—Hablas de un modo inconsciente. Es mi vehículo de aterrizaje lo que estáis arriesgando. ¿Tenéis previsto explorar la base de la pared?
Aquel contralto vibrante, aquella seductora voz de mujer era la misma que todos los comerciantes titerotes aprendían de sus predecesores. Quizá estudiaban otra distinta para influir sobre las mujeres. Para los hombres era una voz que pulsaba muchas cuerdas ocultas, y esto tenía la virtud de fastidiar a Luis, quien dijo:
—Hay cámaras a bordo de la naveta, ¿no? Pues limítate a mirar.
—Y además tengo tu contactor. ¡Habla!
Ni Luis ni Chmeee se molestaron en responder.
—Muy bien. Dejo abierto el enlace teleportador entre el módulo y la «Aguja», la sonda también funcionará como enlace para eso. En cuanto a tu contactor, Luis, te lo devolveré tan pronto como hayas aprendido a obedecer.
Lo cual resumía el problema de la manera más elegante, pensó Luis.
Chmeee comentó:
—Es un alivio saber que podemos huir de nuestros propios errores. ¿Es que hay límite de alcance para los discos teleportadores?
—Son límites de energía. El sistema del disco sólo puede absorber una cantidad limitada de diferencial energético. En el instante en que paséis no debe haber velocidad relativa entre la «Aguja» y el módulo. Os aconsejo que permanezcáis en la enfilada, a babor de la «Aguja».
—Eso ya entraba dentro de nuestros planes.
—Pero, aunque abandonéis la naveta, sigo siendo el dueño de vuestro único medio para salir del Mundo Anillo. ¿Lo habéis oído, Chmeee, Luis? El Anillo chocará con las pantallas de sombra dentro de poco más de un año terrestre.
Chmeee despegó con los repulsores diseñados por los titerotes. Un breve chorro del motor de fusión de popa del módulo hizo que éste avanzara alejándose del borde.
No era lo mismo volar utilizando la repulsión del material del Anillo que usar la antigravedad, pensó Luis. Repelido al mismo tiempo por la pared del borde y por el suelo, el módulo describía una curva descendente. Chmeee logró frenarla cuando se hallaban a sesenta y cinco kilómetros.
Luis pasó una imagen telescópica a una de las pantallas. Cuando flotaba con sólo la acción de los repulsores, y fuera del límite de la atmósfera, la naveta se comportaba con tanta estabilidad que parecía inmóvil: buena base para un telescopio.
Un suelo rocoso se alzaba en repecho hacia la base del muro. Despacio, por la línea de unión, Luis paseó el telescopio utilizando el máximo aumento. Suelo pardo y estéril contra el gris vidrioso. Cualquier anomalía hubiera sido detectada fácilmente.
—¿Qué buscas? —preguntó Chmeee.
Luis no aludió al titerote que les espiaba y que les creía en busca de un aparato transmutador abandonado.
—Una tripulación espacial procedente de la zona del espaciopuerto habría pasado más o menos por aquí, pero no veo nada verdaderamente grande que pudiera pasar por una maquinaria abandonada. Porque en realidad no buscamos una cosa pequeña, ¿verdad? No habrían dejado nada valioso aquí, a menos que fuese demasiado grande para transportarlo, ¡nej!, en cuyo caso habrían dejado casi todo cuanto tenían.
Detuvo el movimiento explorador del telescopio.
—¿Qué opinas de eso?
Medio cono de aspecto desvencijado, como si lo hubiera pulido el viento durante cien millones de años, se elevaba unos cincuenta kilómetros, apoyado en la base del muro. En la parte inferior de la falda lucía un cinturón de hielo; la capa blanca era gruesa y mostraba las líneas de fluencia típicas de los glaciares.
—El Mundo Anillo imita la topografía de los mundos terraformes —dijo Chmeee—. Por lo que sé de éstos, esa montaña no se ajusta al modelo.
—En efecto, es poco artística. Las montañas se agrupan en cordilleras y además no tienen formas tan regulares. Pero, ¿sabes?, es peor que eso. En el Mundo Anillo todo está esculpido en hueco. ¿Recuerdas cuando bajamos con el «Embustero»? Fondos marinos en saliente, montañas con abolladuras y barrancos como cordilleras, lechos de ríos como las venas en el bíceps de un levantador de pesas. Incluso los deltas de los ríos están esculpidos. El Mundo Anillo no tiene espesor suficiente como para que el paisaje pudiera esculpiese por sí mismo.
—Tampoco existen procesos tectónicos que lo hagan, si es a eso a lo que quieres referirte.
—Así pues, deberíamos haber visto esa montaña desde atrás, desde el espaciopuerto. Y no fue así. ¿Tú viste algo?
—Voy a acercar el módulo.
Resultó bastante difícil. Cuanto más se acercaba la naveta al muro, más empuje de los motores de fusión necesitaba para mantener el rumbo o para dar sustentación al vehículo si se desconectaban los repulsores.
Lograron acercarse a unos ochenta kilómetros, y fue suficiente para descubrir el poblado. Grandes rocas grises sobresalían por entre los témpanos de hielo, y algunas de aquéllas estaban perforadas por miles de puertas y ventanas sombreadas de oscuro. Dieron más aumentos, y las puertas se revelaron ceñidas de galerías y marquesinas; cientos de puentes colgantes subían, bajaban y comunicaban unos lados con otros. En la roca habían tallado escaleras que trazaban extrañas curvas; algunas medirían medio kilómetro o más. Otras, descendían hasta el pie de la montaña y se adentraban en el arbolado.
Una meseta casualmente situada en el centro de la aldea, mitad de roca y mitad de hielos eternos, servía de plaza pública; la horda que se agolpaba allí, dada la distancia, aparecía como unas motitas color oro pálido apenas visibles. ¿Ropas doradas o pelaje dorado?, se preguntó Luis. Al fondo de la plaza, había un gran peñasco tallado en forma de una cara de mandril, peluda, mofletuda y jovial.
Luis dijo:
—No te acerques más. Los asustaremos si intentamos aterrizar con los motores de fusión, y no hay otra posibilidad.
Un pueblo vertical de unos diez mil habitantes, a ojo de buen cubero. El radar de penetración nos indicó que no habían cavado muy hondo. Mejor dicho, las habitaciones trogloditas parecían talladas más bien en el hielo.
—¿A que te mueres de ganas por interrogarles acerca de su peculiar montaña?
—Ya lo creo que me gustaría hablar con ellos —respondió Luis, y lo decía en serio—. Pero fíjate en el espectrógrafo y en el radar. No utilizan metales, ni plásticos, ni mucho menos monocristales. No quiero ni pensar en el material de que estarán hechos esos puentes. Son primitivos, estarán convencidos de que viven en una montaña.
—De acuerdo, y sería demasiado difícil llegar hasta ellos. ¿Adónde vamos ahora? ¿A la ciudad flotante?
—Sí, pasaremos por encima de los girasoles.
Una de las pantallas de sombra empezaba a ocultar el disco del sol.
De nuevo, Chmeee puso en marcha el motor de popa y lo aceleró hasta la velocidad de crucero de quince mil kilómetros por hora. No era una velocidad excesiva que les hiciera perderse los detalles, pero sí resultaba la suficiente para llegar en cuestión de diez horas adonde pretendían ir. Luis estudió el paisaje que velozmente desfilaba ante ellos.
En principio, el Mundo Anillo debió de ser un vergel sin fin. Al fin y al cabo, no era un mundo que hubiese evolucionado al azar, sino un objeto construido.
Lo que habían visto durante su primera visita no podía considerarse típico. Pasaron la mayor parte del tiempo entre dos grandes perforaciones causadas por asteroides: la del Ojo de la Tormenta que escupía aire a través de un agujero en el suelo del Anillo, y el terreno deformado y sobreelevado alrededor de la montaña Puño-de-Dios. Por supuesto, la ecología estaba dañada; la circulación de los vientos, cuidadosamente planeada por los Ingenieros, debió de quedar estropeada sin remedio.
Pero ¿allí? Luis buscó en vano los rastros de un ciclón, síntomas de actividad o perforaciones debidas a meteoritos. Y, sin embargo, advertía zonas desérticas tan grandes como el Sahara o más. En las laderas de las cadenas montañosas asomaba el gris perla de los fundamentos del Anillo. Los vientos se habían llevado el manto de piedra.
¿Era posible que el clima hubiese empeorado tanto y tan rápidamente? ¿O acaso a los Ingenieros del Mundo Anillo les gustaban los desiertos? Luis recordó que el Centro de Reparación debía de estar abandonado desde hacía mucho tiempo. Es posible que el pueblo de Halrloprillalar no llegase a encontrarlo después de la desaparición de los Ingenieros. Si las suposiciones de Luis eran correctas, no cabía ninguna duda de que habían desaparecido.
—Necesito tres horas de sueño —dijo Chmeee—. ¿Sabrías pilotar el módulo si ocurre algo?
Luis se encogió de hombros.
—Claro, pero ¿qué va a ocurrir? Volamos demasiado bajo para la defensa antimeteoritos. Aunque estuviese instalada sobre el muro exterior, tendría que tirar sobre zonas habitadas. Seguimos con el piloto automático.
—Sí. Despiértame dentro de tres horas.
Chmeee abatió el respaldo y se echó a dormir.
Luis volvió a los telescopios de proa y de popa para su propia instrucción y entretenimiento. La noche cubría la región de los girasoles. Apuntó por el Arco arriba, hacia el más próximo de los Grandes Océanos.
Allí, más allá del océano en el sentido del giro y casi sobre la línea media del Anillo, estaba aquel falso volcán, el cono inclinado llamado Puño-de-Dios, dentro de una mancha de desierto rojo a imitación de Marte, pero mucho más grande que éste. Más a babor, un brazo destacado del Gran Océano, a su vez bastante más grande que muchos mundos.
Las islas se agrupaban en archipiélagos dispersos sobre la elipse azul.
Había una aislada, circular y de color desértico, y otra en forma de disco atravesado por un canal. Extraño. Pero las demás eran islas en un mar vastísimo… Allí había encontrado el mapa de la Tierra: América, Groenlandia, Eurasiáfrica, Australia, Antártida, vistas en proyección desde el blanco Polo norte, tal como aparecieran antaño en el castillo flotante.
¿Serían todas como mapas de mundos verdaderos? Prill no debió de saberlo, puesto que aquellos mapas se habrían creado mucho antes de que apareciese en escena su raza.
Habían dejado a Teela y al Caminante en algún lugar de por allí. No andarían muy lejos. Dadas las distancias existentes en el Mundo Anillo y el nivel técnico de los nativos, veintitrés años no daban para ir muy lejos. Estaban treinta y cinco grados más arriba en la curva del Arco: a noventa y tres millones de kilómetros de distancia.
En realidad, Luis no tenía ganas de volver a ver a Teela.
Cuando hubieron transcurrido las tres horas, Luis alargó la mano y sacudió el hombro de Chmeee.
Un brazo gigantesco lanzó un zarpazo y Luis se echó atrás para esquivarlo, aunque no anduvo lo bastante listo.
Chmeee parpadeó.
—¿Cómo se te ocurre despertarme de esa manera? ¿Quieres el quirófano automático?
Luis tenía dos arañazos profundos en la espalda, junto al hombro, y notó la camisa empapada de sangre.
—Dentro de un minuto. Ahora mira esto.
Le indicó el mapa de la Tierra, hecho de pequeñas islas bien separadas de los demás archipiélagos.
Chmeee miró.
—Kzin.
—¿Cómo?
—Un mapa de Kzin. Allí, Luis. Supongo que nos equivocábamos cuando creímos que éstos eran mapas a escala. Son a tamaño real, escala uno a uno.
A un millón de kilómetros del mapa de la Tierra se veía otra aglomeración. Lo mismo que ocurría con el mapa de la Tierra, el tamaño de los océanos resultaba alterado por la proyección polar; en cambio, los continentes resultaban perfectamente reconocibles.
—Es Kzin —admitió Luis—. ¿Cómo no me había dado cuenta? Y ese disco dividido por un canal es Jinx. Y la mancha anaranjadorrojiza más pequeña debe de ser Marte.
Luis parpadeó, algo mareado. Toda la camisa estaba empapada desangre.
—Volveremos sobre esto más tarde. Ayúdame a bajar hasta el auto-doc.
Durmió en el autoquirófano.
Cuatro horas más tarde, y sin más huellas que una ligera rigidez detrás y debajo del hombro (para recordarle que no se toca a un kzin dormido), Luis regresó a su puesto.
Fuera todavía era de noche. Chmeee tenía en su pantalla el Gran Océano.
—¿Cómo estás?
—Restaurado y sano, gracias a la medicina moderna.
—No hiciste ningún caso de tus heridas. Sin embargo, debí de hacerte daño y sobresaltarte.
—¡Ah! Supongo que un Luis Wu de cincuenta años se habría puesto histérico. Pero yo sabía que estaba aquí el quirófano automático. ¿Por qué lo dices?
—Al principio pensé que tu valor era como el de un kzin. Luego me pregunté si la adicción a la corriente no te habría dejado incapacitado para reaccionar frente a cualquier otro estímulo menos intenso.
—Dejémoslo en que soy un valiente, ¿no? ¿Qué has descubierto?
—Bastantes cosas —dijo el kzin al tiempo que las señalaba—. La Tierra. Kzin. Jinx; los dos picos se salen de la atmósfera lo mismo que los polos oriental y occidental de Jinx. Y aquí el mapa de Marte. Y ése es Kdat, el planeta esclavo…
—Ya no lo es.
—Los kdatlyno fueron esclavos nuestros, y también los pierin, cuyo mundo me parece ver aquí. A ver si puedes decirme si es ése el mundo natal de los trinocs.
—Sí, y creo que también habían colonizado ese de al lado. Si tiene mapas, podemos preguntárselo al Inferior.
—Seguro que sí.
—Seguro. Pero oye, ¿qué es esto? No es una exposición de mundos terraformes, y además aquí hay como una docena que no conozco.
Chmeee resopló, despectivo.
—Es obvio hasta para la inteligencia más mediocre, Luis. Es una exposición de posibles enemigos, de seres inteligentes o cuasi inteligentes, que algún día pudieran significar un peligro para el Mundo Anillo: pierin, kzinti, marcianos, humanos, trinoc.
—¿Y qué pinta entonces Jinx? ¡Bah, Chmeee! ¡No pensarían que los bandersnatchi iban a venir aquí con sus naves de guerra! Son grandes como dinosaurios y no tienen manos. Y también Down tiene nativos inteligentes y ¿dónde está?
—Aquí.
—Sí. Es bastante impresionante. Los grogs no son un peligro tan obvio; se pasan toda la vida sentados en una piedra.
—Los Ingenieros del Mundo Anillo conocieron todas esas especies y dejaron los mapas como un mensaje para sus descendientes, ¿no crees? Pero no descubrieron el mundo de los titerotes.
—¿No?
—Y sabemos que llegaron a aterrizar en Jinx. Durante nuestra primera expedición vimos el esqueleto de un bandersnatch.