—Sin embargo —añadió—, hubierais hecho mejor en seguir mi consejo de rendiros al principio. Ha sido un milagro que no hayáis resultado muertos o heridos de gravedad. Solamente vuestra fantástica habilidad como espadachines ha podido salvaros.
—El único milagro —replicó John Carter— es que algunos de tus guerreros conserven todavía sus cabezas. Su esgrima es abominable. El dwar sonrió.
—Estoy de acuerdo contigo. Pero creo que lo que les falta en técnica les sobra en fuerza primitiva y absoluta carencia de miedo, además del hecho de que deben ser desmembrados para ponerlos fuera de combate. Como os habréis dado cuenta, esas criaturas no pueden morir.
—Y ahora que somos tus prisioneros —inquirió el Señor de la Guerra—, ¿qué piensas hacer con nosotros?
—Os entregaré a mis superiores, y ellos decidirán ¿Cuáles son vuestros nombres?
—Este es Vor Daj, y yo Dotar Sojat.
—Decís ser de Helium, y os dirigíais hacia Fundal. ¿Por qué?
—Como ya te he dicho, somos panthans. Estamos buscando quien nos contrate.
—¿Tenéis amigos en Fundal?
—No. Nunca hemos estado allí. Si alguna otra ciudad hubiera estado en nuestro camino, habríamos ofrecido nuestros servicios en ella. Ya conoces a los panthans.
El oficial asintió.
—Quizás todavía tengáis ocasión de luchar —dijo.
—¿Puedes decirme qué clase de guerreros son los tuyos? —pregunté a mi vez—. Nunca antes había visto unos seres como ellos.
—Muy pocos lo han hecho —replicó el oficial—. Se les llama hormads. Cuanto menos los mires, más te gustarán.
«Bueno, ahora que admitís ser mis prisioneros, tengo una proposición que haceros. Atados como estáis, el viaje a Morbus os resultará incómodo, y no quisiera que guerreros tan valientes como vosotros sufrieran molestias innecesarias. Dadme vuestra palabra de honor de que no intentaréis escapar antes de nuestra llegada a Morbus, y os quitaré las ataduras».
Era evidente que aquel dwar se comportaba como un sujeto decente. Aceptamos de buen grado, y él mismo desató nuestras ataduras; luego nos ordenó que subiéramos a las aves tras sendos guerreros suyos.
Fue entonces cuando por primera vez pude ver de cerca a la mujer que cabalgaba en uno de los malagors, delante de un hormad. Nuestros ojos se encontraron, y pude advertir el terror y el desamparo reflejado en ellos. Tuve tiempo de ver también que era muy bella; luego las grandes aves se elevaron con terrorífico batir de alas, y nos encontramos camino de Morbus.
El secreto de las marismas
Colgando en una red, a un costado del malagor en el que yo había montado, estaba una de las cabezas que habíamos cortado durante nuestra lucha con los hormads. Me pregunté cuál sería la razón para transportar aquel espantoso trofeo, y acabé por atribuirlo a alguna costumbre o superstición que requería disponer del cuerpo completo del caído para poder oficiar sus funerales.
Nuestro viaje aéreo nos llevó por el sur de Fundal, ciudad que nuestro oficial buscaba evidentemente evitar. Allá abajo podía ver ahora las vastas marismas Toonolianas, hasta perderse de vista en la distancia, un laberinto de riachuelos surcando desoladas ciénagas de las que raramente brotaba una isla de terreno sólido, con el ocasional contraste, aquí y allá, del color oscuro de un bosque o del azul de un pequeño lago.
Mientras estaba contemplando el panorama que se extendía bajo nosotros, pude oír una voz exclamar en tono de queja.
—¡Vuélveme hacia el otro lado! No puedo ver nada sino el cuerpo emplumado de este pájaro…
La voz parecía proceder de muy cerca. Mirando hacia un costado pude ver que era la cabeza cortada de la red quien me había hablado.
En efecto, según se hallaba situado en la red, su cara aparecía mirando al costado del ave, y no parecía capaz de volverse o moverse por sí mismo. Era una extraña experiencia oír a semejante cosa dirigirse a uno en voz alta, y no ocultaré que sentí un violento escalofrío.
—No puedo darte la vuelta—le dije—. Me es imposible alcanzarte. Y además…, ¿para qué? ¿Qué diferencia hay en que tus
ojos
estén apuntando hacia un lugar u otro? Estás muerto, y los muertos no pueden ver.
—¿Y en cambio hablar sí, eh? Eres un idiota sin cerebro. No estoy muerto por la sencilla razón de que yo no puedo morir. El principio de la vida es inherente con mi ser, está implantado en cada célula de mis tejidos. Excepto en el caso de que sea totalmente destruido, por el fuego, por ejemplo, continuaré viviendo, y lo que vive, crece, tal es la ley de la naturaleza. ¿Quieres darme la vuelta, estúpido? Sacude la red o tira de ella, dame la vuelta de una vez.
Bien, los modales de aquella cosa no eran muy educadas, pero se me ocurrió que quizás estuviera yo también de un humor irritable si me hubieran cortado la cabeza, de modo que sacudí la red hasta que aquel ser pudo tener una visión distinta a la del costado del malagor.
—¿Cuál es tu nombre? —me preguntó.
—Vor Daj.
—Me acordaré. Necesitarás un buen amigo cuando lleguemos a Morbus. Créeme que me acordaré de ti.
—Gracias —dije, aunque dudaba de las ventajas que podría proporcionarme la amistad de una cabeza sin cuerpo.
Medité también si el hecho de haber sacudido la red para que la cosa pudiera ver el paisaje podría hacer olvidar el hecho de haberla decapitado, para que de tal forma me ofreciera su amistad. Le pregunté por su nombre tan sólo por cortesía.
Soy Tor-dur-bar —replicó—. El famoso Tor-dur-bar. Eres muy afortunado de tenerme por amigo, puesto que soy realmente importante. Ya apreciarás este hecho cuando lleguemos a Morbus y aprendas a conocer a los hormads.
Tor-dur-bar significaba «cuatro-millón-ocho» en el lenguaje de los terrestres. Parecía un nombre extraño, pero ciertamente todo en los hormads lo era.
El hormad que cabalgaba ante mí, había oído evidentemente toda la conversación. Volvió a medias la cabeza y dijo en tono despectivo:
—No hagas caso a Tor-dur-bar; no es sino un presuntuoso. Soy yo el que es verdaderamente importante. Si buscas un amigo poderoso, bien, no tienes que ir más lejos. No puedo darte detalles, pues la modestia me lo impide, pero si de veras necesitas un amigo con influencia, aquí tienes a Toe-aytan-ov, once-cien-siete, en vuestra lengua.
Tor-dur-bar resopló con disgusto.
—¿Un presuntuoso, dices? Soy el producto mejor acabado de un millón de cultivos, para ser exacto, de más de un millón. A mi lado, Tee-aytan-ov es poco más que un experimento.
—Pues si se me ocurre cortar las ataduras de esa red, tú sí que serás un experimento fallido —amenazó Tee-aytan-ov.
Tor-dur-bar empezó en el acto a gritar.
—¡Sytor! ¡Sytor! ¡Crimen, atentado, asesinato!
El dwar, que volaba en cabeza de aquel extraño destacamento, hizo dar la vuelta a su malagor y se situó a nuestra altura.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó.
—Tee-aytan-ov me ha amenazado con dejarme caer en las marismas Toonolianas ¡Llévame lejos de él, buen Sytor!
—¿Peleándoos otra vez, eh? —restalló Sytor—. Si oigo otra discusión entre vosotros, iréis directamente al incinerador en cuanto lleguemos a Morbus. Tee-aytan-ov, te hago responsable de que nada suceda a Tor-dur-bar. ¿Entendido?
Tee-aytan-ov gruñó afirmativamente, y Sytor volvió a su puesto. Después de esto, volamos en silencio, y tuve tiempo para especular sobre el origen de aquellas extrañas criaturas en cuyas manos habíamos caído.
El Señor de la Guerra volaba delante de mi malagor, y la muchacha un poco a mi izquierda. Miss ojos se desviaban a menudo en su dirección, expresando toda mi simpatía, pues estaba seguro de que también se trataba de una prisionera ¿Qué terrible destino la esperaba? Nuestra situación era ya bastante mala para un hombre; tan sólo podía conjeturar lo terrible que sería para una mujer.
Los malagors volaban rápido y suavemente; calculé su velocidad en unos cuatrocientos hodas por zode, unos cien kilómetros por hora. Aquellas aves parecían incansables, y volaban hora tras hora, sin dar muestra alguna de fatiga. Tras rodear Fundal, habíamos continuado hacia el este, y con la tarde ya bastante avanzada avistamos una ancha isla que surgía de las ciénagas. Una de las innumerables corrientes menores de agua de la marisma orillaba su límite septentrional, formando un lago en el que podía verse una pequeña ciudad amurallada. Describimos un círculo en tomo a la misma para aterrizar finalmente ante su puerta principal, que miraba directamente en dirección al lago.
Durante nuestro descenso había podido observar númerosas cabañas arracimadas fuera de la ciudad, por lo que pensé que allí debía vivir una población considerable. Y como tan solo había visto claramente una parte de la isla, que tenía bastante extensión, extrapolé que el número total de habitantes debía ser muy elevado. Tan solo más tarde pude enterarme hasta qué punto mis más exagerados cálculos quedaban por debajo de la verdad.
Tras desmontar, los tres prisioneros fuimos reunidos aparte. Colocaron en redes los brazos, cabezas y cuerpos de los heridos en la batalla de aquella misma mañana para transportarlos más fácilmente; más tarde, las puertas se abrieron, y así fue cómo hicimos nuestra entrada en la ciudad de Morbus.
El oficial a cargo de la puerta tenía la apariencia de un ser humano normal, pero sus guerreros eran grotescos y deformes hormads. El jefe cambió unas palabras con Sytor, haciéndole algunas preguntas sobre nosotros, y luego envió a los porteadores con su macabra carga al «Laboratorio de Restauración n° 3». A continuación, Sytor nos hizo marchar tras ellos por la avenida que, desde la puerta principal, llevaba hacia el sur.
Al llegar a la primera intersección, los porteadores torcieron hacia la izquierda con su carga de cuerpos mutilados, y de entre ellos brotó una voz conocida:
—Vor Daj, no te olvides que Tor-dur-bar es tu amigo y que Tee-aytan-ov es poco más que un simple experimento.
Miré hacia el origen de la voz, y pude ver la cabeza de Cuatro—millones—ocho contemplarme desde el fondo de una red. —¡No lo olvidaré —prometí.
Y pensé que, en efecto, nunca podría olvidar el horror de aquella cosa. De todas formas, seguía sin comprender cómo una cabeza sin cuerpo podría prestarme algún servicio, por muy amistosas que fueran sus intenciones.
Morbus difería de todas las demás ciudades marcianas que yo había tenido ocasión de visitar. Los edificios eran funcionales y sin ornamento, pero existía una cierta dignidad en la simplicidad de sus líneas, que tenían en sí mismas una extraña belleza. Daba la impresión de ser una ciudad nueva, construida de acuerdo con un plan bien concebido, cada línea diseñada para lograr una mayor eficacia. Pero yo era incapaz de imaginar a qué propósito podría servir una ciudad construida allí, en pleno centro de las Marismas Toonolianas. ¿Quién podría elegir vivir en aquellos remotos y depresivos lugares? ¿Cómo podría sobrevivir la númerosa población que había visto desde el aire, sin mercados ni comercio exterior? Tampoco había podido ver nada que se pareciera a campos de cultivos en los alrededores de la ciudad.
Nuestra llegada a un pequeño portal abierto en la pared blanca de uno de los edificios puso fin a mis especulaciones. Sytor golpeó la puerta con la empuñadura de su espada, y un panel se corrió, dejando ver un rostro inquisitivo.
—Soy Sytor, dwar del 10° ufan del l° dar de la Guardia del 3° jed. Traigo unos prisioneros para presentar ante el Consejo de los Jeds.
—¿Cuántos? —preguntó el hombre del portillo.
—Tres. Dos hombres y una mujer.
La puerta se abrió, y Sytor nos hizo entrar, pero no nos acompañó. Nos encontramos en lo que debía ser un cuerpo de guardia, donde se encontraban alrededor de veinte guerreros hormads, además del oficial que nos había franqueado el paso. Este último, como los otros oficiales que hasta entonces habíamos visto, era un hombre normal de raza roja como yo mismo. Nos preguntó nuestros nombres, profesiones y ciudades de donde procedíamos, datos que apuntó en un libro. Fue durante este interrogatorio cuando me enteré que la muchacha se llamaba Janai. Dijo proceder de Amhor, una ciudad situada a unos mil doscientos kilómetros al norte de Morbus. De tan pequeña ciudad sólo sabía que la gobernaba un príncipe llamado Jal Had, cuya mala reputación había llegado hasta Helium.
Terminado el interrogatorio, el oficial ordenó a uno de los hormads que nos sacara de allí; y de tal forma fuimos conducidos por un corredor hasta un ancho patio en el que ya había cierto número de marcianos rojos.
—Deberéis permanecer aquí hasta que os llame —dijo el hormad—. No intentéis escapar. Tras de lo cual se marchó, dejándonos solo con nuestros nuevos compañeros.
—¡Escapar! —exclamó John Carter con una amarga sonrisa—. En el curso de mi vida he escapado de muchos sitios, y probablemente también lograría escapar de esta ciudad, pero huir de las Marismas Toonolianas es otra cosa muy distinta. Sin embargo, ya veremos.
Los otros prisioneros, pues tal era su condición, se acercaron a nosotros. En total eran cinco.
—¡Kaor! —nos saludaron.
Respondimos a su saludo y luego intercambiamos nuestros respectivos nombres, así como información sobre el mundo exterior, sobre el que nos preguntaron con ansiedad, como si llevaran años prisioneros en Morbus. Pero no era tal el caso, simplemente ocurría que el aislamiento de la ciudad les daba la impresión de haber permanecido aislados del mundo durante mucho tiempo. Dos de ellos eran fundalianos, otros de Toonol, otros de Ptarth, y el último de Duhor.
—¿Con qué propósito nos han hecho prisioneros? —les preguntó John Carter.
—Utilizan algunos de sus cautivos como oficiales para entrenar y mandar a sus guerreros —explicó Pandar, uno de los fundalianos—. Los cuerpos de otros son empleados para alojar en ellos los cerebros de aquellos hormads que, por su inteligencia, son capaces de ocupar altos cargos. El resto va a parar a los laboratorios de cultivo, donde sus tejidos son usados para los malditos experimentos de Ras Thavas.
—¿Ras Thavas? —exclamó el Señor de la Guerra—. ¿Está Ras Thavas aquí, en Morbus?
—Aquí está, en efecto —replicó Gan Had de Toonol—. Un prisionero de su propia ciudad, esclavo de las odiosas criaturas a las que ha dado la vida.
—¿Qué quieres decir? —preguntó John Carter.
—Después de que Vobis Kan, Jeddak de Toonol, expulsase a Ras Thavas de su laboratorio —explicó Gan Harid—, vino a esta isla para perfeccionar un descubrimiento en el que había estado trabajando durante años. Se trataba de la creación de seres humanos a partir de tejidos orgánicos también humanos. Había perfeccionado un sistema de cultivo en el cual dichos tejidos crecerían continuamente. El crecimiento de una pequeña partícula de tejido vivo podía llenar en poco tiempo un ala entera de su laboratorio, pero sin adoptar ninguna forma. El problema estaba en dirigir el crecimiento. Ras Thavas experimentó con diversos reptiles que tienen la facultad de reproducir ciertas partes amputadas de sus cuerpos, como colas, patas y dedos; y, finalmente, descubrió el principio. Aplicó éste al control del crecimiento de tejidos humanos en un cultivo altamente especializado, y el resultado de este experimento fueron los hormads. El setenta y cinco por ciento de los edificios de Morbus están dedicados al cultivo y crecimiento de esas horrendas criaturas, de las que Ras Thavas deseaba tener el mayor número posible.