«¡Vaya mecanismo! —pensó Lucky maravillado—. ¡Si fuese posible capturar vivo uno de tales monstruos y estudiar su fisiología...!»
En aquel abultamiento también residiría el cerebro de la parcela. ¿Cerebro? Tal vez su cerebro no fuera más que un puñado de células nerviosas sin el que el monstruo podría seguir viviendo.
¡Tal vez! Pero no podría vivir sin corazón. Este acababa de completar un latido. El bulto central se había contraído casi hasta la nada. Y el corazón se relajaba para otro latido de cinco minutos o más, momento en que se ensancharía y dilataría al penetrar en él la sangre.
Lucky levantó el arma y con el rayo de luz dirigido al gigantesco corazón, se dejó caer. Sería preferible no acercarse demasiado, aunque por otra parte, no podía fallar el golpe.
Por un momento, experimentó un intenso pesar. Desde el punto de vista científico era casi un crimen matar a uno de los seres más poderosos y raros de la naturaleza.
¿Era este pensamiento uno de los impuestos en su propia mente por las V-ranas desde la superficie del océano, o era sólo producto de su cerebro?
No se atrevió a esperar más. Afianzó la presa en el mango de su arma. El cable surgió. Entró en contacto y los ojos de Lucky quedaron cegados por el destello lumínico que chamuscó ferozmente la pared cercana al corazón del monstruo.
Durante varios minutos, el agua hirvió con las convulsiones de muerte de aquella montaña de carne. Toda su masa se retorció en sus inmensos dolores agónicos. Lucky, zarandeado en todas direcciones, se sintió totalmente indefenso.
Trató de comunicarse con el Hilda, pero la respuesta sólo consistió en crujidos irregulares, siendo obvio que también el submarino se balanceaba alocadamente.
Pero la muerte, cuando sobreviene, debe penetrar finalmente hasta el último gramo de cualquier vida, aunque posea cien millones de toneladas. Por fin, el agua empezó a calmarse.
Y Lucky fue descendiendo lenta, muy lentamente, cansado, casi de forma mortal.
Volvió a llamar al Hilda.
«Está muerto —pensó—. Enviaré el pulso direccional y lo seguiré hasta el fondo.»
Lucky permitió que Bigman le quitara el traje submarino, y hasta logró sonreír cuando el pequeño marciano le contempló sumamente angustiado.
—Pensé que no volvería a verte, Lucky —confesó, tragando saliva ruidosamente.
—Si vas a llorar —rió Lucky—, vuelve la cabeza hacia otro lado. No he salido del océano para mojarme también aquí. ¿Qué tal marchan los generadores principales?
—Bien —intervino Evans—, pero aún pasará algún tiempo antes de que puedan entrar en funcionamiento. La última convulsión marina ha roto una de las soldaduras.
—Bien —exclamó Lucky—, tendremos que servirnos de ellos tal como estén. Las cosas —suspiró al sentarse—, no salieron como yo esperaba.
—¿En qué aspecto? —quiso saber Evans.
—Tuve la idea de pinchar al monstruo para que nos libertase, alejándose de aquí. Esto no sirvió de nada, y he tenido que matarle. Y el resultado es que la masa inerte de su inmenso cuerpo muerto ha caído encima del Hilda, lo mismo que una tienda de campaña al desplomarse por la acción del viento.
—¿O sea que estamos atrapados otra vez? —inquirió Bigman, horrorizado.
—Más o menos —respondió Lucky con frialdad—. Aunque, si quieres, puedes decir también que estamos a salvo. Ciertamente, más a salvo que en ningún otro lugar de Venus. Nadie puede perjudicarnos físicamente con esa montaña de carne muerta encima. Y cuando los generadores funcionen a pleno rendimiento, forzaremos la salida. Bigman, ocúpate de esa maquinaria; y tú, Evans, sirve un poco de café y charlaremos. Tal vez no tengamos ocasión de otra conversación tranquila.
Lucky agradeció aquel respiro, aquel momento en que sólo era posible hablar y reflexionar.
Evans, no obstante, estaba trastornado. Sus ojos de color azul estaban arrugados en las comisuras.
—¿Estás preocupado? —le preguntó Lucky.
—Lo estoy. ¿Qué diablos haremos?
—He meditado en esto —dijo Lucky—. Por mi parte, opino que lo mejor sería transmitir la historia de las V-ranas a alguien que pueda estar a salvo de su control mental.
—Bien, ¿a quién?
—A nadie de Venus.
—¿Intentas decirme —preguntó Evans, mirando fijamente a su amigo— que todo el mundo está bajo control en Venus?
—No, pero sí que puede estarlo todo el mundo. Al fin y al cabo, existen diferentes métodos por medio de los cuales esos seres pueden manipular los cerebros humanos. — Lucky apoyó un brazo sobre el respaldo del sillón de pilotaje y cruzó las piernas—. En primer lugar, sólo es posible controlar completamente la mente humana durante un período de tiempo muy corto. ¡Control completo! Durante ese intervalo, un ser humano puede verse obligado a ejecutar actos contrarios a su naturaleza, actos que dañen su propia vida y la de los demás: los pilotos de la astronave de cabotaje, por ejemplo, cuando Bigman y yo aterrizamos en Venus.
—Esa clase de control no ha sido el mío —objetó Evans con pesar.
—Lo sé. Esto es lo que no comprendió Morris. Estaba seguro de que tú no te hallabas bajo control sólo porque no presentabas señales de amnesia. Pero existe un segundo tipo de control que es el que tú sufriste. Es menos intenso, ya que la persona conserva la memoria. Sin embargo, por ser menos intenso, no es posible obligar al individuo a que obre en contra de su naturaleza; por ejemplo, no es posible obligarle a matarse. Y no obstante, el poder de ese control dura más tiempo, días y no horas. Las V-ranas ganan en tiempo lo que pierden en intensidad. Bien, tiene que existir una tercera clase de control.
—¿Cuál?
—Un control que sea aún menos intenso que el del segundo tipo. Un control tan suave que la víctima ni siquiera se da cuenta del mismo, aunque lo bastante fuerte para que su mente pueda ser escudriñada a fin de conseguir información. Por ejemplo, tenemos el caso de Lyman Turner.
—¿El ingeniero jefe de Afrodita?
—El mismo. Es un magnífico ejemplo. ¿No lo entiendes? Considera que ayer hubo un hombre en la escotilla de la cúpula, sentado con una palanca en la mano, poniendo en peligro a toda la ciudad, y tan protegido en torno suyo, tan rodeado de alarmas, que nadie podía acercársele sin avisarle, hasta que Bigman se metió por el tubo de la ventilación. ¿No es esto raro?
—No. ¿Por qué?
—Aquel individuo llevaba en su empleo sólo algunos meses. No era un verdadero ingeniero. Su labor era más bien la de un empleado o un oficinista. ¿Dónde obtuvo la información para protegerse en la escotilla? ¿Cómo conocía tan perfectamente los sistemas de fuerza y alarma de aquella sección de la cúpula?
—Sí —silbó Evans, frunciendo los labios pensativamente—, te concedo un tanto.
—Pero eso no le extrañó a Turner. Antes de salir de la ciudad con este submarino le interrogué al respecto. Claro está, no le di a conocer mi verdadero objetivo. El mismo me contó lo referente a la inexperiencia de aquel sujeto, pero no se dio cuenta de la incongruencia de la situación. Y sin embargo, ¿quién pudo transmitirle la información? ¿Quién, sino el ingeniero jefe? ¿Quién mejor que él?
—Exacto, exacto...
—Entonces, supongamos que Turner se hallaba bajo un control mitigado. Las V-ranas pudieron así obtener tal información de su cerebro. Y pudo ser dominado hasta el punto de no hallar nada raro en la situación. ¿Comprendes mi punto de vista? Bien, tenemos a Morris...
—¿También Morris? —se sobresaltó Evans.
—Es posible. Está convencido de que se trata de los habitantes de Sirio, quienes desean apoderarse de las fórmulas de los hongos. No ve otra cosa. ¿Se trata de un error suyo o ha sido convencido sutilmente? Estuvo dispuesto a sospechar de ti Lou..., muy dispuesto. Y un consejero debería estar menos predispuesto a sospechar de un colega.
—¡Espacio infinito! —exclamó Evans—. Entonces, ¿quiénes están a salvo, Lucky?
—En Venus, nadie —respondió el joven, contemplando su taza vacía—. Esta es mi creencia. Por tanto, tenemos que transmitir la historia y la verdad a otra persona. A alguien que esté fuera de Venus.
—¿Cómo?
—Buena pregunta. ¿Cómo?
Lucky Starr reflexionó largamente sobre el asunto.
—No podemos marcharnos de aquí físicamente —razonó Evans—. El Hilda sólo puede navegar por el océano, y no por la atmósfera y menos por el espacio. Y si regresamos a la ciudad en busca de algo más adecuado, no podremos volver a salir de allí.
—Tienes razón —asintió Lucky—, pero no es preciso que dejemos Venus en carne y hueso. Sólo tiene que salir nuestra información.
—Si te refieres a la radio, no sirve —objetó Evans—. El aparato instalado en este submarino es exclusivamente intra-Venus. No es un aparato subetérico, de modo que no llega a la Tierra. Aquí abajo, en realidad, el instrumento no alcanzaría más arriba del océano. Sus ondas están destinadas a reflejarse en la superficie del agua hacia abajo. Además, aunque pudiéramos transmitir hacía el éter, no llegaríamos a la Tierra.
—No es necesaria tal cosa —replicó Lucky tranquilamente—. Existe algo entre Venus y la Tierra que serviría para el caso.
Por un momento, Evans estuvo petrificado.
—Ah —exclamó tras una pausa—, te refieres a las estaciones espaciales.
—Naturalmente. En torno a Venus hay dos. La Tierra se halla a una distancia de cuarenta a setenta millones de kilómetros, pero las estaciones están solamente a tres mil kilómetros de aquí. Y no pueden tener V-ranas en las estaciones. Morris dijo que no les gusta el oxígeno libre, y no es posible pensar que hayan dispuesto cámaras especiales de anhídrido carbónico para criarlas en las estaciones, considerando la economía que reina en las mismas. Bien, si lográsemos enviar un mensaje a una de las estaciones, para que fuese transmitido a la Tierra, estaríamos salvados.
—¡De acuerdo, Lucky! —gritó Evans con excitación—. Es la única posibilidad. Los poderes mentales de las V-ranas no pueden salvar esos tres mil kilómetros de espacio... —De pronto, su rostro se ensombreció—. No, esto no servirá. La radio de este submarino no puede atravesar la superficie del océano.
—Tal vez no desde aquí. Pero supongamos que subimos a la superficie y transmitimos directamente desde allí a la atmósfera.
—¿A la superficie?
—¿Por qué no?
—Pero están allí... ¡Las V-ranas!
—Lo sé.
—Nos controlarán.
—¿De veras? —replicó Lucky—. Jamás han dominado, que yo sepa, a quien las conoce, a quien sabe lo que ha de esperar de ellas, a quien está dispuesto a resistirlas mentalmente. Casi todas las víctimas las mimaban, sin sospechar nada. En tu caso, tú mismo las invitaste a tu cerebro. Y ahora, yo estoy en guardia y no me propongo enviarles ninguna invitación.
—No lo lograrás, repito. Tú no sabes cómo son.
—¿Puedes sugerir una alternativa?
Antes de que Evans pudiera responder, entró Bigman bajándose las mangas.
—Todo listo —anunció—. Salgo fiador de los generadores.
Lucky asintió y se instaló ante los mandos, mientras Evans continuaba en su asiento, con los ojos nublados por la incertidumbre.
Volvió a resonar el zumbido de los motores, tranquilizador y suave. Aquel sonido amortiguado era como una canción, y bajo los pies se sentía la extraña impresión de la suspensión y el movimiento, jamás experimentada en una nave espacial.
El Hilda avanzaba ya a través de la burbuja de agua que estaba atrapada bajo la mole caída de la parcela gigante, acelerando progresivamente.
—¿Qué espacio tenemos? —preguntó Bigman con inquietud.
—Cosa de un kilómetro —respondió Lucky.
—¿Y si no pasamos? —insistió el marciano—. ¿Y si al chocar nos quedamos atascados, como el hacha al golpear un tocón?
—Entonces, retrocederemos y probaremos de nuevo.
Durante un instante reinó el silencio, hasta que Evans murmuró:
—Estar encerrado aquí abajo, rodeado por la carnaza del monstruo, es como estar en una cámara —lo dijo casi para sí.
—¿En una... qué? —inquirió Lucky.
—En una cámara —repitió Evans, aún abstraído—. Las construyeron en Venus. Son pequeñas cúpulas de transita instaladas bajo el nivel del suelo oceánico, como los sótanos contra los ciclones o los refugios contra las bombas en la Tierra. Serían una buena protección contra los aludes de agua en caso de una enorme grieta en una cúpula, o sea un venusmoto. Creo que jamás se han utilizado, pero los mejores edificios de apartamentos siempre anuncian que poseen servicio de cámaras para casos de emergencia.
Lucky le escuchaba sin decir nada.
El zumbido de los motores aumentó de volumen.
—¡Cuidado! —advirtió Lucky.
Tembló cada centímetro del submarino, y súbita, casi irresistible deceleración obligó a Lucky a caer contra el cuadro de mandos. Los nudillos de Bigman y Evans se pusieron blancos, y se tensaron sus muñecas hasta el límite cuando se asieron a las varillas de apoyo con toda su fuerza.
El submarino aflojó la marcha pero no se paró. Con los motores a pleno rendimiento y los generadores protestando con estridencia, lo que hizo que Lucky casi les guiñase un ojo de complicidad, el Hilda se internó por entre la piel, la carne y los tendones, a través de las venas vacías de sangre y de los inútiles nervios que parecían cables de medio metro de grosor. Lucky, con la mandíbula tensa y firme, mantuvo la palanca de impulsión al máximo contra la desgarradora resistencia.
Transcurrieron largos minutos, y de pronto, con un suspiro triunfal de los motores, llegaron al otro lado del monstruo... al otro lado del monstruo y una vez más a mar abierto.
Silenciosa y suavemente, el Hilda se elevó a través del agua fangosa y saturada de anhídrido carbónico del océano de Venus. El silencio mantuvo en suspenso a los tres amigos, un silencio que parecía deberse a la osadía con la que estaban luchando contra la fortaleza de la vida hostil de Venus. Evans no había pronunciado una sola palabra desde que el monstruo había quedado más abajo. Lucky sólo estaba atento a los mandos, sentado en el sillón giratorio del piloto, tabaleando suavemente con los dedos sobre sus rodillas. Incluso el irónico Bigman se hallaba sombrío en la portilla posterior, observando por el amplio campo visual.
—¡Lucky, mira esto! —gritó de pronto el marciano.
El aludido se dirigió a su lado. Juntos miraron en silencio. En toda la extensión dominada desde la portilla sólo se veía la quimérica luz de unos pequeños seres fosforescentes, espesos y blandos, pero en otra dirección había un muro, un muro monstruoso que brillaba en una amalgama de colores cambiantes.