—Buscan dónde aterrizar —dijo Tun Gan—. A los hormads no les gusta volar de noche por que los malagors no ven bien en la oscuridad y Thuria, al cruzar sobre ellos, les confunde y asusta.
Vimos perfectamente a los malagors cuando pasaban de nuevo sobre nosotros, y creí advertir que tres de ellos llevaban carga doble. Mis compañeros se dieron cuenta también y Gan Had dijo que posiblemente transportaran prisioneros.
—Y creo que uno de ellos es una mujer —comentó Tun Gan—. Puede que hayan capturado a Janai, Sytor y Pandar.
—Están tomando tierra en la isla —nos comunicó Gan Had—. Si esperamos a que sea de noche podremos huir tranquilamente.
—Pero primero debemos averiguar si uno de esos prisioneros es Janai —dije.
—Si nos descubren eso significará la muerte para todos —protestó Tun Gan—. Tenemos una oportunidad de escapar ahora, y de todas formas no creo que sea una ayuda para Janai el que caigamos prisioneros también nosotros.
—Tengo que averiguar eso —insistí—. Me acercaré a su campamento por la noche, y vosotros podéis esperarme aquí. Si tardo mucho en regresar, podéis continuar vuestro camino, y que la suerte os acompañe.
—¿Y en caso de que efectivamente Janai esté con ellos? —quiso saber Gan Had.
—Entonces me reuniré con vosotros y volveremos a Morbus. Si llevan a Janai a la ciudad, entraremos por el túnel subterráneo y la rescataremos.
—Pero no podemos hacer nada —protestó Gan Had—. Tan solo sacrificaríamos nuestras vidas inútilmente en añadidura de las suyas y sin provecho para nadie. No tienes derecho a imponernos esa aventura cuando no hay la menor esperanza de éxito. Créeme que si tuviéramos la más ligera posibilidad yo iría contigo de buen grado, pero como no es así, rehuso llanamente. No sacrificaré mi vida en una misión suicida.
—Si Janai ha sido apresada —repliqué—, volveré a Morbus aunque tenga que hacerlo solo. Vosotros dos podéis elegir entre venir conmigo o quedaros en esta isla.
Me miraron malhumorados, pero no dijeron una palabra. Rápidamente me deslicé entre los arbustos para iniciar mi exploración. A decir verdad muy pronto borré a Tun Gan y Gan Had de mi pensamiento, tan preocupado estaba por la idea de que Janai pudiera ser uno de los prisioneros que los hormads llevaban a Morbus. Los matorrales me proporcionaban una excelente cobertura y no tardé en oír voces ante mí. Me detuve entonces y aguardé a que la oscuridad se hiciera completa antes de proseguir.
Era ya noche cerrada cuando r inicié mi avance con grandes precauciones hasta alcanzar un punto desde el que podía observar la partida enemiga. Estaba ésta compuesta por una docena de guerreros hormads y dos oficiales aparentemente humanos. Me arriesgué a aproximarme todavía más cerca y pude ver algunas figuras tendidas por tierra; al instante reconocí a Sytor en la más cercana. Estaba atado de pies y manos, y su presencia me indicó que Janai debería estar también allí. No obstante quise asegurarme y me moví cautelosamente hasta otra posición que me permitiera ver a los otros dos. Uno de ellos era, efectivamente, Janai.
Apenas puedo describir las emociones que me asaltaron en aquel instante, al ver a la mujer que amaba atada y tendida en tierra, otra vez en manos de los odiosos súbditos de Ay-mar y condenada a ser devuelta a éste. Se encontraba muy cerca de mí, pero sin embargo me era imposible hacerle conocer que estaba allí, dispuesto a servirla de nuevo como si nunca me hubiera abandonado.
Durante un buen rato permanecí contemplándola, y luego me arrastré de nuevo hacia atrás. Aprovechando que ninguna de las dos lunas se hallaban en el cielo en aquel momento me puse en pie al hallarme lo suficientemente lejos y corrí a toda velocidad hacia el lugar donde había dejado a mis compañeros.
Era consciente de que la partida enemiga era demasiado poderosa como para pensar en vencerla por mí mismo o junto con Gan Had y Tun Gan. Por lo tanto me remití a mi primer plan de regresar a Morbus lo más rápidamente posible e intentar allí el rescate mediante algún ardid. Pero era también consciente de que, en el mejor de los casos, no llegaríamos a la ciudad hasta al menos dos días después que Janai con sus captores. ¿Y qué le podría ocurrir a la muchacha en aquel período de tiempo?
Me estremecí al pensar en ello y pude consolarme con la idea de que si no podía llegar a tiempo para rescatarla, al menos la vengaría. Bien, no me gustaba tener que obligar a Tun Gan y Gan Had a volver conmigo, pero no había otro remedio, necesitaba su fuerza como remeros para acelerar el retorno. Así que decidí olvidar mi anterior oferta alternativa de permitirles quedarse en la isla; por las buenas o por las malas deberían acompañarme en el viaje de vuelta a Morbus.
Pero mis pensamientos se vieron bruscamente cortados cuando llegué al lugar donde había dejado el bote. Había desaparecido. Gan Had y Tun Gan me habían abandonado, llevándose consigo el único medio de que disponía para llegar a Morbus.
Por un instante quedé absolutamente estupefacto ante la enormidad de la desgracia que había caído sobre mí, frustrándome toda posibilidad de hacer algo por Janai, que era lo único que me importaba. Desalentado, me senté en la orilla del canal y me cubrí el rostro con las manos mientras buscaba desesperadamente una idea para salvar a la muchacha. Concebí y descarté una docena de locos proyectos y finalmente me decidí por el único capaz de ofrecerme una remota posibilidad de éxito.
Volvería al campamento de los hormads y me entregaría a ellos. Al menos esto me situaría cerca de Janai y, una vez en Morbus, tal vez alguna afortunada circunstancia podría darme la oportunidad de huir con ella. Me dispuse a seguir dicho plan, aunque mi buen sentido me aseguraba que el solo fin del mismo sería la muerte.
Comencé a andar, sin ocultarme ahora, a través de los matorrales que cubrían la isla. Pero antes de llegar al campamento enemigo, un nuevo plan surgió en mi mente.
Si regresaba a Morbus prisionero y atado codo con codo, no había duda de que Ay-mad me destruiría mientras me hallara indefenso, ya que conocía de sobra mi gran fuerza; pero si pudiera alcanzar la ciudad sin ser advertido quizás pudiera llevar a buen efecto mis planes para salvar a la muchacha; especialmente si alcanzaba Morbus antes de que llegara ella. Me oculté una vez más entre los matorrales y me moví cautelosamente en torno al campamento hormad hasta el lugar donde se encontraba los malagors. Varios de éstos se habían dormido ya con la cabeza oculta bajo las gigantescas alas, en tanto que otros se movían aún con inquietud de un lado para otro. No estaban atados de ninguna forma, puesto que los hormads sabían que jamás emprendían el vuelo por su propia voluntad durante la noche.
Tras describir un gran círculo me aproximé a los pájaros desde el lado más lejano del campamento y, siendo como era un hormad, no levanté sus sospechas. Acercándome al más próximo le tomé por el cuello y le conduje calladamente fuera del grupo de sus congéneres, tras de lo cual me icé a mí mismo sobre su espalda. Conocía algo del arte de conducir uno de esos pájaros gigantes por haber vigilado cuidadosamente a Tee-aytan-ov cuando nos transportaba prisionero hacia Morbus y haber hablado luego sobre el tema con algunos oficiales y guerreros hormad.
Al principio el pájaro se negó a cooperar e incluso se mostró agresivo haciéndome temer que el ruido que hacía atrajera la atención de alguien del campamento. Y tal fue el caso, puesto que de pronto llegó a mis oídos un grito.
—¿Qué estás haciendo ahí? —Y a la luz más lejana pude ver cómo se aproximaban tres hormads.
Desesperadamente urgí al pájaro gigantesco para que se elevara, acuciándolo con mis talones violentamente. Ahora los hormads corrían hacia mí y todo el campamento estaba despertando. El malagor, excitado por mis golpes y por el ruido de los guerreros que se acercaban, comenzó a correr alejándose de ellos y luego, desplegando sus inmensas alas, empezó a batirlas vigorosamente. Un instante más tarde despegamos del suelo e iniciamos un viaje aéreo en el seno de la noche.
Guiándome por las estrellas enfilé el vuelo del malagor hacia Morbus y eso es todo lo que tuve que hacer, puesto que el instinto del pájaro le mantendría directamente en ruta hacia su destino. El vuelo era rápido y seguro, aunque el malagor se excitó durante unos breves instantes cuando Thuria emergió en el horizonte para emprender su habitual órbita a través del firmamento.
Thuria, a unos diez mil kilómetros de la superficie de Barsoom, sólo tarda ocho horas en orbitar el planeta, presentando un magnífico espectáculo cuando corre a través de los cielos nocturnos, espectáculo que, sin embargo, provoca el terror en los corazones de los animales inferiores cuyos hábitos son normalmente diurnos. Pero mi malagor logró conservar la dirección de su vuelo, aunque perdiera altura rápidamente, como queriendo apartarse lo más posible de aquella gigantesca bola de fuego que aparentaba perseguirlo.
¡Ah, nuestras noches marcianas! Un magnífico espectáculo que jamás deja de encender la imaginación de los barssomianos ¡Que pálidas y descoloridas deben ser, en comparación, vuestras noches terrestres, con un solo satélite moviéndose por el cielo a velocidad de caracol y a tan gran distancia que no aparecerá más grande que una moneda! Incluso con la preocupación que tenía en la mente, todavía pude gozar del espectáculo magnificiente de la noche barsoomiana.
El veloz malagor recorrió la distancia que nos había requerido dos días de duros esfuerzos en unas pocas horas. Tuve alguna dificultad para convencer al pájaro de que descendiera en la isla del túnel en vez de el lugar a que estaba acostumbrado, junto a las murallas de Morbus, pero finalmente lo conseguí, y fue con gran alivio como salté de su lomo al suelo.
El malagor no parecía ahora muy dispuesto a levantar de nuevo el vuelo en la oscuridad pero al fin logré forzarle a ello, ya que no me interesaba que pudiera ser visto al elevarse de la isla después de la salida del sol, pues ello pudiera despertar sospechas enemigas sobre mi último santuario, en especial tras ser oído el relato que traería la expedición de búsqueda cuando regresara.
Tras ver desaparecer el gran pájaro rumbo a sus habituales alojamientos de Morbus, me dirigí a la boca del túnel que conducía al edificio de los laboratorios y me abrí camino entre los obstáculos que habíamos puesto en su boca, hasta conseguir deslizarme dentro. Pero antes de hacerlo arranqué un tupido arbusto y lo arrastré tras de mí al entrar, con la esperanza de que sirviera para ocultar la boca del túnel, disimulándola a miradas hostiles. Luego me apresuré por el largo camino subterráneo que llevaba a la celda 3-17.
Sentí una gran satisfacción al contemplar de nuevo mi cuerpo yacente en su escondite y no pude evitar permanecer un buen rato mirándolo y pensando que, a excepción de Janai, nunca había deseado tanto poseer una cosa. Mi rostro y mi cuerpo podrían tener su defecto pero, si se les comparaba con la grotesca monstruosidad que ahora era dirigida por mi cerebro, constituían sin duda para mí el objeto más maravilloso del mundo. Y lo veía allí, yacente e inanimado, tan perdido para mí como si hubiera sido arrojado al incinerador, a menos que Ras Thavas regresara.
¡Ras Thavas! ¡John Carter! ¿Dónde estarían en aquel momento? Quizá asesinados en Fundal, quizá muertos en las Grandes Marismas Toonolianas, quizá víctimas de algún accidente en su vuelo hacia Helium, si es que acaso habían conseguido recuperar el volador del Señor de la Guerra. Había yo abandonado casi por completo la idea de que regresaran a por mí, ya que había transcurrido suficiente tiempo para que John Carter hiciera viaje a Helium y regresara desde allí; pero sin embargo una última esperanza se negaba aún a morir dentro de mi mente.
El poderoso jed de Gooli
Mis planes a partir de aquel momento dependían casi exclusivamente de las circunstancias que se me presentasen. Tenía la vaga idea de deslizarme en el palacio de Ay-mad antes de que me descubriesen y ocultarme en la sala del trono o en sus proximidades hasta que Janai fuera llevada a presencia del jeddak. Intentaría entonces eliminar a éste y, si lo conseguía, abrirme luego camino con la muchacha hacia la libertad. No me parecía que hubiese posibilidades de éxito en esta última empresa, pero de todas formas al menos habría desaparecido el peor enemigo de Janai y, ¿quién sabe?, quizá lograra encontrar ayuda entre los mismos hormads, de los que sabía que estaban descontentos con su situación y a quienes quizá pudiera hacer rebelarse en la ciudad e islas de Morbus una vez desaparecido el jeddak.
Tales eran mis planes, pero pronto hube de reconocer la necesidad de modificarlos. No había contado con la sala de tanques número 4.
Al aproximarme a la puerta que daba al pasillo me pareció oír un extraño sonido al otro lado de sus recios paneles, de modo que procuré poner todas mis precauciones al abrirla. Una vez lo hube hecho, el sonido llego más claramente a mis oídos, un indescriptible ruido chapoteante completamente distinto a cualquier cosa que yo antes oyera, mezclado con el rumor de lo que parecía ser voces humanas aullando ininteligiblemente.
Incluso antes de verlo tuve la premonición de qué era lo que producía aquel ruido y cuando avancé por el pasillo pude confirmarlo al ver a mi derecha y no demasiado lejos de la puerta de la celda la repulsiva oleada de tejido humano avanzando gradualmente hacia mí. Sobresalían de ella horribles fragmentos anatómicos, una mano, una pierna entera, un pie, un pulmón, un corazón palpitante y, aquí y allá, las espantosas cabezas aullantes.
De alguna forma aquel horror notó mi presencia y las cabezas redoblaron sus alaridos en tanto que las manos se alargaban para cogerme, aunque estaba de sobra fuera de su alcance. Si hubiera llegado unas horas más tarde, al abrir la puerta de la celda se hubiera derramado sobre mí aquella terrorífica masa viviente y tanto yo como mi cuerpo original hubiéramos sido devorado en un instante.
El pasillo de la izquierda, que conducía a la rampa que conduce a los niveles superiores, aparecía libre. Pensé que la masa de la sala de tanques número 4 debía haber entrado por el extremo más alejado de los pozos a través de algún acceso abierto al nivel de la calle. Eventualmente llenaría todo el sector de los pozos y ascendería por la rampa para irrumpir en los pisos inferiores del edificio de los laboratorios.
Me pregunté cómo acabaría todo aquello. Teóricamente la masa no cesaría de crecer y extenderse a menos que fuera destruida de forma total. Podría rebosar la ciudad de Morbus e invadir las Grandes Marismas Toonolianas. Podría englobar ciudades enteras del mundo exterior y, si se mostraba incapaz de sobrepasar la altura de sus murallas, rodeándolas y aislarlas hasta que sus habitantes murieran lentamente de hambre. Podría extenderse por los fondos secos de los antiguos mares, cegar los canales y destruir las granjas que existían en sus orillas. Incluso podría cubrir por entero la superficie del planeta, aniquilando toda vida diferente a ella misma. Quizá siguiera creciendo y creciendo por toda la eternidad, alimentándose con su propio cuerpo y viviendo para siempre jamás. Era algo horrendo de pensar, pero completamente posible; el propio Ras Thavas me había hablado de ello.