—Claro que sí. Una parte podemos comprobarla aquí. Pero la parte esencial sólo se podrá comprobar desde Moscú.
Nastia se calló y durante unos minutos caminó pensativa, arrastrando con los pies las hojas caídas.
—Yurik, ¿te acuerdas de lo que te dije ayer sobre los periódicos?
—A grandes rasgos.
—En el país acaban de producirse acontecimientos graves. Los dos recordamos qué decía la prensa en ese momento. Los Soviets estaban enfrentados con la Administración. No obstante, en la Ciudad reina una unanimidad extraña, no hay disputas, la calma es absoluta. Justo después de la derrota de los golpistas, el Ayuntamiento se despojó de sus plenos poderes tan ricamente para servirlos casi en bandeja y con palabras de agradecimiento eterno a quien se le había ordenado. Es que me he molestado en dar una vuelta por el bloque de tratamientos, allí en las salas de espera hay montones de periódicos para que la gente no se aburra mientras hace cola, y he encontrado algunos ejemplares de hace dos meses. Aquí todo está bajo control, hay una mano de hierro que lo dirige todo. He estado paseando por la Ciudad, he visto los precios en los tenderetes comerciales: son más bajos que en Moscú y siempre más o menos iguales. Las diferencias se sitúan dentro de lo normal, en el centro son algo más altos, en la periferia algo más bajos, todo es como debe ser cuando las relaciones comerciales están organizadas con sensatez. En los diarios he leído una sección, «El Centinela de la Ciudad informa». Yura, en la Ciudad no hay competencia criminal. ¿Te das cuenta? Tengo muchas horas de vuelo en los análisis de esta clase, los hago para todos los distritos de Moscú. Y puedo decirte con absoluta certeza que en la Ciudad opera una mafia. Una sola. Pero de las de verdad. No se trata de un grupo organizado de caraduras con pistolas sino de una estructura poderosa, que ha comprado los organismos de gobierno y administración en todo y por todo. No se puede descartar que también los del Interior les pertenezcan. Con toda seguridad es así siempre que se trate de una mafia de verdad. Y se me ocurre lo siguiente: si el asesinato de Alferov no tiene que ver con Moscú sino que, por así decirlo, es «producción propia», no lo resolverá nunca nadie. Todos nuestros miserables intentos de adelantar algo en este asunto tendrán una sola consecuencia: los policías criminales de aquí tendrán problemas. Todos ellos, sin excepción, pueden ser chicos honrados, basta con que la mafia haya comprado a un jefe, éste se encargará de cortarles el oxígeno. Viven su vida, una vida estable, que complace a todos, tengo la impresión de que la gente está satisfecha con cómo van todas las cosas. Pero de repente tú y yo nos plantamos aquí y nos ponemos a enredar. Como resultado, lo único que haremos no será nada de provecho, sólo daño.
—¿Y si a pesar de todo este asesinato sí fue un encargo?
—No me digas que lo crees posible.
—La verdad es que no demasiado, ahora ya no. Los chicos llevan tres días trabajando en serio, sin chapuzas, y no han sacado nada en claro, ni un ápice. Mientras que la experiencia nos enseña que en estos casos tal ápice se deja vislumbrar ya en las primeras veinticuatro horas. Que resolverlos resulte prácticamente imposible, ésa es otra, pero el propio hecho de que haya habido un encargo siempre está a la vista.
—Hay una posibilidad más. El asesinato de Alferov no fue un encargo pero tampoco es obra de la mafia de aquí. Sino un episodio accidental. Es probable que tu Golovín no vaya tan descaminado cuando afirma que la causa de todo está en esas tontas apuestas, quitando lo de mi intervención. Tal vez en la Ciudad ha empezado a operar un grupo criminal independiente de la mafia principal, y el pobre de Kolia, sin querer, les ha hecho la puñeta. Entonces, sí tenemos posibilidad de resolver el crimen sin rompernos el espinazo y sin rompérselo a la policía de aquí.
—¡Anda ya, qué dices, Aska! —Korotkov se paró e hizo dar media vuelta a Nastia para mirarla a la cara—. Ayer mismo estuviste asegurándome que no querías tratos con la policía criminal de la Ciudad, que estabas enfadada con ellos. Y hoy te preocupa su bienestar, ni que fueran tus mejores amigos y hermanos de sangre. ¿Qué te pasa? ¿Los has perdonado o has cambiado de opinión?
—No los he perdonado y no he cambiado de opinión. Pero son cosas completamente distintas, Yúrochka. Mis relaciones personales con Serguey Mijáilovich y su departamento son cuestión de incompatibilidades personales y metafísicas. No soy su subordinada, estoy aquí de vacaciones y es muy difícil obligarme a ayudarlos si yo no quiero. Tendrían que ordenarme por vía oficial que interrumpiese mis vacaciones y hacerme llegar un oficio firmado por un mando superior. Pero dejarlos colgados deliberadamente, con mis propias acciones, esto ya sería feo. No somos inspectores de asuntos internos para indagar sobre quién cobra de la mafia y quién no. ¿Estás de acuerdo?
—No lo veo claro —confesó sinceramente Korotkov—. No he considerado el asunto desde este punto de vista.
—Pues considéralo. Piensa en lo que te he dicho, habla con los chicos de aquí. Quizá sería mejor que te fueras antes de que sea demasiado tarde, aprovechando que tu hipótesis no acaba de confirmarse. Que vivan como les apetezca. No nos metamos donde no nos llaman. En fin, tú mismo.
—Qué lista eres, Aska. Te calientas el tarro con unas historias de aquí te espero, sacas conclusiones y a mí me toca tomar la decisión.
—Como eres un hombre… —le sonrió Nastia apaciguadora.
—¡Mírala! ¡Se ha acordado! ¡Para enfadarte porque te tratan como a una mujer, no perdonas una! Algo patina en tu lógica, amiga.
Nastia levantó unos ojos llenos de angustia que de pronto se convirtieron en enormes lagos helados.
—Yúrochka, pido a Dios que el asesinato no tenga nada que ver con la mafia de la Ciudad. Me causa pavor pensar qué nos harán si nos acercamos, aunque fuera por casualidad, a la solución. Hay una sola mafia, aquí está todo el peligro. No habrá dónde volver la cabeza, a quién pedir amparo. Si tuvieran competencia, encontraríamos alguna salida. Pero tal como están las cosas… Es cierto que soy oficial de Petrovka treinta y ocho, pero también soy ser humano capaz de prever los desenlaces. Y tengo miedo, Yura. No puedes ni imaginarte el miedo que tengo a esta mafia monolítica, que acapara todos los poderes. Sé valorar mis fuerzas fríamente. Mi rapidez de reacción es regularcilla, de hecho no sé trabajar más que con las informaciones. No podré con ellos. Vale, pues, soy una cobarde. Cierto, merezco una total reprobación. Pero te ruego, Yúrochka, te lo suplico, piensa en lo que te he dicho y toma la decisión.
—¿Y si llamamos al Buñuelo, si le pedimos su opinión?
—Ya estamos. Yo soy mujer, tú hombre, él, en cambio, es el jefe. —Nastia soltó una risa que no sonó nada alegre.
No obstante, nadie llamó a Gordéyev. Porque a la mañana siguiente Korotkov fue a la DI de la Ciudad donde se enteró de algo que lo hizo reflexionar.
Ese hombre, al que tanto me he esforzado por olvidar y quien por este preciso motivo volvía a irrumpir en mi recuerdo una y otra vez, como una cancioncilla pegadiza o una frase redonda de un anuncio que uno no para de repetir a pesar suyo, a partir de hoy, ese hombre no me molestará más. Yo así lo he decidido.
JANÍN
El texto estaba mecanografiado, la hoja, doblada, y dentro había una fotografía de Nikolai Alferov. En el sobre ponía las señas de la Dirección del Interior de la Ciudad. El matasellos llevaba la fecha de ayer, el veintiocho de octubre.
Korotkov miraba atónito la misiva y la foto.
—¿De dónde sale esto?
—Lo recibimos anoche —respondió Golovín.
En su cara se leía que estaba tan sorprendido como Korotkov aunque hacía esfuerzos por no mostrarlo.
—¿Quién es ese Janín?
—Janín Borís Vladímirovich, ayer ingresó en el depósito de cadáveres del hospital municipal. Suicidio. Se había tomado cincuenta comprimidos de luminal. Fue descubierto en su casa por una prima, que venía a felicitarle el cumpleaños y abrió la puerta con su propia llave.
—Terrible —suspiró Korotkov—. Menuda celebración se ha organizado el tío. ¿Tenía problemas mentales?
—Estaba registrado en el dispensario psiconeurológico. Diagnóstico provisional: psicosis maniacodepresiva. Según la prima, Janín era homosexual.
—¿Y Alferov? —preguntó Korotkov desconcertado—. ¿Resulta que él también…?
—Resulta que sí —corroboró Andrei dando vueltas a la fotografía en las manos—. Si partimos de este supuesto, él y Janín eran viejos conocidos.
—Espera —le interrumpió Yura apretándose las sienes con las manos—. Déjame pensarlo. De lo que sabemos de Alferov se deduce que chicas y mujeres jóvenes de su edad no le interesaban. En la empresa donde trabajaba hay cantidad de chicas jovencísimas, a cuál más flamenca, pero nunca intentó salir con ninguna. Cosa que le hizo objeto de guasas continuas. Nunca hablaba de su vida personal, ninguno de los empleados de la empresa pudo decirnos nada al respecto. Así que es posible admitir que fuera homosexual. Pero Janín… Esto viene demasiado de repente y demasiado a pelo. ¿No?
Golovín se encogió de hombros con indecisión.
—No todos los crímenes se solucionan a base de sudor y sangre. A veces las cosas salen por chiripa. Los expertos han pasado la noche trabajando con este sobre y la carta. El propio director del MI de la Ciudad les había pedido que no lo dejaran hasta la mañana. El sobre, evidentemente, está muy sobado, había pasado por muchas manos en correos. Pero las huellas de la carta y de la foto son de Janín.
—¡Qué carajo! —escupió Korotkov angustiado—. ¿Ese Janín tenía una máquina de escribir en casa?
—No la tenía. Era vigilante nocturno de una tienda privada, y allí, en el despacho del director, hay dos máquinas. A primera hora de la mañana los expertos han ido a examinarlas.
Yura cogió una hoja de papel en blanco y copió el texto de la carta.
—Necesito una copia de la fotografía de Alferov. Y también la lista de la ropa que había traído aquí al balneario.
—Las tendrás. ¿Qué más?
—Nada de momento. Voy a El Valle, a enseñarle la carta a Kaménskaya. Quizá se le ocurra algo. Si es cierto que Borís Janín mató a Alferov, ya no tengo nada que hacer aquí. Me marcharé mañana, o quizá hoy, esta misma tarde.
—Yura… —Golovín vaciló—. ¿Está muy enfadada Anastasia conmigo?
—Contigo no, con todos vosotros. Si necesitas alguna cosa de ella, dímelo ahora. Cuando me marche, no querrá veros ni en pintura.
—¿Tú crees?
—Ella misma me lo ha dicho.
—¿Pero y si lo de Janín no funciona? Anastasia conoció a Alferov unos días antes del asesinato, habló con él, pudo haber captado cuál era su… bueno, eso… orientación sexual. Tú mismo dices que es muy observadora.
—¡A buenas horas! —Yura se levantó de la mesa con resolución—. Haberlo pensado antes, cuando te ofreció su ayuda. ¡Pero qué va! Nada que hacer, Andrei, el tren se ha ido. Ni siquiera yo he logrado hacerla cambiar de opinión, y créeme, lo he intentado en serio.
—Lástima —se decepcionó sinceramente Golovín—. Yo, tonto de mí, pinché y Stepánich, para acabar de arreglarlo, también la pifió.
—¿Stepánich?
—El juez de instrucción, de la fiscalía, Mijaíl Stepánovich. Es muy mirado trabajando pero también, no sé, algo así como cerril. No tiene nada de imaginación. Cuando se forma su propia versión de los hechos, ya no hay quien lo apee del burro. Todo lo que no le sirve va a la papelera sin más. Ahora que tenemos este suicidio cerrará el caso en cinco minutos, aunque hay cosas que no pegan ni con cola.
—Entonces, puedes estar contento, menos trabajo para ti. Me voy.
Golovín fijó una mirada extraña, reprobadora, en Korotkov, que salía del despacho, y descolgó el teléfono.
Nada más llegar al balneario, Yura Korotkov fue a ver a su supuesta tía.
—¿Qué tal se siente, tía Rina? —indagó socarrón estrechando la mano que la mujer le tendía y poniendo gesto remilgado.
—Gracias, querido, no he empeorado desde ayer —sonrió Reguina Arkádievna—. A mi edad ya no hay mejorías, de manera que no haber empeorado significa que todo está en orden.
—¿Y dónde andará su vecina? No oigo la máquina.
—Haciéndose curas. Nunca trabaja por las mañanas, sólo a partir de la tarde. ¿Tomará té conmigo?
—Con mucho gusto, pero no debe olvidar que soy su sobrino. No puede tratarme de usted.
—Ay, pero si es verdad —se disgustó la mujer—. Perdona, amigo mío. Y ¿cómo te va con Nástenka? ¿Has conseguido lo que querías?
—No del todo. Dígame, ¿sale ella con alguien?
—Con nadie —Reguina Arkádievna echó hojas de té en la tetera de porcelana y añadió un terrón de azúcar—. Yo la veo poco. Un alumno mío, Damir, creo que la está cortejando en serio pero últimamente parece que las cosas entre los dos no van por buen camino. Justo cuando creía que iban a darme el alegrón. Damir es un hombre de gran talento, Nástenka es inteligente como pocas, harían una pareja maravillosa. Por lo demás, no me entero de casi nada, salgo poco de la habitación, sólo para ir a hacerme los tratamientos. La comida me la suben, soy paciente emérita.
—¿Aquí tienen servicio de tanta categoría? —se asombró Korotkov—. ¿Incluso suben la comida a las habitaciones?
—Yúrochka, no seas ingenuo. Dan buen servicio a los que pagan bien. Yo pago bien. Por eso me tratan a cuerpo de rey.
—Tía Rina, y ¿cómo es que tiene tanto dinero? Se lo pregunto como sobrino suyo —se apresuró a precisar Korotkov.
—Estudiar conmigo, querido, es caro. Una hora vale diez dólares. Claro está, cobro en rublos pero de acuerdo con el cambio. Para los niños con talento, o mejor dicho, para sus padres, les sale más barato; para los ineptos es más caro.
—¿Cómo es eso?
—Muy sencillo. Si el niño es diligente y tiene dotes para la música, con dos horas de clase tendré suficiente para conseguir que entienda cómo tiene que sonar una pieza. Luego durante dos o tres semanas trabaja en casa solo y me «entrega» la pieza bien pulida. Resulta que no le doy clases sino que hago algo así como consultas. Pero si el niño no vale para nada, tengo que darle dos o tres clases a la semana, y sale más caro.
—¿Tiene muchos alumnos?
—Bastantes. Con talento verdadero, cinco. Otros ocho tienen buenas facultades pero les faltan la chispa y la aplicación necesaria. Y tres son inútiles totales. No sienten la música, algunos ni siquiera tienen oído. Pero los padres sueñan con la gloria y los traen a clase, qué remedio. Tengo uno que viene a diario. Me da pena el chaval, lo están baldando. El pobre hace lo que puede, se conoce que tiene miedo a los padres y les sigue la corriente. Por supuesto, sí le enseñaré a ser intérprete de salón, me gano mis dólares honradamente. Deleitará los oídos de papá, mamá y de los invitados tocando clásicos populares para ellos. Pero nunca será un músico. Además, Yúrochka, tengo otra partida de ingresos, preparo a intérpretes para participar en los concursos. Vienen incluso de otras ciudades a estudiar conmigo. Evidentemente, esto vale mucho más pero también la complejidad es superior. Puesto que se trata de un músico ya formado, que tiene una visión propia de la obra, mi tarea consiste en ayudarle a llevar su idea al público, sugerirle los medios que ha de emplear para conseguirlo. Además, tienen miedo a que les imponga mi modo de comprender la obra, en cada consejo mío ven trampas, maniobras para imponerles mi voluntad. No te lo vas a creer, a veces tenemos auténticas peloteras. Pues de esos menesteres me viene mi bonanza. Más la pensión, pero no merece la pena ni mencionarla.