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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

Los crímenes del balneario (22 page)

¿Tiro el tenedor al suelo? No, será mejor atragantarme. No conviene exagerar. Parecería absurdo que le creyese cada palabra y me dejase llevar por el pánico.

—¿Qué policía? ¿De quién hablas, Damir?

—Aquel con quien estuviste bailando anoche. ¡Una parejita muy acaramelada!

—Tontito, pero si es sobrino de Reguina Arkádievna. ¿Acaso ella no te lo ha dicho?

—Me lo ha dicho. Pero otra gente me ha explicado que es un inspector de pura sangre, que ha venido desde Moscú sólo por ti. ¿Cómo te sientes ahora?

—No lo sé —se encogió de hombros—. Creo que se trata de un malentendido. ¿Qué interés puedo tener para un inspector de policía? Bonito cuento me está usted largando, Damir Lutfirajmanovich.

—Tu falta de sensatez va a volverme loco —dijo Ismaílov enojado—. ¿Podrías tomarte esta situación más en serio? No te pregunto si has cometido algún pecado. Esta pregunta te la contestarás tú misma. Mejor será que pienses de qué te hablaba, qué le interesaba. Entonces comprenderás por qué te está rondando.

Creo que ya me ha convencido. Basta de hacerme la mema. Es hora de pasar a la acción.

—Damir —dijo Nastia despacio, la vista fija en el plato—, ¿por qué lo tomas tan a pecho? Si no es otra mentira de las tuyas, a quien está investigando el policía es a mí, no a ti. ¿Por qué te pone nervioso?

—Porque soy un tonto rematado —exclamó Damir desesperado—. Porque se me parte el corazón por ti. Porque quiero ayudarte hasta donde esté en mi mano. Si no con un consejo, pues al menos con mi apoyo y compasión. ¿Eres capaz de comprender cosas tan sencillas como ésta o en tu cabeza sólo caben estructuras ultracomplejas?

¡Qué hijo de puta! ¡Tira a dar! Ojalá supieras, Damir Ismaílov, hasta qué punto estás en lo cierto. Es justo lo que me está atormentando estos últimos días. ¿Tanto se nota acaso? ¿O has dado en el blanco por carambola?

—¿De veras puedo contar con tu consejo y apoyo?

Que le tiemble la voz un poco, como anuncio de una confesión importante.

—Ya te lo he dicho. De todos modos he prometido al juez de instrucción quedarme aquí unos días más, quiere volver a interrogarme. Voy a pagar por otra semana y podré estar a tu lado un día sí y otro también. ¿Te apetecería?

Nastia asintió con la cabeza, luego levantó hacia él una mirada contrita.

—¿Y no me verás con malos ojos, no pensarás mal de mí incluso si…?

—Si… ¿qué?

—Si resulta que ese policía tiene fundamentos… Damir, me encuentro en una situación complicada. Ahora no puedo contártelo todo pero luego quizá sabrás toda la verdad. Claro que tengo algunas culpas. Pero a ese chico, Alferov, no lo he matado yo. ¿Me crees?

Ya, ya está. Con esto tiene que ser suficiente.

—Te creo, Nástenka, por supuesto que te creo. Basta verte para creerlo. ¿Cómo ibas a poder asestar aquel golpe tan fuerte? Bebamos.

—Bebamos —aceptó ella con alivio.

El primer acto de la función había sido interpretado. Se podía anunciar el descanso.

Denísov estaba estudiándose en el espejo con mucha atención. Ya era un viejo. Se había cansado del ajetreo. Mientras Lilia estaba a su lado, había fuego, había viveza, había ganas de hacer las cosas, y también había fuerzas. Él, carcamal casposo, no había sabido apreciar a Lilia, creía haber comprado su juventud y dulzura y como agradecimiento por su «fiel servicio» le buscó a un marido rico, un industrial de Austria. Se consolaba pensando que allí estaría mejor, que se lo «merecía».

Luego un día vino Vérochka, su nieta queridísima, y le contó cómo habían ido, ella y Lilia, al chalet, justo antes de marcharse ésta, cómo Lilia lloraba y qué palabras había dicho. ¿Cómo iba a suponer él, a sus años, que Lilia le quería de verdad? Eduard Petróvich había temido dejarse engañar para no tener que desengañarse luego. Y al final se había engañado a sí mismo. Ya nunca más aparecería en su vida otra Lilia, y poco a poco todo iría perdiendo interés. Tenía tanto dinero que ver crecer sus capitales ya no le aportaba alegría. La única alegría que le quedaba era gastarlos, para sentir su propio poder, su capacidad de despertar agradecimiento.

Eduard Petróvich se había hecho viejo. Mientras estaba Lilia, la llevaba a las playas mediterráneas, a balnearios suizos donde esquiaban en las montañas, siempre tenía la cara levemente bronceada y el cuerpo enjuto, incluso le parecía que tampoco las arrugas habían sido tantas. Ahora Denísov estaba viendo en el espejo una cara que empezaba a abotargarse, mejillas con las vetas rojas de anciano, un cuerpo que se había vuelto flácido y una tripita incipiente. No tenía escapatoria a la edad…

De repente sonrió a su propio reflejo. A pesar de todo, la vida le reservaba algunos momentos interesantes, a veces todavía los vivía. Ahora mismo, por ejemplo, iba a enfrentarse con un cometido curioso: lograr que una persona cumpliese con su deber profesional por dinero, pero no por el sueldo que le pagaba el Estado sino por el dinero del propio Denísov, dicho en otras palabras, por los sucios rublos de la mafia. También podría pagarle en divisas. La persona en cuestión, de creer las informaciones previas, no era nada sencilla, incluso tenía algún rasgo de rebeldía. Pues qué más le daba, mejor que mejor, así iba a ser más interesante todavía. Eduard Petróvich era consciente de que nunca había resultado irresistible a las mujeres, que carecía del encanto viril, del reclamo del macho. Para luchar con Kaménskaya iba a tener que emplear otros medios.

Pero bueno, ¿qué pasaba con Starkov? Denísov miró al reloj, faltaban siete minutos para la cita. Oprimió el botón del timbre que lo comunicaba con la cocina. En seguida apareció Alán, pequeño, orondo, barbudo, como un gnomo vivaracho.

—Prepárame un batido de leche, Alánchik. Dentro de cinco minutos llegará Tolia Starkov, quédate con nosotros, escucha lo que hablamos. Puede darse que tengamos que recibir a una invitada.

—¿A qué hora le sirvo la cena, Eduard Petróvich?

—Después, Alánchik, cuando hable con Tolia.

—¿Espera a alguien? ¿Para cuántos pongo la mesa?

—Hoy sigo solo, Vera Alexándrovna se quedará una semana más en casa de su hermana. Prepara la mesa para dos, cenarás conmigo.

—De acuerdo.

Bebiendo a sorbitos el batido de leche, tan agradable para el paladar (leche, yemas y el zumo de una manzana antónov recién exprimida), Denísov escuchaba con atención a su jefe de la inteligencia.

—No disponíamos de mucho tiempo, Eduard Petróvich, por lo que sólo pudimos recabar algún que otro dato suelto. Kaménskaya es perezosa y comodona. Cómo mejor se siente es sentada a la mesa o tumbada en el sofá. A todas luces detesta las faenas domésticas.

—¿De dónde provienen estas informaciones?

—De la camarera que limpia su habitación. Es una mujer observadora y con experiencia, capaz de describir el carácter con ver solamente las colillas en un cenicero. Merece toda credibilidad.

—Vaya, vaya. Sigue.

—Kaménskaya fuma mucho, toma mucho café.

—¿De qué marca?

—Aquí tiene un bote de instantáneo brasileño. También en casa toma café instantáneo, poner la cafetera le da pereza. Cuando es posible, prefiere un
cappuccino
.

—¿Tabaco?

—Aquí fuma Ascor pero le gustan los cigarrillos mentolados. Procura no cambiar de marca, compra varios cartones de una vez.

—¿Ropa, maquillaje?

—Aquí, Eduard Petróvich, hay muchos puntos oscuros. Le hemos pedido a Tatiana Vasílievna que le echara una ojeada a Kaménskaya esta tarde, mientras estuvo sentada en la cafetería con Ismaílov.

Tatiana Vasílievna era directora de la Casa de Modelos de la Ciudad, modista personal de Vera Alexándrovna, la mujer de Denísov, y al mismo tiempo, perito del propio Eduard Petróvich.

—¿Ismaílov? Ah, ya, es su amante. ¿Qué dice, pues, Tatiana?

—Dice que Kaménskaya no se viste para estar guapa sino cómoda. A juzgar por sus gestos faciales y su porte, sabe ser muy atractiva cuando se lo propone. Pero en su vida cotidiana se viste más que modestamente y pasa completamente desapercibida.

—Curioso —gruñó Denísov—, ¿resulta que puede sentarse con su querido en una cafetería y no tratar de parecer atractiva?

—Resulta que sí, Eduard Petróvich.

—¿Qué comió en aquella cafetería?

—El menú del día. Pero hablando con el camarero pudimos establecer que la carne la deja indiferente y que le gustan muchísimo toda clase de verduras. Las preguntas que hizo llevan a suponer que no come nada salado ni picante y que prefiere la verdura rehogada, nunca cruda.

—¿Qué bebe?

—Difícil de decir. En la cafetería pidió Martini pero no tenían. Se tomó un zumo de naranja. La verdad es que también bebió una copa de vino que Ismaílov había pedido, pero no la terminó y torció el gesto.

—¿Qué más?

—No le gusta la música demasiado alta. El ruido en general le molesta. Según la camarera del balneario, en la habitación de Kaménskaya la radio está desenchufada siempre y el cable de conexión guardado en el armario, desde donde no se ha movido desde el primer día. Por lo visto, no la ha puesto nunca.

—Pocas bromas con esta dama —se rió Denísov—, que ni siquiera escucha las noticias.

—Pero lee periódicos aunque de forma irregular. Durante la primera semana en la habitación no había ni un solo periódico, pero luego de sopetón apareció una pila de ellos.

—Buena señal, Tolia, es muy buena señal —se animó en seguida Eduard Petróvich—, algo de pronto le ha interesado. Entonces no es en absoluto tan perezosa y apática como parecía desprenderse de tu informe. Continúa, por favor.

—En el balneario le están tratando una antigua lesión de la espalda. Le resulta doloroso sentarse en sillones mullidos, esos en los que uno se hunde, trata de escoger sillas y sofás de respaldo recto y duro.

—Una observación valiosa. ¿Y qué tal se desarrollan sus relaciones con nuestra respetabilísima policía criminal? ¿Consiguió tu amigo de Moscú, cómo se llama…?

—Korotkov —se apresuró a ayudarle Starkov.

—Ése, Korotkov. ¿Consiguió convencerla?

—Hasta hoy dice que no. Se niega en redondo pero sin ponerse histérica.

—¿Cómo lo argumenta?

—Aquí está, lo he apuntado casi al pie de la letra: «No quiero tratar con la gente que no cree que una mujer es un ser humano.»

—¿La has oído decirlo con tus propios oídos?

—Estaba sentado a la mesa vecina cuando se lo dijo al comandante de la policía criminal de Moscú. Tengo que señalarle, Eduard Petróvich, que tiene un gran dominio de sí misma. Estaba manteniendo una conversación que no tenía nada de amena y, sin embargo, no dejó de sonreír y en ningún momento elevó la voz. Por eso no pude oír ni la mitad de lo que decía.

—No importa, Tolia, con lo que has oído tengo suficiente. Esta noche voy a reflexionar sobre esta información y mañana por la mañana podrás empezar. Puedes irte, Tolia.

Cuando la puerta se cerró detrás de Starkov, Denísov se volvió hacia Alán, quien, sentado en un rincón, delante de una mesita, estaba escribiendo algo en silencio.

—¿Qué dices, Alán?

Alán hundió la mano en la larga y frondosa cabellera, luego se agarró la barba corrida, frunció y desfrunció los labios varias veces.

—El caviar y el salmón quedan descartados. También deberá renunciar a sus famosos filetes.

—¿La carpa a la crema? —sugirió Denísov indeciso.

—Si se tratara de la competencia, diría que sí. Hoy queda poca gente que sepa comer pescado con gracia y manejar las espinas correctamente. Tiende a poner nervioso al invitado. Si se propone conseguir su colaboración, no le aconsejo servir pescado. Aunque, a lo mejor, el esturión deshuesado no quedaría mal.

—Aceptado —dijo asintiendo con la cabeza Eduard Petróvich—. ¿Tienes otras recomendaciones?

—Quería decirle una cosa a propósito de lo salado. Es probable que tenga problemas renales y no deba tomar mucho líquido porque se le hincha la cara. Por otro lado, fuma mucho y es inevitable que tenga sed. Creo que debería servir muchas naranjas o, mejor aún, pomelos. Refrescan mucho. Pelarlos, cortarlos en trozos pequeños y servir sobre el hielo. Todo lo demás corre de mi cuenta: la verdura, las bebidas, sillones de respaldo alto. He tomado nota de todo.

—Gracias, Alánchik. Qué haría yo sin ti.

—¿Para qué hora tengo que prepararlo?

—Ojalá lo supiera…

Mientras Eduard Petróvich Denísov tendía las redes con las que esperaba atrapar a Anastasia Kaménskaya, la propia Nastia junto con Yura Korotkov recogía sus propias redes y comprobaba disgustada que hasta el momento nadie había caído en ellas.

—El único que me está rondando es Ismaílov. Cierto, se comporta exactamente como habías dicho pero no es el asesino. Desde que me despedí de Alferov en el parque y hasta las dos de la madrugada lo tuve delante de mis ojos en todo momento. ¿No pudo haberse equivocado el forense al establecer la hora de la muerte?

—Imposible —Yura negó con la cabeza—, te despediste de Alferov a las veintitrés cincuenta, el cadáver fue examinado en el lugar donde se lo encontró a las cuatro veinte de la madrugada. La muerte sobrevino, vamos a decir, a las veinticuatro horas en punto, quince minutos más o menos. Había pasado muy poco tiempo para que el forense se equivocase en una hora y media o dos. Ni lo pienses. Piensa mejor en otra cosa: al final he encontrado tus cigarrillos.

—¿Dónde? —despertó Nastia.

—No muy lejos de la entrada de servicio del bloque residencial. El paquete es oscuro, sobre la tierra no se ve, a menos que se lo busque especialmente. ¿Qué me dices?

—Algo sí puedo decirte. ¿Qué hacía Alferov caminando hacia la entrada de servicio si la principal le quedaba mucho más cerca? El itinerario para paseantes no llega hasta allí. Entonces, o bien fue allí con un fin determinado, tal vez, siguiendo a alguien. O bien, una vez muerto, lo llevaron al bloque y quienes lo llevaron allí pasaron por la puerta de servicio. Olvidémonos por un instante del asesinato por encargo y pensemos mejor cómo pudo suceder que, a un hombre que está sentado tranquilamente en un banco del parque y no se preocupa de nada, cinco minutos más tarde alguien le mata con un golpe ágil de kárate. Se parece mucho a un asesinato impulsivo, ¿no crees?

—Entonces, debemos partir del supuesto de que había visto algo. Algo que no estaba destinado a sus ojos. O a alguien, a quien no debía ver. ¿Alguna idea sobre el modo de comprobarlo?

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