Esta era la respuesta: la flotación en el agua. En los océanos pueden existir seres de cualquier tamaño y volumen. En la Tierra había las ballenas, mayores que cualquier dinosaurio de la prehistoria. Pero esta parcela monstruosa que tenían encima debía pesar doscientos millones de toneladas, calculó Lucky. Dos millones de enormes ballenas no alcanzarían este peso. Lucky se preguntó qué edad tendría. ¿Qué edad ha de tener un ser vivo para llegar a ser como dos millones de ballenas? ¿Cien años? ¿Mil? ¿Quién podía saberlo?
Claro que el tamaño también podía ser su fallo. Incluso en el mar. Cuanto mayor fuese, más lentas serían sus reacciones. Los impulsos nerviosos tardan tiempo, aunque escaso, en viajar.
Evans pensó que el monstruo había tardado en enviarles otro chorro de agua porque, habiéndoles ya estropeado el barco, sentíase indiferente a su destino posterior, o bien pensaban así las V-ranas que controlaban la mente de la parcela gigante. ¡Sin embargo, tal vez no fuese debido a ninguna de ambas cosas! Era posible que el monstruo necesitase tiempo para absorber el agua necesaria para llenar su vejiga. Y también debía necesitar tiempo para apuntar debidamente.
Además, el monstruo no debía de estar muy a gusto. Se hallaba acostumbrado a las profundidades, a las capas acuáticas situadas mucho más abajo, con inmensas toneladas de agua encima. Y en unas aguas tan superficiales para sus necesidades, su eficiencia debía de ser mucho menor. Había fallado en su segundo intento de destruir al Hilda, seguramente a causa de no haberse recuperado totalmente después del primer intento de ataque.
Y ahora estaba aguardando, con toda seguridad llenando su vejiga lentamente; y reuniendo fuerzas, hasta donde se lo permitía el ambiente de aquel mar superficial. Y él, Lucky, un hombre de menos de ochenta kilos tenía que vencer a un monstruo que pesaba doscientos millones de toneladas.
Lucky miró a lo alto. No veía nada. Presionó un contacto del forro interior del dedo medio de la mano izquierda, embutido en el mitón reforzado por un campo de fuerza que rodeaba su mano, y de la punta metálica surgió una lanza de luz blanquísima. La luz penetró el agua, terminando en la nada. ¿Era aquello la carne del monstruo? ¿O sólo el resplandor reflejado por la luz?
El monstruo había lanzado agua tres veces Una, al destrozar el submarino de Evans. La segunda cuando hizo volcar el Hilda. (Aunque con escasa fuerza. ¿Se estaría debilitando la parcela?) Y la tercera lo hizo prematuramente, por lo que falló.
Lucky blandió el arma. Era gruesa, con una culata voluminosa. Dentro de dicha culata había un centenar de kilómetros de cables y un generador en miniatura que podía producir enormes voltajes. Apuntó el arma hacia arriba y apretó el gatillo.
Por un momento... nada, pero Lucky sabía que el cable, delgado corno un cabello, estaba viajando por el agua carbonatada.
De pronto, hizo impacto y Lucky observó los resultados. Ya que en el instante en que el cable hizo contacto, pasó por toda su longitud una corriente eléctrica a la velocidad de la luz, que chocó con la obstrucción con la fuerza de un rayo. El cable destelló con gran brillantez y vaporizó el agua en una especie de escarcha fangosa. Era algo más que vapor de agua, porque se retorció y burbujeó horriblemente cuando el anhídrido carbónico disuelto se desprendió del líquido. Lucky se sintió balanceado entre las rapidísimas corrientes engendradas.
Por encima de todo, por encima del vapor de agua y las burbujas, por encima del tumulto de las aguas y de la línea de fuego, muy tenue, que ascendió hacia lo alto, explotó una bola de fuego. Allí donde el cable había tocado la carne viva, se produjo un estallido de furiosa energía. Abrió un agujero de tres metros de anchura y otros tantos de profundidad en la montaña viviente que cubría a Lucky.
El joven consejero sonrió torvamente. Era solamente el pinchazo de una aguja en comparación con el gigantesco tamaño del monstruo, pero la parcela se resentiría; o al menos, sufriría unos diez minutos, Los impulsos nerviosos debían viajar con gran lentitud por las curvas de su carnosidad. Cuando el dolor llegase al diminuto cerebro de aquel ser, le distraería y dejaría de pensar en el submarino indefenso posado en el fondo del océano, para concentrarse en su nuevo verdugo.
Pero, pensó Lucky ferozmente, el monstruo no le encontraría. En diez minutos ya habría cambiado de posición. En diez minutos...
Lucky no consiguió completar la idea. Aún no había transcurrido un solo minuto desde que el cable había herido al monstruo, cuando éste atacó.
No había transcurrido ni un minuto, cuando los torturados y machacados sentidos de Lucky le dijeron que era conducido hacia abajo, abajo, abajo... en una corriente turbulenta de agua enloquecida...
El choque embotó todos los sentidos de Lucky. Otro traje de metal ordinario habría quedado doblado, aplastado. Otro hombre de menos temple habría sido arrastrado aguas abajo, hacia el suelo oceánico, golpeado y zarandeado hasta morir.
Pero Lucky luchó con desesperación. Forcejeando contra la poderosa corriente, se llevó el brazo izquierdo al pecho para comprobar los cuadrantes que indicaban el estado de la maquinaria del traje.
Exhaló un gemido. Los indicadores estaban parados, y sus delicadas maquinarias eran cosas sin vida e inútiles. Sin embargo, el suministro de oxígeno seguía funcionando (sus pulmones ya le habrían señalado lo contrario en caso de un descenso de presión), y, obviamente, el traje no tenía filtraciones. Sólo podía esperar que la acción de sus propulsores también fuese correcta.
No servía de nada intentar hallar a ciegas el modo de huir de la corriente por medio de la fuerza engendrada por el traje. Con toda seguridad, carecía de dicha fuerza. Tendría que esperar y jugárselo todo a una sola carta: la corriente marina perdía rápidamente velocidad en el descenso. Agua contra agua constituía una enorme fricción. Al borde del chorro acuático, la turbulencia crecía y penetraba hacia el centro. Un chorro de doscientos metros de anchura, tal como surgía de la trompa del monstruo, sólo podía medir veinte metros de diámetro al llegar al fondo, de acuerdo con la velocidad original y la distancia al suelo del océano.
Y dicha velocidad original también disminuiría. Lo cual no significaba que la velocidad final fuese cosa de risa. Lucky ya había experimentado su fuerza de impacto contra el submarino.
Todo dependía de la distancia a que él se hallase del centro del remolino, de la puntería del monstruo.
Cuanto más esperase, mayores serían sus posibilidades... siempre que no esperase demasiado tiempo. Con la mano forrada de metal sobre los mandos de los propulsores, Lucky se dejó llevar hacia abajo, tratando de aguardar con tranquilidad, intentando adivinar a qué distancia se hallaba del fondo, esperando a cada instante el último golpe que ya no sentiría.
De pronto, al llegar a la cuenta de diez, abrió los propulsores. Los diminutos aparatos situados uno encima de cada omóplato empezaron a vibrar aceleradamente a medida que arrojaban sus chorros de agua perpendicularmente a la corriente central. Lucky se dio cuenta de que su cuerpo adoptaba una nueva dirección en su caída.
Si se hallaba en el justo centro, su acción no serviría de nada. La energía que podía bombear no sería suficiente para superar el poderoso impulso hacia abajo. Sin embargo, si no se hallaba en el centro, su velocidad se reduciría considerablemente y la zona de creciente turbulencia tal vez no estuviese lejos.
En tanto reflexionaba de este modo, sintió su cuerpo zarandeado y arrastrado con suma violencia, y comprendió que estaba a salvo.
Mantuvo sus; propulsores en funcionamiento, enviando su fuerza hacia abajo, y mientras tanto, concentró la luz de su reflector en la dirección del suelo oceánico. Lo hizo a tiempo de ver cómo el limo, a unos veinte metros más abajo, explotaba y lo oscurecía todo con una nube de lodo.
Se había apartado de la corriente con apenas unos segundos de margen.
Empezó a ascender a toda la velocidad permitida por los propulsores del traje. Tenía una prisa loca. En la oscuridad del interior de su casco (oscuridad dentro de la oscuridad dentro de la oscuridad), apretó los labios hasta convertirlos en una línea estrecha y juntó las cejas.
Estaba intentando no pensar. Ya había reflexionado demasiado mientras se hallaba en el remolino del océano. Había subestimado al enemigo. Había supuesto que era la parcela gigante quien apuntaba hacia él, cuando no era así. ¡Eran las V-ranas en la superficie del agua las que controlaban el cuerpo de la parcela a través de su mente? Las V-ranas habían apuntado. Y no tenían que conocer las sensaciones de la parcela para saber sí había hecho impacto. Sólo necesitaban leer en la mente de Lucky, sólo necesitaban apuntar a la fuente de las ideas de Lucky.
Por tanto, no se trataba ya de pinchar al monstruo para obligarle a alejarse del Hilda, para que descendiera a las abisales profundidades donde podía expanderse mejor. No, era preciso matar a la parcela cuanto antes.
¡Cuanto antes!
Si el Hilda no podía resistir otro impacto directo, lo mismo le ocurría al traje submarino de Lucky. Los indicadores ya no existían; los controles era probable que pronto siguieran el mismo camino. Y los cilindros de oxígeno líquido podían sufrir daños en sus minigeneradores de campos de fuerza.
Lucky continuó ascendiendo hacia el único lugar seguro. Aunque no había visto la trompa de la parcela, tenía razones para creer que se trataba de un tubo extensible y flexible, que podía apuntar en varias direcciones. Pero el monstruo no podría apuntar a su mismo cuerpo. Por un lado, porque así se haría daño. Por otro, porque la fuerza del agua que expelía impediría que la trompa se doblara en un ángulo tan grande.
De modo que Lucky tenía que situarse muy cerca de la capa inferior del animal, donde no podría alcanzarle el chorro de agua; y tenía que hacerlo antes de que el monstruo consiguiera llenar su vejiga de agua para otro soplido.
Lucky dirigió la luz a lo alto. No le gustaba hacerlo, pues sabía por instinto que la luz le convertía en un blanco demasiado visible. Su mente le dijo que su instinto se equivocaba. El sentido responsable de la rápida respuesta del monstruo a su propio ataque no era la vista.
A veinte metros más arriba, aproximadamente, la luz terminó en una superficie gris, surcada por profundas arrugas. Lucky apenas intentó refrenar su velocidad. La piel del monstruo era esponjosa y su propio traje muy duro. Y en tanto iba meditando sobre esta circunstancia, chocó hacía arriba, y sintió cómo cedía la carne del monstruo.
Durante un momento muy largo, Lucky respiró con alivio. Por primera vez desde que había salido del barco, sentíase moderadamente a salvo. Sin embargo, aquel descanso no duró. En cualquier instante, aquel animal podía volver a atacar (o podía hacerlo la mente maestra que lo controlaba) al submarino. Y esto no debía suceder.
Lucky paseó en torno la luz que surgía de su dedo, con una mezcla de admiración y náusea.
En la cara inferior del monstruo había diversos agujeros de unos dos metros de diámetro en los que, según divisó Lucky por el flujo de burbujas y partículas sólidas, penetraba el agua. A mayores intervalos se abrían unas ranuras que se convertían ocasionalmente en fisuras de tres metros de longitud, las cuales dejaban salir regueros de agua.
Aparentemente, el monstruo se alimentaba de esta manera. Vertía jugos digestivos en la porción de océano atrapado bajo su inmensa mole y después succionaba el agua para extraer las sustancias nutritivas contenidas en ella, y más tarde expulsaba el agua, algunos restos y sus propios residuos.
Obviamente, la parcela no podía permanecer largo tiempo sobre un mismo rincón oceánico o la acumulación de sus propios productos residuales tornarían el lugar insalubre. Claro está, e monstruo no habría continuado tanto tiempo en aquel sitio por su propio instinto, pero bajo el control de las V-ranas...
Lucky se movió a sacudidas de manera involuntaria, y a causa de la sorpresa experimentada concentró el cono de luz en un lugar más próximo En un instante de inaudito horror, comprendió e propósito de aquellas profundas arrugas entrevistas en la capa inferior del monstruo. Se estaba formando una enorme en uno de sus costados succionando hacia dentro, hacia la sustancia misma del ser. Los dos lados de la arruga se restregaban entre sí, siendo el conjunto como un mecanismo triturador con el que la parcela rompía y pulverizaba las partículas alimenticias demasiado grandes para poder pasar directamente por sus poros.
Lucky no aguardó más. No podía arriesgar su maltratado traje contra la fantástica fuerza de los músculos del monstruo. Tal vez resistiese e traje en sí, pero no varios de sus delicados mecanismos.
Volvió la espalda a la carne de la parcela, para apuntarla con sus propulsores, a los que dio toda la energía posible. De pronto, se soltó de donde estaba con un retumbante chasquido, y viró en redondo y hacia atrás.
No volvió a tocar aquella piel, sino que planeó y viajó junto a ella, yendo en contra de la gravedad, siempre subiendo, y apartándose de los bordes externos del extraño ser, hacia su centro.
Llegó de repente a un punto donde la cara inferior del monstruo se convertía otra vez en un muro carnoso que se extendía a ambos lados hasta donde alcanzaba la luz. Aquella pared se estremecía, y estaba obviamente compuesta de un tejido más delgado.
Era la trompa.
Lucky estuvo seguro de que lo era: una caverna gigantesca de cien metros de diámetro, de la que surgía el agua con una furia impetuosa. Lucky la rodeó con cautela. Indudablemente, aquél era el lugar más seguro para él, en la base de la trompa, mas pese a ello fue abriéndose camino con mil precauciones.
Sabía lo que buscaba, por lo que se alejó de la trompa, en dirección al lugar donde la carne del monstruo formaba un bulto mayor. Lucky llegó así a la cúspide del cuenco invertido... ¡había llegado a su objetivo!
Al principio, Lucky sólo oyó un rumor prolongado, casi demasiado profundo para captarlo. En realidad, fue la vibración, más que el sonido, lo que atrajo su atención. Luego, observó el abultamiento en la carne del monstruo. Aquel bulto subía y bajaba: palpitaba. Era una masa enorme, que colgaba unos diez metros hacia abajo, casi tan grande como la trompa.
Aquello tenía que ser el centro del organismo; el corazón o su sustituto. Y aquel corazón palpitaba con unos latidos poderosísimos, y Lucky casi se mareó al tratar de imaginárselo. Aquellos latidos debían de durar unos cinco minutos cada uno, durante los cuales debían de pasar miles de metros cúbicos de sangre (o el fluido vital de aquel ser) por las venas, suficientemente grandes como para contener al Hilda. Uno de tales latidos debía de bastar para enviar la sangre a un kilómetro de distancia, ¡da y vuelta.