—¿Y si ninguno de nosotros acepta? —inquirió Ajtamzián insatisfecho—. ¿A qué se dedicará entonces?
Denísov comprendió que Ajtamzián quería sonsacarle qué tipo de actividad prometía los máximos beneficios en la Ciudad. Sonrió:
—A nada. Pasaré la invitación a otra gente, nada más. Con las mismas condiciones.
Habían trascurrido ya casi tres años desde aquello. Denísov abandonó toda actividad comercial para ocuparse exclusivamente, como decía, de mantener el orden en su espacio vital. Uno de los requisitos incuestionables que impuso a sus protegidos fue participar en la beneficencia, que consideraba un medio de gran eficacia para fomentar el amor de la ciudadanía a los padres de la Ciudad. En el primer momento la idea fue acogida sin entusiasmo. Pero con el tiempo los empresarios empezaron a darle la razón a Denísov.
Lo más complicado fue poner la Ciudad a salvo de una invasión de forasteros que jugarían con arreglo a su propio reglamento. Los éxitos de la actividad empresarial, ganancias sustanciosas y estables, convertían la Ciudad en una golosina tanto para organizaciones de toda índole como para los buitres que iban por libre. Unos aspiraban a intervenir en el reparto de la tarta recién horneada, otros se proponían montar su propio negocio, algunos se conformarían con desplumar a los afortunados empresarios por el banal procedimiento de cobro por la protección. Denísov contaba con sus propios servicios de inteligencia y contraespionaje. El de inteligencia vigilaba el cumplimiento de las reglas establecidas por los miembros de la organización. El de contraespionaje luchaba contra los forasteros.
Unos meses atrás Denísov olfateó que algo no marchaba bien. No habría podido decir de qué se trataba exactamente. Simplemente lo sentía, nada más. Despertó una mañana y se dijo: «Algo está ocurriendo en la Ciudad.» Durante varios días analizó sus sensaciones, no sacó nada en claro y convocó a los jefes de los servicios de inteligencia y de contraespionaje.
—No dispongo de información, de datos concretos. No tengo más que unos hechos sueltos. Entre las prostitutas de la Ciudad corren extrañas habladurías de que unas, dicen, tienen más fortuna que otras. ¿Más fortuna en qué? En el curso del año grupos reducidos de gente han visitado la Ciudad tres veces, siempre en coches propios y cada vez para marcharse dos días más tarde. ¿Quiénes son? ¿A quién venían a ver? ¿Con qué fin? No han hablado con nadie de nuestra organización. Y si lo han hecho, nos han pillado de marrón, y uno de nosotros está jugando sucio. Ahora, otra cosa. Mi nieta Vera. He ido a su colegio, he hablado con los maestros. ¿Sabéis lo que me han dicho? Que últimamente Vera está sacando mejores notas. ¿Me habéis oído? Mejores y no peores, como me esperaba, teniendo en cuenta lo difícil de su edad y el que ha dejado de hacer el menor caso a sus padres. La maestra de lengua y literatura se deshizo en elogios. Por cierto, ha convenido conmigo en que algo le está pasando a la niña. Le ponga el tema de redacción que le ponga, siempre se las apaña para discurrir sobre el placer y el precio que hay que pagar por disfrutarlo. Y eso en una niña de catorce años…
—¿Drogas? —levantó la cabeza Starkov, el encargado de la inteligencia, bajito y gordinflón.
—Parece ser que sí. Realmente lo parece. Es probable que entre lo que os acabo de contar, una cosa y la otra, no exista la menor relación. Es probable que en la Ciudad no haya drogas. Pero quiero saber como sea qué es lo que está pasando.
Los primeros informes llegaron dos semanas más tarde. Resultaba que alguien había ofrecido a las prostitutas de la Ciudad, aquellas que tenían más «fortuna», un trabajo fácil y bien remunerado en el extranjero, y se habían marchado de la Ciudad. Nadie sabía adónde. Los visitantes en coches propios tenían por lugar de destino el balneario El Valle, donde alquilaban bungalós de dos plantas por un día o dos, frecuentaban la sauna, bebían vodka y se marchaban por donde habían venido. Lo extraño, sin embargo, era que los visitantes, a juzgar por todo, venían en las mismas fechas pero no juntos. Procedían de ciudades diferentes y, por lo común, no se conocían entre sí. El chico que les atendía en la sauna no les había oído ni una sola vez llamarse por sus nombres o tutearse. En cuanto a la nieta de Denísov, Vérochka, lo que le pasaba era que se había enamorado, así de sencillo. Estaba viviendo un romance apasionado con un estudiante del Instituto Pedagógico que había estado en su colegio de prácticas como maestro de química y biología. Las fuentes de esta información aseguraban que el estudiante se comportaba con decoro y no se propasaba.
Sin embargo, Denísov no se dio por satisfecho. Concertó una cita con un especialista en psicología, al cual solicitó consejo.
—¿Es posible hoy en día que una chica de catorce años considere el amor un pecado que debe conducir irrevocablemente a la penitencia? —le preguntó a quemarropa Eduard Petróvich, poco aficionado al circunloquio.
—Por supuesto que sí, siempre que se la haya educado incorrectamente.
—¿Qué quiere decir «incorrectamente»?
El psicólogo explicó a Denísov detalladamente a qué se refería. Pero resultaba que el hijo de Eduard Petróvich y la mujer de éste eran gente completamente normal, que estaban educando a su hija bien y que en la familia nunca hubo desajustes que pudiesen explicar semejante aberración psíquica.
—Puedo ofrecerle una explicación si me da la palabra de que no se pondrá a gritar «¡esto es imposible, cómo se atreve!»
—Tiene mi palabra.
—Mi explicación es: sexo poco convencional, desviaciones sexuales.
—¡Pero qué dice! —se indignó Eduard Petróvich—. Si la viera… Frágil, dulce, el pelo claro como el lino, carita de niña. A sus catorce años apenas si aparenta doce. Vera es una criatura absolutamente inocente, acaba de nacer. Si sospechase que toma drogas, aún lo aceptaría. Al fin y al cabo, para empezar pudieron haberle metido el veneno por engaño, incluso a la fuerza, y habría ido convirtiéndose en su esclava sin voluntad. Es terrible pero al menos tiene sentido. Pero lo que me está diciendo se hace consciente y voluntariamente. No, está totalmente descartado, ¡simplemente no puede ser!
—Me ha dado su palabra —le recordó el psicólogo en tono de reproche.
—Disculpe… Gracias por la consulta. Aquí tiene sus honorarios.
Eduard Petróvich colocó sobre la mesa un sobre y se marchó.
Denísov no había quedado nada contento con la visita. Camino de casa pensó que en el próximo consejo debería plantear la necesidad de crear una beca especialmente destinada a los estudiantes de psicología. Tal vez esto les haría poner más interés en los estudios. El nivel actual de la preparación de los especialistas, en la opinión de Eduard Petróvich, no era nada aceptable.
Poco después se producía el primer suceso alarmante. En el hospital municipal fue ingresado, con fractura en la base del cráneo, Vasily Grushin, a quien el jefe de la inteligencia, Starkov, había encargado enterarse con todo detalle de las fiestas nocturnas que tenían lugar en los bungalós del balneario. El estado de Grushin era muy grave, y después de la intervención quirúrgica no recobró el conocimiento. Cuando volvió en sí por unos instantes, a su lado sólo había una enfermera.
—Tome nota… del teléfono… —susurró Grushin moviendo trabajosamente los labios—. Dígale… el apellido es Makárov… Llá… melé…
—No se preocupe, llamaré —prometió cariñosamente la joven enfermera, y salió corriendo en busca del médico.
Diez minutos más tarde Grushin había fallecido.
—¿Cree que tengo que hacer esta llamada? —preguntó la enfermera, dando vueltas en las manos al papelito con el número de teléfono.
—Haga lo que le parezca —se encogió de hombros el doctor Vdovenko—. A quien yo llamaría es a la policía, sin falta. Este trauma es causa criminal, ya me entiende. Al menos dígaselo al detective, ayer pasó aquí el día entero, esperaba que Grushin recobrase el conocimiento. Hoy volverá de nuevo.
—De acuerdo —suspiró la muchacha y tendió la mano hacia el teléfono.
—¿Qué está ocurriendo en la Ciudad? —interpeló furioso Denísov al hombre sentado delante de él—. ¿Qué clase de organización se permite matar a mis hombres? Si se atrevieron a hacerlo, significa que Grushin se había acercado a algo muy gordo. ¿Qué cosas tan graves suceden aquí de las que nada sabemos? ¿Cómo se lo explica?
—No somos dioses, Eduard Petróvich —contestó sin inmutarse su interlocutor—. Si lo supiéramos todo de todos, el problema de la lucha contra la delincuencia no existiría. ¿Qué es lo que, exactamente, le pone tan nervioso? No es la primera vez que pierde a uno de los suyos.
—Pero hasta ahora siempre sabía por qué los perdía y quién era el responsable, incluso cuando usted lo ignoraba. Pero esta situación se me escapa de las manos, y esto me preocupa mucho. Si lo entiendo bien, ¿no hay probabilidad de encontrar al culpable?
—Es mínima —corroboró su interlocutor encogiéndose de hombros.
—Ya lo veo —asintió Denísov desmoralizado—. Un apellido como Makárov no es ninguna pista. Lo mismo daría si se llamase Ivanov o Sídorov. Ustedes no tienen tiempo para investigar a todos los Makárov de la Ciudad. Sobre todo porque, dada la multitud de visitantes que recibimos, puede que no sea de aquí. ¿Qué me propone?
—Sólo una cosa. Envíe a alguien a El Valle. Que pase allí algún tiempo, quizá averigüe quién es ese Makárov.
—¿Tiene a alguien que pueda hacerlo?
—¿Bromea? Me sobran los dedos de la mano para contar a mi gente. Como mucho, podría proporcionarle a alguien por una semana o dos. Tal como estamos no damos abasto.
—Conforme, mandaré a uno de los míos. Por cierto, ya que está aquí, hagamos el balance de los cinco meses.
—Teniendo en cuenta la media de crímenes resueltos, no podemos permitirnos más de diez homicidios sin resolver al año. Dejemos la mitad para la zona rural y los imprevistos. Usted se reserva cinco. Pero es el máximo, y aun así sería arriesgado. Contando el asesinato de Grushin, le quedan cuatro.
—De acuerdo, dejémoslo en tres —cabeceó su conformidad Denísov—. Estamos en julio. Así que hasta el fin de año me quedan dos. Uno, si no lo ha olvidado, lo he consumido en febrero.
—No lo he olvidado.
Al día siguiente Eduard Petróvich Denísov acudió en persona a ver al jefe de servicios médicos del balneario El Valle.
Nastia Kaménskaya se levantó de la silla frente a la máquina de escribir, se echó la chaqueta por los hombros, cogió un cigarrillo y salió al balcón. Lo compartían dos habitaciones, una doble —la de Nastia— y una sencilla. Casi en el mismo instante se abrió la puerta corredera de la habitación sencilla y en el umbral apareció una mujer mayor y rolliza, que se apoyaba en un bastón.
—Buenos días —le sonrió afable—, vamos a ser vecinas. Me llamo Reguina Arkádievna.
—Mucho gusto. Anastasia —se presentó Nastia estrechando la mano que la otra le tendía.
El fresco hizo estremecerse a la anciana.
—La oigo escribir a máquina todo el tiempo. ¿Está trabajando?
—Hum… —masculló confusamente Nastia.
—Cuando decida tomarse un respiro, la invito a un té. Tengo un excelente té inglés. ¿Vendrá?
—Gracias, claro que sí.
Nastia volvió a la novela policíaca de Ed McBain con la firme decisión de no tomar té con Reguina Arkádievna nunca. La novela que estaba traduciendo no era larga, ciento setenta páginas solamente. Si tenía la intención de terminar el trabajo durante su estancia en el balneario, debía hacer nueve páginas diarias. Nastia era rápida traduciendo, conseguía hacer las nueve páginas trabajando sólo por la tarde, tras cumplir con el programa de tratamientos. Podría incluso reducir esa cuota diaria, ya que al volver del balneario a Moscú todavía tendría trece días de vacaciones. Su decisión de no aceptar la invitación de la vecina no se debía a la premura de tiempo. En realidad, Nastia temía que aquella mujer mayor resultase una pesada y se convirtiese en una molesta carga. «Qué asco —pensó introduciendo una nueva página en la máquina—. Ni siquiera la vejez me merece compasión. No cabe duda, es evidente que dentro de mí anida algún defecto moral.»
Enfrascada en el trabajo, Nastia se olvidó de la cena, tan absorbente era la descripción que McBain hacía de las peripecias del conflicto entre el detective Steve Carella y su joven compañero Bert Cling. Hacia las diez de la noche, tuvo hambre, dejó de lado la traducción y enchufó el infiernillo. Alguien llamó a la puerta. Entró la vecina con una caja multicolor en las manos.
—Se ha quedado sin la cena y ha interrumpido su trabajo para tomarse un té, o un café. ¿Me equivoco?
—Ha acertado —sonrió Nastia—. ¿Me acompaña?
—Faltaría más. —Reguina Arkádievna se sentó pesadamente en una silla y apoyó el bastón en la pared—. Hasta le traigo galletas, con la idea de tomar un cafecito. Pero escuche, querida, tenga presente que es la primera y última vez que vengo a su habitación.
—¿Por qué?
—Porque usted, Nástenka, es joven y, además, está ocupada. Mis visitas pueden molestarla, y no me gusta que se me aguante por educación. ¿Se ha puesto colorada? Entonces, tengo razón. Por eso hoy vamos a presentarnos pero en adelante, si le apetece, vendrá a verme usted solita.
Nastia llenó las tazas de agua hirviendo y estudió la cara de la anciana. Cierto, con ella podía ahorrarse los remilgos.
—Es usted muy perspicaz, Reguina Arkádievna —observó con serenidad.
—Pero qué dice, bonita, simplemente ocurre que soy suficientemente vieja. Por cierto, ¿en qué trabaja? Veo diccionarios. ¿Es traductora?
—Sí —mintió Nastia sin vacilar.
Al fin y al cabo, sería tonto mencionar su trabajo en la policía criminal, por otra parte, en cuanto a su competencia, no les tenía nada que envidiar a los traductores profesionales.
—¿De qué idioma?
—Inglés, francés, español, italiano, portugués.
—¡Oh! —se admiró Reguina Arkádievna—. Pero si es toda una políglota. ¿Cómo lo ha conseguido? ¿Se ha criado en el extranjero?
—No, no, qué va. He vivido toda mi vida en Moscú. En realidad no es nada complicado. Lo único que hace falta es llegar a dominar bien un idioma y luego, cuantos más se aprenden, más fácil es. Palabra.
En esto Nastia no mentía. Era cierto, conocía bien los cinco idiomas. Su madre, la profesora Kaménskaya, era una autoridad en la creación de programas de ordenador para la enseñanza de idiomas extranjeros. Aprender un idioma nuevo era en su familia algo tan natural y cotidiano como leer libros, limpiar la casa o preparar la comida. Nastia aprendió francés al mismo tiempo que empezó a hablar. Luego, cuando tenía unos siete años, le llegó el turno al italiano; después, dominar el español y el portugués fue pan comido. Nadezhda Rostislávovna delegó la enseñanza del inglés al colegio, creyéndolo el idioma más sencillo (dadas la ausencia de género de los sustantivos y la conjugación mínima de los verbos). «Lo más importante —le repetía a su hija— es aprender a emplear los artículos automáticamente y a utilizar los verbos
ser
y
tener
. Aquí está su principal diferencia del ruso. Todo lo demás depende de la habilidad y la memoria.»