Los hombres sinteticos de Marte (2 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Tomamos rápidamente nuestra posición, tan solo para hallar que nos encontrábamos a 4.500 haads al sudeste de Duhor o, más exactamente, a 150 grados longitud oeste de Exum y 15 grados de latitud norte. Esto nos situaba a 2.600 haads al suroeste de Fundal, la ciudad situada en la extremidad occidental de las Grandes Marismas Toonolianas.

John Carter inició el examen del compás direccional. Yo sabía cuánta amargura debía haber en él a causa de aquel retraso en la misión. Otros pudieran haber renegado de su destino o exteriorizado su disgusto, pero él simplemente dijo:

—La aguja estaba ligeramente desviada, lo suficiente para llevarnos fuera de nuestra ruta. Pero quizás haya sido mejor así; los fundalianos posiblemente sabrán más acerca del actual paradero de Ras Thavas que nadie en Duhor. Había pensado primero en Duhor tan solo por estar seguro de encontrar allí una acogida amistosa.

—Que es más de lo que podemos esperar en Fundal, si es cierto lo que se dice de sus habitantes —respondí. Pero él negó con un movimiento de cabeza.

—Sin embargo iremos a Fundal —decidió—. Después de todo su jeddak, Dar Tarus, es amigo de Vad Varo, de modo que también puede ser amigo de los amigos de Vad Varo. De todas formas, tan sólo si esto no es así, entraremos en la ciudad haciéndonos pasar por panthans.

—Será curioso —dije sonriendo—, ver llegar a dos panthans a bordo de una nave de la casa del Señor de la Guerra de Barsoom.

Un panthan es un soldado de fortuna errabundo que alquila sus servicios y su espada a quien quiera pagarlos; y la paga corrientemente es baja, porque todo el mundo sabe que un panthan desea en mayor medida luchar que comer, de manera que nadie les paga demasiado. Y además, cuando se les paga, los panthans suelen gastar el dinero con prodigalidad, por lo que pronto vuelven a encontrarse en la pobreza.

—Ellos no verán nuestra nave —replicó John Carter—. Buscaremos un lugar donde esconderla antes de llegar, y alcanzaremos caminando las puertas de la ciudad —sonrió levemente—. Sé perfectamente cuánto les gusta caminar a los oficiales de mis naves, Vor Daj.

De modo que, mientras seguíamos volando hacia Fundal, desprendimos los adornos e insignias de nuestros correajes para dejarlos reducidos al cuero desnudo, para que de aquella guisa pudiésemos traspasar las puertas como panthans sin trabajo. Sabíamos que, aun así, podríamos encontrar dificultades para entrar en la ciudad, puesto que los marcianos sospechan siempre de los extranjeros, y, a veces, los espías se disfrazan de panthans. De todas formas la decisión estaba tomada. Con mi ayuda, John Carter recubrió la clara piel de su cuerpo con el pigmento rojo que siempre lleva consigo en sus viajes para el caso de que una emergencia le obligara a hacerse pasar por marciano de la raza roja de Barsoom.

Al avistar Fundal en el horizonte, pasamos a volar muy bajo, casi rozando el suelo, aprovechando las colinas para hurtarnos de la vista de posibles centinelas apostados en las murallas; y al llegar a pocos kilómetros de nuestro destino, el Señor de la Guerra hizo descender el navío y aterrizó en un pequeño cañón semioculto por un bosquecillo de árboles sompus, entre los cuales lo escondió. Desmontando luego los controles de la nave, los enterramos a poca distancia de la misma, tras tomar nota mental de los árboles y otras particularidades del terreno, a fin de poder encontrar fácilmente el lugar cuando deseáramos poner de nuevo en vuelo el aparato…, si regresábamos. Y después nos dirigimos a pie hacia Fundal.

CAPÍTULO III

Los guerreros invencibles

Poco tiempo después de que un soldado de fortuna virginiano llamado John Carter llegara por primera vez a Marte, la tribu Thark de marcianos verdes en cuyas manos cayó le otorgó el nombre de Dotar Sojat; pero en el curso de los años dicho nombre fue olvidado, puesto que tan solo le habían conocido por él algunos de los miembros de aquella raza salvaje durante un breve período de tiempo. De manera que el Señor de la Guerra decidió ahora adoptar de nuevo dicho nombre para su aventura. En cuanto al mío, poco podía decir a nadie en aquella parte del mundo; así fue como—Dotar Sojat y Vor Daj, dos panthans vagabundos, marcharon por las bajas colinas del oeste de Fundal en la mañana barsoomiana. La vegetación musgosa de color ocre no producía sonido alguno bajo nuestros pies calzados con suaves sandalias; nos movíamos tan silenciosamente como nuestras propias sombras que el sol naciente proyectaba hacia el oeste. Pájaros mudos de vivos colores nos vigilaban desde las ramas de los árboles skeel y sorapo, tan silenciosos como los insectos que revoloteaban alrededor de las coronas de las flores pimalia y gloresta que crecen profusamente en cada depresión de las colinas que limitan los secos mares de Barsoom. Marte es un mundo de silencio, donde incluso las criaturas dotadas de voz retienen ésta por temor a atraer sobre sus cabezas un súbito ataque. Pues Marte es igualmente un mundo de muerte.

Nosotros, los marcianos, abominamos del ruido. Nuestras voces, al igual que nuestra música, son suaves y apagadas; y aún así somos un pueblo de pocas palabras. John Carter me habló en cierta ocasión del estrépito de las ciudades terrestres, de los cobres, tambores y címbalos de la música terráquea, de la constante conversación sin sentido de millones de voces, hablando mucho para no decir nada. Creo que todo ello podría conducir a la demencia a cualquier marciano.

Estábamos todavía en las colinas y ni siquiera alcanzábamos a vislumbrar los muros de la ciudad, cuando nuestra atención se vio atraída por cierto sonido procedente de algún lugar detrás y por encima de nosotros. Nos volvimos simultáneamente, y la visión que captaron nuestros ojos fue tan asombrosa que llegamos a dudar del buen funcionamiento de nuestros sentidos. Alrededor de veinte pájaros gigantescos volaban hacia nosotros, y ello era de por sí suficientemente extraordinario, puesto que las aves eran fácilmente identificables como malagors, una especie que comúnmente se consideraba extinguida. Pero, como añadidura a lo increíble de la escena, vimos claramente que un guerrero montaba a lomos de cada ave.

Resultaba evidente que nos habían visto, de forma que no hicimos ningún esfuerzo baldío por ocultarnos. Por un instante las aves volaron alrededor de nosotros, y luego todas tomaron tierra, formando un círculo casi perfecto cuyo centro éramos nosotros.

Al aproximarse los pájaros, me llamó la atención un cierto aspecto grotesco en sus jinetes. Había en ellos algo inhumano, aunque a primera vista parecieran seres semejantes a nosotros mismos. Uno de ellos llevaba una mujer sujeta al lomo de su gran pájaro, pero la distancia era aún demasiado grande para tener una visión precisa de ella ni, por la misma razón, de los otros.

Cinco de los guerreros desmontaron y se dirigieron hacia nosotros. Ahora podía ver lo que había de extraño en su apariencia. Parecían desafortunados bocetos hechos por un mal dibujante, que algún mago incomprensible hubiera dotado de vida; unas verdaderas caricaturas humanas animadas. En ellos no existía la simetría; el brazo izquierdo de uno se veía anormalmente corto, en tanto que el derecho era tan largo que la mano correspondiente casi se arrastraba por el suelo; dos tercios del rostro de otro estaban por encima de los ojos, en tanto que la proporción era inversa en el tercio restante. Ojos, nariz y boca aparecían antinaturalmente desplazados; y además eran demasiado grandes o demasiado pequeños para armonizar con las facciones a las que pertenecían.

Pero existía una excepción: un guerrero que ahora desmontaba para avanzar tras los cinco que se aproximaban a nosotros. Se trataba en este caso de un hombre normal y bien formado, cuyos correajes y armas eran de excelentes calidad y diseño, el equipo completo de un luchador. En sus correajes lucía la insignia de un dwar, rango equivalente al de capitán en vuestra organización militar terrestre. A una orden suya, los cinco guerreros adelantados se detuvieron en su avance, y el oficial se dirigió entonces a nosotros.

—¿Sois fundalianos? —preguntó.

—Somos de Helium —respondió John Carter—. Al menos, allí fue donde estuvimos empleados la última vez. Como puedes ver, somos panthans.

—Pues ahora sois mis prisioneros. Arrojad al suelo vuestras armas.

Los labios del Señor de la Guerra se distendieron en la más suave de las sonrisas.

—Ven y quítanoslas —dijo en tono de desafío.

El otro hizo una mueca.

—Como queráis. Os superamos en número en una proporción de diez a uno. Os vamos a apresar de todas formas, pero si os resistís podéis resultar heridos o muertos. Os aconsejo que os rindáis.

—Y yo te aconsejo que os mostréis juiciosos y nos dejes continuar nuestro camino, dado que no tenemos nada contra vosotros. Si nos atacáis, te aseguro que, en el peor de los casos, no moriríamos solos.

El dwar curvó los labios en una inescrutable sonrisa.

—Como queráis —replicó.

Se volvió hacia los cinco guerreros y les ordenó:

—¡Apresadlos!

Pero cuando avanzaron, el oficial no los acompaño, sino que retrocedió, actitud totalmente contraria a la ética que determina la actuación de los oficiales marcianos. Hubiera debido acompañarles y entrar él mismo en combate, para dar a sus hombres un ejemplo de valor.

Desenvainamos nuestras espadas largas e hicimos frente a las cinco horribles criaturas, situándonos espalda contra espalda al vernos rodeados. La hoja del Señor de la Guerra comenzó a tejer su habitual red de acero ante él, en tanto que yo me esforzaba en defender a mi príncipe y mantener en alto el honor de mi espada. Y no lo hacía mal, pues ya con anterioridad había sido definido como gran espadachín por el propio John Carter, que es el mejor de todos.

Nuestros adversarios no eran enemigos para nosotros. Se mostraban totalmente incapaces de atravesar nuestras guardias aunque luchaban con un completo desprecio a su propia vida, lanzándose ellos mismos contra las puntas de nuestras espadas y volviendo una y otra vez en busca de más y más heridas.

Pues aquél era el horror del fantástico combate. Una vez y otra vez lograba yo atravesar con mi espada a alguno de mis adversarios, sólo para ver cómo éste retrocedía hasta que la hoja salía de su cuerpo, y volvía luego a atacar como si nada le hubiera sucedido. Aquellas criaturas parecían inmunes al daño y al dolor, y también al miedo. Mi hoja de acero sesgó en cierta ocasión el brazo derecho de uno de nuestros enemigos, a la altura del hombro; pero mientras uno de sus compañeros se enfrentaba conmigo, el herido se inclinó para recoger la espada con la otra mano, apartando a un lado el brazo cortado de un puntapié antes de volver de nuevo al combate.

Poco después, John Carter logró decapitar a una de aquellas deformes criaturas, pero el cuerpo continuó corriendo de un lado para otro, lanzando estocadas y tajos con furia aparentemente ingobernables, hasta que el dwar ordenó a varios de los guerreros que aún no habían entrado en combate que lo capturaran y desarmaran. Entretanto, la cabeza cortada había rodado por el suelo, haciendo horribles muecas y mirando grotescamente entre el polvo.

Aquel fue el primero de nuestros enemigos en quedar permanentemente fuera de combate, y nos sugirió la única forma de salir victoriosos de la lucha.

—¡Decapítales, Vor Doj! —me gritó el Señor de la Guerra, y mientras hablaba corté la cabeza de otro enemigo.

Lo que siguió fue espantoso. La cosa continuó luchando y, en tanto que la cabeza rodaba por tierra haciendo gestos, el cuerpo se lanzó instintivamente contra las piernas de John Carter, apresándole por las rodillas y haciéndole perder el equilibrio.

Fue una suerte que yo estuviera atento a lo que sucedía, pues otra de las criaturas estuvo a punto de aprovechar la ocasión para traspasar de parte a parte al Señor de la Guerra antes de que pudiera reaccionar. Justo a tiempo pude llegar a su lado y decapitar limpiamente a aquel ser de un fuerte tajo de mi espada. Aquello nos dejaba sólo con dos enemigos, y el dwar se apresuró a llamarles a su lado, interrumpiendo el combate.

Se agruparon todos, y pude ver que el oficial les daba nuevas instrucciones, aunque no pude oír lo que les decía. Al principio pensé que renunciaban y se marchaban, puesto que varios de ellos hicieron despegar a sus grandes malagors, pero el dwar ni siquiera volvió a montar en el suyo. Simplemente permaneció de pie, contemplándonos. Aquellos que se habían remontado por los aires volaron alrededor de nosotros, en tanto que cierto número de sus compañeros desmontaban y se dirigían hacia nosotros, pero en esta ocasión manteniendo las distancias. Las tres cabezas cortadas continuaban en el suelo, y parecían contemplarnos con soma; los cuerpos correspondientes a dos de ellas habían sido ya desarmados y atados, y el tercero corría de aquí para allá, seguido por dos de sus compañeros, que agitaban unas redes con ánimo de atraparle con ellas.

Yo contemplaba tal espectáculo por el rabillo del ojo, puesto que toda mi atención estaba dedicada a quienes volaban sobre nuestras cabezas, intentando adivinar qué nueva clase de ataque desencadenarían sobre nosotros; y no tuve mucho que esperar antes de que mi curiosidad quedara satisfecha. Desplegando unas redes que llevaban tras las sillas, y que yo antes había confundido con parte de su aparejo de vuelo, las hicieron girar sobre sus cabezas antes de arrojarlas con gran tino encima de nosotros. Con un sentimiento de futilidad, golpeamos las redes con nuestras espadas y creo que las rasgamos en algunos puntos, pero sin conseguir libramos de ellas.

Fue entonces cuando los que nos habían rodeado en tierra se precipitaron contra nosotros. Luchamos, desde luego, pero ni siquiera la maestría del Señor de la Guerra pudo nada contra las opresivas mallas de las redes y la fuerza bruta de aquellas odiosas criaturas, que nos sobrepasaban grandemente en número. Pienso que nos hubieran matado en aquel mismo momento, pero, a una orden del dwar, se limitaron a amarrarnos.

Los voladores aterrizaron y se acercaron a nosotros para recuperar sus redes. Las cabezas y brazos amputados fueron cuidadosamente recogidos y apilados en unas grandes bolsas que colgaban de los costados de los malagors, junto con los cuerpos sin cabeza fuertemente atados.

Mientras tales tareas eran llevadas a cabo, el oficial se aproximó a nosotros para hablarnos. No parecía enfadado por el daño que habíamos infligido a sus guerreros, y nos saludó formalmente, felicitándonos por nuestro valor y habilidad en el manejo de la espada.

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