Los hombres sinteticos de Marte (13 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

—¡Mírala! —exclamó Tun Gan—. ¿Qué podemos hacer para detenerla?

—No se me ocurre nada —confesé—. Y dudo que ni el mismo Ras Thavas pudiera poner remedio a la cosa, en el estado en que ahora se encuentra. Creo que ha creado una fuerza que ha escapado a su control.

—¿Pero cómo acabará esto? —preguntó de nuevo Tun Gan, inquieto.

—No lo sé. Si no deja de crecer, devorará toda cosa viviente que exista sobre Morbus. Crece y crece, y se alimenta de su propio tejido. Quizás llegue a sumergir todo el planeta. ¿Quién podría detenerla?

Tun Gan meneó la cabeza; luego pareció tener una idea.

—Tal vez Ay-mad pueda detenerla —sugirió—. Después de todo, él es el jeddak.

Por una vez en mi vida me encontré ansioso de descargar mi responsabilidad sobre otras espaldas, pues me encontraba completamente inerme ante una emergencia que nunca antes se había presentado desde el día en que el mundo fue creado.

—Ve a buscarle —dije—. Dile que en el laboratorio ha ocurrido algo que él debe ver con sus propios ojos.

Pero cuando, a su debido tiempo, Ay-mad llegó junto a nosotros, miró a través de la ventana y escuchó mis explicaciones sobre el fenómeno, se negó en redondo a descargarme de la responsabilidad.

—¿No me pediste la jefatura del laboratorio? —me preguntó—. Pues ya la tienes. Ese es tu problema, no el mío.

Tras de lo cual se dio media vuelta y regresó tranquilamente al palacio. Para entonces ya todo el suelo del patio estaba cubierto por la agitada y serpeante masa, aumentada sin cesar por la horrible catarata que caía desde la ventana rota.

Bueno, pensé, después de todo aquella cosa espantosa tardaría aún bastante tiempo en llenar el patio, y quizás antes se me ocurriera algo para detenerla. De manera que volví a mi alojamiento y me senté junto a una ventana, contemplando desatentamente las calles de Morbus y las tristes Marismas Toonoltianas que se extendían más allá en todas direcciones, tan lejos como podía alcanzar la vista. No podía olvidar la espantosa masa viviente que se había incubado en la sala de tanques número 4, y cerré maquinalmente los ojos como queriendo escapar a aquel recuerdo.

Por alguna razón volvieron entonces a mi mente los planos del edificio, tal como los había encontrado en el cajón de la mesa de Ras Thavas; luego rememoré mi viaje desde Helium en compañía de John Carter, y ello me hizo pensar en mi cuerpo perdido, ataviado con los correajes de la guardia del Señor de la Guerra. ¿Dónde habría ido a parar? La última vez que lo vi se hallaba sobre la mesa de ersita del laboratorio privado de Ras Thavas, pero ahora la mesa estaba vacía y por toda pista no había quedado sino una hoja con las cifras 3-17 escritas en ella ¿Quién podría saber su significado?

Y de pronto mi mente pareció brincar como galvanizada por una idea. ¡Aquellas cifras podrían en verdad significar algo! Salté en pie y corrí de nuevo al estudio de Ras Thavas. Una vez allí, extraje los planos del cajón y los extendí sobre la mesa, buscando el correspondiente al piso de los pozos. Teniéndolo ante mi vista, recorrí con mi dedo índice el corredor número 3 hasta llegar a la celda no 17. ¿Sería aquella la respuesta? Examiné el plano con todo cuidado y descubrí en una esquina de aquella celda un minúsculo círculo apenas perceptible. Comprobé de inmediato que no existía ningún círculo similar en las otras celdas. ¿Qué significaría aquello? ¿Tendría relación con la cifra 3-17 de la hoja hallada junto a la mesa donde mi antiguo cuerpo había reposado?

Tan solo había una manera de saberlo. Volví a guardar cuidadosamente los planos en el cajón de la mesa y abandoné el estudio. Cruzándome con hormads y oficiales, enfilé hacia la rampa que llevaba al nivel inferior, donde se encontraban las celdas. Llevaba el mapa indeleblemente grabado en la mente y estaba dispuesto a averiguar su secreto.

Los pasillos y las celdas estaban visiblemente numeradas, de modo que no tuve dificultad para encontrar la celda número 17 del pasillo 3. Empujé la puerta y la encontré cerrada.

¡Estúpido de mí! Debía haber pensado que aquella puerta no podría abrirse así como así en el caso de ocultar aquello en que pensaba. Recordé el manojo de llaves que Ras Thavas guardaba en su estudio, de modo que volví sobre mis pasos, deshaciendo el camino recorrido. Pero en esta ocasión creí advertir cómo algunos oficiales y hormads me miraban de una forma que me pareció llena de sospecha. Podían ser espías, pensé, soplones al servicio de Ay-mad. Decidí poner sumo cuidado y al mismo tiempo darme prisa en realizar mis planes.

Comencé a actuar con aparente descuido. Fingí inspeccionar una de las salas de tanques, envié a diversas misiones a los oficiales de quienes sospechaba, me asomé a todas las ventanas que daban al patio interior invadido por la masa…

Finalmente, seguí mi camino hacia el estudio, y allí no tuve la menor dificultad para encontrar la llave que buscaba, puesto que Ras Thavas era escrupulosamente metódico en todo lo que hacía y cada llave se hallaba marcada y numerada.

Ahora debía regresar a los pozos sin levantar demasiadas sospechas. Una vez más recorrí al azar salas y corredores antes de dirigirme como por casualidad a la rampa. Tras asegurarme de que nadie me observaba, descendí de nuevo y no tardé en hallarme una vez más ante la puerta de la celda 3-17. Introduje la llave en la cerradura y, tras una última mirada a lo largo del pasillo para comprobar que estaba solo, la hice girar y empujé la puerta, que se abrió sin dificultad. Del mismo modo que el pasillo, la celda estaba alumbrada por los bulbos eternos de radium comúnmente usados en Barsoom, de manera que pude ver perfectamente todo su interior.

Directamente ante mí, sobre la mesa, yacía mi antiguo cuerpo. Me apresuré a cerrar la puerta tras de mí, temblando por la emoción. Sí, era mi cuerpo, y junto a él estaba también la vasija que contenía mi sangre. De modo que, finalmente, estábamos todos juntos, mi cerebro y mi sangre, pero todavía cada uno por su lado, y tan alejados mutuamente como lo estaban los polos de Barsoom. Sólo Ras Thavas podía unirme en una sola entidad, y Ras Thavas no estaba.

CAPÍTULO XV

Vuelvo a encontrar al Señor de la Guerra

Durante algún tiempo permanecí en pie, contemplando mi cuerpo. Nunca fui presumido, pero al compararlo con la horrible cosa que ahora contenía mi cerebro, me pareció un prodigio de belleza y armonía. Pensé en Janai, que ahora estaría en los aposentos superiores, y me maldije mil veces por haber cambiado aquel cuerpo que ella hubiera podido amar por otro que ninguna criatura viviente miraría sin espanto.

Pero, como el arrepentimiento tardío pocas veces sirve para nada práctico, me esforcé en pensar en otras cosas. Recordé el pequeño círculo dibujado en el plano y me acerqué a la esquina correspondiente de la celda, intentando averiguar si allí había algo digno de atención.

Y, en efecto, lo había. Apenas era visible, pero estaba allí; una leve línea que marcaba una circunferencia de alrededor de medio metro de diámetro. Me puse a gatas para examinarla más de cerca, y en uno de sus lados pude advertir una ligera ranura. Aquello tenía todo el aspecto de una trampa en el suelo, y la ranura bien podía corresponder a un agarradero para abrirla. Introduje allí mi daga y empujé hacia arriba con todas mis fuerzas, haciendo palanca con el arma; la trampa se abrió con facilidad. Pronto estuvo lo suficientemente alta como para que yo pudiera introducir los dedos bajo ella y, logrado esto, no me hizo falta mucho tiempo para levantarla del todo, revelando un negro agujero en el lugar en que antes estuviera.

¿Adónde conducía aquel pozo? ¿Cuál era su propósito? No había sino un modo de enterarse, y lo utilicé. Hice pasar mi cuerpo por la abertura, que era suficientemente ancha para permitir su paso. Con mi brazo más largo me colgué del borde y, al estirar los pies hacia abajo, no tardé en sentir el contacto del suelo bajo ellos. No podía hacer sino esperar que aquél fuera el verdadero fondo del pozo, de modo que solté le presa, quedando de pie con todos los sentidos alerta.

Me encontré pisando un suelo completamente sólido. La leve claridad que me llegaba a través de la abertura de arriba me permitía ver un estrecho corredor que se perdía en las tinieblas, hacia algún ignorado destino.

Bien, una vez llegado tan lejos, no podía menos que explorarlo. Pensé cerrar de algún modo la abertura con la tapa, para que si alguien penetraba en la celda no pudiera averiguar lo ocurrido pero luego me di cuenta de que si la tapa también era puerta, nunca más podría regresar. De estar libre la abertura, un ligero salto podía hacerme agarrar su borde pero, si se hallaba cerrada, nunca podría volver a la celda desde abajo.

El problema no era fácil, pero alguna solución habría de tener. Y no tardé en hallarla al descubrir una especie de pértiga con clavijas transversales, apoyada en la pared al principio del corredor oscuro. Situándola contra el borde de la abertura, subí por ella y coloqué la tapa casi en su posición; luego descendí y la misma pértiga me sirvió para acabar de cerrar la trampa, dejándola como antes de entrar yo en ella.

A continuación inicié la exploración del pasillo. Dada la oscuridad absoluta que ahora reinaba debí avanzar con cuidado, colocando primeramente un pie antes de cada paso y manteniendo abiertos los brazos para tocar con las manos ambas paredes y advertir la posible presencia de alguna galería transversal o confluyente que pudiera hacerme extraviar el camino cuando regresara…, si es que regresaba.

Este súbito pensamiento hizo que me detuviera repentinamente. ¿Qué sería de Janai si yo no volvía? Quizás debería abandonar la empresa y regresar a la celda y al edificio. Pero no, después de todo era en interés de la propia Janai por lo que exploraba los pozos inferiores de Morbus, en los que muy bien pudiera encontrar un camino hacia la libertad.

Continué avanzando y cada vez más deprisa a medida que iba familiarizándome con el corredor. El suelo no presentaba el menor obstáculo, y ninguna abertura transversal era hallada por mis manos al tantear las paredes. Una o dos veces se curvó la galería, pero nunca demasiado. A cada instante pensaba estar a punto de alcanzar su final, pero siempre seguía y seguía. Las paredes estaban ahora húmedas y el corredor entero olía a moho, mientras el suelo descendía en una suave rampa. Vacilé pero tan sólo por un instante antes de continuar. Calculé que el túnel descendía en un ángulo de quince grados y luego volví a la horizontal al alcanzar un nivel diez o doce metros inferior al original. Tanto las paredes como el techo goteaba ahora agua, y el suelo se notaba resbaladizo. Mientras avanzaba por aquel negro e interminable camino pensé que quizás no llevara a ningún parte y que, de hacerlo, puede que me condujera a algún nuevo peligro. Dudé de nuevo si no haría mejor en volver atrás, pero no por temor, sino tan sólo pensando en Janai y en el desamparo en que quedaría si a mí me sucediera algo.

«¡Hormad!», aún podía oírle pronunciar aquella palabra refiriéndose a mí, y sentía perfectamente el disgusto en el que el vocablo venía envuelto por mucho que ella hubiera querido ocultarlo. ¡Y de qué manera cambiaba su voz cuando se refería a Vor Daj! Estuve a punto de caer de nuevo en un ataque de celos dirigidos contra mí mismo; pero mi sentido del humor prevaleció, y me eché a reír. Mi risa resonó en el corredor oscuro con ecos tan lúgubres y sepulcrales que no pude continuar con ella. Tan horrible había resultado el sonido que mi momentánea alegría quedó completamente apagada.

El suelo del pasillo ascendió ahora de nuevo, de forma progresiva. Arriba, aún más arriba. Cuando pensé que habría alcanzado el nivel original, vi de pronto ante mí una luz, o acaso fuera una oscuridad menos profunda que el resto. Un instante después me encontraba en la salida del túnel.

Era de noche y ninguna luna brillaba en el cielo. ¿Dónde podría hallarme? Me di cuenta de que debía haber recorrido kilómetros y kilómetros por el subterráneo, y que sin duda había rebasado con mucho las murallas de Morbus. ¿Pero dónde estaba?

Súbitamente una figura se alzó ante mí, y a la luz de las estrellas pude ver que se trataba de un hormad.

—¿Quién eres? —me preguntó—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Y, sin esperar respuesta a sus preguntas, se lanzó sobre mí empuñando su espada larga.

Aquel sí que era un lenguaje que yo entendía perfectamente y para el que tenía respuesta. Desenfundé como un rayo y ambos cruzamos nuestros aceros. Aquel hormad resultó ser mucho mejor espadachín que ninguno de quienes antes había encontrado, incluso usaba algunas estocadas que hubiera jurado que sólo los discípulos de John Carter podían conocer. Cuando se dio cuenta de que yo era capaz de parar aquellas estocadas y que de ninguna manera constituía una presa fácil, lanzó un grito de llamada; y en el momento siguiente otras dos o tres figuras surgieron de la noche. El jefe del grupo no era ningún hormad, siendo su esencia completamente humana, y tan sólo un instante antes de enzarzarme con él conseguí reconocerle.

—¡John Carter! —grité—. ¡Soy yo, Vor Daj!

Al momento retrocedió un paso y abatió la punta de su arma.

—¡Vor Daj! —exclamó alborozado—. ¡En el nombre de mi primer antepasado! ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Ras Thavas y un segundo hormad se nos acercaron, mientras yo iniciaba el relato de cómo había descubierto la celda número 17 y me había abierto luego paso por el túnel.

—¿Y qué os ha ocurrido a vosotros? —pregunté una vez acabada mi historia.

—Será mejor que te lo explique Ras Thavas —dijo el Señor de la Guerra.

—Morbus es una ciudad muy antigua—comenzó el gran cirujano—. Fue construida en tiempos prehistóricos por un pueblo hoy desaparecido. La descubrí en el curso de mi vuelo después de ser derrotado en Toonol, y más tarde la reacondicioné y reconstruí con ayuda de mis primeros hormads, pero siempre aprovechando las funciones y cimientos de la vieja ciudad, que estaba admirablemente construida. En realidad no lo conozco todo sobre ella, aunque existen planos de muchos edificios, incluyendo el del laboratorio. Me fijé por casualidad en el pequeño círculo de la celda número 17, y pensé que algo debía significar, aunque nunca tuve tiempo para ir a investigar. Cuando decidí esconder tu cuerpo donde no pudiera ser descubierto por nadie, seleccioné la celda 17 y fue entonces cuando descubrí que lleva a esta pequeña isla a unos cuatro kilómetros de la costa de Morbus.

«Dur-dan e Il-dur-en transportaron tu cuerpo a la celda y después me acompañaron por el túnel, junto a John Carter. Son dos de mis mejores hormads, inteligentes y leales. Una vez fuera de Morbus decidimos cruzar las Grandes Marismas Toonolianas para recuperar la nave de John Carter y volar a Helium, con la esperanza de llegar a tiempo para salvar de la muerte a Dejah Thoris.

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