué hago? —dijo Nastia desconcertada—. Mi padre me pide que llame urgentemente a casa pero ya es tarde para ir a la Ciudad, los locutorios cierran a las nueve.

Con resolución, Reguina Arkádievna cogió a Nastia del brazo.

—Venga conmigo. Para esta clase de emergencias tenemos reservada otra variante. Con un poco de suerte podremos llamar desde el despacho del director.

Arrastrando los pies, Nastia siguió a la vecina; se sentía como una oveja que llevan al matadero. A juzgar por todo, el padrastro quería transmitirle un mensaje de Gordéyev. El hecho de que el jefe no intentase comunicarse con ella por mediación de la policía de la Ciudad le decía muchas cosas. Por ejemplo, que estaba tanteando el terreno, que trataba de averiguar si podía utilizarla para algún trabajo. Probablemente quería enviar a alguien y necesitaba elegir un modo de actuar con arreglo a lo que en el balneario podían saber de Nastia Kaménskaya: ¿traductora o funcionaria de la policía criminal?

El despacho del director tendría una antesala, reflexionaba Nastia, donde podía estar instalado un teléfono paralelo. De ser así, llamar a casa desde el despacho del director sería una estupidez imperdonable. Alguien podía escuchar la conversación. ¿Echarse atrás? Pero ¿bajo qué pretexto? Acabas de recibir un telegrama en que se te pide que llames con urgencia a casa y ¿qué ocurre? ¿Te rompes una pierna mientras caminas hacia el despacho? No hay remedio, tienes que llamar desde el teléfono que te ofrecen. Al fin y al cabo, es probable que no pase nada, quiso tranquilizarse Nastia. ¿Quién va a escuchar mis conversaciones? Una simple traductora llama a casa y charla con su querido papá. ¿Qué tiene de particular? Todo saldrá bien, todo saldrá bien, se repetía Nastia.

Entretanto, Reguina Arkádievna la había llevado junto al cuarto de la enfermera de guardia.

—Oliuska —le dijo a ésta cariñosamente—, ¿podrías abrirnos el despacho de Gueorgui Vasílievich? Mi vecina ha recibido un telegrama, le urge poner una conferencia interurbana a casa.

Olia asintió con la cabeza en silencio y extrajo del cajón de la mesa un manojo de llaves. Al entrar en la antesala, Nastia echó una ojeada a la mesa de la secretaria: en efecto, allí había varios teléfonos, uno de los cuales sin duda estaba conectado a la línea directa del aparato del director. ¿Llamar desde aquí tal vez? Entonces estaría segura de que nadie descolgaría el auricular en el despacho del director. Pero aquí estarían pendientes de ella las dos mujeres a la vez, Olga y Reguina…

Mientras, la enfermera abrió el despacho del director, encendió la luz y con un movimiento de la mano la invitó a pasar. Después de que Nastia entró, la enfermera entornó con delicadeza la puerta que separaba el despacho de la antesala, aunque Nastia apenas pudo contenerse para no exclamar: «No cierre para que pueda ver la mesa de la secretaria y los teléfonos.»

Todo irá bien, no pasa nada, todo saldrá bien, se repetía marcando el prefijo y el número de Moscú.

—¡Diga! —resonó en el auricular la voz de Leonid Petróvich, y en el mismo momento el agudo oído de Nastia distinguió un chasquido suave, apenas audible, que ni siquiera podía llamarse chasquido, antes bien, era una especie de silbido levísimo.

De modo que no ha ido bien.

—Papi, soy yo. Habla más alto, se oye muy mal, hay ruidos de fondo. ¿Qué ha pasado?

—Anastasia —Leonid Petróvich elevó la voz aunque se oía perfectamente. La mención de «ruidos de fondo» no le había pasado inadvertida—. ¿A quién has dejado las llaves de tu piso?

—A Margarita Iósifovna del séptimo. Incluso te había escrito una nota, para que no se te olvidara.

—Lo sé —la voz del padrastro sonó con indisimulado enojo—, ya lo sé, escribiste la nota, la dejaste encima de la nevera pero he mirado y no la encuentro.

—¿Para qué quieres las llaves? —preguntó Nastia recelosa.

—Verás, un amigo de Luda Semiónova viene aquí en viaje de trabajo y Liúdochka quiere saber si podría instalarlo en tu piso. Como sabe que estás en el balneario…

—¿Por qué en mi piso exactamente? —Nastia procuró impregnar su voz de toda la indignación de que era capaz—. Luda tiene enchufes en un hotel, que la ayuden a alojarlo allí.

—Vamos, pequeña, no seas mala. Esos dos tienen un lío, y en los hoteles ya sabes cómo son las reglas. ¿Qué ocurre, tan roñica eres?

Nastia sintió cómo su mente se disparaba y empezaba a producir ideas sin darle tiempo a tomar conciencia de ellas. Helo aquí, el momento decisivo de la conversación, del que iba a depender el comportamiento que debería adoptar Yura Korotkov cuando viniera a la Ciudad, quien desde hacía un año vivía un serio romance con Ludmila Semiónova, que el año pasado fue testigo en un caso de asesinato ¿Qué podía contestar? ¿Aceptaría la responsabilidad y diría que no era «roñica», olvidando tanto al misterioso visitante que había registrado su habitación como otras nimiedades?

—Vaya con esa Ludmila —suspiró en el auricular—, sabe que nunca la dejaría colgada y se aprovecha. Pero si se entera su legítimo, no será por mi culpa, se comporta con una ligereza extrema, tenlo en cuenta. Vale, dale las llaves. Lo único es que tengo la casa patas arriba, me he marchado con tantas prisas que creo que he dejado bragas tiradas por toda la habitación.

—Qué más da, son de confianza. ¿En qué apartamento vive Margarita Iósifovna?

—En el séptimo, apartamento cuarenta y tres. ¿Mamá no ha llamado?

—No. Bueno, sigue descansando, cariño. Te lo agradezco de verdad. Un beso.

Tras colgar, Nastia se apresuró a abrir la puerta de la antesala. No había nadie, la luz estaba apagada. En el
hall
, la enfermera Olia estaba fumando expulsando el humo por una ventana abierta. El cigarrillo, se fijó Nastia, estaba consumido casi hasta el filtro, de manera que ya llevaba encendido un buen rato. En la antesala no olía a humo de tabaco. Si alguien había estado escuchando su conversación, no había sido Olia. ¿Quién entonces?

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