Los inmortales (16 page)

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Authors: Manuel Vilas

Tags: #Narrativa

Mi esposa, sentada a mi lado, abre sus hermosos ojos como queriendo saber más, mucho más. El comandante del avión avisa de que entramos en una zona de turbulencias.

—¿Y qué contestó Franco? —pregunta mi esposa.

—Franco creyó que Hitler se había vuelto loco. Además, había oído decir que Hitler no comía carne. Pero desechó esa idea al instante, y empezó a sospechar de la traducción, pensó que yo estaba borracho, lo cual ofendió a Gross, que confirmó que mi traducción era excelente, ya que había sabido trasladar admirablemente al español las expresiones coloquiales del alemán del Führer.

—El payaso de Franco no tenía sentido del humor —dice mi esposa.

Recuerdo que Franco se quedó mirando en silencio a Hitler, y esbozó una sonrisa de circunstancias, una sonrisa que quería ganar tiempo. Serrano Súñer, Franco y yo estábamos viendo cabezas de cordero asadas por todas partes. Pero Franco no tenía un lenguaje análogo con que contestar al Führer.

—«Le deseo lo mejor, querido amigo»; eso fue lo que Franco contestó —le digo ahora a mi esposa.

—¿Y tú qué pensaste?

—Yo creo que Franco tuvo una visión. A lo largo de mi ya larga, larguísima vida, muy de vez en cuando he tenido acceso a los momentos sobrenaturales que ocurren en las mentes destinadas por la Historia a ejecutar el Mal absoluto.

—¿Cuál fue esa visión?

—Yo creo que Franco nos vio a nosotros dos montados en este avión, camino de Berlín, oyó esta conversación, le fue mostrado el final de la Segunda Guerra Mundial, vio a Eisenhower entrando en Madrid, vio a Massiel ganando el Festival de Eurovisión, vio las infidelidades de Juan Carlos I con la actriz española Bárbara Rey, nos vio a nosotros en la conversación que estamos teniendo ahora mismo. Franco oyó toda la historia del mundo mientras miraba el rostro enloquecido del Führer.

—¡Y cómo a un fascista le fueron concedidas tantas visiones, me parece injusto! —exclama, tajante, mi esposa.

—La materia no es moral, lo real no tiene sustancia ni moral ni política: el mar, las montañas, las nubes no son realidades ni morales ni históricas. Esto sólo podemos comprenderlo al final de nuestras vidas, muy al final, después de muchos años, demasiados años. No es bueno comprender esto. El planeta Tierra no pertenece a la Historia de la Humanidad.

—¿A quién pertenece?

—Llevo demasiados años buscando al dueño de la Tierra.

—¿Es Dios? —pregunta mi joven esposa.

—Al dueño de la Tierra, al dueño del aire, de los mares, de la luz, no lo he encontrado, querida y preguntona jovencita, llevo más de… mejor no decirlo, arrastrándome buscando un dueño, y lo único que hago es aprender lenguas y más lenguas. Soy el mayor políglota del Universo.

—¿Volviste a ver a Hitler?

—Sí. Y conocí nada menos que a Eva Braun. Me mandaron a Berlín, me ofrecieron un puesto importante de la Embajada española ante el III Reich. Para qué negarlo, la verdad es que yo estuve enamorado de Eva Braun, esto no lo sabe nadie. Perdidamente enamorado de ella. Fui a muchos encuentros con los jerarcas nazis. Y allí conocí a Eva, me la presentó Albert Speer. Era la criatura más resplandeciente de la Tierra. Le gustaba el deporte, el atletismo, el esquí, muy incipiente entonces, prácticamente un deporte de esnobs. Nos bañamos juntos en unas piscinas privadas de las afueras de Berlín en el verano del 43, cuando el agua de las piscinas no tenía cloro, y cuando las piscinas eran misteriosas y profundas. Ha habido una gran evolución en la construcción de piscinas. Pero aquellas piscinas de los años cuarenta eran perfectas. Eva nadaba extraordinariamente bien. Yo no sabía nadar y Eva quería enseñarme. Fue una amistad muy delicada. Obviamente, era la novia del Führer. Pero el Führer quería que Eva se divirtiese, que fuese feliz, quería alejarla de la primera plana de la política y de la guerra. Quería alejarla de él. Muchos creyeron que se avergonzaba de ella, y por eso la apartaba, y no, todo lo contrario, el Führer la adoraba, estaba completamente enamorado de ella. La protegía. Quería que la inocencia y la alegría de la señorita Braun quedasen inmaculadas, a salvo. Eva tenía las manos más perfectas que he visto en mi vida, y llevo vistas cuatrocientas mil manos en estos largos, largos años. Me gustaba verla nadar, me acuerdo de su biquini.

—Qué bonito —dice mi esposa—, casi siento celos.

—No te preocupes, ya no consigo recordarla bien. Su pelo rubio, su sonrisa, su rostro risueño. Le gustaba silbar. Tengo que poner los vídeos de Eva que están colgados en YouTube para recordarla. Era una criatura inocente. Sólo amaba el deporte. Eva y yo dábamos maravillosos paseos por los parques berlineses. Usaba un perfume francés cautivador. El Führer transmitió a la Embajada española su satisfacción por mi compromiso personal con el III Reich. Nos pusieron un coche con chófer para nosotros. Nos bañábamos y jugábamos al tenis. Ella siempre procuraba que no me metiera en la parte de la piscina donde cubría. A Eva le gustaban las acrobacias, tirarse desde el trampolín, y siempre tenía una sonrisa esculpida en oro en los labios. Su gorro de agua era blanco y exhibía unas flores dibujadas. Conocí a sus amigas, que parecían unas niñas. Muchas veces he imaginado su final allá en el búnker, el último día de abril de 1945. Si entonces hubiera habido móviles, la hubiera llamado, la hubiera inundado a esemeeses. Sufrí mucho cuando me enteré de que se había encerrado en el búnker con Hitler. Sabía que de allí no saldría viva. Yo amaba a esa mujer. Ya te he dicho que era la criatura más enigmática de la Tierra. Era simpática, alegre, bondadosa. No me extraña que el Führer se encaprichara de ella. Debió de ser la única criatura humana que amó en esta vida. Si es que Eva era humana. A veces pienso que la humanidad que se nos supone a los seres humanos es una invención sin fundamento. Me alegró saber que el cianuro le impidió pegarse un tiro. Murió envenenada, pero con el cuerpo intacto. Eso me alegra. Las balas hacen boquetes repugnantes en la carne o en la cabeza. Créeme, he visto muchos agujeros de bala, miles de agujeros de bala, y son lamentables. Hacerle un agujero a un ser humano para que pierda la vida por ese agujero es una cosa triste. Llevo un tatuaje minúsculo en el tobillo. Casi no se lee. Prácticamente es invisible.

—¿Y qué dice? —pregunta mi esposa.

—Dice «Eva». Hubo un momento en que supe que Eva Braun no era de este mundo. Cuando jugaba con ella al tenis, cuando nos bañábamos en el Báltico, cuando hacíamos gimnasia en el Berghof, me di cuenta de que Eva era de otro mundo. Muchas veces he visto gente de otro mundo. Muchos ni lo saben. Sin embargo, yo soy absolutamente terrenal. Fue entonces cuando le dije a Eva si me permitía que la llamase Venus. Ella me dio su permiso sin preguntarme la razón. Pensé que su nombre extraterrestre era Venus. Jugábamos a estas cosas. Eva era pura euforia. Era ingrávida. Era inocencia y era erotismo, erotismo suave, delicado, era tan especial. Y era muy fantasiosa. Y yo vi eso, querida mía, yo, el pobre de tu marido, vi todo eso. Ver es más importante que vivir. La llevo en el corazón. La llevo dentro, y no es una metáfora romántica. Está en mi carne. Intenté que Eva no entrase en ese búnker. La Historia creyó que Eva eligió, en un acto de fidelidad, morir al lado de Hitler. No fue así. Eva quería marcharse ya. Mejor dicho: quería probar la muerte, como si de un juego infantil se tratase, y vio una oportunidad de oro: la guerra estaba acabada, el III Reich se hundía prodigiosamente. Nunca vi a Eva triste por estos hechos. Todo era desesperación a su alrededor. La gente creía que Eva estaba chiflada porque seguía alegre cuando todo se hundía. Era como si el III Reich se derrumbase sin ruido, sin estruendo. Eva siempre estaba feliz, siempre te obsequiaba con una sonrisa capaz de resumir la grandeza de la vida, siempre dispuesta a jugar un partido de tenis o salir al campo para dar un paseo en bicicleta. Imagínate, ya no había ninguna cancha disponible en el Berlín de la primavera de 1945, ni ninguna bicicleta ni ningún campo por donde pasear. Ella veía la caída de Hitler como un cuento de hadas. Maravilloso. Hitler creía que era templanza y valor, coraje y fe. Y era pura diversión infantil, una inocencia sobrenatural. Eva era una niña. El espíritu de una niña metido en un gran cuerpo de mujer. Ella lo transformaba todo con su sola presencia. Eva era la superación del bien y del mal, un estado diferente. Y por tanto, y ésta es la ecuación, superar la conciencia del bien y del mal significa lograr el Bien absoluto. ¿Dónde estás, amor mío? ¿Adónde te fuiste?

—Pero, cariño, ¿qué haces, estás llorando?

—Sí, querida, sí. Estoy llorando. Amé a esa mujer. Estuve completamente enamorado de ella y aún lo estoy y siempre lo estaré. Amé y amaré a Eva Braun, más allá de las leyes y de los significados de las cosas. Ojalá pudiera volver a verla una sola vez más antes de que este planeta caiga derretido y fulminado para siempre. Desde el 30 de abril de 1945 todas las mañanas, al despertarme, lo primero que hago es acordarme de ella. Rezar por ella. Buscarla a través del tiempo y del espacio. Invocarla. Exaltarla como se exalta a las divinidades, a las santas, a las leyendas incandescentes. Eva era un espectáculo de extrema belleza. Ya sé que la gente del entorno pensaba que Eva estaba ida, loca, histérica, lo que quieras. Creían que era una inconsciente. Juana la Loca, eso creían. Eso creía, por ejemplo, Martin Bormann. Pero Speer la veía como yo. Speer también la cortejaba. Yo la amaba. La amaba. He amado a tantas y a tantos, pero nunca como la amé a ella. A ella siempre la amé más, hasta el infinito. Hasta los relámpagos finales de la nada. El amor es el secreto de la materia. Tenía una sonrisa que enrojecía sus labios. Tenía una mirada fuerte.

—¿Hicisteis el amor? —pregunta mi esposa.

—Una vez, sólo una vez, y no del todo, ni siquiera físicamente, aunque sí corporalmente, sí, es contradictorio, nos tocamos, nos besamos, entramos el uno en el otro, pero de otra manera. Una vez cuenta. Creo que fue entonces cuando ella me vio de verdad. Vio no al militar español de la Embajada, no al representante de la España de Franco, al germanófilo exaltado, sino a mí, a tu marido, a este cuerpo antiguo, a este ser enamorado, a estos larguísimos años de amor interminable. Vio mi materia. La gran materia, internacional e inmortal, de la que estoy hecho, permite que me ría por lo de internacional. Vio mi amor. Intenté decirle a Eva que se había equivocado. Ese día fue terrible.

—¿Equivocado?

—Sí, el mundo la iba a odiar, por ser la novia y finalmente la esposa de un genocida y de un tirano, de un enemigo de la humanidad. Por ser la novia de la catástrofe. La novia del asesino universal. La novia de la Bestia Infinita. Y que yo iba a ver cómo arrastraban su nombre por el lodo y que no iba a poder hacer nada. Ni siquiera iba a poder escribir un libro de sonetos dedicados a ella. La iban a odiar mucho. Ya la estaban odiando.

—¿Y qué te dijo?

—Calló, y luego esbozó una de sus más exquisitas y tiernas sonrisas. Y me cogió la mano y me miró a los ojos con sus lúdicos ojos ingrávidos. Y silbó. Risueñamente silbó. Silbó una canción popular alemana que nunca he conseguido recordar.

—Podías haber matado a Hitler y librar a la humanidad de semejante martirio.

—Más de una vez lo he pensado. Pero fue después. Pensamientos que vienen después de la Historia. La gente muere y muere en un presente. Pero el tiempo es inamovible. Hitler comenzó a ser Hitler después de muerto. Para cuando lo quise matar, Hitler ya estaba muerto. No se puede matar a un muerto. ¿Lo entiendes?

—Sí, pero dime cómo era Hitler.

—Lo que no es ahora no ha sido nunca. Las leyes de la materia son presente. Las leyes de la Historia no existen. Una de las grandes esclavitudes del ser humano es pensar que el pasado existió. No existió lo que no existe. En unos cuantos milenios de evolución, esta esclavitud se desvanecerá. Y los seres humanos que vivieron bajo esa esclavitud semejarán pobres idiotas a los ojos del futuro. Por lo demás, Hitler era un hombre muy amable, siempre iba impecablemente vestido, con un afeitado perfecto. Eva siempre decía que el Führer tenía la piel más fina del mundo. Cuando hablabas con él, te sonreía, una sonrisa atenta, delicada. Cuando daba la mano, era una mano cálida. Inspiraba confianza.

—¿Te acuerdas de Eva, puedes reconstruirla en tu memoria, el sonido de su voz, su carácter, su forma de mirar, la forma de los dedos de su mano?

—Puedo, sí que podría, podría hacerlo, sí, regresar, hacerla regresar de entre los muertos, pero al recordarla es como si mi cuerpo perdiera su fuerza, como si me venciera un sueño narcótico, un duro cansancio.

Una azafata de Iberia, con mucha amabilidad, está tocando mi hombro. Me despierta con tanta delicadeza que hace que me sienta incómodo. Estoy tan dormido, tan cansado. Dice la azafata: «Señor Saavedra, vamos a aterrizar en Berlín». Cuando se viaja en primera, las azafatas tienen obligación de conocer el nombre del pasajero. Miro a mi lado, y en el asiento hay un ejemplar de hoy del
Frankfurter Allgemeine.
Vuelvo a mirar a la azafata, quien me sonríe con un estudiado gesto de fraudulenta amabilidad. Hasta he estado a punto de preguntarle por mi esposa, siempre inventándome matrimonios con jovencitas, pero en el último momento le he pedido otro whisky. Tanta soledad me está martirizando, enloqueciendo, debilitando. Y esta azafata, qué belleza, qué rostro tan resplandeciente, cuánta inocencia. Adoro Alemania. Alemania, te adoro. Adoro la lengua alemana. Soy la fonología del alemán hecha carne. Fonética, fonología y sintaxis del alemán, eso soy. La sintaxis de la inmortalidad.

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