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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

Los crímenes del balneario (26 page)

—Opino —dijo lentamente el cuñado escogiendo las palabras con cuidado— que no se debe hacer de ninguna manera. El ejemplo de otras ciudades nos demuestra que la gente no se pone a pensar en el problema cuando éste se presenta sino cuando los periodistas lo sacan a la luz. La gente está acostumbrada a creerse la letra impresa: si los periodistas hablan de algo, significa que las cosas van mal y la catástrofe está al caer. No despiertes al perro dormido.

—Pero si no pienso hablar del crecimiento de la delincuencia. Todo lo contrario, quiero que vean que nuestra situación es mucho mejor que la de otros sitios.

—Lo entiendo. Pero el propio hecho de discutir el problema puede tener consecuencias negativas. Hazme caso, no te metas en esto.

—Está bien, lo pensaré —contestó el alcalde con repentina sequedad.

La noche de ese día, a última hora, el cuñado del alcalde llamó a Denísov.

—Mi pariente ha tenido la ocurrencia de dedicar un programa de televisión a los problemas de la delincuencia.

—¿Y qué? —no entendió Denísov—. ¿Qué tiene de malo? Que lo haga. Esto le dará más prestigio entre el pueblo.

—Quiere hacerlo en directo y tener como invitado al policía de Moscú, para que confirme lo mal que lo están pasando allí por culpa del crimen organizado y lo bien que vivimos nosotros. No podemos consentirlo de ninguna de las maneras. El tipo de Moscú no tiene un pelo de tonto, había que ver su cara cuando le conté lo de Janín, está claro que no se ha creído ni una palabra. Además, es amigo de Kaménskaya, no paran de intercambiar informaciones sobre el caso, y cualquiera sabe lo que ella le habrá metido en la cabeza. ¿Se imagina qué puede pasar si le dejamos salir en directo? Por otra parte, no tenemos tiempo para grabar el programa con anterioridad, redactarlo y hacer montajes, está a punto de marcharse, y el alcalde lo sabe, de ahí esas prisas.

—Gracias por decírmelo. Me ocuparé de todo.

Capítulo 10. El undécimo día

Damir Lutfirajmanovich Ismaílov estaba todavía languideciendo en la cama cuando en su suite se presentó el masajista Gatito.

—¡Lee esto! —dijo, y le arrojó el periódico—. En la última página, arriba a la derecha. «La tragedia de la minoría.»

Damir pasó la vista por el artículo. Un tal Janín se había quitado de en medio. Al morir dejó escrita una nota en la que confesaba haber asesinado a Nikolai Alferov, quien había rechazado su amor. El autor del artículo aprovechaba para discurrir sobre los contactos homosexuales que, si bien recientemente en nuestro país habían quedado eximidos de la responsabilidad penal, seguíamos cosechando los frutos de las represalias inicuas dirigidas contra las minorías sexuales. Un hombre cuyos sentimientos no encontraban correspondencia en una mujer, lo tenía más fácil para buscar consuelo en otro amor. Quizá no en seguida pero tenía la posibilidad de encontrarle un reemplazo. Para los homosexuales, que estaban obligados a mantener su vida personal «en clandestinidad», conseguir una pareja era un asunto mucho más complicado, por lo que la ruptura de relaciones se convertía en una auténtica tragedia, pues provocaba unos celos terribles, que a menudo culminaban en el asesinato. Entre las parejas heterosexuales, sostenía el autor, los asesinatos causados por celos eran un fenómeno mucho menos frecuente.

—¿Qué significa todo esto? —Damir devolvió el periódico al Gatito y empezó a vestirse de prisa.

—No tengo ni idea. ¿A lo mejor es cierto y Janín tenía un noviete por aquí? La policía se enteró, le citaron para interrogarle, le dieron la noticia del fallecimiento del amante. La pena le enturbió el entendimiento, más cuando ya adolecía de problemas psíquicos. Tal vez llevaba ya tiempo con los celos, y el shock acabó de trastornarlo: confundió los deseos con la realidad, escribió la confesión y por su propia voluntad dijo adiós a la vida. Suele suceder con los locos, quién lo sabrá mejor que nosotros dos. En cualquier caso, hemos tenido una suerte increíble. Una suerte así sólo ocurre una vez en la vida. Nuestro Semión nació de pie.

—Gracias a Dios, la investigación ha terminado. Ahora podemos marcharnos —suspiró Ismaílov con alivio y sacó del armario la bolsa de viaje.

—¿Adónde te crees que vas?

El Gatito, autoritario, cogió a Damir por el hombro, tiró con la otra mano la bolsa de la mesa al suelo y la apartó de una patada.

—¿Qué te pasa, Gatito? ¿Por qué no puedo marcharme?

—¿Y Mártsev? ¿Te olvidas? Nos ha hecho un pedido, tenemos que servírselo. Ahora mismo voy a avisar a Semión y al Químico para que vuelvan. Tenemos que encontrar a la furcia y al enano, o un sustituto equivalente y terminar el trabajo cuanto antes. Tú eres un artista, tienes que esperar a que te visite la inspiración, pero lo que tenemos aquí, y te lo digo para tu buen gobierno, es producción planificada. Así que déjate de sandeces. No hay el menor peligro. El tío ese de la policía de Moscú se ha largado por donde había venido, el caso está cerrado, los guiones y todo lo que hace falta, listos. ¡A trabajar, querido camarada!

Damir, exasperado, se dejó caer sobre la cama.

—Y con Kaménskaya ¿qué hago? —preguntó desconcertado.

—Nada excepto lo que a ti te apetezca —se regodeó el Gatito al tiempo que sacaba de la nevera una lata de cerveza y la abría con agilidad—. Lo de Alferov ya está aclarado, a Zarip no lo encontrarán mientras vivan, no lo buscarán, de modo que Kaménskaya no representa para nosotros amenaza alguna. Puedes montarle una escena con toda tranquilidad, como si te diera un ataque de cuernos, mentarle a ese polizonte… y luego te pones a escribir cartas de despedida.

—¿Qué tiene que ver el policía? No la estaba cortejando sino vigilando.

—¿Y qué más da? Los celos son ciegos, amigo mío, los celos no creen a la evidencia y se inventan lo que no existe. Por lo demás, no quiero insistir. Puedes continuar echándole flores a Kaménskaya, si tanto te gusta, despáchate a tu gusto. Aunque yo, personalmente —el Gatito hizo una mueca de desdén—, no perdería ni un minuto con ella si de mí dependiera. ¿Qué habría visto Zarip en ella?

—No lo entiendes. Zarip vio lo que tú no has visto. Yo también lo he visto.

—¿Y qué será eso? —preguntó el Gatito poniéndose en guardia y dejando la cerveza sobre la mesa.

—Es… no sé explicártelo. Pero a Zarip lo comprendo.

—¡Acabáramos! —El Gatito recogió la lata aliviado—. Bueno, pues, mi enhorabuena, Romeo. Igual te comes alguna rosca. Venga, levanta, no te quedes ahí sentado como un pasmarote, aféitate, ve a desayunar y vive como si nada hubiera ocurrido. Semión, que se las sabe todas, en un día o dos lo apañará todo, serviremos el pedido y podrás marcharte. Pásate por mi despacho sobre las cuatro, te pondré a tono, te daré un masaje como Dios manda, luego la sauna… Te quedarás mejor que nuevo.

A las once menos cuarto en punto llamaron a la puerta de la habitación 513. Esta vez el encuentro no cogió a Nastia desprevenida, estaba convenientemente vestida (hasta donde lo permitía el escaso vestuario, seleccionado con vistas a una sosegada estancia dedicada a las curas del balneario), peinada e incluso habilidosamente maquillada, gracias a lo cual su cara anodina había cobrado expresividad y carácter propio.

Entró en la habitación un hombre bajito, llenito, con cara seria y ojos inteligentes. Dijo sin ambages:

—Anastasia Pávlovna, me han pedido que la invite a una entrevista con un hombre que está sumamente interesado por su ayuda. Las circunstancias de este asunto no le permiten venir a verla aquí. Pero espera con impaciencia verla.

—¿Por qué no puede venir? ¿Es un minusválido?

—No es minusválido pero el asunto en cuestión…

—Esto no vale —no le dejó terminar—. Primero, haga el favor de presentarse.

—Starkov Anatoli Vladímirovich.

—Y ¿qué es usted, Anatoli Vladímirovich? ¿Dónde trabaja, en qué calidad?

—Soy el jefe del departamento de seguridad de un banco comercial. Aquí tiene mi identificación —dijo tendiéndole a Nastia su pase de empleado.

—Segundo, quiero saber de qué asunto se trata y por qué su patrón…

—Mi amigo —rectificó Starkov con suavidad.

—Su patrón —replicó Nastia con idéntica suavidad—, ¿por qué no puede venir aquí? ¿Acaso se debe a que se oculta y no abandona su refugio?

—De ninguna de las maneras, Anastasia Pávlovna. No entra en mis atribuciones discutir las circunstancias del asunto en su ausencia. Pero se encuentra en una situación perfectamente legal. Le diré más, hoy hay fiesta en la Ciudad, y va a asistir. La estoy invitando justamente a esta fiesta. Comprendemos sus temores, por lo que le ofrecemos un encuentro al aire libre y en un lugar público.

—Vamos allá —dijo Nastia resuelta sacando del armario la chaqueta y la bufanda.

—¿Qué fiesta es la de hoy? —preguntó subiendo al reluciente automóvil y por enésima vez reprochándose el no haber aprendido a distinguir entre las marcas extranjeras.

—Verá, en la Ciudad hay cierto número de católicos. Es algo que tiene raíces históricas. En Occidente, más o menos por estas fechas, se celebra el Día de Todos los Santos. Aquí no hay costumbre de celebrarlo pero ¿por qué no dar a los creyentes una posibilidad de hacerlo? Así todos los demás aprovechan para divertirse un poco. En la Ciudad todas las fiestas tienen mucha alegría, ya verá cómo le gusta.

—Eso espero —contestó Nastia secamente, y se volvió hacia la ventana.

El coche se detuvo en el centro de la Ciudad.

—Tenemos que continuar a pie, Anastasia Pávlovna, en días festivos esto es zona peatonal. Venga conmigo, está aquí mismo.

Anduvieron unos quinientos metros por una ancha avenida y Starkov se paró.

—La dejo aquí, Anastasia Pávlovna. Dé una vuelta pero no se aleje demasiado. Vendrán a buscarla.

—¿Cuánto tiempo tengo que dar vueltas? —preguntó ella displicente.

—No la harán esperar.

La Ciudad le producía a Nastia una impresión de extraña placidez. Incluso hoy, con la muchedumbre festiva pululando por las calles, seguía siendo acogedora y algo así como confortable. Seguramente resulta cómodo vivir y trabajar aquí, pensó, y acto seguido se prohibió continuar. Estoy delirando. Vivir y trabajar, vivir y trabajar… Como si todo el mundo viviera y trabajara, trabajara, trabajara. Ni siquiera se me pasa por la cabeza que la gente tiene sentimientos humanos, ni que fueran todos unos autómatas. También morir, morirán todos quietecitos, uno tras otro, como si se fueran rompiendo. Yo también me romperé si sigo comportándome como un robot. Dios mío, ¿en qué estoy pensando? No cabe duda, soy un monstruo moral.

Veía que la gente a su alrededor se alegraba de corazón con esta fiesta medio religiosa medio laica. Los padres de la Ciudad no se chupan el dedo, reflexionó Nastia. El pueblo está acostumbrado a tener una fiesta a primeros de noviembre.

No se sabe si la fiesta oficial ha sido suprimida del calendario o si sigue existiendo… nadie lo sabe, pero aquí tienen los regocijos públicos de toda la vida, aunque una semana antes. ¡Y por todo lo alto! En cada esquina han puesto un chiringuito donde tomar un café caliente, hay bocadillos, pastas riquísimas, todo, a unos precios simplemente de risa. También hay licores, pero con este frío y como hay comida a puntapala nadie se emborrachará.

La gente desfilaba por la calle sin prisas, sin bullicio de feria. Varias familias habían formado un apretado corro delante de una vendedora ambulante, una mujer sonrosada y simpática. Hacían sus compras con generosidad, consultando a los hijos y riéndose con deleite. En el escaparate no había ni Mars ni Snikers, y por algún motivo esto le gustó a Nastia.

Estaba de pie junto a una mesa limpia y bastante alta, dando cuenta de un bocadillo de esturión ahumado en caliente. Delante de ella había un gracioso plato de papel, donde un volován de setas esperaba su turno. El café servido en un vaso de plástico desechable despedía un aroma agradable, aunque Nastia no se hacía ilusiones acerca de su sabor, lo había pedido simplemente para calentarse las manos. Escuchando los chillidos de los niños que llegaban desde el parque donde había varias atracciones y sonaba la música, Nastia estaba pensando que ahora, justamente ahora, vendrían a buscarla. Según la ley de vileza universal a una la sacaban de la mesa en el momento preciso en que le servían el plato más apetitoso. Tenía muchas ganas de comerse el volován…

—¿Hace frío, eh? —oyó que decía a sus espaldas una voz burlona.

En el mismo instante, quien le había hablado dio un paso adelante y se colocó frente a ella. Nastia vio a un hombre alto, de mediana edad, de indumentaria nada llamativa pero elegante y cara. La única mancha de color era el jersey de una blancura deslumbrante, que se dejaba ver debajo de la chaqueta de mucho abrigo que el hombre llevaba desabrochada. El pelo, cano y frondoso, estaba cortado casi al rape, las facciones eran algo toscas, como si estuvieran talladas en madera, los ojos, oscuros y vigilantes, la miraban benevolentes. Un sexto sentido le dijo a Nastia que era el amo. De modo que así es cómo eres, pensó con calma estudiándolo, no pareces el coco en absoluto. Hasta eres agradable. Nunca había visto a nadie de tu calaña. Aun cuando no lleguemos a nada, será interesante conocerte.

—Perdone si la he hecho esperar.

También la voz de ese hombre resultaba agradable. Nastia se bebió el café en silencio, mirándole con fijeza a los ojos. Por muy agradable que parezcas en todo y por todo, no voy a ayudarte con la conversación. Querías conquistarme, adelante pues, conquístame.

—Soy Denísov Eduard Petróvich —continuaba entretanto el hombre, como si no se hubiera dado cuenta de su silencio—. Le agradezco mucho que haya venido y que acceda a escucharme. ¿Estará cómoda si hablamos mientras damos un paseo o prefiere seguir aquí, de pie?

—Prefiero estar sentada, Eduard Petróvich, sobre todo si la conversación es larga. Además, sería deseable estar sentados en algún lugar caliente. Tiene razón, hace frío.

—La invitaría con mucho gusto a mi casa pero me temo que no lo aceptará. Podríamos hablar en el coche, allí hace calor pero no creo que un coche sea el sitio adecuado para un primer encuentro. ¿Qué opciones nos quedan? ¿Un restaurante?

—No tengo hambre.

—¿Un bar entonces? Café, refrescos, licores y nada de comida. Hay uno cerca, a dos pasos de aquí.

—De acuerdo —asintió Nastia con un parco gesto de cabeza.

Cada uno recogió su café y se sentaron en el rincón más apartado del bar. Denísov ayudó a Nastia a quitarse la chaqueta que colgó, solícito, sobre el respaldo de una silla cercana.

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