Los hombres sinteticos de Marte (12 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Mientras estaba sentado, meditando sobre los últimos sucesos, recordé de pronto el diario que escribía Ras Thavas, y que debía encontrarse en un cajón de la mesa que había ante mí. Quizás hubiera en él alguna anotación reciente que me diera la pista que buscaba. Busqué afanosamente, pero el diario tampoco estaba allí. Tan solo hallé una hoja de papel en la que alguien había escrito un par de números: «3-17» ¿qué querrían decir? En lo que a mí respecta, no pude hallar en ellos el menor significado.

Regresé al estudio y ordené a Tun Gan que me acompañara mientras hacía una inspección de los laboratorios. Ya que ostentaba el cargo de jefe supremo del laboratorio, al menos debía hacer algo que estuviera en línea con mi recién adquirida autoridad.

—¿Qué tal marchan las cosas tras la desaparición de Ras Thavas? — pregunté a Tun Gan.

—Pues, a decir verdad, nada bien —respondió—. De hecho, todo parece haberse estropeado desde que él falta.

En cuanto entramos en la primera sala de tanques pude comprobar lo que quería decir; efectivamente no podía decirse que las cosas marcharan a la perfección. El suelo estaba cubierto con restos de extrañas monstruosidades a las que los oficiales habían debido destruir. Algunos de esos restos aún gozaban de una espantosa vida, las piernas intentaban caminar, las manos agarraban cuanto caía a su alcance, las cabezas gritaban y hacían muecas… Llamé al oficial responsable de la sala.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —pregunté—. ¿Por qué no haces algo al respecto de esas cosas que hay en el suelo?

—¿Y quién eres tú para pedirme explicaciones, hormad? —replicó de mal talante.

Le mostré la insignia de mi cargo, y al momento su actitud cambió.

—Estoy al mando del laboratorio —le informé—. Responde a mis preguntas.

—No sabemos qué hacer con ellas —confesó el oficial—. Solamente Ras Thavas conocía con exactitud la manera de rebanar esos trozos vivientes, y en qué tanques debían de ser echados.

—Pues arrójalos al incinerador —ordené—. Quiero que todos estos restos sean quemados antes de que Ras Thavas regrese.

—Así se hará —convino el oficial—. Debo informarte que algo anda mal en la sala de tanques número 4. Quizás sería conveniente que acudieras a inspeccionarla.

Cuando llegué a la sala número 4, el espectáculo que se presentó ante mis ojos fue el más horroroso que había visto en mi vida. Algo había fallado, evidentemente, en el medio de cultivo y en lugar de formarse hormads individuales era una gran masa de horrible tejido animal la que emergía del tanque y se desbordaba por el suelo. Varias partes humanas y órganos internos y externos crecían aquí y allá, sin ninguna relación aparente entre sí, aquí una pierna, allá una mano, y también diversas cabezas que aullaban y gesticulaban para añadir aún más espanto a la escena.

—Intentamos solucionarlo de algún modo —dijo el oficial—. Pero cuando quisimos matar la masa, las manos agarraban y las cabezas mordían a quienes se acercaban. Hasta los mismos hormads escaparon aterrorizados, y si ellos lo hacían, puedes imaginarte la reacción de los humanos. Nadie quiere ni siquiera acercarse a la masa.

Estuve en todo de acuerdo con él. En realidad no se me ocurrió nada que hacer u ordenar hacer. Resultaba imposible acercarse al tanque para volver a echar dentro la masa desparramada ni interrumpir su crecimiento, y no veía cómo se la podría destruir.

—Cerrad las puertas y las ventanas —dije—. Espero que esta cosa se consuma por sí misma o se muera de hambre.

Pero en el momento de salir vi como una de las cabezas daba un terrible mordisco en un trozo adyacente de tejido animal. No, era poco probable que aquello muriera de hambre.

El horror de la escena me persiguió durante mucho tiempo, y no pude evitar la especulación sobre lo que estaría ocurriendo en aquella cámara de horrores cuyas puertas y ventanas habían sido cerradas y atrancadas.

Pasé varios días intentando poner en orden el edificio del laboratorio, pero sin demasiado éxito, ya que nadie parecía saber exactamente cómo preparar el tejido animal para los tanques de cultivo a fin de que éstos produjeran sus horribles frutos. La consecuencia fue un rápido decrecimiento en el número de hormads, por lo que, en privado, no pude menos que alegrarme. Mi máximo deseo era que desaparecieran todos, e incluso hubiera querido que Ras Thavas no regresara nunca para continuar sus experimentos, a no ser por el hecho de que tan solo su vuelta podría, quizás, devolverme el cuerpo que me pertenecía.

Durante todos estos días me abstuve de visitar a Janai, para evitar ser sorprendido pero finalmente me decidí a «encontrarla». De forma que fui a ver a Ay-mad y le dije que, no teniendo noticias de ella, proponía una búsqueda exhaustiva por todo el palacio.

—En el caso de que la encontráramos —dijo él con pesimismo—, tan sólo hallaríamos un cadáver. No ha podido dejar el palacio, pues convendrás conmigo en que, de haberlo hecho, algún miembro de la guardia o alguno de nuestros espías la hubieran visto.

—¿Pero por qué tiene que estar muerta? —pregunté.

—La gente no puede vivir sin comer ni beber, y no veo cómo hubiera podido hacerse con alimentos. Ve en su busca si quieres, Tor-dur-bar, pero tu recompensa no será, en todo caso, sino el cuerpo de una mujer muerta.

Tan nervioso estaba yo, que creí ver en la expresión del jeddak algo siniestro mientras decía estas palabras ¿Quizás una media sonrisa de satisfacción? ¿Sería posible que hubiere encontrado por su cuenta a Janai y la hubiera asesinado? Inmediatamente mi imaginación empezó a trabajar, conjurando las más horribles escenas, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no precipitarme inmediatamente hacia el escondite de la muchacha para averiguar si le había ocurrido algo. Pero, finalmente, prevaleció mi buen juicio y, tras dejar al jeddak, me limité a organizar la búsqueda. Seleccioné una serie de oficiales y envié a cada uno de ellos, a la cabeza de un destacamento de hormads, a una parte determinada del palacio, con orden de mirar cada habitación y cada posible escondrijo.

Acompañé personalmente a una de las partidas, la mandada por Sytor. Formaba parte del destacamento el hormad Tee-aytan-ov, quien no desaprovechó la ocasión para jactarse repetidamente de la amistad que le unía conmigo. La parte del palacio en la que actuaríamos incluía la habitación donde Janai estaba escondida.

Me cuidé mucho de no dirigir la partida hacia el apartamento, pero no pude evitar ponerme cada vez más nervioso a medida que la rutina del registro iba acercándose al mismo. Cuando finalmente llegamos ante la puerta del almacén, a duras penas pude permitir que Sytor me precediera al interior.

—No parece que esté aquí —me arriesgué a decir por encima de la espada del oficial.

—Bueno, pero allí hay otra puerta —indico Sytor, tal como yo esperaba.

—Probablemente otro almacén —repliqué, intentando aparentar indiferencia, aunque mi corazón latía locamente.

—Está cerrada —anunció Sytor, tras haber probado a empujar la puerta—. Cerrada por el otro lado. Me parece sospechoso.

Me aproximé y golpeé la puerta.

—¡Janai! ¿Estás ahí? —llamé.

Nadie respondió a la llamada, lo que aumentó mi inquietud.

—¡Janai! ¡Janai! —repetí.

—No creo que esté ahí dentro —dijo Sytor—. Pero de todas formas derribaremos la puerta, para estar seguros.

—De acuerdo, derribémosla.

Envió a unos hormads a por las necesarias herramientas y, cuando las hubieron traído, les ordenó atacar la puerta con ellas. Pero tan pronto como los paneles empezaron a ceder, pude escuchar al otro lado la voz de Janai.

—Está bien, ya salgo.

Oímos el ruido de un cerrojo al ser descorrido, y la puerta se abrió. Sentí una inmensa oleada de alivio al ver aparecer a Janai, sana y salva.

—¿Qué queréis de mí? —nos preguntó.

—Vamos a conducirte a presencia de Ay-mad, el jeddak de Morbus — le replicó Sytor.

—Estoy dispuesta.

Aparentaba no conocerme y llegué a pensar, alarmado, que acaso hubiera decidido no desaprovechar la oportunidad de convertirse en jeddara. Había tenido muchos días para pensar sobre el particular, en el tiempo en que la había dejado sola, y quizás hubiera cambiado de opinión. La tentación de aceptar lo que se le ofrecía era muy grande; a la mujeres les gusta la seguridad por encima de otras muchas cosas.

Mil inquietos pensamientos cruzaban por mi mente mientras acompañaba a Janai y a Sytor hacia la sala de audiencias de Ay-mad, jeddak de Morbus.

CAPÍTULO XIV

Cuando el monstruo crece

El amor posee una imaginación mórbida, presta a crear las más espantosas imágenes mentales y a escoger, de entre todas las posibilidades, siempre la peor. Aunque es preciso admitir que a menudo es clarividente.

Mientras caminábamos por los corredores del palacio, yo pensaba continuamente en Sytor con su rostro agradable y su cuerpo bien formado, en Ay-mad con las galas de un jeddak y en Janai, perfecta y encantadora. Y al compararles conmigo, con mi rostro espantoso y mi cuerpo malformado, sentía que el corazón me sangraba ¿Cómo podía esperar que Janai me eligiera a mí antes que a un hombre normal? Y en el caso en que dicho hombre normal fuera por añadidura jeddak ¿qué esperanza podía yo tener? No lograba personalizarme a mí mismo en el Vor Daj real, y debí admitir que resultaba verdaderamente alienante tener un solo cerebro y dos cuerpos diferentes.

Una vez presente en la sala, pude ver cómo los ojos de Ay-mad devoraban materialmente a Janai. Me juré a mí mismo que si ella me elegía y el jeddak intentaba faltar a su promesa, lo mataría con mis propias manos.

Ay-mad despidió a Sytor y a sus hormads. Luego, dirigiéndose a Janai, le habló así:

—Este hormad —y me señaló— me ha prestado grandes servicios. Para recompensarle por ellos, le prometí que le concedería cualquier favor que me pidiera. Te pidió a ti, Janai. Más tarde decidimos, sin embargo, que se te permitiría elegir a ti misma. En el caso en que Ras Thavas vuelva a aparecer, este hormad conseguirá un nuevo cuerpo, pero, de no ser así, continuará en el que tiene ahora. Si me escoges a mí, serás la jeddara de Morbus. Tienes la palabra.

En medio de mi nerviosismo, no pude por menos de reconocer que Ay-mad había presentado la situación de forma equitativa. Pero, aún así, todas las ventajas seguían estando de su parte, de manera que ¿por qué falsear los hechos? No parecía haber duda alguna acerca de cual sería la mejor elección para Janai; Ay-mad le ofrecía matrimonio y posición, en tanto que Vor Daj no tenía nada que ofrecer. No había tampoco motivo para que el corazón de Janai la impulsara hacia uno u otro, en realidad apenas si conocía a ninguno de los dos.

—¿Y bien? —preguntó Ay-mad, impaciente—. ¿Cuál es tu respuesta?

—Elijo tomar a Tor-dur-bar —replicó ella.

Ay-mad se mordió los labios, pero supo actuar como un verdadero jeddak.

—Pues que así sea —dijo—, aunque pienso que tu elección no ha sido acertada. Si alguna vez cambias de idea, te ruego que lo pongas en mi conocimiento.

Tras lo cual nos dio permiso para marcharnos.

Durante el trayecto hasta el edificio del laboratorio sentí como si caminara sobre nubes. Janai había hecho su elección y ahora estaba en mi compañía, bajo mi protección. Parecía demasiado hermoso para ser cierto.

—¿Veremos ahora a Vor Daj? —preguntó.

—Temo que no.

—¿Por qué? —Y su voz se mostró súbitamente deprimida.

—Puede que pase todavía un poco de tiempo —dije—. Pero no debes preocuparte, puesto que yo cuidaré de ti y me ocuparé de tu seguridad.

—Pero yo creía que íbamos al encuentro de Vor Daj —insistió ella—. ¿Es que me has engañado, hormad?

—Si piensas así, tal vez será mejor que vuelvas junto a Ay-mad y le digas que has cambiado de idea —estallé, súbitamente furioso.

En aquel momento me sentí sumergido en la más loca serie de emociones que jamás sintiera hombre alguno. ¡Estaba celoso de mí mismo! Janai se mostró contrita.

—Lo siento —dijo—, pero es que estoy muy nerviosa. Por favor, perdóname. Piensa que me han pasado cosas capaces de enloquecer a cualquiera.

Había seleccionado y arreglado un alojamiento para Janai en el edificio del laboratorio, junto al mío y lo más lejos posible de los horrores de las salas de tanques. También había elegido varios hormads especialmente inteligentes para que fueran sus servidores y guardias, y me alegré al notar que ella apreciaba en algo tales medidas. La dejé instalada y, tras decirle que si me necesitaba para algo me enviara algún sirviente como mensajero, regresé al estudio de Ras Thavas.

Había hecho todo lo que podía mientras siguiera en posesión de aquel espantoso cuerpo, y sabía que no podría ir mucho más lejos, Quizás me fuera posible arreglar la huida de Janai fuera de Morbus, pero mi monstruoso aspecto me impedía acompañarla por el mundo exterior. Tan solo en la misma Morbus podría encontrarme a salvo.

Para tener algo en que ocupar mi mente comencé a examinar las notas y papeles de Ras Thavas, pese a que la mayoría me resultaban absolutamente incomprensibles. De todas formas mis pensamientos no podían apartarse de Janai, aunque también pensaba en cual sería el paradero de John Carter y Ras Thavas, y donde habría ido a parar mi pobre cuerpo. El futuro no se me presentaba demasiado prometedor.

De pronto me di cuenta de que tenía entre las manos los planos de un edificio, y no tardé en comprobar que se trataba del propio laboratorio del que era jefe y director. Pude reconocer fácilmente los dos pisos con los que había tenido ya tiempo de familiarizarme.

En otro de los papeles aparecía un plano del nivel de los pozos, debajo del edificio, que estaba dividido en pasillos y celdas. Había tres largos corredores todo a lo largo del nivel, y otros cinco transversales, tanto unos como otros numerados del 1 al 8. También las celdas que se abrían en los corredores se hallaban numeradas, números pares a un lado de cada corredor y números impares al otro.

No pude encontrar nada de interés en aquellos planos y ya los estaba enrollando para devolverlos a su cajón cuando el hormad de guardia anunció la llegada de Tun Gan. Le hice pasar y noté una gran excitación en sus facciones.

—¿Qué ocurre? —le pregunté, adivinando por su expresión que debía tratarse de algo grave.

—Por favor, ven conmigo —pidió—, y te lo enseñaré.

Me llevó por el pasillo principal y luego a una sala adyacente al patio interior que proporcionaba luz y ventilación a varias de las salas del edificio del laboratorio, entre ellas aquella número 4, cuyas ventanas atrancadas quedaban justamente enfrente de las correspondientes a la sala en que nos encontrábamos. El espectáculo que presenciamos al asomarnos al patio era verdaderamente terrorífico; la masa de tejido viviente había crecido de tal manera en el medio de cultivo ideado por Ras Thavas, que había llegado a llenar la sala, ejerciendo presión en todas direcciones hasta reventar finalmente una de las ventanas. La hórrida masa viviente caía ahora en cascada por ella hasta el suelo del patio.

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