Los hombres sinteticos de Marte (7 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

—¡Llevadle fuera de aquí ahora mismo! —estalló el jed—. Entregádselo a Ras Thavas y decidle que le quite el cerebro y que lo queme. Con el cuerpo puede hacer lo que le parezca bien.

Gantun Gur luchó como un demonio, derribando hormads a derecha e izquierda, y únicamente pudieron dominarlo haciendo de nuevo uso de las redes. Sólo después de que éstas lo sujetasen, vomitando juramentos e insultos, pudo el Asesino de Amhor ser arrastrado fuera de la sala, en dirección al laboratorio.

Zanjado el incidente, los jeds tardaron poco en finalizar la selección de los hormads. Separados los escogidos para las guardias, condujimos el resto fuera de la cámara del Consejo, donde otros oficiales les recibieron para asignarles aquellas tareas que parecieran convenientes para ellos. A continuación regresé con los demás oficiales al edificio, sin haber tenido ocasión de ver a Janai ni de saber nada sobre ella. Me sentía terriblemente defraudado y desesperado.

Encontré a Ras Thavas en su pequeño estudio privado. Junto a él estaba John Carter y un hormad relativamente bien formado, que estaba de espalda a la puerta cuando yo entré por ella. Pero en cuanto oyó mi voz, el hormad se volvió y me llamó por mi nombre; se trataba de Tor-dur-bar, cuyo cuerpo había ya crecido.

Y no podía decirse que fuera un mal cuerpo. Un brazo era ligeramente más largo que el otro, el torso estaba fuera de proporción con las cortas piernas, y tenía seis dedos en un pie y un pulgar extra en la mano izquierda; pero no dejaba de ser un bello espécimen para el baremo de un hormad.

—¡Bueno, aquí me tienes otra vez completo! —exclamó, con una amplia sonrisa partiendo en dos su horrible rostro—. ¿Qué te parezco?

—Estoy encantado de que seas mi amigo —dije—. Creo que ese nuevo cuerpo tuyo debe ser muy fuerte; parece espléndidamente musculado.

—Y realmente lo es. Me hubiera gustado, sin embargo, tener un cuerpo como el tuyo—dijo Tor-dur-bar—. Precisamente estaba hablando ahora mismo con Ras Thavas sobre el particular, y me había prometido dármelo en cuanto le fuera posible. No tu mismo cuerpo, desde luego, sino uno similar.

Instantáneamente me acordé de Gantun Gur, el Asesino de Amhor, y de la condena que había sido pronunciada por los jeds contra él.

—Pienso que hay un buen cuerpo a tu disposición en el laboratorio — dije, y resalté la historia de Gantun Gur—. Ahora todo depende de Ras Thavas; el jed dijo que podías hacer con el cuerpo lo que te pareciera más oportuno.

—Bueno, echaré un vistazo a ese cuerpo —dijo el Cerebro Supremo de Marte, y abrió la marcha hacia la sala donde las nuevas víctimas aguardaban sus decisiones.

Encontramos a Gantun Gur cuidadosamente atado y vigilado por una escolta de soldados. Cuando nos acercamos a él comenzó a vociferar e injuriar, insultándonos indiscriminadamente a los tres; parecía estar en disposición especialmente mala. Ras Thavas le contempló en silencio por un instante, y luego despidió a los oficiales y guerreros que le guardaban.

—Nos ocuparemos de él —dijo—. Informad al Consejo de los Siete Jeds que su cerebro será incinerado, y su cuerpo dedicado a un buen uso.

Ante esto, Gantun Gur estalló en tales vociferaciones que pensé si no se habría vuelto loco, y probablemente así era. Sus dientes rechinaban, y su boca echaba espumarajos, mientras dirigía a Ras Thavas los más terribles insultos.

El cirujano se volvió hacia Tor-dur-bar.

—¿Puedes transportarle? —le preguntó.

Por toda respuesta, el hormad cogió al furioso hombre rojo tan fácilmente como si careciera de peso, y se lo echó a la espalda. Decididamente, el nuevo cuerpo de Tor-dur-bar no carecía de fuerza.

Ras Thavas nos condujo a su estudio privado y luego, a través de una pequeña puerta, hasta una sala que yo no había visto nunca antes. Había allí dos mesas separadas unos centímetros entre sí, y cuyas superficies estaban hechas de sólida y brillante ersita pulimentada. En uno de los extremos de las mesas había un estante con cuatro recipientes de vidrio, dos de ellos vacíos y los otros dos llenos de un líquido claro e incoloro parecido al agua. Debajo de cada mesa había un pequeño motor, y podían verse también por doquier númerosos instrumentos de cirugía cuidadosamente alineados, varios recipientes conteniendo líquidos coloreados, y toda la parafernalia propia de un hospital o un laboratorio, sobre cuyo uso, siendo yo un simple guerrero, poco podía conocer.

Ras Thavas ordenó a Tor-dur-bar que depositara su carga humana sobre una de las mesas.

—Y tiéndete tú mismo en la otra —le dijo.

—¿Vas a hacerlo realmente? —se regocijó el hormad—. ¿Vas a darme ese magnífico cuerpo y esa hermosa cara?

—Bueno, yo no lo definiría como particularmente hermoso —respondió Ras Thavas con una suave sonrisa.

—¡Oh, el cuerpo y la cara son maravillosos! —exclamó Tor-dur-bar—: Seré tu esclavo para siempre si haces eso por mí.

Aunque Gantun Gur estaba fuertemente atado, el cirujano hizo que John Carter y yo mismo lo sujetáramos fuertemente, mientras él practicaba dos incisiones en su cuerpo, la primera en una gran vena y la otra en una arteria. Aplicó luego a dichas incisiones sendos tubos, el primero conectado con un recipiente de cristal vacío, y el segundo con otro lleno de aquel líquido incoloro. Una vez hecho esto, puso en funcionamiento el motor situado bajo la mesa, y la sangre de Gantun Gur fue bombeada al recipiente vacío, al tiempo que el contenido del otro pasaba a su sistema circulatorio. Desde luego el Asesino de Amhor perdió el conocimiento apenas puesto en marcha el motor, y confieso que no pude evitar un suspiro de alivio al dejar de oír sus insultos y maldiciones. Cuando toda su sangre estuvo reemplazada por el líquido incoloro, Ras Thavas retiró los tubos y cerró las incisiones hechas en su cuerpo con apósitos de material adhesivo; luego se volvió hacia Tor-dur-bar.

—¿En verdad quieres ser un hombre rojo? —le preguntó.

—Quiero probar —replicó el hormad.

Ras Thavas repitió en él la operación que antes llevara a cabo con Gantun Gur; roció luego ambos cuerpos con una poderoso antiséptico, y a continuación hizo otro tanto consigo mismo, prestando especial atención a la desinfección de sus manos. Acto seguido, seleccionó un afilado cuchillo de entre los instrumentos quirúrgicos, y con él cortó hábilmente el cuero cabelludo de los dos seres, siguiendo una línea alrededor de las cabezas.

Una vez efectuados tales preparativos, inició la operación propiamente dicha cortando con toda precisión la parte superior de ambos cráneos con una pequeña sierra circular acoplada en el extremo de un largo mango, siguiendo la misma línea en la que antes había cortado el cuero cabelludo.

Lo que presenciamos a continuación fue una larga y maravillosa muestra de habilidad quirúrgica. Al cabo de cuatro horas, había transplantado el cerebro de Tor-dur-bar a la cavidad craneal del que había sido el Asesino de Amhor, conectando cuidadosamente todos los nervios y ganglios, y vuelto a colocar la tapa craneal. Esta última fue sujeta con un material adhesivo que no solamente era antiséptico y cicatrizante, sino también localmente anestésico.

Ras Thavas recalentó por último la sangre que había quitado del cuerpo de Gantun Gur, añadió unas gotas de una solución química, y la bombeó de nuevo a las venas y arterias de donde había salido, extrayendo al hacerlo el líquido incoloro sustitutivo. Para terminar, le administró una inyección hipodérmica.

—Dentro de una hora —dijo—, Tor-dur-bar volverá a la vida dentro de un nuevo cuerpo.

Fue mientras contemplaba aquella increíble operación cuando un loco plan se insinuó en mi mente, un plan que podía permitirme ayudar a Janai o, por lo menos, averiguar la suerte que había corrido. Me dirigí hacia Ras Thavas.

—¿Podrías devolver el cerebro de Gantun Gur a su cabeza, si lo desearas? —le pregunté.

—Desde luego.

—¿O ponerla dentro del cráneo vacío de Tor-dur-bar?

—Ciertamente.

—¿Y cuánto tiempo puede conservarse un cuerpo privado de cerebro?

—El líquido que me habéis visto inyectar en el sistema circulatorio en este cuerpo es capaz de conservarlo indefinidamente. ¿Pero dónde quieres ir a parar con esas preguntas?

—Quiero que transfieras mi cerebro al antiguo cuerpo de Tor-dur-bar —dije llanamente.

—¿Te has vuelto loco? —preguntó John Carter.

—No. Bueno, quizá un poco, si es que el amor es una especie de locura. Como hormad podré ser enviado al Consejo de los Siete Jeds, y quizá elegido para servir a uno de ellos. Estoy casi seguro de ser elegido porque sé las respuestas que debo dar a sus preguntas. Una vez en el palacio tendré oportunidad de descubrir lo que ha ocurrido a Janai, incluso quizá de rescatarla. Cuando vuelva aquí, triunfante o fracasado, Ras Thavas podrá devolver mi cerebro a mi cuerpo. ¿Harás eso por mí, Ras Thavas?

El cirujano, desconcertado, dirigió una mirada interrogativa a John Carter.

—No tengo ningún derecho a hacer objeciones —dijo el Señor de la Guerra—. El cerebro y el cuerpo de Vor Daj son de su exclusiva pertenencia.

—Muy bien —decidió Ras Thavas \Ayúdame a sacar de su mesa al nuevo Tor-dur-bar, y luego túmbate sobre ella, Vor Daj.

CAPÍTULO IX

De hombre a hormad

Cuando recuperé el sentido, la primera imagen que vieron mis ojos fue la de mi propio cuerpo sobre la vecina mesa, a escasos centímetros de mí. Es ciertamente una espantosa experiencia poder contemplar el cadáver de uno mismo; pero cuando pude incorporarme y echar una ojeada a mi nuevo cuerpo, la cosa fue todavía peor. Ciertamente me había ya imaginado anticipadamente lo desagradable que podría ser convertirse en un normad de cuerpo mal formado y rostro odioso, pero ahora sentí un escalofrío al reconocer mi nuevo cuerpo con las manos. ¿Y si algo le ocurría a Ras Thavas? Aquel pensamiento me dejo completamente bañado de sudor.

John Carter y el propio cirujano estaban junto a mí, contemplándome con interés.

—¿Como te sientes? —preguntó el segundo—. No tienes muy buen aspecto.

Con toda franqueza le conté la idea que se me había ocurrido. Él se limitó a encogerse de hombros.

—Bueno, sería una mala cosa para ti —dijo—, pero hay otro hombre que probablemente sería entonces el único en poder solucionar tu problema, en el caso de que yo desapareciera. Sin embargo no creo que pudiera entrar en Morbus, al menos mientras los hormads manden aquí.

—¿Y quién es ese hombre? —pregunté.

—Vad Varo, actualmente Príncipe de Duhor. Su verdadero nombre es Ulysses Paxton de Jasoom, y fue asistente mío en mi laboratorio de Toonol. Fue precisamente él quien transplantó mi cerebro a este cuerpo joven que poseo ahora.

«Pero no debes preocuparte. He vivido durante mil años, y los hormads me necesitan. No hay razón para que no viva otros mil años con este cuerpo, y cuando el plazo vaya acercándose a su término tendré ocasión de sobra para entrenar otro asistente para que me transfiera a un nuevo cuerpo. Me propongo, por si no lo sabes, vivir eternamente».

—Espero que así sea —dije.

Justamente en aquel momento descubrí el cuerpo del Asesino de Amhon tumbado aún en el suelo.

—¿Qué le ha ocurrido a Tor-dur-bar? —pregunté—. ¿Es posible que yo haya despertado antes que él?

—Le he mantenido bajo anestesia —dijo Ras Thavas—. John Carter y yo hemos decidido que lo mejor es que nadie, fuera de nosotros tres, sepa que tu cerebro ha sido transplantado al cuerpo de un hormad.

—Tenéis mucha razón —asentí—. Dejemos que todo el mundo crea que soy un verdadero hormad.

—Llevaremos a Tor-dur-bar a mi estudio, y allí volverá a la vida. Pero cuando ello suceda, tú deberás estar fuera de su vista. Ve al laboratorio y ayuda a los nuevos hormads a salir de los tanques. Di al oficial que yo te envío.

—Pero si Tor-dur-bar me ve casualmente más tarde, reconocerá su antiguo cuerpo.

—No lo creo. No ha visto su rostro lo suficiente como para que le sea excesivamente familiar; apenas hay espejos en Morbus. Y en cuanto al cuerpo, recuerda que también para él era de muy reciente adquisición, de modo que no lo reconocerá tampoco. Si lo hace… en fin, ya veremos lo que hacemos.

Los siguientes días no fueron muy agradables para mí. Era un hormad. Me codeaba con otros hormads, y me alimentaba con comida de hormads, aquel odioso tejido animal crudo. Ras Thavas me proporcionó un arma y con ella hube de desmembrar aquellas horribles caricaturas de humanidad que brotaban de sus abominables tanques y eran demasiado mal formadas para ser utilizadas como guerreros.

Un día me encontré con Teo-aytan-ov, con quien había volado en el malagor que me trajo a Morbus. Para mi disgusto, reconoció al punto mi nuevo rostro y se dirigió hacia mí.

—¡Kaor, Tor-dur-bar! —me saludó—. Veo que tienes un nuevo cuerpo. ¿Sabes lo que ha sido de mi amigo Vor Daj?

—Lo ignoro —dije—. Quizás haya ido a parar a los tanques. Precisamente recuerdo que me hablo de ti la ultima vez que nos vimos, antes de que perdiera su pista, deseaba que tú y yo fuéramos amigos.

—Bueno ¿por qué no? —asintió Tao-aytan-ov.

—Por mí parte creo que es una excelente idea —dije, puesto que necesitaba todos los amigos que pudiera conseguir—. ¿A qué te dedicas ahora?

—Soy miembro de la guardia personal del Tercer Jed —me contesto con orgullo—. Habitualmente vivo en el palacio.

—Eso está muy bien,— lije—. Supongo que estarás enterado de todo lo que ocurre allí.

—Bueno, todos llevamos una vida muy agradable. A veces pienso cuánto me gustaría ser uno de los jeds. Aunque solo fuera por tener un cuerpo como los suyos…

—Yo me preguntaba qué habría sido de la muchacha que llevamos al palacio junto con nuestro amigo Vor Daj —aventuré.

—¿Qué muchacha?

—Creo que se llamaba Janai o algo por el estilo.

¡Ah, sí, Janai! Todavía está allí. Dos de los jeds la quieren para ellos, pero los otros no quieren dársela. Han efectuado ya varias votaciones sobre ese particular, y nunca han llegado a un acuerdo. Yo creo que todos ellos la quieren para sí. Después de todo, es la mujer más hermosa que hemos capturado en mucho tiempo.

—Así que, de momento, está a salvo ¿no? —pregunté.

—Depende de lo que tú consideras estar a salvo. En mi opinión lo estaría más si fuera conseguida por alguno de los jeds que la desean. Tendría todo lo que quisiera, y no estaría constantemente en peligro de ser arrojada a los tanques de Ras Thavas ¿Pero por qué te interesas tanto por ella? —su rostro se deformó en una desagradable sonrisa—. ¿Quizás es que la quieres para ti?

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