Los inmortales (12 page)

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Authors: Manuel Vilas

Tags: #Narrativa

SAAVEDRA:
Très joli, mon ami!
¿Y qué le dijeron?

KAFKA: Me dijeron que venían del fondo del espacio cósmico, que llevaban miles de años viajando, que desde el abismo interestelar oyeron mis pensamientos, y quisieron descender a la Tierra para conocerme; me dijeron que mi persona quemaba energía a millones de años luz de donde yo vivía, y que por eso me encontraron, siguieron la estela de las llamas; me dijeron que eran dos almas enamoradas, que se amaban, y que viajaban en esa nave rectangular, y que el amor les tenía presos, que estaban presos.

SAAVEDRA: Una historia de amor extraterrestre, precioso. Me recuerda a una novela española titulada
Cárcel de amor,
de Diego de San Pedro.

KAFKA: Vaticinaron la fecha de mi muerte. Emplearon luces amarillas para proyectar sobre la pantalla blanca los números que cifraban el día de mi muerte. Por eso he sabido siempre el día de mi muerte. Saber el día de tu muerte es el conocimiento más grande a que se puede aspirar. Ellos me hicieron ese regalo. Me regalaron la fecha de mi muerte…

SAAVEDRA: ¿Y qué fecha es ésa?

KAFKA: Es pasado mañana. Pero no se apure, tenemos tiempo, aún falta mucho.

SAAVEDRA: Me asombra usted aún más que lo que escribe, y pensé que eso iba a ser imposible. Ahora entiendo —permítame la indiscreción— su éxito entre las mujeres.

KAFKA: Está usted perdonado, pero tiempos vendrán en que las conversaciones entre los seres humanos se conviertan en algo convencional, y carente de verdad o de significado. A eso lo llamarán inteligencia emocional, que será más o menos la capacidad para observar en las conversaciones humanas qué puede incomodar a mi semejante y qué, por el contrario, puede sentarle bien. Naturalmente, lo que mejor sienta siempre es no decir nada relevante, decir cosas pasajeras, y hacer gestos simpáticos mientras no se dice nada.

(Kafka tose abundantemente en este momento y Dora le coge la mano.)

SAAVEDRA: ¿Llamo al médico?

DORA: No, no es necesario.

KAFKA (repuesto): El dolor físico parece real, pero no lo es, créame.

SAAVEDRA: ¿Nada es real?

KAFKA: A los moribundos la naturaleza nos regala una alta y precisa memoria de nuestro pasado. Es decir, el pasado lleno de realidad. Recuerdos intensísimos. Recuerdos que aparecen de repente y que nunca habíamos presenciado antes. Es una memoria agigantada. En estos días, he tenido recuerdos de mi infancia y juventud de una gran realidad, o calidad. Para que la realidad sea real tiene que tener mucha calidad, créame. He comprendido verdades oscuras de mi vida. Es la memoria con música de los moribundos. Recopilamos la vida con una palpitación sobrenatural. Sí, memoria con música, ésta sería la manera de describir este estado fabuloso. He tenido recuerdos que no parecen recuerdos, sino más bien nueva vida ocurrida en el pasado. Eso es en sí mismo hermoso y demoniaco. Recuerdos falsos, porque en realidad es vida nueva. Viajo a mi pasado ahora mismo, hago cosas en mi pasado, y regreso, y recuerdo. Modifico el pasado sólo con vistas a un recuerdo inédito, a una nostalgia recién nacida. Me siento eufórico cuando esto me ocurre. Me exalto. Me siento como el dueño del Universo. Usted me entenderá, me siento como si fuera a vivir mil años.

SAAVEDRA: Siento envidia.

KAFKA: Claro, porque desde otro punto de vista, es verdad que usted nunca tendrá el privilegio de los moribundos felices. Pero tal vez algún día le llegue ese privilegio. O, en todo caso, usted aún tiene un privilegio mayor: la contemplación de una cantidad de tiempo descomunal, la contemplación de la Historia, del avance. La contemplación de cómo se levanta una casa, cómo se hunde y cómo en su lugar se construye una casa nueva. Básicamente, eso han sido las ciudades, y las ciudades somos nosotros. Usted sabrá qué es el tiempo. Pero, amigo mío, no le voy a preguntar por el tiempo, a un moribundo tales consideraciones ya no le preocupan. ¿Puede usted devolverme la salud? Claro que no, entonces nada importa ya.

SAAVEDRA: ¿Querría que yo obrase un milagro y le devolviera a la vida?

KAFKA: Amo la vida. ¿Por qué se extraña? Una vida corta es lo que he tenido. Fíjese que me voy a morir con cuarenta y un años recién cumplidos. Y, sin embargo, he visto cosas que ni usted, que lleva cuatrocientos diez años en este mundo, ha visto. Y fíjese que da igual, da igual cuarenta y uno que cuatrocientos diez, y permítame que juegue con los números. Pruebe usted a contraer matrimonio con una mujer que sea matemática, que sea experta en matemáticas avanzadas. Y que sea hermosa también. No sólo matemática, sino también hermosa y dulce. Quizá ella pueda revelarle este secreto ígneo de los números, el porqué da igual cuarenta y uno que cuatrocientos diez. Pero lo cierto es que casi todo el mundo vive por lo menos hasta los sesenta años, y yo me quedo en el camino con cuarenta y uno. No me parece justo. Me hubiera gustado estudiar matemáticas. Sabe, no creo que me muera del todo. Tal cosa me parece matemáticamente imposible.

(Largo silencio.)

Un recuerdo

A veces me pregunto por qué nací en España. Nada es casual. Recuerdo una fecha y un lugar: la madrugada del 13 de septiembre de 1598, en El Escorial. Moría Felipe II, rodeado de sus cortesanos. Felipe II se murió con una tranquilidad envidiable, seguro de encontrar al Creador, al otro lado del espejo. Era un septiembre frío. El Escorial es un sitio donde en septiembre ya hace demasiado frío. El corazón de Felipe II estaba místicamente alegre, como si se fuese a una fiesta definitiva, y eso que el cerebro de Felipe II estaba presidido por la austeridad y el puritanismo más africano (no sé por qué digo africano aquí) que se pueda imaginar. Allí estaba Felipe II a punto de morir.

Como cortesano, como vasallo del Rey, me tocó un turno de oración de tres a cuatro de la madrugada. Rezamos en las salas contiguas a la habitación en que Felipe II agonizaba. A las cuatro de la madrugada entraba el cuarto turno de rezadores. Yo pedí seguir rezando, al fin y al cabo ya no me iba a dormir. Pero no me dejaron. Desobedecí y me oculté detrás de unas cortinas. A las cinco de la madrugada Felipe II expiró. Su espíritu, nada más morir el cuerpo, dio vueltas y vueltas por el dormitorio y por las salas contiguas, y a las cinco y quince minutos no vio otro sitio donde esconderse que donde yo me encontraba, detrás de las gruesas cortinas.

La muerte de un Rey en 1598 era un espectáculo inimaginable. Moría el mundo con él. Morían todas las cosas. Moría el Estado, la Ley y el Sexo. Moría la Miseria, Dios y el Amor. El Amor era imposible entonces. Vivir aquella época era desolador, lo juro. Lo mejor es siempre vivir el último día del mundo, porque el último día será el mejor. He escrito sobre la muerte de Felipe II en 1609, en 1658, en 1702, en 1754, en 1789, en 1800, en 1807, en 1841, en 1898, en 1901, en 1902, en 1936, en 1949, en 1989, en 1999, en 2004 y ahora, en 2010, y la última anotación borra siempre a las anteriores en un proceso demoniaco, que encarna la propia causalidad del tiempo. Sólo queda lo último, en la medida en que lo último es el presente. Puedo asegurar que la vida de los poderosos de 1598 era un auténtico martirio aun comparándola con la de los más desgraciados de 2010. En 1598 no podías hacer nada realmente interesante. La gente con imaginación se enamoraba de las monjas. Esto era lo más morboso. También estaba el rollo de ir a ver cómo quemaban a las brujas y a los pobres. Ver una cara ardiendo era el Hollywood de entonces. Una nariz al rojo vivo, un globo ocular estallando como un petardo de feria. Los gritos de los que se asaban vivos. El excremento de la Historia. El asunto de haber nacido en España, que no es casual.

El espíritu de Felipe II vino a esconderse detrás de las cortinas aquella madrugada del 13 de septiembre de 1598. Nos quedamos solos los dos. Felipe II, su espíritu, era una diminuta bola de fuego azul, de dos centímetros de diámetro. Desprendía un calor muy hermoso. Allí, detrás de las cortinas, tuve la bola en mis manos. Quemaba un poco, pero no mucho, como quema una patata frita cuando la sacas de la sartén. Quema al principio, pero luego enseguida se enfría. Como el enfriamiento del Universo.

Era una bola desvalida. Pero en esa bola estaba contenido todo Felipe II. No sabía adónde ir, por eso se había escondido detrás de las cortinas. Se fue enfriando tanto que ya podía sostener la bola en mi mano sin ninguna sensación de calor. Al otro lado de las cortinas, iban y venían autoridades de la Iglesia y del Estado, nobleza y militares, camareros y sirvientes, había histeria, una ceremoniosa histeria, una neurosis general, que tanto producía desesperación como euforia. Todos lloraban de manera regia, con furor contenido, una forma de llorar que desapareció con el trascurso del tiempo. El llanto también es un producto histórico. La celebración del dolor es convención, arbitrariedad. Eso estaba percibiendo la bolita en que se había convertido Felipe II. Pero esa bolita, a la que voy a llamar Aleph, por llamarla de una forma prestigiosa, se aferraba a las gravedades que sostuvieron el alma de Felipe II en vida. Ya no existían esas formas de sustancia: el Ejército, el Oro, la Monarquía, Dios, el Estado, Cristo Resucitado, la Tortura, la Sangre, el Matrimonio, nada de eso existía y el pobre Aleph andaba deprimido y angustiado, y yo, que todavía no sabía nada de mi inmortalidad, pero que ya me olía algo, me dedicaba a jugar con la bolita.

De entre los simios primigenios (escribo esto en 2010, ya lo he dicho antes), se alza un ejemplar especial al que el azar dota de más músculo y más belleza, que maltrata a sus semejantes pero también les guía en la noche de la raza. Pasan cincuenta mil años y tienes al hermoso mono sentado en un trono. Básicamente, así fue. Pasan cincuenta mil quinientos años y tienes al mono-sabio fundando McDonald’s, o una banda de rock and roll, o una productora de Hollywood.

Como ya estaba fría, me metí la bola en el recto y salí de mi escondite. Olía a incienso por las habitaciones, por los pasillos. Se oían oraciones en voz alta. Un obispo me vio salir del escondite. No me dijo ni palabra. Se metió en mi escondite. Al minuto, como pude comprobar mirando por una esquina, se estaba masturbando. Me saqué la bola del recto e hice que la bola viera al obispo en plena faena. El obispo se había puesto cachondo con la muerte de su Rey: el Aleph estaba tiritando de terror.

Saqué el Aleph de allí. Salimos al campo. Ya era de día. Busqué un lugar apartado, y bajo el sol de una mañana de septiembre sostuve el Aleph en la palma de mi mano y le dije: «Vuela tú solo». Pero la bolita optó por autodestruirse y estalló y se disolvió como un copo de nieve. Eligió la Nada. Podía haber seguido intentándolo, como yo, pero eligió la desaparición, y es una elección muy respetable. Yo recé un rato por el Aleph. España comenzó a temblar con la muerte de Felipe II y yo, desde entonces, comencé a recordar. El vano ayer, como siempre. Le canté al Aleph
Love Me Tender
de Elvis mientras se disolvía en el aire, le canté:
«Love me tender, love me sweet».

Por eso, cuando leo los libros de los historiadores que tratan de Felipe II no sé de quién demonios hablan. No coinciden para nada sus conjeturas con el Felipe II que yo vi morir. Y siento terror.

La lección de anatomía

A sus cuarenta y siete años de edad, el escritor Manuel Vilas le ha cogido un miedo tan paralizante como debilitante a la muerte. Antes, no la temía. Ni siquiera la consideraba. Se creía casi inmortal, porque la juventud no concibe la muerte. Vilas no entiende qué se hace una vez que estás muerto, cuáles son los objetivos, las prioridades, quiénes son tus jefes. La muerte y el capital se odian severamente. La muerte es un hotel con habitaciones sucias, miserables, envejecidas. El capital es un gigantesco hotel de lujo. Vilas quiere vivir en el gigantesco hotel de lujo. Estar en la suite del piso 25. Y desde los extraordinarios ventanales de su suite mirar la ciudad y el mundo lleno de hermosura. Sin embargo, Vilas se siente muy feliz por dentro. Tiene delante de sus ojos los resultados de una resonancia magnética de la región lumbar, con una falta de ortografía en su segundo apellido, que le resulta humillante:

Al pensar en su cuerpo, pocas veces había tenido en cuenta los huesos, y ahora, al leer los resultados de su resonancia magnética, entiende que ha sido completamente injusto con sus huesos. Nunca se acordó de ellos. Quiere invocar a los huesos que sostienen su cuerpo todos los días.

Por ejemplo, miles de horas dedicadas a mirarse la cara, lavarse el cuerpo y el pelo. Pero ¿y los huesos? Vilas abrió el ordenador y escribió un decálogo sobre los huesos:

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