Los inmortales (9 page)

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Authors: Manuel Vilas

Tags: #Narrativa

Estamos en la calle. Ponti decide ir a Media Markt. Quiere ver los electrodomésticos de Media Markt. Ponti está delante del lema publicitario de Media Markt, que dice:

YO NO SOY TONTO

Comparamos los precios de El Corte Inglés con los de Media Markt. Ponti disfruta enormemente con la diferencia de precios, pero también se entristece y se enfada. No consigue averiguar dónde reside la razón que pudiera explicar la diferencia de precios. «Esta diferencia de precios me está matando, debilita mi conciencia mística», dice Ponti textualmente y yo lo anoto. Ahora estamos mirando ventiladores. Ponti se arrodilla ante un ventilador encendido, a modo de muestra. «Es Nuestro Señor el Aire», dice Ponti. «Recemos, Agnes, recemos», dice Ponti. Temo la presencia incomodante de algún vendedor, pero lo bueno de Media Markt es que nunca hay vendedores que quieran saber qué estás haciendo allí, en mitad de los largos pasillos en donde Ponti lo toca todo, no es que lo toque, es que lo usa. En la sección de telefonía, le gusta, por ejemplo, usar los teléfonos, simular una conversación. Ponti está acariciando los ventiladores. Pone su cabeza en mitad del aire. Y ríe. Está feliz. Los ventiladores le encantan. «Mira las aspas del ventilador, es imposible verlas, es maravilloso, es Dios Nuestro Señor, Agnes, Agnes, mi buena Agnes, señora de Calcuta», dice Ponti. Estamos intentando ver las aspas del ventilador. Vamos ahora hacia las estaciones meteorológicas. Miramos los termómetros. Hay veintiséis grados en la tienda. Ponti explica que conocer la temperatura es importante. «La temperatura es definitiva, medirla en todo momento una conquista sin precedentes; adoro los termómetros, saber la cantidad de calor y de frío con precisión me convierte en un hombre libre, fíjate en estos termómetros, son americanos; claro, los americanos conocen la importancia de la temperatura; España, Italia y la India han vivido de espaldas a la gran crisis meteorológica que se avecina, pero los católicos inmortales estamos preparados; el frío y el calor son manifestaciones importantes de la realidad, y medir esas manifestaciones es una delicia del conocimiento, a mí me encanta saber que aquí hay veintiséis grados, sabiendo eso estoy en disposición de controlar el mundo; pobres ignorantes, aquellos que no conocen la medición de la temperatura; el frío y el calor son poder, son dimensiones de la materia, dimensiones de Dios, que es el artífice de la materia; más que dimensiones, son disfraces de la materia; la materia se disfraza y hay que estar preparado, hay que estar con un termómetro en la mano, para saber de qué viene disfrazada la materia en cada momento, si viene ardiente o si viene fría, es un gran espectáculo, es puro amor, exactamente es eso: Amor, o sea, Dios, y entonces, un termómetro es como una Biblia.»

Estamos ahora frente a los amplificadores. Ponti está haciendo rodar el mando del volumen de un Marantz. Es un mando soberbio. Es un amplificador para profesionales, lo dice un cartel. Ponti explica que ese mando permite controlar el sonido del mundo, es decir, el sonido de las voces que invocan a Dios. «El mundo suena y yo lo gradúo en función de la necesidad y de la belleza», dice Ponti mientras su mano hace girar la rueda del volumen de una manera no del todo caprichosa. Pero Ponti se ha fijado ahora en los microondas. Hay uno plateado que lo cautiva de forma inmediata. Empieza a jugar con los mandos del microondas. Lo acaricia. Vamos ahora a las máquinas de afeitar. Ponti se pasa todas las máquinas que hay en exposición por su cara. Las prueba todas. «Son manos de santa», dice.

Ponti decide volver a El Corte Inglés, a la sección del automóvil. Llevamos todo el día así. Dice que se nos ha olvidado esa «gran sección». Cogemos un taxi y volvemos a El Corte Inglés. Allí nos dedicamos a admirar las ruedas y los dibujos de las ruedas. A Ponti le encanta el dibujo de los neumáticos. Intenta meter el dedo en esos dibujos. Palpa la rueda. La huele. Pasa su cara por la rueda. «Ojalá me pises algún día, el día que me lleve hasta el Amado», le dice a un neumático de 225/70/14. Ponti comienza a disertar sobre los diferentes fabricantes de neumáticos: Firestone, Pirelli, Michelin, Goodyear, Continental, Bridgestone. Le gustan los neumáticos Pirelli. «No sabría cuál elegir —dice Ponti—, son todos tan hermosos, quizá Pirelli, me gusta tanto ese nombre; miles y miles de kilómetros puedes hacer con ellos, son los zapatos o las botas de la verdad, del desplazamiento; cuando veo neumáticos, me entran ganas de salir disparado, de no parar nunca, hasta encontrarme con Él».

Regresamos al NH de Atocha. Ponti me pide que haga cálculos, que averigüe cuántos neumáticos Pirelli necesitaríamos para viajar a Marte, que está a cien millones de kilómetros de la Tierra, suponiendo que el viaje a Marte se pudiera hacer por carretera. Ponti dice que en Marte hay ángeles y arcángeles. Los Pirelli aguantan unos treinta mil kilómetros. Empleo la calculadora del móvil para hacer las cuentas. Para saber cuántos neumáticos gastaríamos en el viaje a Marte. Ponti se acuesta en la cama de matrimonio de nuestra habitación del NH de Atocha. Reflexiona en voz alta sobre las condiciones hospitalarias de la cadena de hoteles NH. Pone la televisión. Mira debajo de la cama. Habla con alguien que supuestamente está debajo de la cama. Le pregunto que con quién habla. Dice que con sus antecesores en la gran silla de Pedro. Dice que sus antecesores siempre eligen ese humilde lugar para hablarle: debajo de la cama, porque allí se está fresco y a oscuras y en pobreza solitaria. En el canal de pago de la televisión ponen la película
Misión a Marte
de Brian de Palma. Dice Ponti que todo cuadra, que no es una coincidencia que hayan estado hablando de Marte y que ahora, justamente ahora, pongan esa gran película por la tele. Le digo que la peli es de pago, del canal privado, que vale nueve euros. Vemos la película tumbados en la cama Ponti y yo. Ponti dice que va a dejar de llamarme por mi nombre de pila. Dice Ponti que necesito el nombre de una superheroína. Ha pensando en llamarme «Mother T», yo le digo que bien. Ponti me ruega que baje al McDonald’s de la esquina y que le suba una cuarto de libra con queso. Así lo hago. Yo me pido una Big Mac. Estamos comiendo las hamburguesas mientras vemos el planeta Marte. Ponti dice que la temperatura en Marte suele ser de unos ochenta grados bajo cero, pero que hay sitios en Marte donde hace quince grados de temperatura. La cosa está en encontrar esos sitios. Dice Ponti que allí, con una cazadora o con un jersey, se está muy bien, que quince grados es una excelente temperatura. Dice Ponti que el problema en Marte son las tormentas de arena, dice: «Son cosa del Demonio, no hay quien las aguante». Dice Ponti que se sabe esta película de memoria, que la veía en el Vaticano, que lo que más le gusta es cuando sale un extraterrestre altísimo y delgadísimo, es decir, un ángel. Es decir, el Arcángel San Gabriel. Como ya nos hemos acabado las hamburguesas, Ponti asalta el minibar y se coge todos los botellines de whisky, ginebra, vodka y ron. Conforme se bebe los botellines, arroja los cascos vacíos por la ventana. Estamos en un quinto. Nuestra habitación da a la avenida. Miro a ver si le ha dado a alguien, afortunadamente no le ha dado a nadie. Ponti dice que está enviando mensajes, mensajes al Universo, mensajes dirigidos al Arcángel San Gabriel. Pero yo le digo que como le dé a algún transeúnte, acabamos en la cárcel. Ponti dice que estos hoteles tienen seguros «excelentes». Ponti dice que la cadena de hoteles NH es fantástica, dice que se está muy bien aquí. Seguimos viendo la película. El astronauta protagonista decide quedarse en la nave extraterrestre, quiere ver el otro mundo, y se despide de sus colegas. Ponti dice que él haría lo mismo, que para qué volver a la Tierra, que mejor «profundizar en el Universo, en la sangre de Dios convertida en espacio cósmico». Son las ocho de la tarde y Ponti se ha quedado dormido sobre la cama. Ha tirado seis botellines a la calle. Hay policía en el hall del hotel. Un botellín le ha dado a alguien.

Dublineses

Había pájaros en el cielo. Era el verano del año 2010 y los ilustres cuerpos fantasmales del poeta italiano Dante Alighieri y del poeta chileno Pablo Neruda viajaron a Irlanda. Cuerpos fantasmales: residuos imaginarios de lo que fue. Viajaron a Irlanda esos cuerpos residuales, a la Gran Irlanda, fuente de vida permanente. Sí, había misteriosos pájaros en el cielo, como si estuvieran allí para darles la bienvenida. Hablaban en español, porque Dante hablaba perfectamente el español, un español un tanto arcaico, tal vez un español imperial. Como entre ellos eran muy amigos, y se llevaban muy bien, Dante llamaba Nefta a Pablo Neruda, porque Pablo Neruda, como todo el mundo sabe, era el seudónimo de Neftalí Reyes, y Nefta, para abreviar, llamaba Dan a Dante.

Era el mes de agosto cuando aterrizaron en el aeropuerto de Dublín. El cielo estaba cubierto, lo que causó una honda admiración en Dan. Dijo Dan: «Estaremos bien aquí, Nefta, huyendo del calor, porque el calor del sur de Europa es nauseabundo, y yo me puedo permitir decir eso de Italia, tal vez sea yo el único capacitado para decir eso de Italia, mi patria; pero créeme, hermano, allí, en el asunto del calor, el Creador nos dio gato por liebre; ese calor italiano nos afea metafísicamente, el calor es enemigo de la inteligencia, de la bondad, y del sentido de la vida; estaremos muy bien aquí, en la sencilla Dublín, porque esta ciudad es sencilla, aquí la sencillez se respira por todas partes; la sencillez es un estado de perfección rabiosamente moderno, no es divina la sencillez sino humana».

Dan y Nefta se alojaron en una habitación doble del hotel Ashling. Nefta había hecho la reserva por Internet. Dan elogió la habitación del hotel. Estaba llena de espejos. Deshicieron el equipaje. Dan puso mucho esmero en colgar sus camisas floreadas en el armario. Dijo: «Estos hoteles, tan buenos, tan humanos, me motivan. No se trata de hoteles de lujo, sino de hoteles esmerados, hoteles que respiran esfuerzo humano, como éste; no hoteles absurdamente
luxury,
sino hoteles pensados para seres humanos de verdad, como tú y yo; entonces, esos hoteles me enamoran y me entran muchas ganas de corresponder, y deshago el equipaje y le entrego al hotel lo que soy: mi ropa y mi cuerpo, y soy plenamente consciente del trabajo de todos los empleados y elevo ese trabajo a categoría de obra de arte: el trabajo del conserje que nos ha dado esta maravillosa habitación, el trabajo de las camareras que han hecho estas fabulosas camas, porque, querido Nefta, tienes que admirar estas camas como si fuesen un cuadro de Velázquez, sólo así, además, entenderás la pintura de Velázquez, a quien tuve el gusto de tratar en una reencarnación anterior, un buen tipo, católico y español, visionario y realista a la vez, porque se puede ser las dos cosas, y muy bebedor, y hablaba muy mal de los reyes españoles, no sin razón, porque él amaba profundamente su pintura, lo cual le llevó a preocuparse por España, como siempre, y debes admirar este rumor legendario del trabajo de los hombres: fíjate qué bien hecha está la cama, sin una arruga, con las sábanas tersas hasta la desesperación, créeme, éste es el mayor espectáculo de la inteligencia y del amor, es el Paraíso».

Cuando acabó de hablar, Dan se arrodilló delante de la cama y se echó a reír. Y luego se echó a llorar. Nefta contemplaba con asombro los estados emocionales de su amigo, que también era su maestro. Estuvieron así casi una hora, en un silencio dramático. Nefta sentado en una silla de la habitación, y tratando de valorar hasta las heces la construcción de la silla, su tapizado (pensó en un tapicero, lo llamó imaginariamente John Smith, le pidió en matrimonio a su guapísima hija y se hizo amigo fiel de John Smith), su madera, su perfecto estado de uso, todo cuanto se le ocurrió y que pudiera servir para la glorificación del trabajo humano, de la materia, del espíritu y de todas esas cosas que enamoraban a un poeta como él. Porque Nefta se sentía un poeta de la materia.

Dan y Nefta cogieron el tranvía. Se fueron a Temple Bar, que estaba muy animado: las calles llenas de gente, cantantes y actores callejeros en todas las esquinas. Entraron en un pub y se pidieron dos pintas de Guinness. Dan elevaba el vaso hasta sus labios a cámara lenta. Dijo: «Oh, Señor, oh, tú, presidente de los Estados Unidos del Purgatorio, la mayor empresa de capital simbólico sobre la Tierra, ésta es tu sangre, oh, Señor, que nos diste este néctar sin pedir a cambio nada más que nuestro reconocimiento sensual, sólo eso, sólo eso, que todavía tantos no entienden: este sabor de la cerveza Guinness a dolor y mar, a civilización y cordura, porque la civilización es cordura, y la cordura es el milagro, y la saciedad la única inmortalidad posible, etcétera».

Dan y Nefta sonreían. Hablaban del tiempo, de la excelente temperatura primaveral en pleno agosto. No habría más de diecisiete grados. Dan llevaba una americana de cuadritos y su camisa floreada y Nefta una cazadora Levi’s y unas zapatillas Converse. Pidieron otra pinta de Guinness. Dan habló: «Creo que cuando volvamos a Italia podríamos abrir allí una franquicia, una especie de bar especializado en desayunos a base de sustituir el café con leche por una pinta de Guinness. Un Blueberry Muffin, o un Chocolate Muffin y una pinta de Guinness, nos íbamos a hacer de oro».

Deambularon por Temple Bar. Caminaron hasta Anglesea Street, bajaron hasta College Green, y de allí a Grafton Street. Pasearon parsimoniosamente por Grafton Street. Se sentaron en una pequeña terraza de un pub de Lemon Street y allí se tomaron otra pinta de Guinness.

Eran las diez de la noche. Regresaron a Temple Bar. A Dan le apeteció acercarse hasta el río. Dan contemplaba el río Liffey desde el puente O’Connell. Aguas muy oscuras. Le manifestó a Nefta su deseo de bañarse en ese río con un bañador rojo, muy ajustado, como el que usan los nadadores olímpicos. Entraron en otro pub en Henry Street. Pidieron dos pintas. Llevaban ya unas ocho por cabeza.

Nefta dijo: «Llegado es el momento de que formule mi decálogo sobre las propiedades Guinness, ahí va:

1. Guinness quita el hambre

2. Guinness quita la sed

3. Guinness quita la desesperación

4. Guinness quita el tiempo

5. Guinness quita el desamor

6. Guinness quita la
aneneuresis

7. Guinness quita la frivolidad

8. Guinness quita la impotencia

9. Guinness quita el dinero

10. Guinness quita el fascismo»

Dan se sintió molesto, envidioso, le gustaba el decálogo de su discípulo.

Cogieron un tranvía en Jervis y bajaron en Museum. Dan exaltó la belleza del tranvía, su silenciosa maquinaria, «limpia y serena». No sacaron billete, viajaron de gorra. Era ya la una de la madrugada. Caminaron por una calle casi amurallada, que va de la estación de Museum al hotel Ashling. Entraron en la habitación y se fueron a dormir.

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