—¡Mira! —gritó.
Me volví en la dirección que señalaba y vi un grupo de extrañas criaturas que se acercaban a nosotros dando prodigiosos brincos. Aparentemente se trataba de algún grupo de especie humana, pero algunas de sus características morfológicas les apartaban de cualquier otro animal marciano. Poseían unas piernas largas y poderosas cuyas rodillas mantenían siempre flexionadas, excepto inmediatamente después de iniciar uno de sus fantásticos saltos, y también disponían de una gruesa y poderosa cola. El resto de sus anatomía era aparentemente humana.
Cuando se aproximaron lo suficiente me di cuenta de que iban casi enteramente desnudos, llevando tan solo un correaje que soportaba a un costado una espada corta y al otro una daga. Además de estas armas cada uno de ellos llevaba en su mano derecha una pequeña lanza o jabalina.
Rápidamente nos rodearon, aunque permaneciendo a.una cierta distancia de nosotros. Permanecían todos ellos con las rodillas dobladas, sostenidos por sus anchos pies planos y por la extremidad de la cola.
—¿Quiénes sois y qué estáis haciendo aquí? —preguntó uno de ellos, sorprendiéndome con el hecho de poseer un lenguaje.
—Estábamos volando sobre vuestra isla —expliqué—, cuando nuestro malagor se agotó y nos forzó a aterrizar aquí a fin de darle descanso. En cuanto adquiera fuerza de nuevo continuaremos nuestro viaje.
El sujeto movió la cabeza.
—Nunca os marcharéis de Gooli —dijo y luego, contemplándome, preguntó—: ¿Qué clase de ser eres tú?
—Soy un hombre —dije, empleando el sentido más amplio del término.
Moví la cabeza con aire dubitativo.
—¿Y qué clase de ser es ese otro? —Y señaló a Janai.
—Una mujer —repliqué.
De nuevo negó con la cabeza.
—En todo caso será solo una mujer a medias —contestó—. No tiene posibilidades de transportar a sus pequeños ni de mantenerlos calientes.
Si alguna vez llegara a tener alguno, sin duda se le moriría nada más salir del cascarón.
Bueno, aquello no era en absoluto sujeto de discusión y me limité a guardar silencio. Janai parecía ligeramente divertida, puesto que si por algo destacaba era precisamente por su feminidad.
—¿Qué pensáis hacer con nosotros? —pregunté.
—Os llevaremos ante nuestro jed, y él decidirá. Quizás os deje con vida para que trabajéis, o quizá ordene destruiros. Tú eres muy feo, pero pareces fuerte y creo que llegarías a ser un buen trabajador. En cuanto a esa mujer, si es que puede llamársele así, no imagino para que puede servir.
Tuve dudas acerca de cómo reaccionar. Estaba rodeado por casi cincuenta guerreros tosca pero eficientemente armados. Con mi terrorífica fuerza podría destruir, quizás, a una buena parte de ellos, pero estaba seguro de que finalmente me dominarían y me quitarían la vida, sería mejor acompañarles ante su jed y esperar una mejor oportunidad para intentar la huida.
—Muy bien —dije—. Iremos con vosotros.
—Naturalmente que vendréis con nosotros —respondió el guerrero—. ¿Qué otra cosa podréis hacer?
—Yo podría luchar.
—¡Ah, ah! —exclamó, muy divertido—. ¿De modo que te gusta luchar? Bien, creo que si tal es el caso, el jed te dará satisfacción. ¡En marcha!
Nos condujeron siguiendo el arroyo y después a través de una gran pradera en cuyo fondo se alzaba un bosque. Junto a éste podía verse una aldea de chozas con techo de pajas.
—Ésta —indico el jefe, señalando hacia allá— es Gooli, la ciudad más grande del mundo. Allí, en aquel gran palacio, vive Anatok, jed de Gooli y de toda la isla de Ompt.
Al aproximarnos al poblado, un par de centenares de individuos salieron a nuestro encuentro. Había hombres, mujeres y niños, y cuando examiné a las mujeres comprendí por qué el jefe de la partida que nos había capturado pensaba que Janai era poco femenina. Los goolíanos de la isla de Ompt son ovíparos como todos los barsoomianos, pero además son también marsupiales. Las hembras ponen huevos que luego guardan en una bolsa situada en la parte baja de su abdomen. Los huevos se rompen dentro de esa bolsa, y los pequeños viven allí dentro hasta que son capaces de arreglárselas por sí mismos. Resultaba divertido ver las cabecitas que asomaban de las bolsas maternas y que nos contemplaban con sus ojos maravillados. Hasta aquel día yo había creído que tan sólo existía una especie de marsupiales en Barsoom, perteneciente al orden de los reptiles, de modo que no podía sino contemplar con interés aquel pueblo casi humano cuyos niños se criaban en bolsas marsupiales.
Las gentes que llegaban desde la ciudad para recibimos no se mostraron muy amistosos hacia nosotros, sino que nos tiraban y empujaban continuamente a fin de vernos lo mejor posible. Mi estatura los sobrepasaba ampliamente y parecían tener miedo de mi horrible aspecto, pero en cambio maltrataron a Janai hasta el punto de hacerme intervenir. Rechacé a empellones a los más impertinentes, haciendo que varios de ellos rodaran por el suelo. Ello motivó que tres o cuatro de sus compañeros sacaran sus espadas y se aproximaron a mí con no muy buenas intenciones, pero los miembros de la partida que nos había capturado actuaron ahora como guardaespaldas, repeliendo bruscamente a los atacantes. Después de eso se mantuvieron a distancia y nos llevaron sin más incidentes al poblado. Nos dirigieron allí hacia una choza algo más grande que las demás, que asumí debía ser el magnífico palacio de Anatok. En efecto, no tardé en comprobarlo al ver salir de ella al propio jed, seguido por varios hombres y mujeres y toda una horda de chiquillería. Imaginé que los hombres serían sus consejeros y las mujeres sus esposas y sirvientes.
Anatok pareció muy interesado por nosotros, y preguntó muchos detalles acerca de nuestra captura. A continuación nos habló directamente para preguntarnos de dónde procedíamos.
—Venimos de Morbus —dije— y nos dirigimos a Helium.
—Morbus…, Helium… —repitió él—. Nunca he oído hablar de esos lugares. Pequeñas aldeas, sin duda, habitadas por salvajes. Sois muy afortunados por haber venido a parar a una espléndida ciudad como es Gooli. ¿No os parece?
—Creo que, efectivamente, es más agradable vivir en Gooli que en Morbus, y la vida aquí debe ser menos complicada que en Helium — respondí sin mentir.
Hice luego una pausa para observar el efecto de mis palabras en el jed.
—Nuestras naciones —continué luego—, no tienen querella alguna. No estamos en guerra y, por tanto, creo que lo mejor sería que nos dejarais continuar en paz nuestro camino.
Pero el jed se echo a reír.
—¡Ah, qué gente tan simple nos llega de las aldeas primitivas! — exclamó—. Sois mis esclavos y cuando no necesite más vuestros servicios seréis destruidos. ¿Es que creéis que vamos a permitir que ningún extranjero salga de Ompt para luego conducir hasta aquí ejércitos enemigos que destruyan nuestra magnífica ciudad y roben nuestras inmensas riquezas?
—Nuestro pueblo jamás haría nada así —rebatí—. Está demasiado lejos de vosotros y, además, no son tales nuestras costumbres. Si un habitante de Gooli, por ejemplo, llegara a nuestra ciudad sería tratado con amistad, y desde luego se le permitiría seguir libremente su camino. Tan solo luchamos contra nuestros enemigos.
—Eso quiere decir —intervino el jefe de la partida—, que este sujeto nos considera enemigos suyos, pues me dijo que deseaba luchar con nosotros.
—¿Ah, sí? —exclamó Anatok—. Bien, pues creo que tus deseos se van a ver cumplidos. No hay nada que me agrade tanto como una buena lucha. ¿Qué armas escoges para combatir?
—Combatiré con cualquier arma que elijan mis antagonistas —le contesté.
Duelo a muerte
Al parecer los combates personales eran un asunto de considerable importancia para los goolíanos. El jed y sus consejeros entablaron una larga discusión relativa a la selección de un antagonista para mí. Se discutieron las cualidades de un buen número de guerreros, e incluso llegaron a compararse sus antepasados de la quinta y la sexta generación. Por la importancia que daban al tema parecía como si se tratara de un vital asunto de estado. La conferencia era interrumpida a menudo por sugerencias y comentarios de otros miembros de la tribu, y llegué a pensar que no terminaría nunca. Pero finalmente fue elegido un desgarbado joven macho, quien, sin duda impresionado por el honor que se le hacía, se lanzó a un largo y violento discurso en el que enumeró sus númerosas virtudes y las de sus antepasados, mientras me consideraba con aires de superioridad y se jactaba de que conmigo no tendría ni para empezar. Finalmente concluyó su arenga eligiendo las espadas como armas para el combate.
Anatok se dirigió entonces hacia mí preguntándome si tenía algo que decir, ya que, al parecer, los discursos de autoelogio formaban parte del ceremonial que precedía al duelo.
—Tan sólo tengo una pregunta que hacer —dije.
—¿De qué se trata?
—¿Cuál será mi recompensa si consigo derrotar a vuestro campeón? Anatok pareció momentáneamente confuso.
—Confieso que no había pensado en ello —dijo—, pero después de todo es algo sin importancia, ya que no vas a derrotarle.
—Pero si acaso llegara a suceder —insistí—. ¿Cuál sería mi recompensa? ¿Nos dejarías en libertad a mi compañera y a mí?
El jed sonrió.
—Desde luego que sí —dijo—. En realidad puedo prometerte cualquier cosa que me pidas, puesto que cuando la lucha termine tú estarás muerto.
—Muy bien —repliqué—, pero de todas formas no te olvides de tu promesa.
—¿Y eso es todo lo que tienes que decir? —se admiró Anatok—. ¿No vas a explicarnos lo valiente que eres, a cuántos hombres has matado y qué magnífica madera de luchador hay en ti? ¿O es que te consideras un mal guerrero?
—Eso es algo a lo que sólo la espada puede contestar —respondí—. Mi antagonista ha dado una apreciable muestra de fanfarronería, y hubiera podido continuar hablando indefinidamente sin que ello derramara la menor gota de mi sangre ni me causara el mas mínimo daño. Ni siquiera es capaz de asustarme, puesto que ya antes he tratado con muchos fanfarrones y he llegado a la conclusión de que quienes más se jactan son quienes luego hacen menos honor a su jactancia.
—Resulta evidente —dijo Anatok—, que lo ignoras todo acerca de los guerreros de Gooli. Somos el pueblo más valiente del mundo y nuestros luchadores son los mejores espadachines de Barsoom. Tales atributos hacen que Gooli sea la nación más poderosa del orbe, como indica el hecho de haber construido esta magnífica ciudad y haber sabido protegerla durante generaciones, salvaguardando además nuestros inmensos tesoros.
Eché una ojeada a la triste aldea de chozas con techos de pajas y me pregunté dónde podría estar escondido aquellos tesoros de que Anatok hablaba, y en qué consistían. Quizás se tratara de alguna colección de gemas raras y metales preciosos.
—No veo por aquí demasiadas muestras de riquezas ni de grandes tesoros —dije—. ¿No estarás fanfarroneando tú también?
Anatok se enfureció grandemente al oír estas palabras.
—¿Es que te atreves a dudar de mis palabras, odioso salvaje? —aulló. ¿Qué puedes saber tú de riquezas y tesoros? Estoy seguro de que no has visto en toda tu vida nada que se pueda comparar a las riquezas de Gooli.
—¡Enséñale el tesoro antes de que muera! —gritó un guerrero—. Tal vez entonces comprenda cómo hemos llegado a ser un pueblo tan bravo y belicoso, a fin de protegerlo y acrecentarlo.
—No es mala idea —convino Anatok—. Que compruebe con sus propios ojos que Gooli no fanfarronea en lo relativo a su riquezas, antes de que la dura experiencia le enseñe que tampoco lo hacemos sobre nuestra bravura y habilidad con la espada. Ven, salvaje, y verás nuestro tesoro.
Me hizo seña de que penetrara tras él en el palacio y yo así lo hice, seguido de cerca a mi vez por una escolta de guerreros. El interior de la choza estaba desoladoramente vacío, a excepción de algunos montones de paja y hojarasca situados alrededor de los muros y que evidentemente servían para dormir, algunas armas, unos pocos y primitivos utensilios de cocina y una gran arca situada en el centro exacto del edificio. Anatok me condujo hasta el citado mueble y, con gran prosopopeya, abrió la tapa para mostrarme su contenido.
—Después de ver esto ya no encontrarás en el mundo nada que valga la pena de ser contemplado. ¡Estas son las riquezas de Gooli!
El arca estaba llena en sus tres cuartas partes con conchas marinas. Anatok y los otros me miraban fijamente para contemplar mi reacción.
—¿Pero dónde está el tesoro? —pregunté—. No veo nada sino simples conchas.
Anatok fue presa de un terrible ataque de rabia.
—¡Pobre, ignorante y estúpido salvaje! —gritó—. ¡Debía haberme imaginado que jamás podrías apreciar el valor y la belleza del tesoro de Gooli! Vamos, que empiece la lucha, puesto que cuanto antes seas eliminado tanto mejor para el mundo. Nosotros los goolíanos somos la raza más inteligente y el pueblo más sabio de Barsoom, y por ello no podemos soportar la ignorancia y la estupidez.
—Vamos pues —accedí—. Cuanto antes empecemos mejor será para todos.
Resultó que los preparativos del duelo eran también motivo de muchas ceremonias. Fue formada una procesión con Anatok y sus consejeros en la cabeza. Inmediatamente detrás venía mi antagonista, seguido por una guardia de honor compuesta por diez guerreros. Tras ellos avanzaba yo y quizá me hubiera sentido muy solitario a no ser porque Janai marchaba voluntariamente a mi lado, sin que los goolíanos objetaran nada. Todo el resto de la tribu, guerreros, mujeres y niños, venían detrás de nosotros y no dejaba de ser una curiosa procesión aquella en que todos eran participantes y nadie espectadores. Dimos una vuelta en torno al edificio del palacio y a continuación seguimos por la calle principal de la aldea hasta salir de la misma. A cierta distancia de las últimas chozas los goolíanos formaron un círculo en el centro del cual me encontraba yo mismo junto con mi adversario y su guardia de honor. A una seña de Anatok, desenfundé mi espada y lo mismo hicieron mi enemigo y los diez guerreros que estaban junto a él. Me volví hacia Anatok.
—¿Qué hacen ahí esos otros guerreros? —pregunté.
—Son los asistentes de Zuki —fue la respuesta.
—¿Y se supone que tengo que luchar con todos ellos a la vez?
—¡Oh, no! —respondió el jed—. Solamente tienes que luchar con Zuki. Sus asistentes están ahí únicamente para ayudarle si se encuentra en dificultades.