Read Los crímenes del balneario Online

Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

Los crímenes del balneario (2 page)

—Tú lo comprenderás, Anastasia, necesita que sus vacaciones coincidan con las escolares, por su hija. A ti qué más te da agosto u octubre, si de todos modos no te mueves de Moscú. Oye, ¿quieres que te apañe una plaza en un buen balneario?

—Quiero —dijo Nastia sorprendiéndose a sí misma.

Contaba con un buen abanico de problemillas de salud pero nunca se había preocupado en serio de arreglarlos.

El suegro de Gordéyev, el profesor Vorontsov, estaba a cargo de un gran centro cardiológico y, con su ayuda, Víctor Alexéyevich mandó a Nastia a El Valle. En efecto, era muy buen balneario, que en tiempos pasados estuvo adscrito al Cuarto Directorio del Ministerio de Sanidad y por causas inescrutables no conoció decadencia en la época de las reformas. Pero el precio de la plaza planteó ante Nastia nuevos problemas. Sólo llegaría a tapar la brecha que se iba a abrir en su presupuesto si aceptaba nuevas traducciones y se pasaba las vacaciones trabajando a todo tren. Para esto tendría que cargar con los diccionarios y la máquina de escribir, amén de contar con la posibilidad de obtener una habitación individual. Aun cuando se llevase un equipaje mínimo, la bolsa con la máquina de escribir y los diccionarios pesaría tanto que Nastia tendría aseguradas otras vacaciones, las horizontales, porque después de sufrir una desafortunada caída un invierno, cuando las calles se convertían en pistas de hielo, no podía levantar nada pesado si luego no quería padecer dolores de espalda.

—No te me encojas, Anastasia. —El Buñuelo le guiñó el ojo cuando le explicó sus dudas—. Ahora mismo llamamos al jefe de la policía criminal de allí y le pedimos que nos lo organice todo de la mejor manera.

Víctor Alexéyevich hojeó el listín y se entretuvo marcando el número.

—¿Serguey Mijáilovich? Buenos días, aquí Gordéyev, de Moscú. ¿Te acuerdas de mí todavía?

Nastia no tenía muchas esperanzas de que la policía local le prestase su ayuda, consciente de que peticiones como ésta siempre resultaban engorrosas y perturbaban el trabajo.

Se quedó observando al jefe con atención, tratando de adivinar por su tono y sus gestos las réplicas del invisible Serguey Mijáilovich.

—… Viene a su Valle para curarse la espalda. No puede levantar cosas pesadas, habría que echarle una mano…

(—Ni que decir tiene, se hará.)

—Ay, y otra cosa, Serguey Mijáilovich, habría que instalarla en una habitación individual. Esa persona quiere hacer allí un trabajillo.

(—¿Oficial?)

—No, no, qué va, cómo podría ser sin tu conocimiento. Se trata de un trabajo creativo.

(—Ya sé yo qué trabajo es éste. Vale, algo pensaremos. ¿Qué le parecería a ese camarada tuyo si un día fuésemos por ahí a tomar unas copichuelas? ¿Se apuntaría a ir a pescar? ¿A cazar, tal vez?)

—Serguey Mijáilovich, es una mujer joven.

Al ver cómo la cara del Buñuelo se ponía amoratada, cómo los colores le subían hasta la calva, Nastia comprendió qué palabras estaba oyendo en ese momento. Bueno, podía comprender a su interlocutor, no quería malgastar tiempo y fuerzas, ni los suyos ni los de sus subordinados, en acomodar a la querida de no se sabía quién. ¿Qué otra cosa podía ser una mujer que se merecía la intercesión del jefe de departamento de la Policía Criminal de Moscú, excepto, claro estaba, si era familiar suya? ¿Qué, si no la querida de uno de sus amiguetes o, tal vez, de él mismo? No iba a ser una funcionaria, vamos, por favor. ¡Qué tontería!

—Tú todo te lo tomas a pitorreo, Serguey Mijáilovich —dijo con voz acartonada Gordéyev—. Así que te llamo en cuanto tenga el billete. ¿Estamos?

Cuando Nastia compró el billete de tren, Víctor Alexéyevich volvió a llamar a la Ciudad, no encontró a su amigo y dejó un recado en el puesto de guardia. Nastia no dudó ni por un instante de que nadie iría a recogerla. Y así fue.

Pálida de dolor, arrastrando los pies, entró en la recepción del balneario. La recepcionista fue la amabilidad en persona pero, en cuanto Nastia le mencionó la habitación individual, dijo que no de forma tajante.

—Tenemos pocas habitaciones individuales, no las damos más que a los minusválidos, veteranos de la guerra, los «afganos». Lo siento pero no puedo ayudarla.

—Dígame una cosa, ¿sería posible comprar una plaza aquí mismo? —preguntó Nastia, que en ese momento estaba dispuesta a todo con tal de poder por fin tumbarse en la cama.

—Desde luego —la recepcionista echó una rápida ojeada a Nastia y acto seguido apartó la vista, de repente absorta en el libro de registro.

Ya entiendo, pensó Nastia, y en voz alta dijo:

—Véndame una plaza más y déme una habitación doble. ¿Es posible?

—Si lo desea. —La recepcionista se encogió de hombros con cierta crispación, como le pareció a Nastia, y abrió la caja fuerte colocada sobre su mesa.

En silencio, Nastia sacó el dinero y lo puso encima del libro de registro abierto.

—No se moleste en darme el comprobante —dijo en voz baja—. Bastará con que lo anote en el libro para que no me metan una compañera de habitación.

Al entrar en la habitación se echó vestida sobre la cama y lloró en silencio. El dolor de la espalda era insoportable y de dinero no le quedaba apenas nada. Además, y sin saber por qué, se sentía humillada.

La recepcionista se esforzó honradamente por justificar el soborno cobrado. Se fijó en la enfermiza palidez de Nastia y, media hora más tarde, el médico se presentaba en la habitación. Éste, con sólo un vistazo, apreció la abultada bolsa tirada en medio de la habitación, los ojos enrojecidos por el llanto y las pastillas calmantes sobre la mesilla.

—¿En qué estaría pensando? —la reprendió mientras le tomaba el pulso y examinaba sus manos azuladas—. ¿Cómo se le ocurre cargar con estas cosas si sabe que está enferma? Tiene los vasos hechos un asco. ¿Fuma?

—Sí.

—¿Mucho? ¿Desde hace mucho?

—Mucho. Desde hace mucho.

—¿Toma alcohol?

—No. Sólo vermut, alguna vez.

—¿Cómo se llama?

—Anastasia. Puede llamarme Nastia.

—Yo soy Mijaíl Petróvich. Encantado. Veamos, Nastia, tenemos que decidir qué le vamos a curar primero, la espalda o los vasos.

—¿No se pueden curar ambas cosas a la vez?

—No saldrá bien —respondió el médico negando con la canosa cabeza—. Su espalda necesita barros, masajes y, sobre todo, caminar y unos ejercicios especiales en la piscina. Esto le llevará unas cinco horas diarias si no queremos hacer una chapuza. Según veo, también piensa trabajar —señaló con la cabeza a la máquina de escribir—. Para tratar los vasos no nos quedará tiempo. De modo que elija usted.

—Vamos a curar la espalda —dijo Nastia con firmeza.

El servicio en el balneario resultó ser, en efecto, «de altura»: puesto que Kaménskaya se encontraba mal, todos los trámites preliminares necesarios para empezar el tratamiento se efectuaron en su habitación (por algún motivo, en El Valle nadie llamaba a las habitaciones «salas», como en un hospital). Vino una enfermera y le sacó la sangre para el análisis, luego le hicieron un electrocardiograma. Unas dos horas después, cuando estaban listos los resultados, entró corriendo una joven alegre y de risa fácil, la neuropatóloga, que se quejó de lo «monstruosamente» descuidados que Nastia tenía los vasos y le prescribió unas pastillas. Después de la neuropatóloga vino un viejecito, el internista, y, para terminar, antes de la cena se personó su médico monitor, Mijaíl Petróvich, quien le anotó todas sus recomendaciones y le dio instrucciones detalladas. Antes de marcharse dijo:

—Descanse hoy, la cena se la subirán a la habitación. Antes de que se acueste, pasará una enfermera a ponerle una inyección calmante. Si por la mañana puede levantarse, vaya a la piscina después de desayunar. La monitora de gimnasia se llama Katia, dígale que tiene que seguir el programa de ejercicios número cuatro. Practicará como mínimo dos horas. ¿Está claro? Se lo he apuntado todo en su libreta del balneario.

Así fue como al día siguiente, tras pasar en la piscina el tiempo prescrito, Nastia estaba haciendo con aplicación los kilómetros sanadores a la vez que intentaba poner en cierto orden sus pensamientos. Debía contestar a tres preguntas que ella misma se había planteado.

Primera pregunta: ¿Se habían roto definitivamente las relaciones entre su madre, Nadezhda Rostislávovna, y su marido, el padrastro de Nastia? Y ¿qué opinión le merecía esto a la propia Nastia? La víspera de su viaje al balneario su madre la llamó desde Suecia, donde llevaba ya dos años trabajando en una gran universidad, para decirle que le habían ofrecido prorrogar su contrato por dos años más y que había aceptado. No daba la impresión de echar especialmente de menos a su marido y a su hija. Y en cuanto al padrastro, éste recibió la noticia con una calma bienhumorada, aparentemente acostumbrado a vivir como si no estuviera casado. De aspecto juvenil, esbelto y guapo, su viudedad provisional no parecía molestarle, y a Nastia le constaba que era cierto. Lo que más la asombraba era su propia actitud ante tal situación; mamá iba a pasar lejos de casa dos años más (eso, como mínimo, pues el plazo se alargaría si volvían a ofrecerle trabajo), su padrastro seguiría organizando su vida personal a su gusto, mientras que ella, Nastia, lo tomaba con indiferencia, como si así debiera ser, como si las cosas siguieran su curso normal. No echaba en falta a su madre. Su padrastro se las arreglaba sin su mujer. La familia se había descompuesto. Pero a ella no le importaba. ¿Por qué? ¿Es que carecía de todo sentido de la familia? ¿Tan dura era?

Segunda pregunta: ¿Por qué ella misma, Nastia, no se casaba? Nastia sabía a ciencia cierta que no quería casarse. Pero ¿por qué? Liosa estaba dispuesto a casarse en cuanto se lo dijera, su relación duraba ya más de diez años pero seguían viviendo cada uno en su casa, y a ella le parecía bien. ¿Por qué? Esto iba contra la naturaleza humana.

Y, por último, la tercera pregunta. El día anterior había cometido un soborno. Sí, sí, vamos a llamar a las cosas por su nombre, cometió un hecho penalmente punible. ¿Y qué? ¿Acaso se avergonzaba? Pues ni lo más mínimo. Lo único era que tenía mal sabor de boca. Ella, Anastasia Kaménskaya, inspectora jefe de investigaciones criminales, jurista diplomada, comandante de policía, no sentía un ápice de vergüenza ante sí misma. ¿Qué le estaba pasando?

Soy un monstruo moral—, pensó angustiada Nastia marcando el paso sobre la pista del terreno deportivo. Soy un monstruo ajeno a cualquier sentimiento humano normal.

En la Ciudad donde se encontraba el balneario El Valle reinaban la paz, la tranquilidad y el orden. Las iniciativas empresariales prosperaban, los precios de las tiendas privadas eran módicos, la delincuencia, comparada con la del resto de Rusia, irrisoria. El transporte público funcionaba satisfactoriamente, las carreteras se mantenían en buen estado, el alcalde de la Ciudad hacía a la población promesas y las cumplía. Aseguraba todo ese bienestar una sola y poderosa persona, Eduard Petróvich Denísov.

Hacía tiempo que Eduard Petróvich había comprendido que lo imprescindible para hacer negocios era la estabilidad, si no económica, al menos de los poderes fácticos. Por eso dirigió sus esfuerzos, primero, a mantener la administración municipal incólume e inalterable y, segundo, a crear una estructura criminal única y enteramente controlable.

Denísov sabía esperar. Se reía de aquellos que, tras invertir un rublo, al día siguiente obtenían un mil por ciento de beneficio, porque sabía que dos días más tarde la situación cambiaría, la comida y la bebida se habrían llevado las ganancias obtenidas y las nuevas no llegarían nunca. Estaba dispuesto a invertir en la estabilidad sin cobrar nada durante los primeros tiempos, pues estaba convencido de que luego los dividendos afluirían con regularidad.

Mientras ayudaba a las autoridades de la Ciudad a granjearse buena reputación entre los ciudadanos, Denísov estaba librando una batalla encarnizada contra los grupos de criminales que pretendían dividir la Ciudad en zonas de influencia. A unos les pagaba, con otros pactaba, a otros más los entregaba a la policía y a algunos los exterminaba sin piedad. Hasta que, por fin, llegó a ser el amo de la Ciudad dotado de un poder absoluto. Después de lo cual Eduard Petróvich invitó a su casa a unos cuantos comerciantes listos y mañosos, poseedores de estimables fondos de procedencia criminal.

—Amigos míos —habló Denísov sin levantar la voz, calentando entre las manos una copa de coñac—, si no tienen nada mejor a la vista, les propongo trasladarse a la Ciudad, que en estos momentos está perfectamente preparada para los negocios. La administración municipal ocupa posiciones suficientemente afianzadas y nos prestará toda clase de apoyo. La población quiere al gobierno local, así que si ocurriese algún cataclismo, los cargos electivos seguirían siendo las mismas personas que ahora o sus dobles. En consecuencia, se preocuparán de preparar a candidatos para otros puestos. Les advierto una cosa: las operaciones que les ofrezco realizar habrán de ser limpias desde el punto de vista fiscal. Nada de basura, nada de delincuencia común, nada de contrabando, drogas, tráfico de antigüedades. Hoy por hoy, las fuerzas del orden público nos pertenecen. Pero si, Dios no lo quiera, ocurre algo, mañana mismo se plantará aquí la gente del Ministerio del Interior, el MI. Cualquiera sabe lo que encontrarán si se ponen a escarbar. Yo, por mi parte, no estoy nada seguro de que vaya a poder influir sobre la designación de nuevos jefes de la policía, la fiscalía y los tribunales si echan a los que están ahora. Mi trabajo me ha costado crear un poder estable en la Ciudad, y no consentiré a nadie que lo haga peligrar. En todo lo demás gozarán de una libertad total de actuación, excepto en lo referente a la competencia. La competencia significa lucha, y la lucha significa métodos violentos, sin excluir los criminales, cosa que, como ya he dicho, no será tolerada. Nadie más que yo podrá permitírselos, y aun así, dentro de unos límites muy restringidos, por su propio bien. Aquellos que estén dispuestos a aceptar mi oferta, para empezar deberán ponerse de acuerdo aquí mismo, alrededor de esta mesa. Y deberán respetar este acuerdo.

—Hum… y su papel, ¿cuál será, Eduard Petróvich? —preguntó el tripudo de Ajtamzián ajustándose las gafas sobre la nariz—. ¿Ha elegido ya su ramo?

—No —sonrió Denísov, sorbiendo su coñac—. Yo no intervengo en el reparto. Mi cometido consiste en crear condiciones seguras para su existencia, y ustedes a cambio me mantienen a mí y a mi aparato.

Other books

The Martin Duberman Reader by Martin Duberman
Scarlett's Secret by Casey Watson
How to Save a Life by Sara Zarr
Crimson Desire by Elisabeth Morgan Popolow
Valley Forge: George Washington and the Crucible of Victory by Newt Gingrich, William R. Forstchen, Albert S. Hanser
Dirty South - v4 by Ace Atkins
Battles Lost and Won by Beryl Matthews
Fortunes of War by Stephen Coonts
Home in Your Arms by Sarah Bale