Los inmortales (7 page)

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Authors: Manuel Vilas

Tags: #Narrativa

Era medianoche cuando Manuela y Corman comenzaron a comer la paella. Lo hicieron sentados en la terraza. Bebieron champán Moët & Chandon y se comieron la paella. Manuela observaba cómo Corman devoraba la paella de forma obsesiva y casi sentía miedo. Corman masticaba las patas de las cigalas y acababa de comerse la cabeza de un langostino. Pidieron la segunda botella de champán. Manuela decidió tomar la iniciativa y cogió las manos de Corman y las acercó hasta su cara. Y Manuela sintió una energía conmovedora en esas manos. Parecían las manos de un príncipe ruso, o las manos del hijo que ella nunca tendría. Manuela besó a Corman y el beso le transmitió la esencia de los ríos, las cuevas submarinas, las algas del mar, los peces, millones de peces… Corman, entonces, se puso a disertar sobre la obra de Juan Ruiz, hasta que Manuela se durmió. Corman, mientras contemplaba el cuerpo iridiscente de Manuela, sintió una presencia en la terraza de su suite. Como la ventana estaba abierta, Corman vio allí a alguien sentado en una hamaca de la maravillosa terraza. Dejó dormida a Manuela y se encaminó, nervioso, al exterior. Allí descubrió a un viejo sentado. Corman pensó que ahora en vez de tener una iluminación iba a tener una aparición. No era la primera vez que se le aparecía el fantasma de Stalin. Fue Stalin quien le dijo que debía viajar a España, para concluir
el camino biológico y político de tu familia
. Corman había estado leyendo últimamente los libros del antropólogo Carlos Castaneda. Pensaba que esos libros podrían servir para contactar con Juan Ruiz. Pensaba que los libros de Castaneda estaban llenos de fórmulas de reconciliación, de caminos hacia el Más Allá. Corman tenía una fe materialista en el Más Allá. Pues la primera aparición de Stalin, hace unos años, en un váter clandestino del metro de Moscú, le dijo que
el Más Allá es espacio y tiempo de nuevas alienaciones colectivas, más espectaculares aún que las de la vida terrenal, tenlo presente, hijo mío. La lucha revolucionaria continúa después de la muerte.

Corman luchaba contra las iluminaciones y contra las apariciones, pero era en vano. Sabía que esas apariciones acabarían con él. Salió a la terraza.

—Hola, Corman Martínez, soy Stalin, tu padre —dijo el viejo—, siéntate a mi lado y deja dormir tranquila a Manuela.

—Pero ¿es usted de verdad?

—Sí, soy yo, sí, soy yo, el gran padre de los comunistas españoles, orillados por España, preocupado hasta por el último comunista de sangre española. Soy yo, tu gran padre, el comandante de la realidad, el único hombre bueno de todo el siglo XX. Es una preciosa noche madrileña. Sabes, hubiera agradecido que en España se hubieran acordado de que fui yo el que recogí y auxilié a miles de españoles. Se hubieran muerto de hambre sin mí. Entre ellos, tu abuelo y tu padre. Nadie es completamente malo ni completamente bueno. La ingratitud es contrarrevolucionaria. Qué noche tan maravillosa, qué esplendor en el aire, qué bonita es España, y cuántos comunistas supo dar, entregar a la gran revolución permanente. España dio al mundo comunistas feroces. Me fascinaron siempre los comunistas españoles. Eran especiales. Sin revolución el hombre es nada. Nos igualamos a los astros, al Universo, cuando somos capaces de destruir y refundar.

Stalin se levantó de la silla y fue hasta el minibar de la habitación. Abrió la puerta y se sacó dos botellines de vodka. Se quedó mirando a Manuela. Volvió a la terraza. Bebió un botellín de vodka.

—Tiene gracia esa Manuela. Es guapa. Tiene pene y pechos. Eso está bien, un avance materialista. Los futuros comunistas serán hombre y mujer al mismo tiempo, para que no sufran. Yo también tengo de todo, y más cosas, muchas cosas que no puedes ni imaginar. Hay que tener de todo.

—¿Dónde está usted ahora?

—En el Paraíso de los Comunistas Verdaderos, un lugar puro, donde toda alienación ha sucumbido. Soy conciencia sobre el Universo. Conciencia roja. Conciencia revolucionaria. Estrella roja sobre la materia. Estoy aquí mismo, en esta terraza. Para mí no es una terraza sino un paraíso colectivo. Hemos colectivizado el Paraíso. Las grandes colectivizaciones del Cielo y del Paraíso fueron los mayores espectáculos del futuro. Me he desplazado hacia el futuro. Soy conciencia comunista de naturaleza inmortal. En el futuro en el que estoy todo Madrid es un museo arqueológico con paraísos inalienables. El sistema solar está agonizando. Lo hemos carbonizado. Hicimos estallar bombas atómicas en todos los planetas, porque los planetas eran conservadores y reaccionarios. Había que vencer sobre la nada. La nada es reaccionaria. Estábamos aburridos y decidimos dinamitar el sistema solar, a ver si salía alguien en su defensa, algún terrateniente del Universo, algún explotador general, algún enemigo de clase a escala cósmica.

—Jaja, seguro que no salió nadie —ríe Corman.

—Me alegra saber que estás completamente loco. Efectivamente, nadie salió en defensa del sistema solar. Así que lo carbonizamos. Ahora estamos carbonizando otras galaxias. Lo estamos destruyendo todo. Queremos acabar con el Universo y con su dueño.

—Adivino la razón.

—Atrévete.

—Por aburrimiento y porque ya no es posible ninguna revolución política ni en el futuro ni en el Más Allá. Os importa una mierda todo. Sólo queréis matar el aburrimiento.

—Así es, qué bueno eres, tú sí que eres bueno, Corman, eres el mejor de los tuyos, el gran chiflado de la URSS, el último comunista. Muchos amigos viajan a la antigua URSS en viajes de conocimiento. Admiran sus submarinos hundidos en el Atlántico Norte y su industria política hundida en el Capitalismo del Norte. Precisamente por eso, para matar el aburrimiento. Pero matar el aburrimiento, querido amigo, es una auténtica fiesta revolucionaria. Ha valido la pena ver esta fiesta de destrucción de planetas y galaxias. Yo mismo piloto estas aeronaves intergalácticas y vuelo planetas. Vuelo planetas habitados. Son gente que apenas ha salido de la prehistoria, bichos y camellos, moscas y monos. Lo quemamos todo.

Corman se despertó y Manuela seguía a su lado. Eran las diez de la mañana. Habían dormido con la ventana abierta. Corman miró el cuerpo de Manuela y pensó que no iba a tener tiempo de visitar el museo del Prado. Advirtió la anatomía crispada de Manuela, y esa anatomía —mitad hombre, mitad mujer— iluminaba su rostro devastado por las seis botellas de Moët & Chandon. Había restos de arroz en la cama. Habían dormido entre restos de almejas y mejillones. Cogió un mejillón. Era nauseabundo y era pretérito.

—Buenos días, mi príncipe —le dijo Corman Martínez a Manuela, mientras la despertaba con un beso.

Dos semanas después de su primera noche en Madrid, Corman se castigó a sí mismo comprando un apartamento en una urbanización perdida y corrompida en la provincia de Málaga, a cuarenta kilómetros de la capital. Se compró también un Seat Málaga, como si el apartamento y el coche formasen un pack del paraíso. Poseía dinero, divisas ilegales de la URSS, dinero soviético que le dieron su padre y su abuelo.

Pagó el apartamento y el Seat Málaga en efectivo. La vida de Corman, en este tiempo, consistió en ir con el Seat Málaga al supermercado. A Corman le gustaba su apartamento. Tenía una cocina americana, un dormitorio y un baño, con garaje y trastero. También tenía una pequeña terraza con vistas al mar. Corman compraba mucha agua mineral. Le daba una gran alegría comprar agua mineral. Solía llevarse diez garrafas de cinco litros. No le cabían en el maletero. Ponía algunas en los asientos de atrás. Le gustaba que el coche estuviera lleno de agua mineral. Pensaba que quien bebía agua mineral acababa mejorando, acababa siendo mejor persona, porque sus órganos también mejoraban, especialmente el riñón.

Pasó tres años comprando agua mineral y mirando el Mediterráneo. Junto al agua mineral, Corman compraba ediciones de clásicos de la literatura española. Pensaba que la literatura española era inmortal.

Un día de 1993 Corman sintió pánico a levantarse de la cama. Tenía el apartamento hecho un asco. El único pensamiento que aliviaba su depresión era saber que el Seat Málaga estaba dentro del garaje, a salvo del enorme calor malagueño, y que el depósito de gasolina estaba medio vacío. Pensó Corman que los coches agradecen que sus amos no les hagan cargar con pesos innecesarios.

Fue en 1993 cuando visitó por primera vez al psiquiatra malagueño de la Seguridad Social Juan Francisco Ferré, con muy buena fama entre sus pacientes y sus colegas. Al principio, los síntomas de la depresión de Corman Martínez fueron claros para Ferré, aunque advirtió algo en Corman que rozaba lo psicótico, lo esquizofrénico. Pero a Ferré esos rasgos psicóticos de Corman no le parecían insanos, sino todo lo contrario. Corman no le explicó a Ferré la causa de su depresión, aunque intentó hacerlo vagamente. Ni el propio Corman fue capaz de enunciar la causa de su depresión. Dijo vaguedades del tipo «problemas sentimentales». Corman era lo suficientemente inteligente como para no decirle a Ferré que tenía iluminaciones y visiones. No le dijo nada de los mensajes óseos de los restos moleculares de Juan Ruiz ni de sus charlas filosóficas con Stalin. Le mintió en relación con su trabajo. Dijo Corman que se dedicaba a la captación de inversores rusos en la costa malagueña. Dijo que hablaba español perfectamente. Ferré advirtió que eso sí era cierto. Que en todo caso, lo que no hablaba era ruso. Corman dijo que estaba estresado porque los capitalistas rusos eran muy exigentes y muy violentos, que le exigían resultados a corto plazo. Ferré pensó que tenía delante a un auténtico monstruo de la impostura. Pero Ferré se hizo psiquiatra precisamente por eso, para ver los más raros ejemplares de la especie humana, y porque pensaba que esos ejemplares encerrarían los misterios de la especie, y si no los misterios, al menos la degeneración de la especie. Ferré decidió medicarle la depresión y le recetó Prozac.

—Tome una cápsula diaria con el desayuno —dijo Ferré, un día de noviembre de 1993, en su consulta malagueña—. Es un antidepresivo de última generación. Tardará un mes en ser efectivo. Aunque a las dos semanas tiene que notar alguna mejoría, o tal vez a las tres semanas.

Ferré se quedó pensativo en ese momento: en qué quedamos, a las dos o a las tres semanas, y quién demonios podía saber eso. Nadie podía saber eso. Tal vez sólo pueda saberlo Dios o su mismísimo hijo Jesucristo.

A las tres semanas de tomar Prozac, Corman se despertó una mañana con ganas de correr por la playa. De súbito, se puso a fregar el apartamento. Se preparó un desayuno con huevos fritos y tostadas. Al mes su alegría era imparable. Hablaba con todo el mundo. Comenzó a no temer a sus alucinaciones, que empezaron a darle igual. Descubrió la impunidad mental, un estado diferente. Sacó alegría de debajo de las piedras.

A los seis meses de que Corman tomara su primera cápsula de Prozac visitó por cuarta vez al psiquiatra Juan Francisco Ferré.

—Siento como si fuese otro —dijo Corman.

—La fluoxetina rompe las inhibiciones emocionales —contestó Ferré—, incluso cambia el carácter, hay mucha literatura sobre eso, pero como médico lo que me interesa es que usted se sienta mejor, que no sufra, en definitiva.

Ferré se sintió anonadado. Parecía un santo. Pensó en sí mismo como San Francisco Ferré, con una calle en Málaga, una buena calle frente al Mediterráneo.

Pasan los años, y Corman sigue viviendo en su apartamento de una urbanización de segundas residencias. Toma su cápsula diaria. Sus tareas de estos años son las siguientes:

1. Comprar agua mineral en el supermercado. Pasión por el agua mineral hasta el punto de que la emplea para cocinar, lavarse los dientes e incluso a veces para darse un baño. Y hay baldosas, las elegidas, que son fregadas con agua mineral.

2. Realizar pequeños viajes con el Seat Málaga por la provincia de Málaga.

3. Comprar cuchillos. Compra cuchillos, y los guarda en el trastero. Tiene 239 cuchillos. Jamás los emplea. Son cuchillos vírgenes, que nunca han cortado nada.

4. Mirar apartamentos más grandes, con intención de mudarse. Se le ha quedado pequeño su apartamento. Baraja la posibilidad de mudarse a un apartamento que tenga una habitación más y con la cocina independiente de la sala de estar, debido a los olores que desprenden los guisos y las comidas que Corman se prepara. No obstante, Corman hizo cambiar la extractora de humos de obra por una extractora Bosch, casi para profesionales, pero aun así, los humos penetran la tela del sofá y la de las cortinas y las tapas de los libros. Tiene en el mueble de la sala de estar varios catálogos de electrodomésticos Bosch. Lee esos catálogos. Los electrodomésticos Bosch le parecen inmejorables. Gran relación calidad/precio. Puede que sean mejores los electrodomésticos AEG o los Miele, pero son demasiado caros. Y al ser tan caros, ya no tiene sentido. Bosch es la medida precisa. Pero, en secreto, está fascinado por los electrodomésticos AEG.

5. Perfecciona su afición creciente a hacer paellas, arroz caldoso con bogavante, arroz negro, arroz a banda y fideuás. Esto permite explicar el punto anterior, el 4.

6. Se ha aficionado a la cerveza. Prueba toda clase de cervezas. Se abastece en El Corte Inglés de Málaga y en tiendas inglesas y alemanas que proliferan en la costa malagueña. No consigue precisar las diferencias entre una marca y otra, pero le acaba dando igual. Admira especialmente la Voll-Damm, doble malta.

7. Da paseos por las playas desiertas en invierno. Ha alquilado un detector de metales. Encuentra monedas, anillos y cadenas.

8. Compra todas las ediciones del
Libro de buen amor
que encuentra en las librerías de Málaga. También todos los estudios que aparecen sobre el Arcipreste de Hita. Le alegra saber que Juan Ruiz es un gran escritor, que su talento es celebrado en España.

9. Duerme la siesta siempre.

10. Pasa muchas horas mirando el mar desde su terraza. Tiene el récord en seis horas y catorce minutos.

A partir del año 2006 Corman Martínez comenzó a notar que el efecto de la fluoxetina ya no era bueno, que ya no era como antes. Por otro lado, tenía que reconocer que la fluoxetina le ayudó a convertir su martilleante desesperación en una euforia inocente.

Seguía viendo a Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, en mitad de la oscuridad, aunque le daba igual verlo como no verlo, pero algo estaba cambiando. Seguía gustándole fregar el piso de su apartamento, pero algo estaba cambiando. Por ejemplo: escurría la fregona en el escurridor de la fregona con una fuerza extravagante y nueva, como una alegoría de la desesperación, y esa fuerza alguna vez petó el palo de la escoba, y la fuerza hizo que se rompiese el escurridor y que el agua de fregar se derramase por todo el apartamento; todo el apartamento naufragaba en agua de fregar. Corman Martínez entonces arrojaba toallas de playa sobre el agua, para que las toallas empapasen el agua de fregar, y asistía como un emperador crepuscular y envejecido al espectáculo de cómo las tres toallas de playa (dos son de propaganda, una de CajaSur y la otra de Nivea) absorbían el agua de fregar. Y se quedaba mirando la absorción del agua por parte de las toallas.

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