Los días de gloria (56 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Lo comprendí. Juan había pactado con los Albertos. Se trataba de modificar la composición del Consejo de Banesto para conseguir en una votación mi cese como presidente. A esa hora temprana la idea me llegó nítida. No se trataba solo de cesar a aquellos consejeros para poner los suyos, sino que el objetivo era conseguir una mayoría en el Consejo del banco, en Banesto o en el banco fusionado. Si sumaba esos consejeros suyos a los de nuestros enemigos podría ganar una votación y provocar mi cese. Eso cuadraba. Juan no había renunciado a Banesto. Simplemente había pactado con nuestros enemigos en contra de mí. La fusión con el Central se convirtió en la excusa y, al mismo tiempo, en una referencia temporal insalvable porque las Juntas de fusión aprobarían mi designación como presidente ejecutivo del banco fusionado y a partir de ese instante la capacidad del Consejo para relevarme de mi puesto se anulaba, o, al menos, intentarlo en tales condiciones significaba enfrentarse con un pleito de proporciones cósmicas. Juan estaba convencido de que su ascendiente sobre las familias tradicionales del banco era muy superior al mío y, por tanto, no tardaría en convencerlos de que era imprescindible sustituirme.

Paseaba por la zona próxima al cortijo, la que linda con el río Milagro, que forma regatos en los que el agua se amansa, y el verdor rodea las balsas en las que se bañaban Alejandra y Mario en el mes de junio. La Salceda constituía un trofeo vivo de la operación Antibióticos, y, al mismo tiempo, un símbolo de la relación que nos unía a Juan y a mí. Curiosamente ahora se convertía en el escenario de nuestra ruptura. Ironías del destino que convierten a la vida en un proyecto que, por impredecible, merece la pena ser continuado.

Llegué a la oficina de Fortuny a la hora convenida. Nos sentamos en torno a una pequeña mesa redonda que Juan colocó en su despacho. Mandó abrir algunas botellas de vino tinto. Me temí que en ese estado de excitación si bebía demasiado vino pronto sería imposible el diálogo, pero no podía hacer nada diferente a admitir el decorado que Juan marcaba. Nada saldría de aquel encuentro. Seguramente Juan valoraba que yo hubiera aceptado ir a su oficina siendo presidente de Banesto, a pesar de lo abrupto de las formas utilizadas. Pero era un amigo suyo quien acudía, no el presidente de una entidad bancaria.

Sin embargo, obviamente, no se conformaba con ese precio. Divagaba, comentaba con ironía y sarcasmo sobre la estructura social de España, sobre los Botín, los March, los Albertos, Banesto, Central, Santander, todo ello adobado con concepciones propias de la posesión de tierras, como si todo en España se redujera a un número de hectáreas, físicas y simbólicas, que deberían ser repartidas entre quienes disponían de «derechos históricos» para ello. Tal vez Juan no se diera cuenta de que él mismo era un recién llegado, sin más derechos históricos que el trabajo de su padre, un hombre inteligente que supo montar un negocio familiar de producción de especialidades farmacéuticas, con cierta ayuda de su suegro, mayorista y almacenista del sector. Recordé su comentario, que ejecutaba con indudable gracia: «En este país, quien no es nuevo no es rico».

La conversación, dentro de lo que cabía esperar de un marco como aquel, transcurría con cierta placidez, hasta que salió el nombre de Fernando Garro. Juan se puso histérico. Comenzó a chillar.

—Podemos llegar a un acuerdo nosotros, pero a ese tipo lo quiero fuera, absolutamente fuera, no solo del banco, sino de cualquier cosa que huela a nosotros. Es basura. Absoluta basura. Un traidor. Tendrías que haber visto el espectáculo que dio en Las Navas cuando le invité con Ramiro Núñez. Era una alfombra. Dispuesto a todo por salvarse él. No tiene una gota de dignidad. Te vendería por cualquiera. Ponlo a millas de distancia de nosotros.

Aguanté el chaparrón en silencio. Tenía que dejar que Juan se desahogara. Fernando no pasaba de ser en aquellos instantes un muro de las iras, más que de las lamentaciones.

Exceso de alcohol y de ira. Imposible construir algo positivo.

Me despedí y volví a casa. Al día siguiente comenté con Fernando la conversación.

—Oye, Fer, no sabía que tú y Ramiro estuvisteis con Juan en Las Navas. Por cierto que en mitad del lío me contó que te pasaste de bando, que te pusiste como una alfombra y despotricaste contra mí.

Todavía recuerdo con algún sabor amargo lo que me ofreció a título de explicación:

—Bueno, le hice creer que estaba con él para que se confiara y poder ofrecerte a ti la información que me transmitiera.

No me gustó nada. Lamentablemente la vorágine me impidió pensar. Son demasiadas las ocasiones en las que la velocidad de los acontecimientos impide contemplarlos en su verdadera importancia. Aquella fue una de ellas. Debí entender que, en cualquier caso, aunque fuera cierto, el comportamiento habría sido indigno, porque no se puede engañar a uno de los dos amigos en beneficio del otro. No, no era cierta su versión. En realidad en el corazón de Fernando comenzaba a germinar el odio, si es que no había ya florecido por completo.

Años más tarde caía el sol de invierno en Los Carrizos dibujando un atardecer digno de almacenarse en la retina. Contemplé el horizonte en el que a lo lejos se vislumbraban los olivos de arbequina que contra viento y marea cambiaron el paisaje de ese trozo de campo andaluz. Vino a mi mente el recuerdo de Fortuny y las palabras de Juan sobre Fernando Garro. Entonces no le creí.

Desgraciadamente tuvo plena razón. ¿Qué acontecimientos se hubieran decantado si hubiese aceptado la sugerencia de Juan y hubiese situado a Fernando Garro a millas de distancia de nuestras vidas? No lo sé, pero me culpo por creer más a Garro que a Juan. Verdaderamente no calibré bien ni la estatura moral ni los complejos internos de Garro por no llegar a ser consejero de Banesto. Cierto que nadie me habló jamás contra Garro en sus relaciones conmigo. Al contrario, todo el mundo alababa su fidelidad, su dedicación, su capacidad de dar su vida por mí. Yo vivía confiado en ello. La tormenta, sin embargo, vivía en su interior. Y yo, ahora, con la experiencia detrás de mí y el dolor y la amargura que me causó, me culpaba de no creer a Juan, de confiar más en Garro.

Tenía que seguir, deglutiendo interiormente dolor, pero necesitaba continuar. Concluida esa segunda fase de la conversación con Juan Abelló, era el momento de mis asesores recién contratados.

Domingo por la tarde. Antonio Navalón, que ya trabajaba como asesor nuestro, se reunió conmigo en la buhardilla de nuestra casa de Triana 63. Le puse en antecedentes de Abelló. Antonio consumió un primer turno en reflexionar con agudeza sobre las implicaciones que aquel fin de semana tenía para el proyecto de fusión con el Central. La conclusión a la que llegaba no se diferenciaba de la mía.

—No tengas duda. Juan ha pactado con los Albertos, seguramente propiciado por los políticos al más alto nivel.

Se detuvo y comenzó a dar pasos cortos en el salón. Al fondo, un espejo contribuía a dotar de mayor profundidad a una estancia de volumen considerable. Contempló su silueta por un instante, se giró sobre sí mismo, y, como si hubiera recibido una iluminación repentina, como si el conocimiento superior hubiera penetrado en su alma al modo de la percepción mística, dejando a un lado las consideraciones de macropolítica nacional, Antonio sentenció:

—Necesitamos un abogado. El mejor que puedo recomendarte para esta finalidad es Matías Cortés.

—¿Un abogado? ¿Esto va de abogados?

—Sí, seguro. Todos estos asuntos tienen una dimensión jurídica de altura, pero no de dictámenes o pleitos, sino de otro nivel distinto. Por eso necesitamos a Matías Cortés.

Concluida mi oposición a abogados del Estado, y a la vista de dos factores combinados, la residencia en Toledo y mi vocación docente por el Derecho, decidí dar clases en el Instituto de Profesiones Jurídicas, nombre tal vez algo excesivo con el que bautizamos el renacimiento de la vieja academia de preparación Sánchez Cortés. Nuestra sede se situaba en la calle Juan de Mena, en Madrid, cerca del Museo del Ejército. En nuestro mismo piso me detuve en varias ocasiones a contemplar un cartel metálico, grabado en placa de color bronce, en el que aparecían tres nombres: Cortés, Pérez Escolar y Fernández Ordóñez. En 1980, con ocasión de un problema que asoló momentáneamente la vida y el equilibrio espiritual de Juan Abelló, me encontré delante de uno de los tres abogados de aquel despacho, Rafael Pérez Escolar, que más tarde me acompañaría en Banesto.

Fue así, por recomendación de Navalón, como Matías entró en mi vida.

—Por cierto, date prisa en llamarle porque estoy convencido de que Juan le llamará de un momento a otro para que le auxilie a él en la guerra contigo.

Así lo hice, Matías acudió a casa, charlamos los tres y empezó nuestro movimiento.

Tenía que ser capaz de combinar la tensión que me provocaban mis relaciones con Juan con las derivadas del proceso de fusión. Sentado en mi casa de Triana, tratando de poner en orden los acontecimientos, me pregunté por el papel que jugaría en el drama la personalidad compleja de Alfonso Escámez. Curiosamente, mientras reflexionaba sobre ello sonó el teléfono. Era Escámez.

—Mario, te propongo que desayunemos mañana en el Central los Albertos, Juan Abelló, tú y yo, a ver si somos capaces de solucionar esto.

—Bueno... Déjame que le dé una vuelta.

—Es que es muy importante, Mario.

—Ya, Alfonso, lo entiendo, pero déjame pensarlo un poco.

Presentía que era una trampa, que iban a tratar de sacarme alguna concesión irreversible. La estética del encuentro nos situaba a todos en el mismo plano. En el fondo era degradar el prestigio de la institución. Encantado asistiría a un encuentro de ese tipo con Juan y los Albertos pero fuera del banco, porque el tono, forma y maneras de la conversación reclamaban un escenario informal. Pero la presencia de Alfonso y el ambiente del Banco Central convertían a aquel proyectado desayuno en un inmenso error.

Decidí consultarlo con Antonio.

—Es una trampa. No lo dudes. Tienes que cancelar el desayuno. Si no lo haces renuncio a mi posición de asesor —me urgió Navalón.

Compartía la idea de Antonio aunque ignoraba por qué dotaba a su discurso de tan encendido dramatismo. ¿Renunciar a su relación conmigo por ese desayuno?... Demasiado, sin duda. Pero hay momentos en los que no puedes detenerte a reflexionar sobre todo lo que te sucede. Te ves obligado a actuar a golpe de intuición, de brújula de bazar infantil, y no siempre aciertas. Pero como algo no me gustaba, hice caso a Navalón, tomé el teléfono, llamé a Escámez y le dije que lo había pensado mejor y que, definitivamente, no asistiría a ese tipo de reuniones. Mi rechazo a su invitación le sentó francamente mal al viejo, agudo y difícil presidente del banco con el que pretendíamos crear el mayor del país.

El desayuno se celebró a pesar de mi ausencia, lo que comenzó a socavar en mí la credibilidad —siempre controlada— en la personalidad de Alfonso. Curiosamente, una vez concluido, Juan pidió verme y le recibí en mi despacho.

Su tono había cambiado dramáticamente.

—Bueno, creo que hemos llevado las cosas demasiado lejos. Lo mejor es que consigamos un pacto entre nosotros, que olvidemos lo de La Salceda, que tratemos de construir en lugar de destruir...

Estaba dispuesto a pactar, ya no exigía nada, ya no se hablaba de ruptura, su lenguaje era conciliador y su expresión aparentemente tranquila. Su tesis ahora era la siguiente: separaríamos nuestros bienes, cada uno retendría sus acciones, pero, en lo demás, todo seguiría igual.

No fui capaz de pensar ordenadamente. La emoción pudo conmigo. Sentí removerse mi interior de manera abrupta. Por nada del mundo deseaba la ruptura con Juan a pesar de que tantas veces la dibujé como inevitable. Abrumado por los sentimientos internos, no comprendí que la propuesta de Juan constituía un imposible lógico. Después de una preparación tan medida no podía dar marcha atrás en su ruptura por el mero hecho de mi inasistencia a un desayuno. No acerté a comprender que se trataba de un movimiento táctico decidido precisamente con los Albertos, y es posible incluso que con Alfonso Escámez. Acepté lo que Juan me proponía porque, una vez más, mis contradicciones internas se decantaron por nuestra vida compartida.

Subimos juntos a la planta superior para sentarnos en la mesa de la Comisión Abierta que se celebraba entonces, todos los días. Antes de pisar los escalones que conducían desde la planta de mi despacho a la parte superior del edificio de Castellana en donde se localizaban las dependencias del Consejo, nada más cruzar la puerta, me detuve y mirando a Juan fijamente a los ojos le dije:

—Todo lo sucedido hasta ahora es extremadamente grave, pero estoy dispuesto a olvidarlo siempre que aceptes un pacto de sangre, en el sentido de que no caben traiciones sobre lo acordado y si alguno las comete, que peche con las consecuencias.

Juan asintió acompañando su voz con un gesto de cabeza y una mirada de cierto temor, quizá influenciado por el tono y la terminología que yo había utilizado. Unos minutos más tarde, en la mesa de la Comisión Ejecutiva de Banesto, intentó dar una batalla en mi contra queriendo impedir el nombramiento de José Serratosa como consejero del banco. No entendía nada. Ni yo ni nadie, hasta el extremo de que Vicente Figaredo tuvo que llamarle la atención.

—Juan, a ver si aprendes que el banco no es una casa de putas.

La obviedad me golpeaba. La conversación de minutos antes con Juan en mi despacho se disipó brutalmente por su actitud en la Comisión Abierta. Me sentía invadido por una tristeza profunda y las palabras mías recordando que quien traicionara al otro debería pechar con las consecuencias comenzaron a golpear los oídos de mi mente.

Concluyó la reunión y salí con destino a Puerta de Hierro a almorzar en la casa de mi nuevo abogado Matías Cortés, quien, en su calidad de tal, me sentaba en su mesa junto al editor del Grupo Prisa, Jesús Polanco. Matías se presentó como consejero del periódico, pero sobre todo de Jesús. La enemistad entre Banesto y
El País
era proverbial, así que acepté aquel almuerzo con el propósito de introducir cierto calor en el mundo de hielo que definía las relaciones entre nosotros, a pesar de los buenos oficios que Jaime Botín ejerció en un momento determinado.

Para Matías constituía una prueba de fuerza ante su nuevo cliente, porque no es tan fácil conseguir un almuerzo con Polanco, sobre todo en ese momento y en tales circunstancias. El abogado dejaba diáfana su influencia cerca de uno de los hombres con más poder de España en aquellos días. En plena guerra, el apoyo de Polanco podría resultar decisivo. Por mi parte, la razón para asistir al almuerzo consistía en contarle al editor del diario Prisa, con el aval de Matías, la realidad de mi posición, para evitar que otros deformaran, al menos ante los ojos de quien podía escribir con la influencia obvia de su periódico, cosas excesivamente alejadas de la realidad.

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