Los hijos de Húrin (7 page)

Read Los hijos de Húrin Online

Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

3
La conversación de Húrin y Morgoth

P
or orden de Morgoth, los Orcos reunieron con gran trabajo los cuerpos de sus enemigos, así como todos sus pertrechos y armas, y los apilaron en un montículo en mitad de la llanura de Anfauglith, y era como una gran colina que podía verse desde lejos, y los Eldar la llamaron Haudh-en-Nirnaeth. Y la hierba volvió a crecer allí, larga y verde, sólo sobre esa colina rodeada de desierto; y, en adelante, ningún siervo de Morgoth holló jamás la tierra bajo la cual las herrumbrosas espadas de los Eldar y los Edain se desmenuzaban. El reino de Fingon había dejado de existir, y los Hijos de Fëanor erraban como hojas en el viento. A Hithlum no regresó ninguno de los Hombres de la Casa de Hador, ni hubo nuevas de la batalla y el destino de sus señores. Sin embargo, Morgoth envió allí Hombres que estaban bajo su dominio, Orientales cetrinos; y los confinó en esa tierra, y les prohibió abandonarla. Eso fue lo único que recibieron de las grandes recompensas que les había prometido por su traición a Maedhros: saquear y vejar a los ancianos, niños y mujeres del pueblo de Hador. Los Eldar de Hithlum supervivientes que no consiguieron escapar a las tierras salvajes y las montañas, fueron trasladados a las minas de Angband y convertidos en esclavos. Pero los Orcos iban sin traba por todo el norte y avanzaban cada vez más hacia el sur, internándose en Beleriand. Allí Doriath seguía en pie, y también Nargothrond, aunque Morgoth les prestaba poca atención, ya fuera porque sabía poco de ellas, o porque aún no les había llegado la hora en los designios de su malicia. En cambio su pensamiento volvía siempre a Turgon.

Húrin fue llevado ante Morgoth, porque Morgoth sabía, por sus artes y sus espías, que Húrin tenía amistad con el Rey de Gondolin; e intentó intimidarlo con su mirada. Pero no era posible todavía intimidar a Húrin, y desafió a Morgoth. Por tanto Morgoth lo hizo encadenar y le dio lento tormento; pero al cabo de un tiempo le ofreció la posibilidad de optar entre la libertad de ir donde le placiera o recibir poder y rango como el mayor de los capitanes de Morgoth, con que sólo quisiera revelarle dónde tenía Turgon su fortaleza y todo lo que supiese sobre los designios del Rey. Pero Húrin el Firme se mofó de el diciendo:

—Eres ciego Morgoth Bauglir, y ciego serás siempre, pues ves tan sólo la oscuridad. No conoces lo que rige el corazón de los Hombres, y si lo conocieras, no podrías darlo. Pero necio es quien acepta lo que ofrece Morgoth. Primero te quedarías con el precio y luego faltarías a tu promesa; y yo sólo recibiría la muerte si te dijera lo que pides.

Entonces Morgoth rió y dijo:

—Todavía puede que anheles la muerte como una merced.

Entonces llevó a Húrin a la Haudhen-Nirnaeth, que por entonces estaba recién construida, y en la que se respiraba el hedor de la muerte; y Morgoth lo puso en lo más alto de la torre y le ordenó que mirara al Oeste, hacia Hithlum, y que pensara en su esposa y en su hijo y en el resto de los suyos.

—Porque moran ahora en mi reino —dijo Morgoth—, y están a mi merced.

—No lo están —respondió Húrin—. Y no llegarás por ellos a Turgon; porque ellos no conocen sus secretos.

La cólera domino a Morgoth, y dijo:

—Todavía he de tenerte a ti y a los de tu maldita casa; y te quebrantará mi voluntad aunque estuvieras hecho de acero. —Y alzó una larga espada que allí había y la quebró ante los ojos de Húrin, y un fragmento le hirió la cara; pero Húrin no cejó.

Entonces Morgoth, extendiendo sus largos brazos hacia Dor-lómin maldijo a Húrin y a Morwen y a su prole diciendo:

—¡Mira! La sombra de mi pensamiento estará dondequiera que vayan, y mi odio los perseguirá hasta los confines del mundo.

Pero Húrin dijo: —Hablas en vano. Porque no puedes verlos ni gobernarlos desde lejos: no mientras conserves estas formas y desees aun ser un Rey visible en la tierra.

Entonces Morgoth se volvió a Húrin y dijo:

—¡Necio, pequeño entre los Hombres, que son lo ínfimo entre todos cuantos hablan! ¿Has visto a los Valar o medido el poder de Manwë y Varda? ¿Conoces el alcance de lo que piensan? O crees, quizá, que su pensamiento puede llegar a ti y que han de escudarte desde lejos?

—No lo sé —dijo Húrin—. Pero bien pudiera ser así, si ellos lo quisieran. Porque el Rey Mayor no ha de ser destronado mientras Arda perdure.

—Tú lo has dicho —dijo Morgoth—. Yo soy el Rey Mayor: Melkor, el primero y más poderoso de los Valar, que fue antes que el mundo, y que hizo el mundo. La sombra de mi propósito se extiende sobre Arda, y todo lo que hay en ella cede lenta e inflexiblemente a mi voluntad. Pero sobre todos los que tú ames mi pensamiento pesará como una nube fatídica, y los envolverá en oscuridad y desesperanza. Dondequiera que vayan, se levantará el mal. Toda vez que hablen, sus palabras tendrán designios torcidos. Todo lo que hagan se volverá contra ellos. Morirán sin esperanza, maldiciendo a la vez la vida y la muerte.

Pero Húrin respondió:

—¿Olvidas con quién hablas? Las mismas cosas dijiste hace mucho a nuestros padres; pero escapamos de tu sombra. Y ahora tenemos conocimiento de ti, porque hemos contemplado las caras de los que han visto la Luz, y hemos escuchado las voces de los que han hablado con Manwë. Antes que Arda fuiste, pero otros también; y tú no hiciste Arda. Ni tampoco eres el más poderoso; porque has malgastado tu fuerza en ti mismo y la has prodigado en tu propio vacío. No eres más que un esclavo de Valar, un esclavo fugitivo, y las cadenas todavía te esperan.

—Te has aprendido las lecciones de tus amos de memoria —dijo Morgoth—. Pero de nada te servirá un conocimiento tan infantil ahora que todos han huido.

—Esto último te diré entonces, esclavo Morgoth —dijo Húrin—, y no proviene de la ciencia de los Eldar, sino que me aparece en el corazón en esta hora. No eres el Señor de los Hombres y no lo serás, aunque toda Arda y el Menel caigan bajo tu dominio. No perseguirás a los que te rechazan más allá de los Círculos del Mundo.

—Más allá de los Círculos del Mundo no los perseguiré —dijo Morgoth— porque nada hay allí. Pero dentro de ellos no se me escaparán en tanto no entren en la Nada.

—Mientes —dijo Húrin.

—Ya lo verás, y confesarás que no miento —dijo Morgoth.

Y llevando a Húrin de nuevo a Angband, lo sentó en una silla de piedra sobre un sitio elevado de Thangorodrim, desde donde podía ver a lo lejos la tierra de Hithlum al oeste y las tierras de Beleriand al sur. Allí quedó sujeto por el poder de Morgoth; y Morgoth, de pie al lado de él, lo maldijo otra vez y le impuso su poder de manera que Húrin no podía ni moverse ni morir, en tanto Morgoth no lo liberara.

—Ahora quédate ahí sentado —dijo Morgoth—, y contempla las tierras donde aquellos que me has entregado conocerán el mal y la desesperación. Porque has osado burlarte de mí y has cuestionado el poder de Melkor, Amo de los destinos de Arda. Por tanto, con mis ojos verás y con mis oídos oirás, y nada te será ocultado.

4
La partida de Túrin

T
res hombres solamente encontraron por fin el camino de regreso a Brethil, a través de Taurnu-Fuin, una ruta peligrosa; y cuando Glóredhel, hija de Hador, supo de la caída de Haldir, se apenó y murió.

A Dor-lómin no llegaban nuevas. Rían, esposa de Huor, huyó perturbada a las tierras salvajes; pero recibió la ayuda de los Elfos Grises de las colinas de Mithrim, y cuando Tuor nació, ellos lo criaron. Pero Rían fue al Haudh-en-Nirnaeth, y allí se tendió en el suelo y murió.

Morwen Eledhwen permaneció en Hithlum, silenciosa y entristecida. Su hijo Túrin sólo había alcanzado el noveno año de vida, y ella estaba de nuevo encinta. Eran los suyos días de pesadumbre. Los Hombres del Este habían invadido la tierra en crecido número, y trataron cruelmente al pueblo de Hador, y les quitaron todo cuanto tenían, y los sometieron a esclavitud. Se llevaron consigo a toda la gente de la tierra patria de Húrin que podía trabajar o servir a algún propósito, aun a las niñas y los niños, y a los viejos los mataron o los abandonaron para que murieran de hambre. Pero no se atrevieron a poner manos sobre la Señora de Dor-lómin o a arrojarla de la casa; porque la voz corría entre ellos de que era peligrosa, y una bruja que tenía trato con los demonios blancos: porque así llamaban ellos a los Elfos, a quienes odiaban, pero a quienes todavía más temían.
[3]
Por esta razón también temían y evitaban las montañas, en las que muchos de los Eldar se habían refugiado, especialmente al sur de la tierra; y después de saquear y expoliar, los Hombres del Este se retiraron al norte. Porque la casa de Húrin se levantaba en el sureste de Dor-lómin y las montañas estaban cerca de ella; Nen Lalaith en verdad descendía de una fuente bajo la sombra de Amon Darthir, que estaba recorrida por un desfiladero de escarpadas paredes. Por este desfiladero los osados podían cruzar Ered Wethrin, y descender por la vertiente del Glithul a Beleriand. Pero esto no lo sabían los Hombres del Este, ni tampoco Morgoth; porque todo ese país, mientras duró La Casa de Fingolfin, estaba a salvo de Morgoth, y nunca ninguno de sus sirvientes iba allí. Pensaba que Ered Wethrin era un muro inexpugnable, tanto para los que pretendieran escapar desde el norte como para quienes quisieran atacar desde el sur; y no había en verdad otro pasaje para los que no tuvieran alas entre Serech y el lejano oeste donde Dor-lómin Limitaba con Nevrast.

Así sucedió que después de las primeras correrías, Morwen fue dejada en paz, aunque había hombres que acechaban en los bosques, y era peligroso arriesgarse muy lejos. Todavía estaban bajo la protección de Morwen, Sador el carpintero y unos pocos viejos y viejas, y Túrin, a quien no dejaba salir del patio enclaustrado. Pero la casa de Húrin no tardó en empezar a deteriorarse, y aunque Morwen trabajaba duro, estaba reducida a la pobreza y habría pasado hambre si no hubiera sido por la ayuda que le enviaba en secreto Aerin, pariente de Húrin; porque un tal Brodda, uno de los Hombres del Este, la había convertido en su esposa por la fuerza. La limosna le era amarga a Morwen, pero aceptaba esta ayuda por Túrin y el vástago no nacido aún, y porque, como decía ella, le venía de lo que le pertenecía. Porque era este tal Brodda quien se había apoderado de la gente, los bienes y el ganado de la tierra de Húrin, y se los había llevado a sus propias posesiones. Era un hombre audaz, pero poco considerado entre los suyos antes de llegar a Hithlum; y así, ávido de riqueza, estaba dispuesto a hacerse de tierras que otros de su especie no codiciaban. A Morwen la había visto una vez cuando en una correría había cabalgado hasta la casa de ella; pero un gran temor lo había dominado, le pareció que había visto los ojos de un demonio blanco; tuvo miedo de que un gran mal le ocurriera, y no saqueó la casa ni descubrió a Túrin; de no haber sido así, corta habría sido la vida del heredero del legítimo señor.

Brodda convirtió en esclavos a los Cabezas de Paja, como llamaba al pueblo de Hador, e hizo que le construyeran un palacio de madera en las tierras que se extendían al norte de la casa de Húrin; y guardaba los esclavos detrás de una empalizada, pero mal protegida. Entre ellos había algunos que aun no se habían acobardado, y estaban dispuestos a ayudar a La Señora de Dor-lómin incluso hasta arriesgar la vida, y de ellos llegaban en secreto nuevas de la tierra a Morwen, aunque había pocas esperanzas en esas noticias. Pero Brodda tomó a Aerin como esposa y no como esclava, porque había pocas mujeres entre los de su propia comitiva, y ninguna que pudiera compararse con las hijas de los Edain; y tenía esperanzas de convertirse en un señor de esa tierra y tener un heredero que le sucediera.

De lo que había acaecido o lo que podría acaecer en los días por venir, Morwen le decía poco a Túrin; y él temía importunarla con preguntas. Cuando los Hombres del Este llegaron por primera vez a Dor-lómin, le había preguntado:

—¿Cuándo volverá mi padre a arrojar de aquí a estos feos ladrones? ¿Por qué no vuelve?

Y Morwen le había respondido:

—No lo sé. Puede que lo hayan matado, o que lo tengan cautivo; o también puede que haya sido arrastrado lejos, y que no pueda abrirse paso hasta nosotros, entre los enemigos que nos rodean.

—Entonces creo que está muerto —dijo Túrin, y ante su madre contuvo las lágrimas—; porque nadie podría impedirle que volviera a ayudarnos, si estuviera vivo.

—No creo que ninguna de esas dos cosas sea cierta, hijo mío —dijo Morwen.

Other books

The Promise of Tomorrow by Cooper, J. S.
The Legacy by Craig Lawrence
His Captive Mortal by Renee Rose
Patriotic Fire by Winston Groom
Tuesdays at the Castle by Jessica Day George
Mothers & Daughters by Kate Long