Los hombres sinteticos de Marte (10 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

—Habéis enviado guerreros para asesinarme —dijo—. Todos ellos han ido a parar a los tanques de cultivos. No hay nadie en Morbus con suficiente poder o autoridad como para arrestarme.

«Me he enterado, por otra parte, de que a alguno de entre vosotros le gustaría convertirse en jeddak y gobernar sobre el resto, y estoy seguro de que el Primer Jed es uno de quienes piensan así. Pues bien, ha llegado en efecto la hora de determinar quién es digno de ser jeddak, pues estoy de acuerdo en que siete hombres no pueden gobernar tan bien como uno sólo. Una autoridad dividida deja de ser autoridad.

—Estás bajo arresto —interrumpió el Primer Jed.

El Tercer Jed se le rió en la cara.

—Nos estás dando pruebas adicionales de que no mereces ser jeddak, puesto que tan sólo puedes dar órdenes, y no hacerlas cumplir.

El Primer Jed se volvió a su guardia personal y ordenó al dwar que la mandaba:

—¡Cogedle! ¡Traedme aquí a ese traidor vivo o muerto!

Los guerreros del Primer Jed se pusieron en movimiento hacia nosotros, abriéndose paso lentamente a través de los grupos apiñados de los demás guardias. De pronto, sin saber cómo, me encontré en la misma línea del frente, haciendo cara a unos hormads para mí desconocidos.

Un enorme guerrero fue el primero en enfrentarse con nosotros; dio un paso hacia mí mientras descargaba un tremendo golpe con su espada. Pero era demasiado lento y torpe, y no tuve ninguna dificultad para echarme rápidamente a un lado y esquivarle. Tanto impulso había puesto aquel sujeto en el golpe que, al fallar, perdió el equilibrio y cayó prácticamente en mis brazos ¡Maravilloso! Le apresé en el aire y luego le arrojé a varios metros de distancia, justo en medio de un grupo de sus compañeros. Varios de ellos cayeron por tierra como muñecos, al recibir el impacto.

—¡Buen trabajo, Tor-dur-bar! —me gritó el Tercer Jed—. ¡Tendrás por esto toda la carne que puedas comer!

Un segundo guerrero se me enfrentó, tan sólo para ser arrojado al otro extremo de la sala. Sólo en ese momento estaba empezando a comprender yo mismo la enorme fuerza que poseía mi cuerpo. Incluso me parecía imposible que ninguna criatura pudiera ser tan fuerte.

Siguió una pequeña pausa, durante la cual el Tercer Jed consiguió hacerse oír de nuevo:

—¡Yo, el Tercer jed, me proclamo a mí mismo jeddak de Morbus! — tronó—. ¡Que todos los jeds que estén de acuerdo me rindan vasallaje!

Así lo hizo, y la situación pareció volverse contra el Tercer Jed, puesto que la sala estaba repleta de guerreros de las restantes guardias personales. Y también para nosotros las cosas iban a empezar a ponerse feas.

Al comprender que su vida estaba en peligro, el tercer jed reaccionó entonces lo mejor que pudo, dándose media vuelta, habló con los dwars que estaban tras él y, en el acto, nos fueron dadas las órdenes de abrirnos paso fuera de la sala. El combate propiamente dicho se inició a continuación, cuando los restantes jeds ordenaron a sus guerreros que nos cerraran el paso. El Tercer Jed me llamó entonces por mi nombre:

—¡Tor-dur-bar! —gritó—. ¡Ábrenos camino!

Por un instante pensé que confiaba excesivamente en mis fuerzas, pero no por ello me lancé menos enérgicamente a la lucha, pensando que aquella era una excelente oportunidad para hacerme apreciar de él. Me abrí camino entre mis compañeros para colocarme en la retaguardia, que ahora era el nuevo frente de lucha, y al momento comprendí como podía sacar ventaja de una de mis deformaciones. Mi brazo hipertrofiado tomó la espada larga y, unida mi fuerza sobrehumana a la longitud del arma, se convirtió en una terrorífica máquina guerrera. Como por arte de magia una amplia brecha se abrió en las filas de nuestros enemigos, gran cantidad de los cuales fueron materialmente segados por el terrible filo de mi acero.

El suelo se llenó en poco tiempo de brazos y piernas segados y de cuerpos caídos. Podía verse cabezas cortadas aullando y gesticulando por entre los pies de los combatientes, y cuerpos acéfalos brincando a través de la sala, chocando indiscriminadamente con amigos y enemigos. Nunca se vio tal masacre a lo que la Sala del Consejo de los siete Jeds de Morbus se convirtió en aquella ocasión.

Los hormads, en su mayor parte, eran demasiado estúpidos para conocer el miedo, pero cuando vieron, a sus oficiales huir de mi, su moral se vino abajo y se apresuraron a apartarse a un lado o a otro, dejándome paso libre. Así pues, logramos llegar a la puerta de salida con muy pocas bajas por nuestra parte.

Una vez fuera del palacio nos condujeron a paso de carga por la larga avenida que llevaba a la puerta principal de la ciudad. Allí no se sabía todavía nada de lo que había ocurrido en el palacio, de manera que la puerta fue abierta en obediencia a una simple orden del Tercer Jed. De todas formas los guardianes no hubieran podido impedirnos la salida, puesto que les superábamos muy ampliamente en números.

Me pregunté donde nos refugiaríamos una vez abandonada la ciudad de Morbus, pero pronto tuve respuesta para mis dudas. Apenas llegamos a la primera de las aldeas exteriores, el Tercer Jed exigió la rendición de sus moradores, anunciando que él era el jeddak de Morbus. Rápida y eficientemente hizo pasar a su servicio oficiales y hormads, prometiendo a los primeros una rápida promoción y a los segundos un sustancial aumento de comida. A continuación, dejó a uno de sus oficiales como representante suyo y continuó su marcha en pos de nuevas conquistas.

En ninguna parte halló la menor oposición, y en sólo tres días de campaña había unido para su causa la isla de Morbus, con la sola excepción de la ciudad propiamente dicha. Los oficiales que dejara tras de sí, inteligentemente aleccionados, se habían apresurado a organizar a los guerreros locales para resistir cualquier operación militar de los otros jeds; sin embargo, durante aquellos tres días que duró la conquista, ninguna fuerza armada hizo intento de salir de la ciudad para oponerse a las actividades del nuevo jeddak.

El cuarto día nos encontró en una población bastante grande, cerca de la costa, y allí se estableció la capital provisional de Ay-mad, Jeddak de Morbus. Tal era el nuevo nombre que el Tercer Jed se había dado, cuya traducción literal sería la de Hombre Uno, Hombre Número Uno, o Primer hombre. De cualquier forma ello significaba Hombre—Que—Gobierna, y pienso sinceramente que, de entre todos los jeds, él era el más cualificado para ser jeddak. Tenía el rostro y el físico apropiado para su categoría, y poseía el mejor cerebro de cuantos hormads había yo conocido hasta el momento.

Desde luego los últimos acontecimientos me habían colocado personalmente en una situación muy difícil. Janai había quedado en la ciudad, sin ninguna esperanza de que yo pudiera socorrerla, e igualmente me hallaba separado del Señor de la Guerra y de Ras Thavas. Tan sólo era yo un pobre hormad sin influencia ni posición para intentar nada y, por otra parte, resultaba demasiado conocido en la ciudad como para poder introducirme en ella. Mis deformes fracciones debían ser ahora tristemente familiares para los seguidores de los otros seis jeds, y toda esperanza de entrar en la ciudad sin ser reconocido resultaba fútil.

Cuando finalmente acampamos en tomo a la nueva capital de Ay-mad, me encontré a mí mismo sentado en el suelo junto con mis compañeros hormads, atiborrándonos todos con las raciones de grasiento tejido animal que constituían nuestra recompensa por las conquistas realizadas. Aquello podía satisfacer a la mayoría de las pobres y estúpidas criaturas que eran mis camaradas, pero no a mí. Me sabía con más cerebro, más capacidad, más experiencia y más fuerza física que ninguno de ellos, me sabía muy superior en todo al mismo jeddak y, sin embargo, era tan solo un odioso y malformado hormad que ni siquiera un calot que se respetara a sí mismo me elegiría nunca por compañero.

Cuando más ocupado estaba en compadecerme a mí mismo, me interrumpió un oficial que gritaba mi nombre. Me puse en pie.

—Yo soy Tor-dur-bar —dije.

—Ven conmigo. El jeddak requiere tu presencia. Le seguí hasta el lugar donde se alojaban el jeddak y sus altos oficiales, mientras meditaba que tarea habría ideado Ay-mad para probar una vez más mi monstruosa fuerza física, ya que no podía concebir que me llamara para otra cosa. Había empezado a adquirir el clásico complejo de inferioridad de un verdadero hormad.

Se había erigido el inevitable estrado y trono para Ay-mad y éste se hallaba orgullosamente sentado, rodeado por sus altos oficiales, como corresponde a un auténtico jeddak.

—Aproxímate, Tor-dur-bar —ordenó, y yo avancé hasta llegar al pie del trono.

—Arrodíllate —habló de nuevo, y yo obedecí, ya que tan solo era un pobre hormad.

—La victoria que obtuvimos en la cámara del consejo te la debo a ti, más que a cualquier otro —dijo entonces el jeddak—. No solamente tienes la fuerza de muchos hombres juntos, sino que también posees inteligencia, Por todo ello te nombro dwar y, cuando entremos en Morbus, podrás seleccionar el cuerpo de cualquier hombre rojo que desees, y yo haré que Ras Thavas transfiera a él tu cerebro.

De modo que era dwar. Di humildemente las gracias a Ay-mad, y me uní a los restantes dwar que se agrupaban a su alrededor. Todos poseían cuerpos de hombres rojos y yo no podía saber cuantos de ellos tenían cerebros de hormad en sus cráneos. Por lo que sabía, bien pudiera ser yo el único del grupo en poseer un cerebro humano.

CAPÍTULO XII

La recompensa del guerrero

Morbus era una ciudad amurallada y resultaba prácticamente inconquistable para un ejército de hombres armados únicamente con espadas. Ay-mad intentó tomarla al asalto durante siete días, pero sus oleadas de hormads se estrellaban inútilmente una y otra vez contra las formidables puertas de madera, mientras que los guerreros defensores arrojaban piedras sobre sus cabezas. Cada anochecer los nuestros debían retroceder a sus bases de partida, y los defensores probablemente se retiraban tranquilamente a dormir en un clima de completa seguridad. El octavo día, Aymad llamó a conferencia a sus dwars.

—Así no vamos a ninguna parte —dijo—. Podemos estar aporreando esas puertas durante mil años sin conseguir otra cosa que algunas fisuras en ellas. ¿Qué debemos hacer para tomar Morbus? Si queremos conquistar el mundo, primeramente deberemos apoderarnos de Morbus y de Ras Thavas.

—Nunca podremos conquistar el mundo —intervine—. Pero sí, en cambio, tomar Morbus.

—¿Y por qué no podremos conquistar el mundo? —inquirió el jeddak.

—Porque es demasiado grande, y hay muchas naciones poderosas en él.

—¿Qué puedes tú conocer sobre el mundo, Tor-dur-bar? —preguntó Ay-mad—. No eres sino un simple hormad que nunca ha podido ver nada fuera de Morbus.

—Podrás comprobar que digo la verdad en el caso en que intentes conquistar el mundo —repliqué—. Pero creo que te será fácil apoderarte de Morbus.

—¿De qué manera?

En pocas palabras le dije lo que yo haría si tuviera a mi cargo el mando supremo. Se me quedó contemplando largo rato mientras digería mi plan.

—¡Es muy sencillo! —dijo al fin, y luego, dirigiéndose a los otros—. ¿Cómo es que ninguno de vosotros lo ha pensado? Diríase que Tor-dur-bar es aquí el único que tiene cerebro.

Durante toda aquella noche y la siguiente, miles de hormads se ocuparon de construir largas escaleras de maderas. Finalmente logramos disponer de un millar de ellas, y cuando ambas lunas se ocultaron bajo el horizonte en el transcurso de la tercera noche, cien mil hormads avanzaron simultáneamente a paso ligero hacia las murallas de Morbus, llevando una de dichas escaleras a la cabeza de cada columna. Alzaron las escaleras en un millar de lugares, todo a lo largo de las murallas, y por cada una de ellas, a una señal dada, subió un centenar de guerreros, alcanzando en poco tiempo la cima de los muros e internándose luego por las calles de la ciudad antes de que sus habitantes se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo.

El resto fue fácil. Nos apoderamos de la ciudad con muy pocas pérdidas, y Ay-mad, junto con sus dwars, penetró en la Sala del Consejo con aspecto de conquistador. Lo primero que hizo fue echar abajo del estrado los tronos excepto uno; luego, sentándose en éste, ordenó que los restantes jeds fueran llevados a su presencia. Ciertamente constituía un tímido y aterrorizado grupo cuando hicieron su aparición.

—¿Preferís ser muertos o que vuestros cerebros sean devueltos a los cuerpos de hormads de los que procedéis? —preguntó llanamente el jeddak.

—No puedes hacer eso último —replicó el Quinto Jed—, pero si te fuera posible, yo preferiría ir a parar a los tanques antes de ser otra vez un hormad.

—¿Cómo que no puedo hacerlo? —preguntó Ay-mad—. Ras Thavas ha transferido cerebros una infinidad de veces, y no veo por qué no ha de poder seguir haciéndolo.

—Es que Ras Thavas no está —repuso el Quinto Jed—. Ha desaparecido.

Es fácil imaginar el impacto que tal noticia causó en mí. Si aquella desaparición era definitiva, podía resignarme a pasar mi vida entera dentro de un repulsivo cuerpo de hormad. Y no había escapatoria posible, puesto que Vad Varo de Duhor, el único otro hombre en el mundo que hubiera podido devolverme a mi cuerpo legítimo, era tan inalcanzable para mí como si hubiera vuelto a su nativa Jasoom. Con el nuevo jeddak de Morbus en guerra para conquistar el planeta entero, todos los restantes habitantes de éste serían nuestros enemigos.

Y en lo que respecta a Janai… Siempre sería repulsivo para ella y, por consiguiente, jamás le podría decir la verdad. Mejor prefería que me creyera muerto y no que mi cerebro estaba aposentado tras la aborrecible e inhumana máscara que ahora lo albergaba. ¿Cómo podría alguien con mi aspecto pensar tan solamente en el amor? No, el amor no era para los hormads.

En medio de mi ofuscación, apenas si pude oír cómo Ay-mad preguntaba lo que le había ocurrido a Ras Thavas.

—Nadie lo sabe —replicó el Quinto Jed—. Simplemente ha desaparecido. Como de ningún modo hubiera podido salir de la ciudad sin ser visto, creemos que algunos de sus hormads deben haberle cogido y arrojado a uno de sus propios tanques de cultivo, como venganza.

Ay-mad estaba furioso, puesto que sin Ras Thavas todos sus sueños de conquista mundial caían por tierra.

—¡Esto es obra de mis enemigos! —gritó—. Alguno de vosotros, jeds, ha intervenido para destruir a Ras Thavas u ocultarlo de mi vista. ¡Lleváoslos y recluidlos en celdas separadas, dentro de los pozos! El primero que confiese tendrá asegurada vida y libertad, y el resto morirá. Tenéis un día para pensarlo.

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