Los inmortales (15 page)

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Authors: Manuel Vilas

Tags: #Narrativa

Teoría del Reciclaje Trascendental

1. Gastaré mis zapatos de manera exhaustiva, minuciosa y equilibrada. Cada noche examinaré a la luz de la Luna —nunca bajo la luz eléctrica, por no gastar en vano— el desgaste de mis zapatos y evaluaré técnicas que permitan un desgaste uniforme. Buscaré la uniformidad en el deterioro de mis zapatos. Sé de gente que ha llevado los mismos zapatos durante más de quince años. Y cuando esos zapatos estén completamente desgastados, los enterraré con honores de Estado. Un gran funeral. Porque entiendo que tras la fabricación de esos zapatos está presente el fantasma decimonónico del proletariado occidental. Y del proletariado vengo, y su voz difusa y perdida vive en estos zapatos, en esta conquista material.

2. No lavaré la ropa sucia sin observar analíticamente si está realmente sucia. Reflexionaré sobre la suciedad en la ropa. Desestimaré las ideas al uso sobre esta cuestión; por ejemplo, el olor a sudor no significa necesariamente suciedad. En todo caso, será una cuestión de grado. Recordaré a los millones de trabajadores occidentales que pasaban el invierno con una sola camisa y una manta. Y recordaré a los millones de trabajadoras universales que lavaban las camisas y los pantalones de sus maridos en las aguas heladas de los ríos. Lavaré mi ropa con mis manos. Nadie lavará mi ropa. Amaré mi ropa y la cuidaré hasta el último día de la vida en el mundo.

3. Haré que este envase de agua mineral Vichy Catalán de cristal que tengo delante de los ojos dure muchos años, tal vez más de treinta años, tal vez cuarenta años. Me fío de él. En él el agua encuentra alojamiento, hospitalidad, paz. No me bañaré sino en los ríos.

4. Hay montañas que desaparecen. No por largo tiempo. Sólo unas décimas de segundo. En España, tal acontecimiento ocurrió con el pico del Aneto. En la madrugada del 6 de enero de 1616 el Aneto desapareció durante seis milésimas de segundo. La masa imponente del Aneto se posó en la Luna el 6 de enero de 1616. No lo advirtió nadie, pero así fue. Durante el espacio de tiempo en que desapareció de la Tierra, el Aneto se fue a la Luna. Tampoco fue advertida su presencia en la Luna, así nosotros, invisibles y silenciosos viajeros en el tiempo y en el espacio, pero majestuosos, esplendorosos, con nieve en nuestras cabezas.

5. Comeré muy poco y sólo comeré lo que otros tiran. Jamás comeré algo que no haya sido abandonado o arrojado a la basura por otro. Si pudiera llegar a no comer nada…

6. No viajaré ni en coches ni en autobuses ni en barcos ni en trenes ni en aviones. Caminaré. No al combustible. No a la energía que no conozco. Puede ser hija de la explotación de clase. Procuraré andar por caminos antiguos, hechos por leñadores libres y ganados bucólicos, por sendas muy estrechas. Nunca por carreteras, autopistas, avenidas o calles, porque éstas son el fruto de la esclavitud de los hombres.

7. Leeré sólo un periódico de un día cualquiera durante toda la vida. Y será un periódico abandonado en cualquier sitio. Me bastará para estar informado.

8. Usaré mis bolis Bic hasta la última raya de tinta que salga de su émbolo, hasta que la carga esté completamente vacía. Y luego enterraré la carga vacía con honores de Estado. Recordaré en silencio a los millones de seres humanos que jamás tuvieron un bolígrafo en la mano.

9. No hablaré sino para recordar a quien quiera oírme la vigencia de la alienación laboral en este tiempo, en todo tiempo. Alcanzaré la inmortalidad desde el materialismo histórico, único camino.

10. Renunciaré, finalmente, a la palabra.

Cuando terminó de copiar los diez mandamientos del postestalinismo, Corman Martínez se echó a llorar. Eran tan bellos. Eran poesía. Los leyó una y otra vez, y se sentía mareado de tanto gozo. Hubiera querido esculpir los diez puntos en una lápida. Como Moisés. Mejor Abraham. Un Abraham rojo.

Yo soy El Abraham rojo, dijo Corman.

Eva

Recuerdo con nitidez la mañana del 23 de octubre de 1940, en Hendaya. Era una mañana soleada, aunque por la tarde llovió. Ostentaba el cargo de teniente de infantería. Había hecho la guerra en los servicios extranjeros de inteligencia. Hice la guerra en los dos bandos, pues a un inmortal no le afecta el sentido inmediato de la Historia: va y viene, según su curiosidad. Es difícil que un inmortal se implique moralmente con las cosas de la Historia, esencialmente porque la inmortalidad es un estado ajeno a la Historia. Es como pedirle a la cima del Aneto o a la del Mont-Blanc o a la del Everest que se impliquen en los estadios históricos de la vida española, europea o asiática. La cima del Aneto simplemente está. Así son los inmortales: están. Estamos. ¿Pueden importarle al planeta Marte o a Saturno o a Venus las cronologías, las guerras, las revoluciones, los crímenes de la Historia? No es nuestra ficción la ficción de la Historia. No es nuestra ficción la ficción del Bien y del Mal, del Progreso y de la Miseria. Estamos más cerca de la materia. La materia es real e imperecedera. Las piedras permanecen, y es un misterio intocable. Esa impasibilidad de lo que siempre está frente a las pasiones enfurecidas de lo que está tan poco que es como si nunca hubiera estado. A la inmortalidad no le alcanza la compasión. Estamos. Duramos. Permanecemos. Como Marte, como Saturno, como Venus. Qué bien que sea así.

No me apetecía, en ese momento, salir de España, no me apetecía convertirme en un exiliado, además me había enamorado de Carmen Valenzuela, una monada de malagueña, y la chica era de familia franquista. De modo que me quedé en el ejército de Franco. El ministro Ramón Serrano Súñer estaba fascinado conmigo. Yo había acreditado el dominio perfecto de varios idiomas. Sonrío ahora mientras miro por la ventanilla del avión que me conduce a Berlín, y recuerdo la mirada atónita de Serrano Súñer cuando comprobó que dominaba el alemán, el inglés, el francés y el italiano. Oculté mi dominio del ruso, del polaco y del chino por modestia, no por cautela. Un inmortal no tiene por qué respetar los códigos del miedo. No tener miedo es un estado ajeno a la naturaleza humana, aunque hay excepciones. El miedo es el principio político de todas las sociedades humanas. Miedo y política, en la práctica, son la misma cosa. Como los inmortales no conocemos el miedo, somos incapaces de desarrollar comportamientos políticos. Lo que hacemos es aprender idiomas, y así pasan los siglos. Es como pedirles al planeta Marte, o a Saturno, o a Venus que tengan miedo. ¿Cómo va a tener miedo lo que permanece? Por eso, los inmortales contemplamos la política con esta indolencia espumosa y fría. Nos entretenemos aprendiendo lenguas y así pasan cientos de años. Contemplamos la evolución morfosintáctica y léxica de las lenguas y eso es todo.

Me estoy haciendo adicto al Myolastán. Me dolían las cervicales y un médico me aconsejó que probara el Myolastán. Se trata de un relajante muscular que produce una vaga sensación de bienestar. No lo había probado nunca. Me parece extraordinario que mi decrépita sangre se deje impresionar por la química moderna. Me parece que mi sangre está jugando conmigo, pero, en todo caso, no me importa. Tenía un antiguo pacto con mi sangre: el alcohol sí, el alcohol siempre me conducirá a la euforia y al mundo de los altos deberes celestiales; las drogas, las otras drogas, según le apetezca a mi sangre. Y así está siendo. Y es divertido. Nunca sé qué hará mi sangre, qué hará frente a una aspirina, frente a un Tranxilium, frente a la cocaína, frente a un Marlboro, frente a un Myolastán.

Me hice amigo de Ramón Serrano Súñer, casi era inevitable, dadas las circunstancias. A Ramón le tranquilizó mucho saber que también dominaba el latín. Serrano pensó que mi dominio del latín era una garantía eclesiástica y que para alguien que sabía tanto latín era normal el dominio de lenguas secundarias como el alemán o el inglés. Un par de años después de la Guerra Civil, allá por el 41, viajé con Serrano a una mansión en las afueras de París, donde vivían unos expertos latinistas de muchas nacionalidades, franceses, italianos, británicos y españoles. Serrano conocía a uno de esos latinistas, un español muy elegante y muy vital que se llamaba Gerardo Marín. Asombré a todo ese círculo de latinistas profesionales. No sólo dominaba el latín clásico y el latín vulgar, sino que manejaba coloquialismos de la Baja Edad Media que les resultaron desconocidos. El propio Gerardo Marín estaba entusiasmado, nunca había visto un dominio coloquial y emocional del latín. Era como si por fin pudiera hablar con un contemporáneo de Virgilio. A Gerardo casi tuvieron que hospitalizarlo una tarde, debido a un ataque de ansiedad celebratoria. Fue porque quise hacerle un regalo personal a Gerardo. Le regalé una traducción simultánea al latín de la película
Lo que el viento se llevó.
Mientras veíamos juntos esa mítica película, en un cine ruinoso de Saint-Germain-des-Prés, yo iba traduciendo al latín todos los diálogos entre Clark Gable y Vivien Leigh, y se los traducía al oído de Gerardo. Fue un ataque de ilusión, de exaltación, pues vio la lengua latina resucitada. La vio tal como fue. Nos hicimos muy amigos con Gerardo. Hablábamos de mujeres en latín. Le enseñé a blasfemar en latín. Le echo de menos. Muchos años después, Gerardo Marín aún seguía escribiendo a Serrano Súñer preguntándole por mí, manifestándole su deseo vehemente de volver a verme, pero para entonces yo ya estaba en otro continente.

Gerardo tenía una amiga discípula muy bella, pelirroja, de ojos verdes, era escocesa y se llamaba Betty Daltrey. Con ella hablaba un latín clásico, sacado de Virgilio, para deslumbrarla y hacerme el interesante. Íbamos a la orilla del Sena, a un pequeño restaurante que se llamaba París, y allí sentados en la terraza, en el mes de mayo, Betty Daltrey se maravillaba de que yo no sólo fuera capaz de hablar en latín sino de que viviera en latín. Comentaba las últimas noticias bélicas de la Segunda Guerra Mundial en latín. Realmente, era capaz de pensar la Segunda Guerra Mundial en latín clásico, como si fuese Cicerón. Incluso pedía el café en latín. Inventaba palabras latinas para designar las nuevas realidades. Por ejemplo:
nazia-ae,
para designar a los nazis, a quienes hice de la primera declinación. Y
sovietum-sovieti
para los soviéticos, a quienes hice neutros de la segunda. Ninguno de aquel círculo de expertos, salvo Gerardo, llegó a imaginar que no estaban ante un latinista extremadamente brillante sino ante un hispanorromano. Tenían delante a la encarnación de la inmortalidad latina y no la vieron, pero es normal. Pensaron que yo era un catedrático decimonónico salido de un convento salmantino. Al evocar a Betty, mis recuerdos vienen expresados en lengua latina, y no puedo por menos que balbucear palabras en latín que quien viaja a mi lado tampoco puede evitar oír. Cuánto me gusta oírte hablar en latín, me dice mi esposa. Podría secuestrar este avión que nos lleva a Berlín usando la lengua de Virgilio, le contesto. Le digo que el latín es inmenso.

Recuerdo aquel 23 de octubre de 1940. El barón de las Torres, gran germanófilo, sufrió un ataque de amigdalitis que le impedía hablar ni en alemán ni en español, y que le postró en la cama, con cuarenta de fiebre. No le quedó más remedio a Serrano Súñer que llamarme, hacerme venir de Madrid a Hendaya inmediatamente. Me gustó el tren oficial de Hitler, se llamaba
Erika
y era verdaderamente robusto y muy germánico. Eugenio Espinosa de los Monteros, embajador de España en Berlín, se puso muy nervioso cuando se enteró de que no iba a estar presente en la reunión entre Franco y Hitler. En cambio, un desconocido iba a hacer las labores de intérprete. Eugenio Espinosa puso a prueba mi alemán. Se quedó pasmado. Me hizo gracia la sonrisa abstracta de Joachim von Ribbentrop. Me puse a hablar con él de la filosofía de Hegel. Le pregunté a Espinosa en alemán por un fragmento de la
Fenomenología del espíritu,
delante de Ribbentrop, el cual se sonreía con delicadeza. Franco no se quitó los guantes para dar la mano. Yo me quedé mirando a Hitler. Apenas fuimos presentados, pues el intérprete alemán, un tal Gross, y yo mismo éramos personajes secundarios. Hitler le preguntó a Franco por su esposa, y Franco iba a hacer lo mismo con Hitler, pero cayó en la cuenta de que el Führer estaba soltero, estado civil incomprensible para el Caudillo a no ser que mediara elevada vocación religiosa. Hablaron, entonces, del pueblo español y del pueblo alemán un buen rato. Gross y yo rivalizábamos en la adjetivación de los pueblos español y alemán. Gross decía el titánico pueblo alemán, y yo decía el ya victorioso pueblo español, e incidía en el «ya». Ese «ya» crispaba a Hitler. Franco le dijo a Hitler que le gustaban mucho los uniformes de la Alemania nazi. Hitler se puso a hablar del pintor Francisco de Goya, quien a su juicio había adivinado la llegada del III Reich en su cuadro del
Guernica.
Gross, que sabía que ese cuadro era de Picasso, no se atrevió a contradecir a Hitler. Yo miraba al Führer con demasiada intensidad, cosa que me afeó Serrano Súñer.

Me oye mi esposa murmurar en este instante en alemán. A mi esposa le gustaría saber por qué murmuro en alemán. Le contesto con sinceridad, le cuento que lo que Hitler le dijo a Franco fue un discurso sobre el Nuevo Orden.

—Más o menos, querida —le digo—, esto es lo que Hitler, de pie, con la gorra de plato en la mano, en actitud chamánica, le dijo a Franco, usando un alemán lleno de coloquialismos y de exabruptos: Somos guerreros territoriales, el Nuevo Orden en Europa supondrá la materialización del Amor; verá, Franco, mi general, yo quería muchísimo a mi padre, si bien a mi madre no la quise nunca, pero bueno, qué demonios le vamos a hacer, el caso es que mi padre me hizo prometerle en su lecho de muerte que devolvería a Europa el espíritu del Amor. Para usted, mi general, el Amor es la Iglesia católica, para mí es el Poder y el Estado. Pero son sólo desastrosas, puercas metáforas, creo que en lo esencial estamos de acuerdo. Por eso, quiero anexionar España a Alemania y hacerlo ahora mismo, sin más dilación, un magnífico pacto germano-español que aterrará al mundo, romperemos las cabezas de Stalin y de Churchill tú y yo juntos, mi general. Nos comeremos sus ojos, sus lenguas; creo, además, mi general, que en España os coméis las cabezas de los corderos, excelente costumbre; lo normal es que nos comamos las cabezas de nuestros enemigos, porque vivir, mi general, es tener enemigos; sin ir más lejos, a usted ya le están odiando unos cuantos millones de españoles, quizá no sea usted consciente de ese odio, le advierto que el odio es real, es histórico; le diré que a mí me odian muchos más millones que a usted, siento recordarle este pormenor; en esto, mi general, ha de reconocer que es usted un principiante, pero yo le enseñaré, no se preocupe, a que le odien millones y millones de hombres, es la única manera de tener a tanta gente activa, si no se duermen, el odio es el gran café de la humanidad, nos mantiene despiertos; además, le cedo la cabeza de Churchill; a mí me basta con comerme la cabeza de Stalin; entiendo que para un caudillo español comerse asada la cabeza de cordero de un caudillo inglés tiene que tener todo el gusto de la venganza histórica, habida cuenta de que a ustedes los ingleses les han humillado siempre; no se preocupe, lo mismo se puede decir de nosotros, pero créame, a mí lo que me apetece es comerme la cabeza asada de Stalin. De modo que el Nuevo Orden comenzará con una ceremonia de comida de cabezas asadas.

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