—No es ningún pecado, ¿eh?
—Ah, pero ¿qué le diste de comer?
—Lo que le gustaba. Un guisante empapado en grasa de...
La voz del pequeño marciano se extinguió.
—Exacto. Aquella grasa olía a grasa de taller. No había el menor error en ello. ¿Y por qué mojaste en ella el guisante? ¿Les das siempre guisantes mojados en grasa a tus animales domésticos? ¿Conoces acaso algún animal doméstico que coma grasa de coches?
—¡Por las arenas de Marte! —gritó Bigman.
—¿No está claro que la V-rana deseaba comer y puesto que tú estabas a su lado, se las ingenió para obligarte a darle un guisante... sin que en ello interviniese tu voluntad?
—Jamás lo hubiese sospechado —rezongó Bigman—. Sí, con tu explicación, la cosa está clara. Oh, qué terrible...
—¿Por qué?
—Es aterrador pensar que las ideas de un animal se introducen en tu cerebro. Parece... una locura.
Su rostro afilado adoptó una expresión de asco.
—Por desgracia la cosa es peor que una locura —comentó Lucky.
Volvió a concentrarse en los instrumentos.
El intervalo entre el pip y el de respuesta reveló que la distancia entre ambas embarcaciones era de menos de un kilómetro cuando con suma rapidez, la pantalla del radar mostró, inequívocamente, la sombra del submarino de Evans.
La voz de Lucky sonó por el transmisor.
—¡Evans, estás ya a la vista! ¿Puedes mover tu embarcación? ¿O está estropeada?
La respuesta se oyó con claridad, en una voz desgarrada por la emoción.
—¡Así me trague la Tierra, Lucky, pero he hecho lo que he podido para advertirte! ¡Estás atrapado! ¡Tan atrapado como yo!
¡Y como para subrayar el gemido del consejero, una ráfaga de un poder inmenso chocó contra el Hilda, haciéndole volcar sobre un costado y causando grandes desperfectos a los motores!
Al recordar más tarde lo ocurrido, Bigman consideró los sucesos de las horas siguientes como vistos por el otro extremo de un telescopio, como una pesadilla lejana de acontecimientos muy confusos.
El marciano fue arrojado contra un costado del submarino por el impacto producido por la fuerza de la corriente. Durante lo que le pareció casi una eternidad, aunque en realidad sólo fue un segundo seguramente, estuvo tumbado en el suelo, jadeando.
—¡Los generadores no funcionan! —gritó Lucky desde los controles.
Bigman empezó a intentar ponerse de pie contra la pendiente adoptada por el barco.
—¿Qué ocurrió?
—Que nos han alcanzado. Esto está claro... Pero ignoro cuál es el daño causado.
—Las luces funcionan —observó Bigman.
—Lo sé. He conectado los generadores de emergencia.
—¿Y el impulso principal?
—No estoy seguro. Es lo que ahora estoy com. probando.
Los motores petardearon roncamente en la parte inferior y posterior del submarino. Había desaparecido el suave zumbido, y en su lugar se oía un chirrido de consunción, que hizo apretar los dientes a Bigman, para no sufrir de dentera.
El Hilda se estremeció corno un animal herido y se enderezó. Los motores volvieron a callar.
El receptor de radio resonaba tristemente, Y, de pronto, Bigman reunió fuerzas suficientes para tratar de cogerlo.
—¡Starr! —pregonaba el receptor— ¡Lucky Starr! ¡Aquí Lou Evans! ¡Contesta!
Fue Lucky quien llegó antes al aparato de radio.
—Lucky al habla. ¿Qué nos ha alcanzado?
—Eso no importa —llegó a sus oídos la voz cansada—. Ya no te molestará más. Se contentará con dejarte morir. ¿Por qué no te marchaste? Te lo supliqué...
—¿Está estropeada tu embarcación Evans?
—Llevo varado más de doce horas. Sin luz, ni energía..., sólo la suficiente para que funcione la radio, y se está acabando. Se han roto los purificadores de aire, y el suministro es muy lento. Bien, hasta luego, Lucky.
—¿No puedes salir?
—No funciona el mecanismo de las escotillas. Tengo un equipo submarino, pero si intento salir quedaré aplastado.
Bigman comprendió a que se refería Evans y se estremeció. Las escotillas de las naves submarinas estaban destinadas a dejar penetrar el agua en los compartimientos estancos muy lentamente. Abrir una escotilla en el fondo del mar en un intento de salir del buque significaría la entrada del agua bajo la presión de cientos de toneladas. Un ser humano, aun dentro de una escafandra de acero, quedaría aplastado corno una lata de conservas vacía por una apisonadora.
—Todavía podemos navegar —le dijo Lucky a su amigo—. Voy a buscarte. Uniremos las escotillas.
—Gracias, pero ¿para qué? Si te mueves, volverás a ser derribado; y aunque no sea así, ¿qué diferencia hay entre morir aquí con rapidez o más lentamente en tu embarcación?
—Si hemos de morir, moriremos —replicó Lucky, coléricamente—, pero no un solo segundo más pronto de lo debido. Todos hemos de morir algún día; a esto no hay escape, pero rendirse no es de hombres. —Se volvió hacia Bigman—. Baja a la sala de máquinas y verifica los daños. Quiero saber si puede repararse algo.
En la sala de máquinas, hurgando con la microbatería «caliente» por medio de los manipuladores de larga distancia, que por suerte funcionaban a la perfección, Bigman se dio cuenta de que el submarino avanzaba penosamente por el fondo del mar, y oyó el jadeo de los motores. En una ocasión oyó también una distante explosión, seguida por un chirrido quejumbroso a través de la estructura del barco, como si un gran proyectil hubiera chocado con el fondo marino a cien metros de distancia.
Sintió pararse la embarcación, y el rugido de los motores se convirtió en un ronco zumbido. En su imaginación vio cómo surgía la extensión de la escotilla, aferrándose al otro casco, soldándose fuertemente al mismo. Pudo intuir el agua bombeada por el tubo que unía ambos barcos, y con sus ojos reales vio cómo disminuían las luces de la sala de máquinas cuando la energía producida por los generadores de emergencia alcanzó un peligroso volumen. Lou Evans podría pasar de su barco al Hilda a través de aire seco sin necesidad de protección artificial.
Bigman pasó a la sala de mandos y halló a Lou Evans con Lucky. Tenía el rostro demacrado y fatigado bajo el vello de la barbilla. Pero logró esbozar una sonrisa dirigida al marciano.
—Sigue, Lou —decía Lucky.
—Al principio fue la más loca de las suposiciones, Lucky —_prosiguió Evans su relato—. Empecé a seguir a cada uno de los individuos protagonistas de aquellos raros accidentes. Y lo único que hallé en común en todos ellos fue que eran grandes aficionados a las V-ranas. En Venus, todo el mundo tiene alguna, pero aquellos tipos mantenían varias en sus casas. Naturalmente, no tuve valor para pasar por tonto adelantando mi teoría sin pruebas. Si al menos consiguiese... Bien, decidí tender una trampa a las V-ranas dando a conocer lo que sabía y lo que tal vez otros también empezaban a comprender.
—Y decidiste hacerlo por medio de los datos de los hongos —le interrumpió Lucky.
—Era lo más sencillo. Tenía que tratarse de algo que no fuese de conocimiento general; de lo contrario, ¿cómo podía estar seguro de que las V-ranas obtenían la información de mí? Los datos de los hongos eran ideales. Y al no poder obtenerlos normalmente, los robé. Pedí una V-rana al cuartel general, la coloqué junto a mi mesa de trabajo y hojeé los papeles robados. Incluso los leí en voz alta. Cuando dos días más tarde ocurrió un accidente en una fábrica de hongos, en relación con el mismo tema que yo había leído, estuve seguro de que las V-ranas eran las responsables de todo lo ocurrido. Sólo que...
—¿Sólo qué? —le apremió Lucky.
—Sólo que no fui muy listo —confesó Evans—. Les permití entrar en mi mente. Bajé las barreras y les invité a entrar, y ahora no consigo librarme de ellas. Los guardias vinieron en busca de los papeles. Se sabía que yo había estado en aquella fábrica, de modo que un agente muy amable me interrogó. Devolví los documentos sin dificultad y traté de explicar todo el caso. Pero no pude.
—¿No pudiste? ¿Cómo es eso?
—No pude. Fui incapaz de ello físicamente. No salían de mi garganta las palabras adecuadas. No pude decir una sola palabra relacionada con las V-ranas. Incluso experimenté el impulso de matarme, pero lo dominé. No podían obligarme a hacer algo que va en contra de mi naturaleza. Si lograra huir de Venus, si pudiera alejarme de las V- ranas, rompería ese encantamiento, esa presa que han hecho en mí. Bien, pensando esto, hice lo único que tal vez haría que me llamaran de nuevo a la Tierra. Envié una acusación de corrupción contra mí en nombre de Morris.
—Sí, ya lo había adivinado —murmuró Lucky.
—¿Cómo? —se sobresaltó Evans.
—Morris nos contó su versión de tu historia poco después de nuestra llegada a Afrodita. Y terminó diciendo que preparaba un informe para el Consejo de la Tierra. No dijo que hubiera enviado ya uno, sino que lo estaba preparando. Sin embargo, se había recibido ya un mensaje, yo lo sabía. ¿Y quién más, aparte de Morris, conocía la clave del Consejo y las circunstancias del caso? Sólo tú.
—Y en vez de devolverme a la Tierra, te enviaron aquí —exclamó Evans, con amargura—. ¿No fue así?
—Yo insistí en ello, Evans. No podía creer en ningún cargo de corrupción contra ti.
—Fue lo peor que pudiste hacer, Lucky —murmuró Evans, apoyando la cabeza entre las manos— Cuando me enteré de que venías, te supliqué que te alejaras de Venus. No podía explicarte por qué. Físicamente, era incapaz de ello. Pero las V-ranas debieron comprender por mis pensamientos que tú eras un individuo temible. Pudieron leer en mi cerebro mi opinión sobre tus capacidades y planearon tu muerte.
—Estuvieron a punto de lograrla —murmuró Lucky.
—Y esta vez lo lograrán. Cosa que lamento de todo corazón, Lucky, pero que no puedo impedir. Cuando paralizaron al individuo de la escotilla, no logré refrenar el impulso de escapar, de huir hacia el mar. Y, claro está, tú me seguiste. Yo fui el cebo y tú la víctima.
Traté de nuevo de mantenerte alejado de mí, pero sin poder explicarte los motivos... sin poder explicarlos...
Suspiró largamente, estremeciéndose todo su cuerpo.
—Sin embargo, ahora sí puedo hablar. Me han levantado el bloqueo mental. Supongo que ya no es necesario que desperdicien su energía mental porque ya nos tienen atrapados, porque en realidad estamos ya muertos y no nos temen.
—¡Por las arenas de Marte! —exclamó Bigman, que había escuchado con creciente confusión—. ¿Qué es lo que sucede? ¿Por, qué estamos ya muertos?
Evans, con el rostro oculto entre sus manos, no respondió.
—Estamos debajo de una parcela anaranjada —explicó Lucky, frunciendo el ceño pensativamente—, una gran parcela, en las profundidades venusianas.
—¿Una parcela tan grande como para cubrir nuestro submarino?
—¡Una parcela de tres kilómetros de diámetro! —exclamó Lucky—. Lo que chocó contra el submarino y casi lo aplastó, y lo que nos alcanzó por segunda vez cuando íbamos a reunirnos con el submarino de Evans, fue un chorro de agua. ¡Sólo agua! Un chorro de agua lanzado con la fuerza de una explosión submarina.
—Pero ¿cómo podemos estar debajo de una parcela sin haberla visto?
—Evans supone —explicó Lucky— que la parcela se halla bajo control mental de las V- ranas, y yo opino que tiene razón. Puede disminuir su fosforescencia contrayendo las fotocélulas de su piel. Y ha podido levantar un borde de su cuerpo para dejarnos pasar y ahora nos hallamos debajo de su corpachón.
—Y si nos movemos e intentamos abrirnos paso, la parcela volverá a atraparnos, porque las parcelas jamás fallan en sus blancos.
Lucky meditó unos instantes antes de volver a hablar.
—¡Oh, no, las parcelas también fallan! Esta falló cuando conducíamos el Hilda hacia tu embarcación Lou, a pesar de que sólo íbamos a un cuarto de la velocidad posible. —Se volvió hacia Bigman, entrecerrando los ojos—. Oye, ¿sería posible reparar los generadores principales?
Bigman casi se había olvidado de los motores. De pronto, recobró el ánimo y respondió:
—Oh... Las microbaterías no han salido demasiado perjudicadas en su alineación, de modo que podré reparar los generadores si hallo las herramientas adecuadas.
—¿Cuánto tardarás?
—Seguramente, varias horas.
—Entonces, manos a la obra. Yo, mientras tanto, me tiraré al agua.
—¿Cómo? —exclamó Evans, sobresaltado.
—Voy a luchar con la parcela —declaró Lucky.
Estaba ya en la gaveta de los trajes submarinos, asegurándose de que los forros con sus diminutos campos de fuerza funcionaban y poseían suficiente energía, verificando asimismo que los cilindros de oxígeno estaban llenos.
Resultó un descanso engañoso hallarse en una absoluta oscuridad. El peligro parecía muy lejano. Y no obstante, Lucky sabía que debajo de él se extendía el fondo oceánico y que a cada lado, arriba y a su alrededor, sólo había un cuenco invertido de carne esponjosa.
La bomba de su traje lanzó agua hacia abajo, y él se elevó lentamente con el arma a punto.
Estaba maravillado por el desintegrador submarino que empuñaba. Por muy imaginativo que fuese el hombre en su propio planeta, la Tierra, parecía como si la necesidad de adaptarse al cruel ambiente de un planeta extraño hubiese multiplicado su ingenio un centenar de veces.
En otros tiempos, el nuevo continente americano había irrumpido en la Tierra con tanta fuerza que las naciones de la antigua Europa no habían podido seguirle el ritmo, y ahora Venus estaba demostrándole sus capacidades a la vieja Tierra. Por ejemplo, con las ciudades bajo cúpulas. En la Tierra, jamás habrían logrado amalgamar tan hábilmente los campos de fuerza con el acero. El mismo traje que llevaba Lucky no hubiese podido resistir la presión de las toneladas de agua de aquel océano ni un solo instante, sin los microcampos de fuerza entretejidos con las hebras del tejido interior. En otros y variados aspectos, el traje era una maravilla de la ingeniería humana. Su aparato deyector para el viaje submarino, su eficiente suministro de oxígeno, sus compactos controles, todo era admirable.
¡Y el arma que empuñaba!
Pero inmediatamente sus pensamientos se dirigieron al monstruo que lo cubría. También era un invento venusiano. Un invento de la evolución del planeta. ¿Podrían subsistir tales monstruos en la Tierra? Ciertamente, no en tierra. El tejido vivo no podría soportar el peso de más de cuarenta toneladas contra la gravedad de la Tierra. Los brontosaurios gigantes de la Era Mesozoica de la Tierra poseían unas patas como troncos de árbol; y a pesar de ello, estaban obligados a vivir en las marismas para que el agua les ayudara a flotar.