Los inmortales (14 page)

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Authors: Manuel Vilas

Tags: #Narrativa

Las gordas se metían en la piscina iluminada. Conocimos a más gordas, eran francesas, alemanas, suecas, japonesas y rusas. Las gordas rusas daban miedo, eran muy altas, muy estética Schwarzenegger. Había una gorda rusa de raza negra, que medía uno noventa y cinco y debía de pesar unos doscientos kilos. Pablo habló con ella. Pablo me dijo que era un Frankenstein moscovita. Pablo hablaba en francés con la rusa. A los diez minutos estaban bailando. Al cuarto de hora se estaban besando. Pablo le tocaba los pechos. «Si tengo que pintarla, tengo que saber de qué está hecha», dijo Pablo. Vi a Pablo besándole los pezones, descomunales. Eran como pasteles de nata. Una nata amarillenta. Pablo dijo: «Oye, Vin, tú todo lo ves amarillo, y eso es bueno».

Ya había bastantes gordas bailando desnudas. Y empezaron a tirarse a la piscina. La gorda nipona era fascinante. Era altísima, yo diría que un centímetro más que la gorda negra rusa. Pero la nipona era asombrosamente blanca. Se desnudó delante de todos. A todas las gordas les encantaba que yo fuera pelirrojo y que Pablo fuese calvo. Yo creo que la japonesa era la más gorda. Nos permitió que le tocáramos los pechos, los michelines, las piernas. Cuando metías tus manos en medio de tanta carne sentías vértigo y dolor y una erección insoportable. Todas las gordas tenían graves problemas de salud. Se cansaban. Jadeaban. Tenían que sentarse. Se confiaron a Pablo. Se acomodaban en sillones muy grandes. Luego tenían problemas para levantarse de los sillones. Se ayudaban en esa tarea las unas a las otras, como si fuesen grúas humanas. De hecho, había grúas mecánicas a su disposición. Pablo estuvo jugando con una de esas grúas ortopédicas, geriátricas. Estaba pensando en pintar a una gorda subida a la grúa. Hizo un boceto en un papel. «Vin, mira, mira, súbete a la grúa, es muy divertido», me gritaba Pablo, con el mando a distancia que accionaba la grúa en una mano.

La gorda nipona se llamaba Nanami. Pablo y yo, y otras gordas, rodeamos a Nanami mientras se desnudaba del todo: los tobillos completamente hinchados, las uñas de los pies grandes y pintadas de azul, los pechos desparramados sobre el vientre, y Nanami abría la boca y sacaba una lengua que parecía una alfombra bereber, llena de colores, pesada, ardiente, como una golosina blanda y plomiza. Brigitte, Nico y Lucinda jaleaban a Nanami. La besaban, le acariciaban los pechos y el culo. Nanami le acariciaba la calva a Pablo. Era una gran fiesta de gordas desafiantes. Había dos bombonas de oxígeno junto a un sofá. Las gordas se fatigaban en extremo y de vez en cuando se sentaban y se aplicaban la mascarilla. Salían como nuevas, dispuestas a bailar y a hablar y a amar, pero les duraba poco el chute de oxígeno. Nosotros seguíamos con nuestro disfraz de Elvis Presley. Dejó de sonar
Metal Machine Music
de Lou Reed, cosa que agradecimos todos. Y empezó a sonar
Heart of Gold
en la voz de Johnny Cash. Entonces, Nanami levantó la carne que le caía sobre el vientre y pudimos ver una cicatriz. Nanami le confesó a Pablo, en francés, que era la cicatriz de una cesárea. Lucinda nos explicó que Nanami había sido madre en Japón. Le robaron a su hijo. «Desde entonces, se mata comiendo, como todas nosotras. En realidad, somos las gordas suicidas», dijo. Pablo hizo un boceto de la cicatriz. Yo pinté una bola dorada con un rotulador amarillo que me prestó Lucinda.

La forma de desnudarse de estas mujeres era confusa. Se iban quitando la ropa, poco a poco. Y tardaban. Tal vez porque mientras no las veíamos, volvían a vestirse un poco. Pablo seguía intentando hacer bocetos, tomaba apuntes. «Volveré a pintar
Las señoritas de Avignon,
estas notas me serán de utilidad, qué bien», dijo.

Completamente desnudas se quedaron sobre las cinco de la madrugada. Tardamos en ver el espectáculo de su desnudez rigurosa. Siempre quedaba alguna ropa. Por ejemplo, yo creía que Brigitte ya estaba completamente desnuda, y sin embargo todavía llevaba medias. O Nico un tanga casi invisible. O Lucinda unos zapatos. Los pies de las gordas eran especiales. Todas las gordas llevaban las uñas pintadas: unas de rojo, otras de azul, otras de amarillo. La carne en abundancia pegada a los huesos de un pie producía en la mirada vértigo y dulzura, pero creo que eso ya lo he dicho. Vi a dos gordas en un rincón que se estaban besando y acariciando, y empleaban los pies como extremidad dolorosa, como extremidad varonil. Yo me quedaba mirando los pies de las gordas, poseído por una ternura muy morbosa que casi me llevaba al borde de las lágrimas. Los pies de las mujeres gordas, sobre todo las que llevaban las uñas pintadas de amarillo, eran violentos y suntuosos. Había algo allí, pero qué. Pablo dijo que pensase en los pies como fundamento de un cuerpo, como lo que une al cuerpo con la tierra. Dijo: «Son raíces peligrosas, o mejor aún: religiosas».

Cuando estuvieron todas desnudas, se pusieron en fila, como en una formación militar. Fue entonces cuando observamos un temperamento marcial en las mujeres gordas. El metro noventa y cinco de Nanami y de la rusa negra destacaban sobre el grupo, aunque la estatura media de las gordas estaría en torno al uno ochenta. Pablo dijo que tal vez tendría que acabar pintando un ejército, una pintura de carácter napoleónico, y que yo pintase a las gordas atravesando un campo de trigo amarillo con cielo azul. Al verlas a todas en formación, percibimos con claridad que eran gordas altísimas. Serían unas quince mujeres. Todas desnudas. Parecían un ejército del fin del mundo, una alegoría inesperada del Juicio Final. «Tal vez esto debiera pintarlo otro hombre», dijo Pablo, asustado. «Tal vez Miguel Ángel», dije yo. «Sí, una Capilla Sixtina», dijo Pablo. Eran como saxofones humanos expuestos a nuestros ojos. «Vin, ni siquiera tu amarillo puede representar tanto misterio roto», concluyó Pablo.

—Os hemos hecho venir —dijo Nanami, poniéndose al frente de la formación— porque necesitamos una reparación. Todas nosotras hemos sido humilladas por los hombres, por el capitalismo y sus gobiernos, por la ley de los hombres. Yo sufrí una cesárea absolutamente gratuita, fruto de una negligencia médica. Cada una de nosotras os contará su historia. Me practicaron la cesárea con un importante déficit de anestesia. Sentí el corte, y lo sigo sintiendo.

—Yo fui violada a los trece años —dijo Nico—, desde entonces me dediqué a comer como una bestia. Mi organismo está destrozado. Me violaron tres soldados serbios. Una y otra vez. Me pegaban. Me orinaban encima. Y me follaban con extremidades que no eran suyas. Eran de gente muerta. Me penetraron con un fémur de un niño musulmán. Aún quedaban restos de carne. Olía el fémur a putrefacción, y la putrefacción entró en mí, y ellos empleaban un guante para tocar el fémur. El asqueroso y goteante fémur, que había pertenecido a un niño maravilloso de once años, y mientras hacían todo esto ponían en un aparato de música portátil
Hey Jude
de los Beatles. Otra vez me penetraron con el dedo índice de un viejo. Vi al viejo, la mano del viejo. Le cortaron el dedo delante de mí, y luego lo utilizaron de la misma manera que el fémur, y ponían
Yesterday
de los Beatles. Desde entonces, no puedo escuchar esas canciones. A veces las ponen en sitios públicos y tengo que taparme los oídos, porque me entra pánico y ganas de vomitar. ¿Podéis imaginarlo? Que alguien sienta pánico al escuchar
Yesterday,
que alguien vomite al escuchar
Hey Jude
.

Todas aquellas mujeres fueron narrando historias de sufrimiento. Me vinieron a la cabeza los últimos días del Imperio Romano. Estas gordas, en alguna medida que desconozco, eran hijas de Roma. Una Roma amarillenta.

—No comemos por indolencia sentimental; comemos por desesperación. Somos las grandes desesperadas —dijo Lucinda—, el terror nos condujo a la comida, nuestra grasa es sufrimiento material; materializamos el dolor, grasa sórdida que obstruye nuestras arterias, somos el espejo de los hombres.

—Tampoco creemos que exista la vida privada —dijo Margarita, así se llamaba la negra rusa—, nuestra desesperación es una desesperación histórica. No engordamos porque tengamos vida privada y dentro de esa vida privada elijamos comer; nunca elegimos nada; la vida privada es una ficción, un látigo, un bozal, un engaño miserable.

—Es una desesperación de época —corrigió fervientemente Brigitte.

—Busqué a mi hijo durante varios años y aún lo sigo buscando —dijo Nanami—, los médicos me lo robaron. Luego supe que a ese niñito le fue extirpado un riñón. Lloré lo indecible. Y comí, comí, comí. Comí hasta cabezas de pollo, hasta tripas de merluza y ojos de jabalí. Y mi estómago se engrandecía como el océano Pacífico.

—Todas hemos comido y todas estamos desnudas aquí para vosotros —dijo Mary, la inglesa, muy callada hasta ese momento—, deseábamos que dos hombres de justicia, dos hombres que aman la verdad —y ningún hombre ama la verdad y la justicia tanto como un artista—, supieran de nuestro sufrimiento. Yo también fui madre como Nanami y mi niña murió con doce años en un atentado terrorista en Londres. Engordamos y nos desnudamos. Todas estas grasas son dolor y desesperación. Cuando me dijeron que mi niña había sido reventada por una bomba, pensé en matar a la reina de Inglaterra. Quise saber quién era el responsable de mi desgracia. Sólo hallé símbolos, como la monarquía o el libre mercado. Símbolos que explotan. Símbolos que mataron a mi hija.

—Somos un Big Bang —dijo Nanami—, nos rompimos y comenzamos a extendernos, como el Universo. Si tocas nuestros cuerpos, podrás sentir la radiación de fondo. Estos homéricos pliegues en la piel son representaciones carnales del sufrimiento. Somos artistas gonzo del dolor. Representamos el dolor en nuestra carne, como si nuestros cuerpos fuesen cuevas plenas de arte rupestre. Queremos hacer el amor con vosotros. Vais disfrazados de Elvis. Elvis fue el rey del dolor. Él se ensanchó, se corrompió, habló con el misterio del dolor. Y además, sois pintores. Tenéis que retratarnos, para dar un testimonio inmortal del sufrimiento de las mujeres en el siglo XXI. Una titánica Capilla Sixtina llena de gordas suicidas. ¿Habéis visto la película
Sin perdón
de Clint Eastwood? —preguntó.

—Claro —dijo Pablo—, es una gran película, me gusta cómo muere Morgan Freeman, y me gusta el rollo de fidelidad a la esposa muerta de Clint Eastwood. En eso Clint se comporta como un poeta místico; renuncia a la fornicación por amor a una mujer muerta, corrompida bajo tierra. Es fidelidad a la nada. ¿Cómo demonios se puede pintar la fidelidad a la nada?

—Os hemos hecho venir para que nos venguéis —dijo Lucinda—. Queremos justicia.

—En la película las mujeres que contratan los servicios de Clint Eastwood son prostitutas, y tienen dinero para pagar su venganza —dijo Pablo.

—¿Qué queréis que hagamos? —pregunté yo.

—Queremos que pintéis nuestro dolor —dijo Lucinda.

Hubo un silencio. En ese instante me di cuenta de que ya todas estaban completamente desnudas y comenzaron a besarnos. Eran hermosísimas. Tan gordas. Tan destrozadas.

—Por mucho talento que emplearan en pintar nuestro dolor, daría igual, la gente sólo vería una obra de arte —dijo Nico—. Acabaríamos en un museo.

—Tiene razón Nico —dijo Nanami—, no nos puede satisfacer una obra de arte, aunque sea inmortal y grandiosa.

—Yo os diré lo que queremos que hagáis —dijo Margarita, la rusa—, queremos una acción espectacular. Queremos que les cortéis la cabeza a los principales directivos de las empresas de telefonía móvil del mundo.

En ese momento Margarita se dirigió a Pablo.

—Queremos que les cortes la cabeza a los directivos de Movistar, es una empresa española, Pablo, tú eres malagueño, eres español. Haznos justicia.

—Queremos —dijo Brigitte— que Bill Gates, el hombre más rico del planeta, renuncie a su imperio económico. Queremos que le ocurra lo mismo que a San Francisco de Asís, que elija la pobreza. Que vaya desnudo por las calles de Nueva York, que pida en las entradas del metro.

—Queremos que pintéis desnuda a la reina de Inglaterra, que pintéis su decrepitud, su vejez ancestral, su carne muerta —dijo Mary.

—Queremos que pintéis el Mal —dijo Nico—, ¿sabréis hacerlo sin pintar una bestia o un demonio? ¿Sabréis pintarlo de verdad? No queremos alegorías ni símbolos, sino su rostro preciso.

—Sí, así lo haremos —dije yo—, pintaremos el Mal desnudo.

Comenzó a amanecer y con la llegada de la luz las gordas se fueron desvaneciendo. Estallaban sus cráneos. Eran gordas vampiras. Parecían salidas de una película de Robert Rodriguez. Estallaban sus enormes pechos y salían de dentro nubes de sangre que volvían a estallar en confeti y luz. Pablo gritaba: «Amo a las gordas, la Virgen María pesaba ciento quince kilos».

La aventura de las gordas nos dejó drogados y ausentes, víctimas de un encantamiento insondable. Hicimos autoestop, intentando regresar a nuestro hotel. Pero como íbamos disfrazados de Elvis, nadie quería llevarnos a París. Evitábamos hablar de lo que había pasado durante la noche. Estábamos muy cansados. Pablo aún conjeturaba algo sobre la posible obesidad de Jesucristo, el gen de la obesidad doliente. Pablo dijo: «Cristo pesaba ciento veinte kilos». «Tal vez ciento treinta», dije yo. «Si la gente supiese que Cristo era obeso, el cristianismo desaparecería en tres días», dijo Pablo. «Imagínate que la gente se entera de que tuvieron que apuntalar la cruz de tanto como pesaba Jesucristo; ninguna fe soportaría semejante iconografía», dije yo.

Finalmente, entramos ya en el hall del Ritz. Sin mediar palabra, nos dirigimos a una tienda de perfumes de los salones del hotel. Fuimos directamente a los probadores de Chanel.

—¿Te fijaste? —dijo Pablo—, todas las gordas olían a Chanel.

Subimos a nuestra suite. Nos acostamos. Al rato, tuve miedo, veía mujeres sufrientes por todas partes y encendí la luz. Pero Pablo no estaba en la cama de al lado. La cama de al lado estaba sin deshacer. Volví a apagar la luz e intenté dormirme. Entró una camarera para hacer la habitación, encendió la luz y dijo: «Vaya, esta habitación está impecable», y apagó la luz y se marchó.

Una iluminación del oído

Corman Martínez fue ingresado en el Hospital Psiquiátrico San Francisco de Asís de Málaga. Le asignaron la habitación 654. Una buena habitación, que daba a un patio de luces donde una celadora gorda tomaba el sol desnuda. Corman hacía aviones de papel y los tiraba por la ventana y la celadora miraba cómo planeaban los aviones en el aire. Reaccionó bien al tratamiento. Corman se dedicaba a la lectura y a ver películas. Veía muchas películas. Una tarde de verano tuvo una iluminación auditiva, o una alucinación del oído, dudaba de qué nombre darle. Se levantó de la cama donde estaba leyendo la
Eneida
del poeta latino Virgilio. Fue hasta la mesa. Cogió un boli Bic, aguzó el oído, para captar con precisión lo que Joseph Stalin le estaba dictando. Era un decálogo. Stalin le estaba dictando un decálogo. Esta vez Stalin ya no se le aparecía en carne mortal, con su abrigo de siempre, ahora sólo le hablaba.
[7]
Sintió una vaga nostalgia de cuando Stalin venía a verle en carne mortal. Ahora sólo le dictaba, como si fuese un secretario más, anónimo y gris, del Kremlin. Le inquietó este hecho. Pensó que era un castigo. Pero Stalin le dijo: «No, no es un castigo, olvídate de eso, hijo mío, y presta atención a mis palabras, voy a dictarte la
Teoría del Reciclaje Trascendental,
diez mandamientos comunistas de última generación». Corman se tranquilizó: no era un castigo. Tenía que aguzar mucho el oído porque a veces perdía la iluminación auditiva, era como si estuviese hablando por un teléfono móvil y de vez en cuando disminuyese la cobertura. Corman comenzó a escribir con su boli Bic, lleno de pasión auditiva, lo que Stalin le dictaba al oído.

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