—¿Cómo se sostiene la cúpula, doctor Morris? —inquirió.
El grueso venusiano había recobrado su compostura. El autogiro se dirigía raudamente al sector amenazado. Sus palabras sonaron duras, inquietas.
—Mediante campos de fuerza diamagnética en estructuras de acero —explicó—. Parece como si fuesen las columnas de acero las que sostienen la cúpula, pero no es así. El acero no es bastante fuerte. En realidad, la resistencia se debe a los campos de fuerza.
Lucky contempló las calles llenas de gente y de vida.
—¿Se habían producido anteriormente accidentes de este tipo? —indagó.
—¡Gran espacio! —exclamó Morris—. No como éste. Llegaremos allí dentro de cinco minutos.
—¿Se adoptaron precauciones contra los accidentes? —quiso saber Lucky.
—Naturalmente. Poseemos un sistema de alarma y reajustadores de campos automáticos a toda prueba, por lo que se ha podido comprobar. Además, toda la ciudad está construida por segmentos. Cualquier fallo local en la cúpula hace descender mamparas de transita, apoyados por campos de fuerza subsidiarios.
—Entonces, esta ciudad no puede quedar destruida aunque el océano se precipite dentro. ¿Sabe todo eso la población?
—Ciertamente. La gente sabe que estamos protegidos, aunque podría quedar arruinada una buena parte de la ciudad. Se perderían vidas, y los daños materiales serían espantosos. Peor aún, si es posible dominar a algunos hombres para que provoquen esta clase de accidentes en esta ocasión, tal vez no sea difícil repetirlo.
Bigman, que era el tercer ocupante del autogiro, miró ansiosamente a Lucky. El alto terráqueo estaba absorto y sus cejas se hallaban unidas en un grave fruncimiento.
—¡Ya hemos llegado! —anunció de pronto Morris.
El autogiro moderó la marcha hasta detenerse en seco.
El reloj de Bigman señalaba las dos y cuarto, lo cual no significaba nada. La noche de Venus duraba dieciocho horas, y bajo la cúpula no había día ni noche.
Las luces artificiales resplandecían como de costumbre. Los edificios ofrecían la misma claridad. Si la ciudad parecía distinta en algo, era sólo en los actos de sus habitantes. Estos surgían en grandes grupos de las diversas secciones de la ciudad. La noticia de la crisis se había propagado por la magia misteriosa de la voz humana, y todo el mundo acudía a presenciar la catástrofe, muertos de morbosa curiosidad, como si se tratase del desfile de un circo, o como cuando los hombres se dirigían en la Tierra a un concierto magnetónico.
Los policías intentaban contener a la muchedumbre, y les costó bastante abrir paso a Morris y sus dos acompañantes. Ya había descendido un tabique de transita, bloqueando la sección amenazada por la tromba de agua.
Morris guió a Lucky y Bigman a través de una ancha portalada. El rumor de la multitud quedó ahogado a sus espaldas. Dentro del edificio, un hombre avanzó rápidamente hacia Morris.
—Doctor... —empezó.
Morris levantó la mirada y procedió a efectuar las presentaciones.
—Lyman Turner, ingeniero jefe. David Starr, del Consejo. Bigman Jones.
Luego, a una señal procedente del otro lado de la estancia, echó a correr con sorprendente velocidad para su mole.
—¡Turner se ocupará de ustedes dos! —gritó por encima del hombro.
—¡Eh, un momento, doctor Morris! —le llamó Turner, sin que el otro le hiciera caso.
Lucky le hizo un gesto a Bigman, y el pequeño marciano siguió velozmente al consejero venusiano.
—¿Va en busca del doctor Morris? —preguntó Turner, con cierta inquietud, acariciando una caja rectangular que llevaba suspendida al hombro por una correa.
Tenía un rostro demacrado y cabello rojizo castaño, una prominente nariz ganchuda, una serie de pecas, y una boca ancha. Su semblante mostraba una expresión preocupada.
—No —explicó Lucky—. Morris tal vez tenga necesidad de mi amigo. Y le he pasado a éste la consigna de que no le pierda de vista ni un solo instante.
—No sé de qué servirá eso —rezongó el ingeniero—. No sé de qué servirá.
Encajó un cigarrillo entre sus labios, y distraídamente le ofreció otro a Lucky. La negativa del terráqueo pasó inadvertida unos momentos, en tanto Turner continuaba de pie, sosteniendo el paquete de plástico de los cigarrillos a la longitud del brazo, perdido en sus tumultuosos pensamientos.
—Están evacuando el sector amenazado, ¿verdad? —inquirió Lucky.
Turner retiró el paquete de cigarrillos con cierto sobresalto y chupó ferozmente el que tenía entre los labios. Por fin lo dejó caer y lo aplastó con la suela del zapato.
—Sí —asintió—, pero no sé...
Dejó la frase sin terminar.
—Esta divisoria de transita —continuó Lucky—, es muy segura, ¿eh?
—Sí..., sí... —musitó el ingeniero jefe.
—Pero usted no está satisfecho —insistió Lucky, tras una pausa—. ¿Qué quería decirle al doctor Morris?
El ingeniero miró fugazmente a Lucky y luego a la caja negra que llevaba.
—Nada —repuso—. Olvídelo.
Estaban solos en un rincón de la habitación. De pronto, entraron varios hombres con trajes presurizados y los cascos en la mano, secándose el sudor que perlaba sus frentes. Parte de sus comentarios llegaron a los oídos de Lucky.
—... no quedan más de tres mil personas. Estarnos utilizando las escotillas de emergencia...
—... no logro alcanzarle. Lo he intentado todo. Su esposa está ahora en los etéricos suplicándole...
—... Maldición, tiene la palanca en la mano. Sólo tiene que empujarla y...
—Si pudiésemos acercarnos lo bastante para disparar un desintegrador... Si supiéramos que no ha de vernos antes y...
Turner parecía escuchar aquellos comentarios con turbia fascinación, pero no se movió del rincón. Encendió otro cigarrillo que aplastó al momento.
—¡Mire esa multitud! —exclamó ferozmente—. ¡Para ellos es una diversión! ¡Una excitación! Oh, no sé qué hacer. Le aseguro que no sé qué hacer.
—¿De qué se trata? —la voz de Lucky contenía autoridad.
Turner contempló la caja negra como si la viera por primera vez.
—Es mi computadora. Un modelo portátil especial, diseñado por mí —por un momento, el orgullo ahogó sus preocupaciones—. En toda la galaxia no hay otra igual. Siempre la llevo conmigo. Por esto sé...
Calló otra vez.
—Está bien, Turner —le espetó Lucky con tono duro—. ¿Qué es lo que sabe? Vamos, empiece a hablar. ¡Deprisa!
La mano del joven consejero se apoyó en el hombro de Turner y su presión aumentó un poco.
Turner levantó la vista' sobresaltado, pero la mirada sosegada del terráqueo ahuyentó sus temores.
—¿Cuál es su nombre, por favor? —preguntó.
—David Starr.
—¿El mismo a quien llaman Lucky Starr?
—El mismo.
—Está bien, se lo contaré, pero no puedo hablar muy alto. Es peligroso.
Empezó a susurrar, y Lucky inclinó la cabeza hacia él. Los dos se olvidaron por completo de los atareados individuos que entraban y salían de la estancia.
Las palabras de Turner surgían de entre sus labios como si estuviera contento de librarse de ellas.
—Los muros de la cúpula son dobles. Cada uno está hecho de transita, que es el plástico de silicona más duro y resistente que conoce la ciencia. Y está respaldado por las pilastras de fuerza. Por consiguiente, pueden soportar inmensas presiones. La transita es totalmente insoluble. No se agrieta. Ni crece en ella ninguna forma de vida. No cambia químicamente como resultado de las modificaciones en el océano venusiano, Entre las dos partes del doble muro hay anhídrido carbónico comprimido. Esto serviría para neutralizar la onda de choque si cediera la pared exterior, y como es natural, la interior es lo bastante resistente como para contener el agua. Finalmente, existe una colmena de divisorias entre los muros, de modo que sólo pequeñas porciones de la parte intermedia quedarían inundadas en caso de un alud.
—Es un sistema muy elaborado —reconoció Lucky.
—Demasiado —asintió Turner con amargura—. Un terremoto, o venusmoto, como quiera llamarlo, podría partir la cúpula en dos, pero no destruiría nada más. Y en esta zona del planeta no se producen venusmotos. Más aún —añadió, encendiendo otro cigarrillo con manos temblorosas—, cada metro cuadrado de la cúpula se halla unido por un cable a unos instrumentos que constantemente miden la humedad existente entre las paredes. A la menor señal de rotura, las agujas de tales instrumentos saltarían. Aunque la rotura fuese microscópica, totalmente invisible, saltarían lo mismo. Y entonces sonarían timbres y campanas de alarma. Todo el mundo gritaría: «¡Cuidado con el agua!»
Turner sonrió torvamente. Luego prosiguió:
—¡Cuidado con el agua! Qué risa... Llevo diez años en mi labor, y en todo ese tiempo los instrumentos solamente han dado la alarma cinco veces. Y en todas ellas, las reparaciones se han ejecutado en menos de una hora. Se clava una campana de buzo en la parte afectada de la cúpula, se bombea el agua hacia fuera, se efectúa una soldadura en la transita, se añade otra gota de esta sustancia y se deja enfriar. Después, la cúpula queda más fuerte que antes. ¡Cuidado con el agua! Jamás hemos padecido una sola filtración.
—Entiendo —dijo Lucky—. Bien, vamos ahora al punto importante.
—Es altamente confidencial, señor Starr. Nosotros hemos separado este sector peligroso, pero ¿qué resistencia tiene la divisoria? Siempre contamos con que el muro exterior sufra una filtración gradual. El agua penetraría gota a gota, y nos sobraría incluso tiempo para localizar la grieta y obturarla. Jamás se nos ocurrió pensar que algún día pudiera abrirse por completo una escotilla. Entonces, el agua penetraría aquí como una viga de acero, moviéndose a un kilómetro por segundo. Haría impacto con la barrera de transita como una nave espacial a plena aceleración.
—¿No resistiría la divisoria?
—Nadie se ha ocupado de este problema. Nadie ha computado las fuerzas involucradas... hasta hace media hora. Yo lo he hecho, sólo para pasar el tiempo, mientras trataban de remediar la inminente catástrofe. Con mi computadora. Repito que siempre la llevo encima. De modo que efectué ciertas suposiciones y la hice funcionar.
—¿Y el resultado... ?
—No estoy seguro. No sé hasta qué punto fueron acertados mis cálculos, pero pienso que la barrera de transita no resistiría la presión del agua. Creo que no. Bien, ¿qué podemos hacer? Si la barrera no resiste, Afrodita será destruida. Toda la ciudad. Usted, yo y un cuarto de millón de personas. Todo el mundo. Esa muchedumbre de ahí fuera que se muestra tan excitada y entusiasmada morirá en masa una vez que la mano de ese individuo empuje hacia abajo la palanca que está empuñando.
Lucky contempló a su interlocutor horrorizado.
—¿Cuánto tiempo hace que sabe esto?
—Media hora —respondió el ingeniero a la defensiva—. ¡No podemos repartir trajes submarinos a un cuarto de millón de personas! Pensaba contárselo a Morris, y proteger tal vez a ciertas personalidades de la ciudad, o a las mujeres y los niños. No sabría cómo escoger a los que deberían salvarse, pero pienso que habría que actuar lo antes posible. Hacer algo. ¿Qué opina usted?
—No lo sé.
—Tal vez si me pusiera un traje submarino —prosiguió el ingeniero, con tono apremiante—, lograría salir de aquí, de la ciudad. Ante el peligro, los guardias no deben de estar en sus puestos y...
Lucky se apartó del tembloroso ingeniero y entrecerró los ojos.
—¡Gran Galaxia! ¡He estado ciego! —exclamó de pronto.
Dio media vuelta y salió de la habitación como una flecha, su cerebro atormentado por una idea desesperada.
Bigman se sintió mareado con tanta confusión. Yendo lo más pegado posible a los talones del inquieto Morris, fue trotando de grupo en grupo, escuchando conversaciones en voz baja que no siempre entendía a causa de su ignorancia del planeta Venus.
Morris no podía descansar. Cada nuevo minuto se presentaba un hombre, un nuevo informe, una nueva decisión. Sólo hacía veinte minutos que el marciano iba detrás del consejero de Venus, y ya había oído proponer y descartar una docena de planes.
Un individuo que acababa de llegar del sector amenazado manifestaba en medio de sonoros jadeos:
—Lo tienen enfocado con los rayos espías, y podemos distinguirlo. Está sentado con la palanca en la mano. Ahora hemos dirigido hacia él la voz de su esposa a través de los etéricos, luego por medio del sistema de discursos públicos, y por fin mediante el altavoz exterior. Creo que no la oye. Al menos, no se mueve.
Bigman se mordió el labio. ¿Qué haría Lucky de estar allí? La primera idea que se le ocurrió a Bigman fue situarse detrás del individuo de la escotilla, que se llamaba Poppnoe, y matarlo. Pero ésta había sido la primera idea de todo el mundo, descartada por todos al momento. El hombre de la palanca se había encerrado, y las cámaras de control de la cúpula habían sido cuidadosamente diseñadas para impedir cualquier forma de intromisión. Todas las entradas estaban completamente unidas por cables a los timbres y sirenas de alarma, mediante una corriente interior. Ahora, esta precaución podía resultar fatal, no protegiendo a Afrodita, sino colocándola bajo un enorme peligro.
Al primer timbrazo, a la primera señal lumínica, Bigman estaba seguro de que el hombre haría funcionar la palanca y el océano de Venus entraría en tromba en la ciudad. No, no podía correr ese riesgo mientras la evacuación no fuese completa.
Alguien sugirió el gas ponzoñoso, pero Morris sacudió negativamente la cabeza sin más explicaciones. Bigman creyó saber qué pensaba el venusiano. El individuo de la palanca no estaba enfermo, ni loco, ni era un malvado nato, sino que se hallaba sometido a control mental. Esto significaba que existían dos enemigos: Poppnoe en la palanca, considerado en sí mismo, que tal vez se debilitaría por el efecto tóxico del gas hasta no poder mover la palanca físicamente, pero antes de eso, la debilitación se reflejaría en su cerebro, y los hombres que le controlaban harían funcionar los músculos de su brazo con la máxima rapidez.
—¿A qué esperan? —gruñó Morris en voz baja, en tanto el sudor resbalaba a chorros por sus mejillas—. Si pudiera apuntar un cañón atómico hacia allí...
Bigman comprendió que esto también era imposible. Un cañón atómico apuntado contra aquel individuo, incluso desde la mayor distancia posible, liberaría suficiente energía para atravesar medio kilómetro de arquitectura, y dañaría la cúpula de tal forma que seguramente atraería velozmente el peligro que trataban de evitar.