Tras cerrar herméticamente la puerta de la celda, me apresuré por el corredor hacia la rampa de acceso, esperando no tener ningún otro encuentro desagradable, al menos antes de que acabara la noche. Pensaba que la disciplina en el edificio de los laboratorios había sido muy deficiente desde que fuera gobernado éste por hormads, y la cosa debería haber empeorado al ser despojado yo de su dirección, por lo que confié que no encontraría vigilancia nocturna alguna. Pero mi decepción fue grande cuando, al llegar a los niveles superiores, los encontré materialmente repletos con una multitud de guerreros y oficiales que corrían de un lado para otro.
Reinaba un verdadero pánico, hasta el punto de que nadie me prestó atención. Los oficiales intentaban mantener un mínimo de orden y disciplina, pero sus esfuerzos eran vanos ante el terror que reinaba entre sus subordinados. Por fragmentos de conversación que llegaban a mis oídos me enteré de que la masa de la sala de tanques número 4 había irrumpido en el palacio y que Ay-mad y su corte habían abandonado la ciudad pensando hallar refugio en algún lugar de la isla fuera de sus murallas. Me enteré asimismo de que la masa se estaba extendiendo a través de las principales avenidas y calles de la ciudad y que el miedo de los guerreros hormads era debido al pánico que tenían a que les cortasen todas las vías de huida. Ay-mad había dejado órdenes de que los guerreros permaneciesen en al ciudad para intentar destruir la masa o, al menos, impedir su crecimiento más allá de las murallas. Algunos oficiales con más sentido del deber que el resto intentaban hacer cumplir estas órdenes, pero la mayor parte de ellos estaban tan ansiosos de escapar como los mismos guerreros hormads colocados bajo sus órdenes.
De repente un guerrero alzó la voz por encima del tumulto para gritar a sus compañeros:
—¿Pero por qué continuamos aquí para morir, mientras Ay-mad se escapa con sus favoritos? ¡Todavía hay una avenida abierta! ¡Vamos, seguidme!
Fue bastante. Como una inmensa ola, los odiosos monstruos arrollaron a sus oficiales, matando a algunos de ellos y pisoteando a otros, para precipitarse luego hacia la salida que debía llevar a la única avenida aún abierta. Nada podía resistir a semejante corriente de pánico y yo mismo fui arrastrado por aquella loca estampida fuera del edificio de los laboratorios.
En general no me sentía totalmente insatisfecho de la situación, puesto que, si era verdad que Ay-mad había abandonado la ciudad, ciertamente no le podrían entregar a Janai, y me cabía la esperanza de liberarla de alguna forma.
Una vez en la avenida, la aglomeración de fugitivos aclaró algo, y todos corrimos en grupos hasta la puerta de las murallas, pero la fuga no terminó allí, puesto que los aterrorizados hormads salieron de la ciudad y continuaron corriendo en un intento de interponer el mayor espacio posible entre aquella y sus personas.
Así pues no tardé en encontrarme prácticamente solo en el espacio abierto ante la ciudad donde los malagors solían aterrizar y despegar en sus vuelos. A dicho lugar llegaría sin duda Janai y sus captores, de manera que aguardé allí confiando en que me surgiera alguna circunstancia afortunada que me ofreciera la forma de rescatarla antes de que la condujese al interior de aquella ciudad de horror.
Al parecer no podía sino esperar a que llegara el alba, de modo que permanecí paseando en el espacio abierto entre las puertas de la ciudad y la playa del lago. Unos pocos oficiales y guerreros se movían ante la puerta y de vez en cuando llegaba allí un explorador que les informaba de los últimos progresos de la masa.
Había pensado que nadie se fijaría en mí pero cuando ya el horizonte empezaba a iluminarse, uno de los oficiales se me acercó.
—¿Que estás haciendo aquí? —preguntó.
—He sido enviado a este lugar por Ay-mad —le contesté con toda tranquilidad.
—Tu cara me resulta familiar —dudó el otro—. Estoy seguro de haberte visto en algún sitio antes de ahora. Hay algo en ti que me resulta sospechoso.
—No creo que tu opinión cuente para nada —dije, encogiéndome de hombros—. Soy un enviado del jeddak y traigo órdenes para el oficial al mando de la partida que salió en busca de los fugitivos.
—Bueno, tal vez eso sea verdad —admitió el oficial—, pero de todas formas sigo creyendo que tus facciones me son familiares.
—Lo dudo —repliqué—. He vivido en una pequeña aldea al otro extremo de la isla desde que me crearon.
—De acuerdo, no creo que eso importe mucho —convino al fin—. ¿Qué mensaje traes para el jefe de la partida de búsqueda?
—También traigo órdenes para el comandante de la guardia de esta puerta.
—Ese soy yo —dijo el oficial.
—Bien. Mis órdenes son hacerme cargo de la mujer, en el caso de que haya sido recapturada, tomar un malagor y volar directamente a presencia de Ay-mad. El comandante de la puerta deberá prestarme toda la ayuda necesaria para ello. Créeme que lamento causarte esa molestia.
—No es ninguna molestia —dijo él—, pero no acabo de entender en qué puedo ayudarte en este caso.
—Has de saber —me inventé—, que algunos informadores han dicho a Ay-mad que el jefe de la partida de búsqueda tenía la intención de quedarse con la mujer para sí mismo. En medio de todo este clima de confusión, insubordinación y motín que ha originado el abandono de la ciudad, Ay-mad no puede estar seguro de que se cumplan sus órdenes, y teme que ese oficial llegue a desafiarle y negarse a entregar la mujer cuando se dé cuenta de las condiciones que reinan aquí.
—Bueno —dijo el comandante del puesto—. Cuando lleguen, ya veremos lo que pasa.
—Casi sería mejor—sugerí—, no dejar que el oficial de la partida de búsqueda sepa lo que vamos a hacer. Yo me puedo esconder tras la puerta de la ciudad de modo que no me vea y tú podrías hacer que me lleven allí la mujer y que pongan a mi disposición un malagor. Mientras tanto tú conversarías con el oficial y distraerías su atención. Cuando veas que yo he salido con la muchacha, entonces le comunicas las órdenes de Ay-mad. Así se evitará alguna desagradable reacción por su parte, quizás incluso una lucha.
—Es una buena idea —admitió—. Veo que no eres tan estúpido como pareces, hormad.
—Puedes estar seguro —sonreí interiormente—, de que no te equivocas en la estimación que haces de mi inteligencia.
—¡Mira! —gritó entonces el comandante—. Creo que ya llegan.
Efectivamente, a la naciente luz del alba, lejos y alto en el cielo, se veía a un pequeño grupito de puntos que creció rápidamente hasta convertirse en once malagors con su carga de guerreros y cautivos.
En tanto la partida aterrizaba, me apresuré a ocultarme tras la puerta, de modo que no pudiera ser visto ni reconocido por ninguno de los que llegaban. El comandante de la puerta avanzó para recibir al jefe de la partida y vi cómo ambos hablaban animadamente. Los cautivos fueron descargados y al cabo de unos minutos observé como un guerrero de la guardia de la puerta conducía a Janai donde yo estaba, mientras que otro hormad les seguía conduciendo un malagor. Escruté detenidamente la poco agradable fisonomía de ambos sujetos mientras se aproximaba, hasta estar seguro de que no conocía a ninguno de ellos, siendo por tanto poco probable que ellos me conocieran a mí.
Janai llegó a la puerta y se encontró de manos a boca conmigo.
—¡Tor-dur-bar! —exclamó.
—¡Silencio! —susurré—. Te encuentras en grave peligro, y tan sólo yo puedo salvarte si pones tu confianza en mí, cosa que evidentemente no has hecho en el pasado.
—No creo que nunca haya confiado completamente en nadie —respondió ella en el mismo tono de voz—, pero créeme que he confiado en ti mucho más que en cualquier otro.
El guerrero que traía el malagor llegó en aquel momento a la puerta. Indiqué a Janai que retrocediera al abrigo de ésta y luego llevé al gran pájaro hasta ella. En un instante ambos estuvimos a lomos del malagor y éste despegaba agitando sus inmensas alas. La ciudad de Morbus se empequeñeció pronto bajo nosotros.
En un principio dirigí el vuelo del pájaro hacia el extremo oriental de la isla, para hacer creer que efectivamente íbamos en busca de Ay-mad, pero cuando hubimos sobrepasado algunas colinas y estuve seguro de que no seríamos visto desde Morbus, le hice virar hacia el Sur y poner rumbo hacia Fundal.
Apenas dejamos atrás la isla, el inmenso pájaro comenzó a intranquilizarse hasta el punto de hacerse casi ingobernable, buscando sin duda regresar junto a sus congéneres. Hube de luchar duramente con él para mantenerle en vuelo hacia donde me interesaba. Al fin pareció conformarse, y tan sólo entonces tuve ocasión de conversar tranquilamente con Janai.
—¿Cómo es posible que estuvieras esperando en la puerta cuando nosotros llegamos? —preguntó ella—. ¿Y cómo es que eres tu el mensajero escogido por Ay-mad para llevarme hasta él?
—Ay-mad no tiene la menor idea de esto —repliqué—. Todo es una invención mía para engañar al comandante de la puerta y al jefe de la partida de búsqueda que os capturo.
—¿Pero cómo sabías que me habían vuelto a capturar y que llegaríamos hoy a Morbus? Todo esto es muy confuso; no puedo entenderlo.
—¿No te enteraste de que alguien robó un malagor mientras estabais pasando la noche en la isla de las marismas? —pregunté.
—¡Tor-dur-bar! —exclamó ella—. ¿De modo que fuiste tú? ¿Pero qué estabas haciendo en esa isla?
—Había partido en tu busca y estaba cerca de la isla cuando vi a los malagors aterrizar en ella.
—Ya veo —dijo la muchacha—. Te has portado de un modo verdaderamente hábil y has demostrado ser un valiente.
—Si me hubieras creído y hubieras confiado en mí —dije—, habríamos escapado y no creo ser tan tonto como Sytor para permitir que nos recapturaran.
—Te he creído y he confiado en ti mucho más que en cualquier otro — respondió ella.
—¿Entonces por qué huiste con Sytor?
—Yo no hui con Sytor. Intento persuadirme para que lo hiciera contándome muchas historias acerca de ti, pero yo no le quise creer. Finalmente le dije con toda claridad que no le acompañaba, pero Pandar y él me sorprendieron por la noche y me llevaron con ellos por la fuerza.
—Estoy contento de que no fueras con ellos voluntariamente —dije.
Y desde luego era cierto. Me alegraba mucho pensar que no lo había hecho, y la amaba por ello mucho más que antes, aunque sabía de sobra que de poco podía ello servirme mientras yo tuviera aquel horrible cuerpo y aquel rostro monstruoso e inhumano.
—¿Y qué hay de Vor Daj? —me preguntó Janai.
—Debemos dejar su cuerpo en la ciudad hasta que Ras Thavas regrese; no hay otra alternativa.
—¿Pero si Ras Thavas no regresa? —inquirió ella con voz temblorosa.
—Entonces Vor Daj continuará donde está por toda la eternidad.
—Es horrible —suspiró ella—. Es un hombre tan amable, tan maravilloso…
—¿Es eso lo que piensas de él? —No pude por menos de preguntar. Y en el acto me avergoncé de mí mismo por aprovechar de ese modo la situación en que me hallaba respecto a Janai.
—Me resulta muy agradable —dijo ella, ahora en tono displicente.
Su respuesta no tenía nada de alentadora ni de excitante; podría haber hablado así de un thoat o de un calot de su propiedad.
Poco después del mediodía se hizo evidente que el malagor había alcanzado el límite de sus fuerzas. Empezó a descender cada vez más bajo sobre las marismas, de forma que debí dirigirlo hacia una de las islas que estaban a la vista en aquel momento. Se trataba de una isla de aspecto atractivo, con colinas, cañadas y bosques, e incluso un riachuelo que partía de un pequeño lago, cosa poco usual en Barsoom. Tomó tierra en ella el malagor y en el instante siguiente se desplomó sobre un costado, permaneciendo luego jadeando y agitándose hasta el punto que temí fuera a morir de un momento a otro.
—Pobre animal —se compadeció Janai—. Ha estado transportando carga doble durante los últimos tres días y recibiendo comida insuficiente, prácticamente nada.
—Bueno, al menos nos ha sacado de Morbus —dije—. Y si se recupera nos podrá llevar por etapas hasta el mismo Helium.
—¿Por qué Helium?
—Porque es el único lugar de Barsoom donde podemos estar seguros de encontrar asilo.
—¿Y de dónde te viene esa seguridad?
—De que tú eres amiga de Vor Daj, y John Carter, Señor de la Guerra de Barsoom, ha dicho que todos los amigos de Vor Daj serán bien recibidos y mejor tratados en Helium.
—¿Y en cuanto a ti? —preguntó Janai.
No pude evitar un escalofrío ante el solo pensamiento de entrar en Helium con mi actual aspecto, y ella debió darse cuenta, puesto que agregó rápidamente:
—Estoy segura de que te recibirán igualmente bien, puesto que lo mereces mucho más que yo —permaneció un instante en silencio y luego preguntó—. ¿Sabes dónde está el cerebro de Vor Daj? Sytor me dijo que lo habían destruido.
Por un instante pensé en decirle la verdad, pero en el último momento me faltó el valor, de modo que me limité a decir vagamente y sin faltar a la verdad:
—No ha sido destruido. Ras Thavas sabe donde está, y si lo encontramos podrá restituirlo a su legítimo cuerpo.
—Pero no me parece fácil que nosotros dos consigamos encontrar a Ras Thavas en toda la superficie de Barsoom —dijo ella con tristeza.
Tampoco a mí me pareció fácil, pero me negaba a perder toda esperanza. ¡John Carter tenía que estar vivo! ¡Ras Thavas tenía que estar vivo! Y más tarde o más temprano acabaríamos por encontrarles.
¿Pero qué sería entretanto de mi cuerpo abandonado bajo el edificio de los laboratorios de Morbus? ¿Qué ocurriría si la masa de la sala de tanques número 4 lograra abrirse camino al interior de la celda 3-17? El solo pensamiento de que ello pudiera ocurrir bastaba para casi paralizar los latidos de mi corazón. ¡Y sin embargo la cosa era posible! Si el edificio y el corredor quedaban llenos de la masa, la inmensa presión ejercida por ésta podría quebrar incluso los recios paneles de la puerta de la celda. Y entonces aquellas espantosas cabezas devorarían mi cuerpo, destruyéndolo para siempre.
Además, si la repulsiva masa llegaba a cubrir toda la isla y expandirse por las marismas sería imposible recuperar el cuerpo aunque éste permaneciera intacto en su escondite, y lo habría perdido de igual forma para siempre.
Aquellos no eran pensamientos demasiado agradables y me sentía extremadamente deprimido. Súbitamente, una exclamación de Janai me apartó de mis cavilaciones.