Hacía sólo un año tras su graduación en la academia, que era miembro con plenos derechos del Consejo, habiéndose dedicado al progreso del hombre y a la destrucción de los enemigos de la civilización. Era el miembro más joven del Consejo y probablemente aún lo sería durante, muchos años.
Sin embargo, ya había ganado las primeras batallas. En los desiertos de Marte y entre las rocas oscuras del cinturón de asteroides, había tropezado y vencido a diversos malhechores.
Pero la guerra contra el crimen y el mal no es un conflicto a corto plazo, y ahora era Venus el planeta que planteaba problemas, problemas particularmente perturbadores, puesto que los detalles estaban sumidos en la niebla.
El presidente del Consejo, Héctor Conway, se había pellizcado el labio antes de declarar:
—No estoy seguro de si se trata de una conspiración de Sirio contra la Confederación Solar o sólo de un pequeño quebrantamiento de las leyes. Pero nuestros agentes locales tienden a considerarlo algo de gravedad.
—¿Han enviado a alguno de nuestros expertos en conflictos? —preguntó Lucky, que poco antes había regresado de los asteroides y escuchaba las noticias con inquietud.
—Sí, a Evans —repuso Conway.
—¿Lou Evans? —preguntó Lucky, relucientes de placer sus negras pupilas—. Fue uno de mis compañeros de habitación en la academia. Es muy bueno.
—¿De veras? El oficial del Consejo en Venus ha solicitado su destitución y que se lleve a cabo una investigación por corrupción.
—¿Cómo? —exclamó Lucky, poniéndose en pie, horrorizado—. Tío Héctor, eso es imposible.
—¿Quieres ir allí y verlo por ti mismo?
—¡Claro que sí! ¡Por todas las estrellas y los asteroides! Bigman y yo despegaremos tan pronto como mi Shooting Starr esté dispuesta para el vuelo.
Y ahora, Lucky miraba pensativamente por el ojo de buey, ya en la última parte de su vuelo. Las sombras nocturnas se habían apoderado de Venus, y durante una hora sólo hubo oscuridad. Todas las estrellas quedaban bloqueadas por la enorme masa del
planeta.
De pronto, volvieron a estar bajo la luz del Sol, aunque el panorama sólo fuese gris. Se hallaban demasiado cerca del planeta para divisarlo en conjunto. En realidad, estaban dentro de la capa nubosa.
Bigman, que acababa de zamparse un respetable bocadillo de pollo con ensalada, se limpió los labios y exclamó:
—Diablos, no me gustaría pilotar una nave a través de este lodazal.
Habían desplegado ya las alas de la nave en la posición extendida para aprovechar la suspensión atmosférica, y existía una diferencia bien definida en el tipo de movimiento de la nave. Era posible sentir el impacto del viento, y los baches formados por las corrientes que elevaban y bajaban el ingenio espacial.
Las naves que surcaban el espacio no eran adecuadas para soportar las perturbaciones de una atmósfera densa. Por este motivo, los planetas como la Tierra y Venus, con profundas capas de aire alrededor, necesitaban estaciones espaciales. Y a ellas llegaban las naves procedentes del espacio galáctico. Desde las estaciones planetarias, las naves de cabotaje, con alas retráctiles, luchaban contra las traidoras corrientes de aire, hacia la superficie del planeta.
Bigman, que podía pilotar una nave desde Plutón a Mercurio con los ojos vendados, se habría sentido perdido ante la primera ráfaga del viento de una atmósfera. Incluso Lucky, que en su intensivo entrenamiento en la academia había pilotado astronaves de cabotaje, habría fruncido el ceño antes de volar por entre las grises nubes que ahora les rodeaban.
—Hasta que los primeros exploradores aterrizaron en Venus —explicó Lucky—, lo único que la humanidad divisaba de este planeta era la capa exterior de nubes. Entonces, poseían unas nociones muy extrañas respecto a Venus.
Bigman no contestó. Estaba contemplando el interior del recipiente de celoplex para asegurarse de que no contenía ningún otro bocadillo de pollo con ensalada.
—Ignoraban a qué velocidad giraba Venus sobre su eje —continuó Lucky—, o si giraba siquiera. No estaban seguros de la composición de la atmósfera venusiana. Sabían que contenía anhídrido carbónico, pero hasta finales del siglo XX, los astrónomos creyeron que Venus carecía de agua. Y cuando las naves empezaron a aterrizar, la humanidad descubrió que no era así.
Se interrumpió. A su pesar, la mente de Lucky volvió a recordar, una vez más, el espaciograma en clave recibido en la mitad del viaje, ya a muchos millones de kilómetros de la Tierra. Era de Lou Evans, su antiguo compañero de habitación, a quien había subeterificado que estaba en camino hacía Venus.
La respuesta era breve, cortante, clara.
«¡No vengas!», decía.
¡Sólo esto! No era el estilo de Evans. Para Lucky, tal clase de mensaje sólo significaba trastornos, grandes trastornos, de modo que no obedeció. Al contrario, movió la aguja del contador de la salida de la energía de la microbatería unos centímetros, y aumentó la aceleración hasta la asfixia.
—Produce una extraña sensación —decía Bigman—, Lucky, pensar que antaño, hace mucho tiempo, la humanidad no podía salir de la Tierra. Que no podía abandonarla por ningún motivo. Que nada sabían de Marte o la Luna, ni de ningún cuerpo celeste. ¡Oh, esto me da escalofríos!
Fue entonces cuando atravesaron la barrera de nubes, y hasta los tristes pensamientos de Lucky se desvanecieron a la vista del paisaje.
Fue algo repentino. Tan pronto estaban aún rodeados por lo que parecía una lechosidad eterna, como en torno suyo sólo hubo aire diáfano, transparente. Más abajo, todo estaba bañado en una luminosidad clara, perlífera. Arriba se veía tan sólo el color gris de la parte inferior de las nubes.
—¡Eh, mira, Lucky! —exclamó Bigman.
Venus se extendía ante ellos durante muchos kilómetros en cada dirección, y había una sólida alfombra de vegetación verde-azulada. En la superficie no se veían depresiones ni elevaciones. Estaba completamente nivelada, como si lo hubiese planeado de tal forma una gigantesca apisonadora atómica. No se distinguía nada de lo que hubiera sido normal en el paisaje terrestre. Ni calles, ni casas, ni ciudades o ríos. Sólo el color verde-azulado, invariable, en tanto abarcaba la vista.
—Es a causa del anhídrido carbónico —dedujo Lucky—. Forma parte del aire de que se alimentan las plantas. En la Tierra sólo hay tres centésimas del uno por ciento en el aire, pero aquí casi el diez por ciento de la atmósfera es anhídrido carbónico.
Bigman, que había vivido durante muchos años en las granjas de Marte, no conocía al anhídrido carbónico.
—¿Por qué son tan luminosas las nubes? —quiso saber.
—Olvidas un detalle, Bigman —sonrió Lucky—. El Sol brilla el doble aquí que en la Tierra.
Después, al volver a mirar por el ojo de buey, su sonrisa se fue difuminando hasta desaparecer.
—Es gracioso —murmuró.
De repente, se apartó de la ventanilla.
—Bigman —exclamó—, acompáñame a la cabina del piloto.
En dos zancadas estuvo fuera del camarote. En dos más, se halló en la cabina de mandos. La puerta no estaba cerrada, La empujó. Los dos pilotos, George Reval y Tor Johnson, estaban en sus respectivos lugares, con los ojos clavados en los controles. No volvieron la cabeza cuando entró Lucky seguido de Bigman.
—Eh, chicos... —les gritó Lucky.
No contestaron.
Tocó a Johnson en el hombro, y el copiloto movió el brazo con irritación, librándose de la mano de Lucky.
El joven consejero asió a Johnson por el otro hombro.
—¡Coge al otro, Bigman! —ordenó.
El pequeño marciano ya estaba en acción, sin hacer preguntas, atacando con la furia de un ariete.
Lucky lanzó a Johnson lejos de sí. El copiloto trastabilló, se enderezó y cargó al frente. Lucky esquivó el tremendo golpe y asestó un formidable directo a la mandíbula de su contrincante. Johnson cayó al suelo. Casi en el mismo instante, Bigman, con un rápido y hábil retorcimiento del brazo de George Reval, lo arrojó al suelo y le propinó un puñetazo que lo dejó sin respiración.
Bigman arrastró ambos pilotos fuera de la cabina y cerró la puerta. Al volver halló a Lucky manejando febrilmente los mandos.
Sólo entonces pidió una explicación.
—¿Qué ha ocurrido?
—No estábamos planeando —repuso Lucky, torvamente—. Contemplé la superficie y observé que se aproximaba demasiado deprisa. Y sigue lo mismo.
Buscó desesperadamente la palanca que movía los alerones, los paneles que controlaban el ángulo de vuelo. La superficie azul de Venus estaba mucho más cerca. Y subía a su encuentro.
Los ojos de Lucky estaban fijos en el contador de presión. Medía el peso del aire encima de la nave. Cuanto más subía, más cerca estaban de la superficie del planeta. Y ahora subía más despacio. El puño de Lucky se cerró con más fuerza sobre el duorodo, apretando ambos mangos para juntarlos. Debía ser así. No se atrevió a ejercer la presión con excesiva rapidez, de lo contrario los alerones podían romperse a causa de la galerna que azotaba la nave. Sin embargo, sólo quedaban por cubrir doscientos metros hasta la altitud cero.
Lucky hinchó las aletas de la nariz, y tensó las venas de su cuello, maniobrando los alerones contra el vendaval.
—Nos estamos nivelando —jadeó Bigman—, nos estamos nivelando...
Pero faltaba sitio. La superficie verde-azulada subió raudamente hasta llenar toda la visión del mirador. Luego, con una velocidad inaudita y un ángulo excesivamente abierto, el Venus Marvel, con Lucky Starr y Bigman Jones a bordo, chocó con la superficie del planeta Venus.
De haber sido la superficie de Venus lo que aparentaba a primera vista, el Venus Marvel se hubiese estrellado y ardido hasta convertirse en un montón de cenizas. Y la carrera de Lucky Starr habría concluido en aquel instante.
Por fortuna, la densísima vegetación que estaba a la vista no era espesura, sino algas. La superficie de Venus no estaba formada por suelo y rocas, sino por agua: era un océano que rodeaba y cubría completamente a Venus.
La nave, pese a ello, penetró en el océano con tremendo ímpetu, destrozó un enjambre de algas filamentosas, y se sumergió hacia las profundidades abisales. Lucky y Bigman fueron arrojados contra los mamparos de la nave.
Una nave ordinaria habría quedado aplastada, pero la Venus Marvel estaba construida para penetrar en el agua a toda velocidad. Sus soldaduras eran resistentes, su forma aerodinámica. Sus alas, que Lucky no había tenido tiempo, ni había pensado en plegar, quedaron torcidas, y la estructura gimió bajo el impacto, aunque la nave continuó útil para su funcionamiento.
Descendió por entre las tinieblas verdinegras del océano venusiano. La difusa luz procedente de arriba quedaba casi completamente obstruida por la barrera de algas. La luz artificial de la nave no funcionaba, pues por lo visto se había estropeado el sistema con el choque del contacto.
Todos los sentidos de Lucky sufrían una gran confusión.
—¡Bigman! —gritó.
No obtuvo respuesta, por lo que extendió los brazos para buscarle al tacto. Su mano rozó el rostro de su amigo.
—¡Bigman! —volvió a llamar.
Palpó el pecho del pequeño marciano, comprobando que su corazón latía con regularidad. Lucky se sintió muy aliviado.
No podía saber qué le había ocurrido a la nave. Sabía que le resultaba imposible dominarla en la completa oscuridad que los rodeaba. Sólo podía esperar que la fricción del agua la detuviese antes de que chocase con el fondo.
Sacó una diminuta linterna del bolsillo de su camisa, una varilla de plástico de unos quince centímetros de longitud, que al ser activada por la presión del pulgar se convertía en un sólido resplandor luminoso, cuyo haz de rayos se ampliaba sin debilitarse apreciablemente con la longitud.
Lucky volvió a tantear en busca de Bigman y le examinó con suavidad. Se veía un chichón en la sien del marciano, pero le pareció que no tenía ningún hueso fracturado.
Bigman parpadeó. Luego, gimió.
—Tranquilo, Bigman —susurró Lucky—. Pronto estaremos bien.
Pero estaba muy lejos de creer tal cosa cuando salió al corredor Si la nave debía llegar de nuevo a puerto, los pilotos tenían que estar vivos y en condiciones de colaborar.
Se hallaban sentados, y parpadearon ante la luz de la linterna de Lucky, cuando éste cruzó la puerta.
—¿Qué ha ocurrido? —gruñó Johnson—. Tan pronto estuve delante de los mandos sufrí...
En sus ojos no había hostilidad sino sólo pesar y confusión.
La Venus Marvel volvió en parte a la normalidad. Necesitaba una reparación a fondo, pero sus faros de proa y popa volvían a funcionar y las baterías de emergencia podían suministrar toda la energía necesaria para las principales operaciones. Se escuchaba el rumor de la hélice, y el costero planetario desempeñaba, con bastante discreción, su tercera función. Era una nave destinada no sólo a navegar por el espacio y el aire, sino también bajo el agua.
George Reval penetró en la cabina de pilotaje. Estaba abatido y obviamente embarazado. Mostraba una contusión en la mejilla, que Lucky ya había lavado, desinfectado y rociado con koagulum.
—Se han producido algunas grietas, pero ya las he obstruido. Han desaparecido las alas, y las baterías primarias son un montón de chatarra. Necesitaremos reparar la nave a fondo, pero opino que hemos tenido suerte. Realizó usted un buen trabajo, señor Williams.
Lucky asintió modestamente.
—Supongo que podrán contarme qué ocurrió.
—No lo sé —respondió Reval, enrojeciendo—. Me fastidia confesarlo, pero no lo sé.
—¿Y usted? —preguntó Lucky, dirigiéndose al otro piloto.
Johnson, tratando con sus grandes manos de hacer funcionar de nuevo la radio, sacudió negativamente la cabeza.
—Los últimos pensamientos que recuerdo con claridad —expresó George Reval— los tuve mientras nos hallábamos aún en el interior de la capa de nubes. Después no recuerdo nada, hasta que usted me enfocó con la linterna.
—¿Toman usted o Jolinson cualquier clase de drogas? —quiso saber Lucky.
—No, ninguna —respondió airadamente Johnson.
—Entonces, ¿qué les obligó a perder el conocimiento al mismo tiempo?
—Yo creo saberlo —contestó Reval—. Señor Williams, ninguno de nosotros es un simple aficionado. Nuestros expedientes como pilotos planetarios son de primera categoría. O al menos, lo eran —gruñó—. Probablemente, después de esto nos enviarán a la Tierra.