Los hijos de Húrin (4 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

Túrin fue el nombre del hijo mayor de Húrin y Morwen, y nació en el año en que Beren llegó a Doriath y encontró a Lúthien Tinúviel, hija de Thingol. Morwen le dio a Húrin también una hija, y la llamó Urwen; pero todos los que la conocieron en los pocos años que vivió le dieron el nombre de Lalaith, que significa Risa.

Huor se casó con Rían, la prima de Morwen; era la hija de Belegund, hijo de Bregolas. El duro destino hizo que naciera en esos días de aflicción, porque era gentil de ánimo y no le gustaba la caza ni la guerra. Amaba en cambio los árboles y las flores del desierto, y era cantante y hacedora de cantos. Había estado casada con Huor, sólo dos meses cuando él partió con su hermano a la Nirnaeth Arnoediad, y ella nunca más lo vio.
[1]

Pero ahora la historia vuelve a Húrin y Huor en los días de su juventud. Se dice que, durante un tiempo, los hijos de Galdor vivieron en Brethil como hijos adoptivos de Haldir, su tío, según la costumbre de los Hombres del Norte en aquellos días. Con frecuencia, junto con los Hombres de Brethil, luchaban contra los Orcos, que ahora hostigaban las fronteras septentrionales de su tierra; porque Húrin, a pesar de tener sólo diecisiete años, era fuerte, y Huor, el más joven, era ya tan alto como la mayoría de los hombres crecidos de ese pueblo.

En una ocasión, Húrin y Huor iban con una compañía de exploradores que cayó en una emboscada de Orcos dispersándose, y los hermanos fueron perseguidos hasta el vado de Brithiach. Allí habrían sido capturados o muertos, pero el poder de Ulmo, aún era fuerte en las aguas del Sirion. Se dice que una niebla se levantó del río y los ocultó de sus enemigos, y así pudieron escapar por Brithiach hasta Dimbar. Allí, con grandes dificultades, erraron entre las colinas, bajo los muros escarpados de las Crissaegrim, hasta que fueron confundidos por los engaños de esa tierra y ya no supieron cuál era el camino de ida ni el de regreso. En ese lugar los vio Thorondor, que envió dos de sus Águilas en su ayuda; las Águilas los tomaron y los llevaron más allá de las Montañas Circundantes hasta el valle secreto de Tumladen y la ciudad escondida de Gondolin, que ningún Hombre había visto todavía.

Cuando supo a qué linaje pertenecían, el rey Turgon les dio la bienvenida; porque Hador era amigo de los Elfos, y Ulmo, además, había aconsejado a Turgon que tratara con bondad a los hijos de esa Casa, de quienes obtendría ayuda cuando llegasen momentos de necesidad. Húrin y Huor vivieron como huéspedes en la casa del rey durante casi un año; y se dice que, en ese tiempo, Húrin, que era de mente rápida y ansiosa, aprendió mucho de la ciencia de los Elfos, y algo entendió también de los juicios y propósitos del rey. Porque Turgon llegó a sentir un gran afecto por los hijos de Galdor, y conversaba mucho con ellos; y en verdad deseaba retenerlos en Gondolin por amor, no sólo por la ley que exigía que ningún forastero, fuera éste Elfo u Hombre, que encontrara el camino al reino secreto o contemplara la ciudad, nunca pudiera marcharse ya de allí hasta que el rey no abriera el cerco y el pueblo oculto saliera de ella.

Pero Húrin y Huor deseaban regresar con su gente, y compartir con ellos las guerras y pesares que ahora los afligían. Y Húrin le dijo a Turgon:

—Señor, sólo somos Hombres mortales, distintos de los Eldar. Ellos pueden pasar muchos años esperando batirse con sus enemigos algún día distante, pero nuestro tiempo es corto, y nuestra esperanza y fuerza pronto se marchitan. Además, nosotros no encontramos el camino a Gondolin y en realidad no sabemos dónde está esta ciudad, pues fuimos traídos con miedo y asombro por los elevados caminos del aire, y nos concedieron la gracia de velar nuestros ojos.

Entonces Turgon accedió, y dijo:

—Si Thorondor está dispuesto, podéis partir por el camino por el que vinisteis. Me apena esta separación; sin embargo, según las cuentas de los Eldar, puede que volvamos a vernos dentro de poco.

Pero Maeglin, el hijo de la hermana del rey, que era poderoso en Gondolin, no lamentó en absoluto que partiesen; les reprochaba el favor del rey, pues no sentía amor alguno por el linaje de los Hombres; y le dijo a Húrin:

—La gracia del rey es mayor de lo que crees, y algunos podrían extrañarse de que la severa ley se suavice por dos insignificantes hijos de los Hombres. Sería más seguro que se quedaran a vivir aquí como sirvientes hasta el final de sus días.

—Grande es en efecto la gracia del rey —respondió Húrin—, y si nuestra palabra no basta, pronunciaremos un juramento.

Los hermanos juraron no revelar nunca los designios de Turgon. y mantener en secreto todo lo que habían visto en su reino. Entonces se despidieron, y las Águilas fueron por la noche y se los llevaron, y los depositaron en Dor-lómin antes del amanecer. Sus parientes se regocijaron al verlos, pues los mensajeros llegados de Brethil los daban por perdidos; pero ellos no quisieron revelar ni siquiera a su padre dónde habían estado, salvo que habían sido rescatados en el páramo por las Águilas, que los habían llevado a casa.

Pero Galdor preguntó:

—¿Habéis vivido entonces un año a la intemperie? ¿O acaso las Águilas os albergaron en sus nidos? Sin embargo encontrasteis alimentos y vestidos hermosos, y volvéis como jóvenes príncipes, no como abandonados en el bosque.

—Conténtate, padre —respondió Húrin—, con que hayamos regresado; pues sólo por un voto de silencio nos fue permitido hacerlo. Ese juramento todavía nos ata.

Entonces Galdor no les hizo más preguntas, pero él y muchos otros adivinaron la verdad. Porque tanto el voto de silencio como las Águilas apuntaban a Turgon.

Fueron pasando los días, y la sombra del miedo de Morgoth se alargaba. Pero en el año cuatrocientos sesenta y nueve después del retorno de los Noldor a la Tierra Media hubo una nueva esperanza entre los Elfos y los Hombres; porque corrió el rumor entre ellos de las hazañas de Beren y Lúthien y de la vergüenza sufrida por Morgoth, instalado todavía en el trono de Angband, y algunos decían que Beren y Lúthien vivían aún, o que habían regresado de entre los Muertos. En aquel mismo año los grandes designios de Maedhros estaban casi acabados, y con la renovación de la fuerza de los Eldar y los Edain, el avance de Morgoth se detuvo, y los Orcos fueron expulsados de Beleriand. Entonces algunos empezaron a hablar de las victorias por venir y de una revancha inminente de la batalla de Bragollach cuando Maedhros condujera las huestes unidas, y expulsara a Morgoth bajo tierra, y sellara las Puertas de Angband.

Pero los más juiciosos estaban aún intranquilos temiendo que Maedhros no revelara sus fuerzas crecientes demasiado pronto y que se le diera tiempo a Morgoth de armarse contra él.

—Siempre se habrá de incubar algún nuevo mal en Angband más allá de las sospechas de los Elfos y de los Hombres —decían. Y en el otoño de ese año, como para corroborar estas palabras, vino un viento maligno desde el norte bajo cielos cargados. El Mal Aliento se lo llamó, porque era pestilente; y muchos enfermaron y murieron en el otoño del año en las tierras septentrionales que bordeaban la Anfauglith, y eran en su mayoría los niños o los jóvenes que crecían en las casas de los Hombres.

Ese año, al comienzo de la primavera, Túrin, hijo de Húrin, tenía tan sólo cinco años, y Urwen, su hermana, tres. Cuando corría por los campos, sus cabellos eran como los lirios amarillos en la hierba, y su risa como el alegre sonido del arroyo que bajaba cantando de las colinas y pasaba junto a los muros de la casa de su pare. Nen Lalaith se llamaba ese arroyo, y, por él, toda la gente de la casa llamó Lalaith a la niña; y sentían alegría en sus corazones mientras ella vivió.

Pero a Túrin no lo amaban tanto. Era de cabellos oscuros, como la madre, y prometía tener la misma disposición de ánimo; porque no era alegre y hablaba poco, aunque había aprendido a hablar muy temprano, y pareció siempre ser mayor de lo que era. Tardaba Túrin en olvidar la injusticia o la burla; pero también ardía en él el fuego de su padre, y podía ser brusco y violento. No obstante era compasivo, y el dolor o la tristeza de las criaturas vivientes lo movían a las lágrimas; y también en esto era como su padre, porque Morwen era severa con los demás tanto como consigo misma. Amaba a su madre porque ella le hablaba de un modo directo y sencillo; pero a su padre lo veía poco, pues Húrin pasaba a menudo largas temporadas fuera de su hogar, con el ejército de Fingon que guardaba las fronteras orientales de Hithlum, y cuando volvía, sus abruptos parlamentos, salpicados de bromas y de palabras extrañas y de doble sentido, lo desconcertaban y lo inquietaban. En ese tiempo todo el calor de su corazón lo volcaba en Lalaith, su hermana; pero rara vez jugaba con ella y prefería observarla sin que ella se diera cuenta, y vigilarla mientras la niña corría por la hierba o bajo los árboles, y cantaba las canciones que los niños de los Edain inventaran mucho tiempo atrás cuando todavía la lengua de los Elfos era nueva en sus labios.

—Lalaith es bella como una niña Elfo —decía Húrin a Morwen—; pero más efímera ¡hay! Y por ello más bella, quizá, o más cara.

Y Túrin, al escuchar esas palabras, meditaba en ellas, pero no las entendía. Porque no había visto nunca a un niño Elfo. Ninguno de los Eldar vivía en ese tiempo en las tierras de su padre, y sólo en una ocasión los había visto, cuando el Rey Fingon y muchos de sus señores habían cabalgado por Dor-lómin y habían cruzado el puente de Nen Lalaith, resplandecientes en blanco y plata.

Pero antes que transcurriera el año, se reveló la verdad de las palabras de su padre; porque el Mal Aliento llegó a Dor-lómin, y Túrin enfermó, y yació largo tiempo afiebrado y perseguido por un sueño tenebroso. Y cuando curó, porque tal era su destino y la fuerza de vida que había en él, preguntó por Lalaith. Pero el aya le respondió:

—No hables ya de Lalaith, hijo de Húrin; pero de tu hermana Urwen debes pedir nuevas a tu madre.

Y cuando Morwen vino a verlo, Túrin le dijo:

—Ya no estoy enfermo y deseo ver a Urwen; pero ¿por qué no debo decir nunca más Lalaith?

—Porque Urwen está muerta y no hay risa en esta casa —respondió ella—. Pero tú vives, hijo de Morwen; y también el Enemigo que nos ha hecho esto.

No intentó darle más consuelo que el que ella misma se daba; porque guardaba el dolor en el silencio y la frialdad de su corazón. Pero Húrin se lamentó abiertamente, y tomó el arpa y habría querido componer una endecha; pero no pudo y quebró el arpa, y saliendo fuera extendió las manos hacia el Norte, gritando:

—¡Oh, tú, que desfiguras la Tierra Media, querría toparme cara a cara contigo y desfigurarte como lo hizo mi señor Fingolfin!

Y Túrin lloró amargamente solo por la noche aunque nunca más pronunció ante Morwen el nombre de su hermana. A un solo amigo se volvió por entonces, y a él le habló de su dolor y del vacío de la casa.

Este amigo se llamaba Sador, un criado al servicio de Húrin; era tullido y se lo tenía en poco. Había sido leñador y por mala suerte o torpeza el hacha le había rebanado el pie derecho y la pierna sin pie se le había marchitado; y Túrin lo llamaba Labadal, que significa «Paticojo», aunque el nombre no disgustaba a Sador, pues le era atribuido por piedad y no por desprecio. Sador trabajaba en las casas anexas, construyendo o componiendo cosas de escaso valor que se precisaban en la casa central, porque tenía cierta habilidad para trabajar la madera; y Túrin le buscaba lo que le hacía falta, para ahorrarle esfuerzos a su pierna; y a veces se llevaba en secreto alguna herramienta o trozo de madera que encontraba abandonada, si pensaba que podría serle de utilidad a su amigo. Entonces Sador sonreía y le pedía que devolviera los regalos.

—Da con prodigalidad, pero da sólo lo tuyo —decía.

Recompensaba en la medida de sus fuerzas la bondad del niño, y tallaba para él figuras de hombres y de animales; pero Túrin se deleitaba sobre todo con las historias de Sador, que había sido joven en los días de la Bragollach y gustaba de rememorar los breves días en que había sido un hombre entero, antes de convertirse en un mutilado.

—Esa fue una gran batalla, según dicen, hijo de Húrin. Fui convocado en el apremio de aquel año y abandoné mis tareas en el bosque; pero no estuve en la Bragollach; o hubiese podido ganarme mi herida con más honor. Porque llegamos demasiado tarde, salvo para cargar de regreso el catafalco del viejo señor Hador, que cayó entre los de la guardia del Rey Fingolfin. Fui soldado después, y estuve en Eithel Sirion, el gran fuerte de los reyes élficos, durante muchos años; o así parece ahora, pues los opacos años transcurridos desde entonces poco tienen que los destaque. En Eithel Sirion estaba yo cuando el Rey Negro lo atacó, y Galdor, el padre de tu padre, era allí el capitán en sustitución del Rey. Fue muerto en ese ataque; y ví a tu padre tomar para sí el señorío y el mando, aunque apenas había alcanzado la edad viril. Había un fuego en él que le calentaba la espada en la mano, según dicen. Tras él revolcamos a los Orcos en la arena; y desde entonces nunca se han atrevido a ponerse al alcance de la vista de los muros. Pero, ¡ay!, mi amor por la guerra se había saciado, pues había visto bastantes heridas y sangre derramada; y obtuve permiso para volver a los bosques que tanto echaba de menos. Y allí recibí mi herida; porque un hombre que huye de lo que teme a menudo comprueba que sólo ha tomado un atajo para salirle al encuentro.

De este modo le hablaba Sador a Túrin a medida que éste iba creciendo; y Túrin empezó a hacer muchas preguntas que a Sador le era difícil responder, pensando que otros más afines podían instruirlo. Y un día Túrin le preguntó:

—¿Se asemejaba Lalaith en verdad a una niña Elfo como mi padre decía? Y ¿a qué se refería cuando afirmó que era más efímera?

—Es muy probable —dijo Sador—, porque en su primera juventud los hijos de los Hombres y los de los Elfos se parecen mucho. Pero los hijos de los Hombres crecen más de prisa, y su juventud pasa pronto; tal es nuestro destino.

Entonces Túrin le preguntó:

—¿Qué es el destino?

—En cuanto al destino de los Hombres —dijo Sador— tienes que preguntar a los que son más sabios que Labadal. Pero como todos pueden ver, nos cansamos pronto, y morimos; y por desgracia muchos encuentran la muerte todavía más pronto. Pero los Elfos no se fatigan, y no mueren, salvo a causa de una gran herida. De lastimaduras y penas que matarían a los hombres, ellos suelen curar; y aun cuando pierdan alguna parte del cuerpo, llegan a recobrarse, dicen algunos. No sucede lo mismo con nosotros.

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