Los inmortales (2 page)

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Authors: Manuel Vilas

Tags: #Narrativa

Si estas páginas fueran divulgadas, la fealdad y la comedia regresarían a la vida. Nosotros, los heroicos emperadores de la inmortalidad, nosotros, energía en expansión, sólidas columnas del Cosmos, tenemos la misión de amputar esta sórdida obra de nuestra memoria arqueológica. Nada se perderá por ello. Confío en que no sufráis demasiado recordando un lejanísimo pasado en que hubo inmortales de baja condición, recordando el mundo del frío radical, el frío de la especie. Saber de dónde venimos no tiene por qué ser una obligación científica para todos nosotros. Sólo pensar en que la Dama Blanca —la inmortalidad— fue maltratada por nuestros antepasados más primitivos con violencia y con rencor, con ignorancia y con desconfianza, me produce una tristeza gigantesca, una pena llena de angustia. Sin embargo, venimos de allí, aunque remota y a veces indescifrablemente, y heroico será que unos cuantos de nosotros nos sacrifiquemos y por tanto lo sepamos, pero también, y esto es lo más importante, lo olvidemos con rapidez, e igualmente volvamos con urgencia al gozo y la plenitud, nuestras únicas tareas de este presente inconmensurable en que nos agitamos con las alas de los ángeles más blancos, más serenos, mientras nuestra carne universal se expande y nuestra materia corporal goza en medio del Ser.

ARISTO WILLAS

Jefe Supremo de Arqueología Terrestre y de Inteligencia Histórica

Servicios Especiales de la Galaxia Shakespeare

31 de febrero de 22011

Saavedra

Saavedra estaba sentado en un taburete de mesa alta de la cafetería del renovado aeropuerto de Zaragoza. Estaba absorto escribiendo en un pequeño ordenador portátil. De vez en cuando miraba a su alrededor como temiendo la visita de alguien. Sacó un MP3 de su bolso y se puso a escuchar música. El MP3 y el portátil absorbieron completamente su atención. Saavedra sintió estrés tecnológico, pues el ordenador era realmente pequeño. Sus dedos tenían dificultades, debido a que las teclas del ordenador eran diminutas. No obstante, estaba contento porque se estaba haciendo realidad su deseo de escribir en todas partes. Para escribir necesitaba también la música, de ahí el MP3, en donde estaba sonando
Cecilia
de Simon y Garfunkel, una canción muy querida para Saavedra, una canción que siempre le transmitía energía literaria.

No advirtió la llegada de un hombre de unos cuarenta y cinco años, un hombre de mediana edad en todo caso. Un hombre sonriente.

—Hola, Miguel, soy Jerry —dijo el recién llegado.

Tuvo que esperar a que Saavedra se quitara el MP3, y entonces volvió a repetir la frase. Hubo un silencio largo. Al fin, Saavedra habló, con cierta irritación en el tono:

—No me llames Miguel, llámame Saavedra, mi segundo apellido, es el que uso desde hace unos cuantos años, demasiados años, me gusta mucho Saavedra, pero aún me gusta más SA a secas, llámame SA, y cuando lo escribas, pon la «a» con mayúscula para que no se confunda con el pronombre «se», tan frecuente en el español; ese «se» que, por otro lado, vuelve locos a los gramáticos porque tiene usos variopintos y oscuros; me cae bien ese «se», tan español, y en el fondo tan brutalmente latino; es increíble la cantidad de funciones gramaticales que tiene encomendadas ese pronombre «se»; yo diría que es la palabra más enigmática del español; me gusta cuando aparece con valor reflexivo, pero también en las llamadas pasivas con «se», donde ya no hace de pronombre, y también en las impersonales del tipo «En España se bebe mucho», donde tampoco es pronombre. Nadie sabe muy bien qué es o en qué se convierte cuando no hace de pronombre, una especie de criatura gramatical enigmática y maligna. Es fascinante. El «se» es una criatura mutante. Por eso, llámame SA, y la «a» con mayúscula, una buena A, grande y firme, para que no haya colisión con esa superpalabra. El español es una lengua inventada por el Diablo. Todos somos seres inventados por el Diablo, o por Dios, y su mismísimo hijo Jesucristo, da lo mismo.

Jerry dijo que ya sabía que lo tenía que llamar SA, que ya sabía que ahora se hacía llamar así, pero que en honor al pasado, al pasado muy remoto, lo había querido llamar Miguel. Y otra vez cayó el silencio. Como Saavedra no decía nada, Jerry siguió hablando. Comentaba lo bonito que habían dejado el renovado aeropuerto de Zaragoza. Parecía una sala de fiestas. Y que qué bien que por fin se conociesen en persona, porque llevaba mucho tiempo siguiéndole por medio mundo, pero que hasta ahora no se había atrevido a hablarle. Saavedra apagó el ordenador.

—¿Así que tú eres Jerry?, sabía que vendría alguien pero no con ese nombre —dijo Saavedra, esbozando una sonrisa.

—Es que mi madre era puertorriqueña —aclaró Jerry alegremente.

En ese momento anunciaban un vuelo a Santa Cruz de Tenerife.

—Es nuestro vuelo, Saavedra —dijo Jerry.

Era verdad, era el vuelo de Saavedra. Saavedra cogió su maleta y se dirigió a la fila. Detrás iba Jerry. Jerry sonreía. Le hacía comentarios a Saavedra sobre el aspecto de la gente que estaba haciendo la cola. Subieron al avión y Saavedra, al ver que Jerry se sentaba lejos de él, se sintió como liberado. Jerry reapareció en el aeropuerto Reina Sofía de Tenerife. Los dos viajaban con la misma agencia. Los dos estaban alojados en el mismo hotel. En el hotel Cien Águilas de Puerto de la Cruz. Jerry comentó que el hotel Cien Águilas estaba muy bien, que en Internet le habían puesto una valoración de 9,34.

Se sentaron juntos en el autobús. Tardaron una hora larga en llegar al hotel. Era ya de madrugada. Mientras se registraban en el hotel, Jerry dijo:

—Mira, Saavedra, se me ocurre que mañana podríamos alquilar un coche juntos; al fin y al cabo, los dos estamos solos aquí; y en Tenerife, sin coche estás muerto, eso sin contar la pasta que nos ahorramos si alquilamos el coche juntos.

Saavedra, a la mañana siguiente, quedó muy sorprendido cuando Jerry le propuso alquilar un coche de gama alta, nada menos que un Mercedes descapotable. Saavedra amaba los coches, le encantaban los coches de lujo, los coches especiales, pero no podía pagar la mitad del alquiler de semejante vehículo. Como si le hubiera leído el pensamiento, Jerry dijo:

—Tú pon lo que puedas, al resto te invito yo, no problem, tío.

Saavedra escasamente pudo poner la cuarta parte de lo que valía el alquiler del Mercedes, y le agradeció mucho a Jerry la invitación. Subieron al coche. Saavedra estaba pletórico, le encantaba ese coche, y era prácticamente nuevo, sólo tenía un año. Jerry le advirtió que tenía que volver al aeropuerto Reina Sofía a resolver un asunto. Saavedra dijo que muy bien. Al cabo de una hora, Jerry estaba hablando con el jefe de equipajes especiales del aeropuerto. Jerry sacó de una cartera varios certificados y papeles notariales. Eran papeles muy pomposos. El jefe de equipajes especiales dio, finalmente, el visto bueno. Un empleado con uniforme trajo un estuche de un metro y medio de largo por unos cuarenta centímetros de ancho. Jerry firmó varios papeles y se marcharon con el estuche. Saavedra quiso ayudar a Jerry con el estuche, pero éste le dijo que no hacía falta. Metieron el estuche en el maletero, tuvieron que mover los asientos de atrás porque el bulto no cabía, y en ningún momento Saavedra le preguntó que qué había en el estuche.

—Bueno, ahora que ya está solucionado el tema de la espada, vayamos a ver el Teide —exclamó Jerry.

Saavedra aplaudió la propuesta. Enfilaron la autovía en dirección a Santa Cruz. Pasaron por Candelaria. Saavedra conducía y Jerry miraba el mar a su derecha. No entraron en Santa Cruz sino que se desviaron hacia La Laguna, para coger la carretera del Teide por el monte de la Esperanza. Pararon varias veces para admirar las vistas. Iban turnándose en la conducción del Mercedes, si bien Saavedra se mostraba siempre descansado y con ganas de conducir. Los dos estaban exaltados. La proximidad del Teide les confería ebriedad y desorientación, el Mercedes también los exaltaba. Quisieron poner música. Fue entonces cuando descubrieron que la persona que anteriormente había alquilado el Mercedes se había dejado olvidados dos cedés. Uno era de Demis Roussos y el otro un grandes éxitos de Romina Power y Al Bano. Pusieron
Velvet Mornings
de Demis Roussos y admiraron Las Cañadas del Teide. Las vistas eran sobrenaturales. Jerry comenzó a hablar de la conquista española de las islas Canarias en el siglo XV. Decía que ahora la gente venía a las islas en avión y ascendía al Teide en coche. Fantaseaba con el valor de aquellos castellanos del siglo XV que vinieron a las islas desesperados y hambrientos después de un inhumano viaje oceánico. Saavedra intervino:

—Era gente que no distinguía entre la vida y la muerte; no conseguirías, Jerry, entenderlo ni aunque hablaras con ellos; eran animales, buenos animales; no eran animales de granja; eran bichos salvajes; los ingleses también eran así, pero no tanto como nosotros; éramos ferocidad y oscuridad, y para colmo creíamos en Dios; jamás podrías entender algo así; la libertad es saña y furia; la libertad es romper cabezas, estrujar cuerpos, joder vidas ajenas; «joder vidas ajenas», qué bueno, tío; ten cuidado, Jerry, porque me estoy poniendo cachondo; es esta jodida sensación de estar rodeado de agua por todas partes, lo de las islas es que me pone a mil. Los ingleses eran peores que nosotros, eso es así, por eso nos vencieron, porque les importaba todo una mierda. Todo es combustión y golpe. Me entran ganas de comerte el corazón, Jerry. Jerry, tío, tienes cara de maricón. Me da igual que seas maricón. Me da igual todo, tío.

Saavedra y Jerry hicieron la cola para pagar la entrada del teleférico que asciende casi hasta la cumbre del Teide. Dos turistas alemanas intentaron colarse. Saavedra fue violento con ellas: las mandó a la cola insultándolas. Estas putas germánicas, dijo Saavedra. Jerry se sorprendió, pues creía que Saavedra era un hombre tranquilo, al menos en su imagen pública, pues en privado ya le había dado muestras de una siniestra ferocidad verbal. No estaba permitida la ascensión hasta la cumbre del Teide. Pero Saavedra desoyó las indicaciones de un guarda, a quien cogió de la pechera y amenazó de muerte. Jerry y Saavedra ascendieron hasta la cumbre del Teide. Saavedra estaba charlatán y violento. También contaba chistes mientras ascendía. Jerry tenía algo de sobrepeso y subía con dificultades.

A la bajada, el guarda no había denunciado a Saavedra, como había temido Jerry. Es más, el guarda le preguntó a Saavedra por la cumbre, que si le había parecido bonita, que si hacía frío arriba, que si las vistas eran majestuosas, y mientras le preguntaba, iba denegando el permiso para subir a un montón de turistas italianos, españoles, ingleses. Saavedra le dijo:

—No dejes subir a ninguno, no se lo merecen, haces bien tu trabajo, tío. Y sí, las vistas son cojonudísimas. Lo dicho, tío: que no suba ni Dios.

—A sus órdenes, lo he entendido perfectamente, por fin voy a hacer algo que valga la pena —contestó el guarda.

—Bien, eres un perfecto hijodeputa —concluyó Saavedra.

Jerry comenzaba a descubrir la oculta naturaleza de Saavedra. Pararon a comer en un restaurante llamado El Mencey, en el pueblo de Aguamansa. Pidieron papas arrugadas. A Jerry le dolía bastante la cabeza por culpa del mal de altura. Decidieron ir a bañarse a la playa. Se bañaron en una playa cercana a Puerto de la Cruz. Saavedra le confesó a Jerry que no sabía nadar, de modo que prácticamente sólo se mojó los pies. Jerry, en cambio, se dio un baño largo. Mientras Jerry se bañaba Saavedra se tomó unas cervezas en un chiringuito de la playa. A Jerry el baño le quitó el dolor de cabeza. Saavedra llevaba un bañador pintoresco. Eran unas bermudas llenas de flores y escudos raros, donde salían armas antiguas. Saavedra no se cortaba las uñas de los pies. Tenía unas uñas largas y oscuras, sombrías. Jerry se quedó mirando las uñas de Saavedra.

—Ya basta, volvamos al hotel —ordenó Saavedra.

Al día siguiente decidieron ir a visitar los famosos acantilados conocidos con el nombre de Los Gigantes. Recorrieron con el Mercedes carreteras con muchas curvas, con cuestas empinadísimas. Saavedra decía que le encantaban esas cuestas. Cuando llegaron a Los Gigantes, Saavedra dijo:

—Esos acantilados, Jerry, esos acantilados están igual que hace quinientos años; menos mal que queda algo igual que entonces, estas jodidas islas Canarias eran nuestras.

—Aún siguen siendo nuestras —replicó Jerry.

—No, ya nada es nuestro, nada, tío, no sé de quién es, pero lo único que sé es que ya no es nuestro; ya nadie sabe de quién cojones son las cosas, pero a mí me la suda, tío; estoy vivo y eso sí que es definitivo, eso es la hostia, tío, eso es poder, es más poderosa la vida que la materia, vaya mierda —contraargumentó Saavedra con tono desabrido.

Y Saavedra se fue a un chiringuito de playa y se pidió una jarra grande (de litro y medio) de sangría. Hacía calor y Saavedra bebía con alegría misteriosa. Pinchaba los limones de la sangría con un palillo. Los hundía con el palillo. Y luego salían a flote, supurando vino y limonada.

—Llama a un par de mujeres, Jerry, estoy contento —exigió Saavedra.

—Sí, pero acuérdate de que mañana es el día —aclaró Jerry.

Jerry sacó el móvil y pidió al camarero del chiringuito que le dejara un periódico de Tenerife. Jerry miró la sección de contactos e hizo algunas llamadas. Saavedra se levantó de la silla y comenzó a bailar con una gracia descomunal.

A las once de la noche Jerry y Saavedra estaban tomando unos cócteles en las terrazas del hotel Cien Águilas con Manoli y María Antonia, dos tinerfeñas guapísimas y simpatiquísimas. Saavedra bebía alexanders, Jerry bebía mojitos, Manoli margaritas y María Antonia mai-tais. Jerry le dijo a Saavedra: ten cuidado con los alexanders, son muy dulces y mañana tendrás dolor de cabeza. Saavedra dijo: Jerry, no seas gilipollas, ¿tú crees que un tipo como yo puede tener dolores de cabeza? Manoli era rubia y corpulenta, muy simpática, con unos ojos intensamente azules. Saavedra le dijo a Jerry en un aparte: tío, me gustan las dos. María Antonia le preguntó a Saavedra que de dónde era. Saavedra dijo que de La Mancha. María Antonia también era rubia, y bastante delgada. Tenía una sonrisa apabullante, y unos dientes muy blancos. Era menuda, pero no era pequeña. A Saavedra le gustaban las dos.

—Tienes unos dientes tan bonitos que parecen platillos volantes —poetizó Saavedra.

María Antonia se reía por todo, de todo hacía un chiste o una broma.

—Jerry, esto es el cielo —proclamó Saavedra.

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