Los inmortales (5 page)

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Authors: Manuel Vilas

Tags: #Narrativa

Va Vilas a una lectura de su poesía, en una institución cultural muy prestigiosa llamada Juan Carlos I. Es una institución que se fundó a la muerte del monarca, ocurrida en el año 2028. La gente estaba tan orgullosa de Juan Carlos I que el gobierno tuvo que hacerle monumentos en todas las ciudades españolas: en Granada, en Zaragoza, en La Coruña, en Madrid, en Sevilla, en Murcia, en Córdoba, en Santiago de Compostela, en Málaga, en Valladolid, en Soria, en Segovia, en Ciudad Real, en Alicante, en Zamora, en Orense, en Badajoz, hasta en Barcelona y en San Sebastián. Pero no bastaron los monumentos. Hubo que crear una institución de contenidos culturales. De hecho, en la práctica, la Fundación Juan Carlos I tiene ya más prestigio que el Instituto Cervantes, muy en decadencia este último desde que aparecieron los métodos cerebrales insertivos para el aprendizaje de lenguas, métodos que, aunque no suponían ningún avance consistente, se pusieron de moda y produjeron una gran crisis en el sector de la enseñanza de idiomas. Recuerda Vilas la primera vez que cenó con Juan Carlos I. El monarca había leído su novela
Aire Nuestro.
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En esa novela Vilas hablaba mucho de Juan Carlos I, fantaseaba con la monarquía. Así que Juan Carlos I quiso conocer a Vilas y lo invitó a palacio. Fue una cena caprichosa y delirante. Ocurrió un día de junio de 2012.
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Lo primero que le dijo Juan Carlos a Vilas fue esto: «Vilas, eres la polla, pero una polla homérica, me he partido el culo leyendo tu bendita novela». Recuerda muy bien la frase, porque Vilas pensó que iba a decir, por coherencia, «jodida novela» y no, lo que dijo fue, como si de un experto en los contrastes literarios se tratase, «bendita novela». Vilas observó que en la mesa había cuatro cubiertos. Juan Carlos le dijo a Vilas: «Mira, Vilas, como cenar solos los dos, por mucha sintonía que tengamos, por mucho buen rollito que seamos capaces de alcanzar, puede ser un coñazo, tío, he invitado a estas dos gacelas primorosas», y señaló a dos chicas que en ese momento hacían su aparición. Recuerda Vilas que nunca pudo estar más de acuerdo con el Rey, porque, efectivamente, él había pensado lo mismo, «por muy buen rollo que tengamos, cenar con un Rey puede ser psíquicamente agotador», de modo que la presencia de las chicas actuó como un bálsamo en la parte social del cerebro de Vilas. «Las dos quieren ser poetas, como tú, Vilas», dijo el monarca. Una se llamaba Graciela y era mexicana y la otra se llamaba Roberta y era neoyorquina. Las dos eran muy guapas, pero, inexplicablemente, estaban obesas, y las dos se sentaron en las rodillas del monarca, no sin que éste sintiera crujir sus piernas. Juan Carlos les dijo: «Palomitas, palomitas, esta noche hemos invitado al Diablo, para que nos enseñe los secretos de la Historia». Supuso Vilas que el Diablo era Vilas. Luego cenaron arroz con bogavante y bebieron tres botellas de Blecua. Las chicas comían mucho, por eso Juan Carlos les decía: «Comed más arroz, comed más, palomitas, palomitas, están preparando más arroz con bogavante, podéis comer hasta reventar». Juan Carlos I le dijo a Vilas: «He hecho que las chicas leyesen también tu novela, para que te pregunten cosas y se enteren de la conversación». Vilas recuerda que Roberta le dijo algo extraordinario, le dijo que su madre fue la presidenta de un club de fans de Johnny Cash en Brooklyn, y que Cash visitó dos veces la sede del club, y que su madre se consideraba amiga de Johnny Cash. En ese momento, Juan Carlos I mandó traer una guitarra acústica y Roberta, que también era fan de Cash, se puso a cantar
The Man Comes Around.
Cantaba bien, quizá por su obesidad. «Ves, tío, como tu
Aire Nuestro
habla de Johnny Cash,
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yo te he traído a esta tarada, lo digo en broma, lo de tarada, que lo digo con cariño, vamos, para que te cante una canción», dijo el monarca. Pero la tarada obesa cantaba tan bien que Vilas se emocionó. Luego hubo más cenas con el monarca, pero nunca fueron como la primera vez. De hecho, ahora mismo piensa Vilas que tal vez, dado el tiempo transcurrido, esa cena sea algo irreal, porque recuerda que Juan Carlos I le dijo que estaba convencido de que la vida privada era una ficción más del capitalismo, y que eso se notaba muy bien tras leer
Aire Nuestro
. Juan Carlos le dijo esto: «Tienes razón, jodido Vilas, yo estoy aquí para dar cobertura histórica a las ficciones del capital, y lo hago de puta madre, y tú estás aquí para narrar lo bien que yo hago mi trabajo, por eso te he invitado a cenar; y tú también haces muy bien tu trabajo, que consiste en contar lo bien que yo hago mi trabajo, y mi trabajo consiste en decir lo bien que hace su trabajo el capital, y el trabajo del capital consiste en hacernos creer que estamos haciéndolo todo de puta madre; y como tú bien sabes, bendito Vilas, nada de esto es despreciable, es lo más lejos adonde hemos llegado como especie, como civilización, como pueblo, como socialismo». La cena fue disparatada. Luego jugaron al juego de las prendas. Recuerda que acabaron en calzoncillos y las chicas en tanga, unos tangas gigantescos. A Graciela y Roberta les colgaba la carne, pero eran hermosas, eran como árboles con ramas torpemente gruesas. El Rey acariciaba las grasas colgantes de Graciela y Roberta con una ternura misteriosa. Finalmente, alguien del servicio privado del Rey entró en escena y la fiesta se acabó. El Rey se marchó bruscamente. Y Vilas se quedó con las chicas y aún hubo tiempo, mientras se vestían, de acabar con una botella de champán y de que Roberta cantara
Redemption Song
. Aprovechó Vilas la marcha del Rey para acariciar los michelines de las dos chicas, y sintió un frescor muy agradable en la mano, una gravedad y un frescor al mismo tiempo. Dos coches estaban esperándolos, dos coches muy distintos. Ellas se fueron en uno, y Vilas en el otro. El coche de ellas —recuerda Vilas— era mucho mejor que el suyo. El coche de ellas era un Audi A8 y lo conducía un chófer con corbata; y el suyo un Seat Toledo viejo y lo conducía un taxista madrileño mal vestido, gordo y sin afeitar. Entendió Vilas la ironía real en el reparto de automóviles y de conductores; esa ironía le hizo cierta gracia, aunque le malhumoró cuando lo pensó dos veces y le acabó de hundir en la rabia más absoluta cuando el taxista le dijo que nadie le había pagado la carrera previamente. Para colmo, el asiento del Seat Toledo tenía un costurón y el coche olía mal, a gasolina tal vez. Eran las cuatro y media de la madrugada de un mes de junio lleno de fuerza. Después de pagar la carrera, y ya enfrente de su casa, el taxista le dio a Vilas un cedé. «Me han dicho que le dé esto.» Subió a su piso. Era un cedé de audio. Puso el cedé en el reproductor. Se oyó una voz:

Mis antepasados degollaron a miles de personas como tú, bendito Vilas. Sediciosos inútiles, vagos, insociables de todas las categorías. Y fueron degollados con las garantías de la Historia. Y ellos aceptaron ser degollados porque eran conscientes de que estaban producidos de manera defectuosa, porque los hombres son como los coches. Esto se lo dijo a mi padre el gran Alfonso XIII, a quien se lo dijo, joder, ahora no me acuerdo de quién se lo dijo, míralo en Wikipedia, jodido Vilas, hazme el favor, el que viene antes de Alfonso XIII, ya ni me acuerdo de quién es, será Alfonso XII, digo…

Después del discursito venía una canción de Julio Iglesias. Acabada la canción, seguía otro parlamento, pero no era la voz de Juan Carlos I. Era la voz del actor de doblaje español que pone voz castellana en las películas americanas a la estrella Robert de Niro. De modo que Vilas estaba verdaderamente encantado. Le estaba hablando el cabronazo de Robert de Niro:

Ya sabía yo que te encantaría que te hablara con esta voz. Monarquía y Martin Scorsese mezclados, ideal para el SuperVilas. Mira, SuperVilas, yo te quiero. Creo que eres el único súbdito que aún ama España. Porque tú amas España, ¿no, mariconazo? Yo soy el único padre que te queda. Necesitamos un Padre. Yo soy el tuyo. Buenas noches, hijo mío. Tu padre te ama. Tu padre daría su vida por ti.

Vilas tuvo que ponerse un whisky. De Niro sonando en su reproductor, con mensajes del rey de España, era como si alguien hubiera decidido ampliar su novela
Aire Nuestro
. En la siguiente pista, sonaba una canción de Franco Battiato. Sin duda, todo era perfecto en ese cedé. Parecía un fragmento de novela vilasiana. Puso la siguiente pista:

Perdona lo del Seat Toledo. Pero es que tenía que recordarte de dónde vienes. Ni uno solo de tus antepasados valió la pena en el único sentido que la Historia reconoce como gravedad: la santidad, el crimen y la tiranía.

Ahora se oía la banda sonora de la película
Solo ante el peligro.
Se podía escuchar la canción
Do Not Forsake Me, Oh My Darling
. Vilas adoraba esa canción. Recuerda Vilas ahora que ha recordado las palabras «novela vilasiana». Tal vez fue la primera vez que pensó en novelas vilasianas. Guardó el cedé. Aún lo tiene. Hizo copias. Pero nunca se lo dejó escuchar a nadie. En la última pista Juan Carlos I usaba la voz del actor de doblaje que daba vida castellana a Gary Cooper. Imaginó que sería un imitador. En cualquier caso, era la voz española de Gary Cooper:

Necesitamos la bondad como fundamento histórico de la nueva literatura española. Vilas, tú que has estado solo ante el peligro, te nombro mi ayudante.

Tú descubriste una de las grandes alienaciones de la inteligencia humana: creer que existe el tiempo histórico, que existe la Historia.

Sabe Vilas que pronto morirá. Y aun así, acepta ir a esta lectura en la Juan Carlos I. Es más que una lectura; es un acto publicitario, en donde se va a presentar a la prensa un traje espacial. Piensa Vilas que aún podrá enamorar a alguien, metido en su traje espacial, y con sus setenta y ocho años. A una mujer tal vez. Piensa que aún podrá deslumbrar a alguien. Y no es absurdo ese pensamiento. Setenta y ocho años ahora son nada. Muchos lemas publicitarios invocan esa edad como una edad de plenitud. Un amigo suyo acaba de ser padre y se ha casado con una chica de treinta y dos años. No siente ninguna envidia. Una mujer de treinta y dos años puede llegar a ser tan estúpida como un hombre de treinta y dos años. Nunca pudo con la estupidez. En justicia, nunca pudo consigo mismo. Aún le ponen nervioso sus propios poemas, y eso que es un hombre que ya no le teme a nada, un hombre viejo que conoce los parasoles del final de la existencia: los parasoles que impiden la llegada de las voces, de los pensamientos, de la vida de los otros. Le pone nervioso su exhibicionismo moral, el exhibicionismo de su poesía de principios de siglo. Qué tiempos aquellos, qué horrorosa estaba España entonces. Se acuerda de los finales de la primera década del siglo XXI, de los años ocho y nueve, especialmente. Se acuerda de la mala suerte que significaba para un escritor español haber nacido en España, de lo bueno que hubiera sido para un escritor español nacer en Estados Unidos; no obstante, todo siempre puede empeorar, y peor sería haber nacido en Nairobi o en Bolivia. Se acuerda de que entonces llegó a pensar que lo mejor que le podía acontecer a un escritor español era pasar, de manera camuflada, por un escritor estadounidense. Se acuerda de la cultura oficial de entonces, de aquellas tiranías literarias e intelectuales, que desaparecieron cuando la economía española, en 2014, despegó y se colocó en los primeros puestos mundiales debido al descubrimiento inesperado o milagroso de enormes pozos petrolíferos en la provincia de Soria, que fueron detectados con nuevas técnicas prospectivas. Los pozos de Soria reventaron la economía mundial. Luego el petróleo se extinguió, pero eso fue ya muy entrada la década de los años veinte. Hubo tiempo suficiente para que España alcanzase una renta per cápita muy superior a la de Francia y Alemania. Fue célebre el suicidio del ministro francés de Economía cuando España, finalmente, desplazó económicamente a Francia en el G-5. El ministro alemán de Economía, en vez de suicidarse, dimitió. El retraso estético y literario de España resultó que era una cuestión económica. En esos años, en el intervalo de tres lustros, seis escritores españoles ganaron el Premio Nobel de Literatura. Y uno de ellos era negro. Y fue gracias al petróleo y no al talento. Y el petróleo, que sepa Vilas, también es negro.

Pero Vilas piensa ahora que es estúpido ir a esta lectura, aunque es una lectura de la que va a estar pendiente la prensa cultural internacional, pues Vilas es uno de los siete seleccionados. Vendrán también escritores jóvenes a saludarle con entusiasmo teatral. Querrán que lea sus relatos, sus poemas, sus novelas. No saben nada. No saben que son jóvenes. No saben que sus huesos están nuevos, que sus ojos tienen una garantía de cuarenta años, que su boca huele a luz y a fuerza. Aun así, va a la lectura, al acto de promoción de la cultura española, y tendrá que ponerse el traje espacial. Su hija Valentina le llamó por teléfono para decirle que si se ponía el traje espacial, dejaría de hablarle y no permitiría que viera a su célebre nieta Mariana. Valentina aprovecha cualquier cosa para amenazarle con prohibirle ver a su nieta, pero lo que quiere es dinero, más dinero, es insaciable y derrochadora, con una ludopatía y un amante y un marido a cuestas. Vilas tiene una gran devoción por su nieta Mariana, que ya es una escritora famosa. Fue una niña muy especial, con sólo diez años había escrito dos novelas breves y una docena de cuentos espléndidos. Con catorce años ganó el Premio Planeta, con la magnífica novela
Padres asesinos.
Fue un notición que una niña de catorce años se convirtiera en una narradora consumada, pero España o el Mundo son así. Vilas se había casado tres veces, y las tres veces fueron un fracaso. Valentina era fruto de su segundo matrimonio. Valen, como la llamaban familiarmente, no le perdonó a su padre que abandonara a su madre, que se llamaba Esmeralda. Ésta no superó que su marido la abandonara y se suicidó. Vilas lo pasó mal. Pero se volvió a casar, con una chica de veinte años que se llamaba Anaconda Ácida, y era artista de rock. Aún seguía casado con ella, pero aunque hacía años que no se veían, ella tuvo tiempo de mandarle un e-mail diciéndole que si aceptaba el paripé de los poetas que viajan a la Luna, ella no tendría inconveniente en hacer públicas algunas intimidades del célebre viajero a la Luna. A Vilas le importaba poco lo que Anaconda Ácida dijera. Era una colgada, una anarcocósmica.
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Todo el mundo sabe que los anarcocósmicos son unos tarados, unos salvajes que están todo el día fornicando y mirando al cielo, con la intención de convertir al cielo al anarquismo. Sí le dolía lo de Valentina y Mariana. A veces tenía la sensación de que su vida sentimental había sido diseñada por algún escritor imbécil de principios de siglo, algún bastardo que le odiaba más allá del tiempo y del espacio. Todas sus mujeres querían joderle el viaje a la Luna. Tal vez se preocupasen por él. Tal vez pensaban que estaba mayor para semejante aventura. Tal vez todo era una historia ridícula, y querían impedir que hiciese el ridículo. Sin embargo, recuerda que estuvo muy enamorado de Anaconda Ácida, de su pelo rubio especialmente. ¿Puede un hombre enamorarse sólo del pelo de una mujer, del pelo rubio de una mujer? Parece ser que sí, a condición de que esos cabellos sean de oro. El oro sobre las cabezas desiertas, ése es el misterio.

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