Los Oceanos de Venus (9 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

—¿Alguna novedad respecto al individuo que se encerró en la escotilla? —quiso saber Lucky.

—Se halla bajo observación. Un loco, claro.

—¿Tiene ficha de desequilibrio mental?

—No, ninguna. Lo comprobé personalmente. Como ingeniero jefe, tengo a mis órdenes al personal de la cúpula.

—Lo sé. Por eso he venido a verle.

—Bien, ojalá pudiera ayudarle en algo, pero ese individuo no es más que un vulgar empleado. Lleva en nuestra nómina unos siete meses y jamás causó el menor trastorno. En realidad, posee un expediente perfecto; es un hombre sosegado, obediente, diligente...

—¿Sólo siete meses?

—Exacto.

—¿Es ingeniero?

—Cobra como tal, pero su trabajo consiste principalmente en vigilar la escotilla. Al fin y al cabo, entra y sale de la ciudad bastante tráfico. Hay que abrir y cerrar la escotilla, comprobar los boletines de desembarco y embarco, y llevar el registro. No sólo se conserva la cúpula por medio de la ingeniería.

—¿Tenía ese tipo alguna experiencia como ingeniero?

—Siguió un cursillo elemental. Este era su primer empleo... Oh, es muy joven.

—Tengo entendido —comentó Lucky, después de asentir a las palabras del ingeniero— que han ocurrido varios incidentes raros en la ciudad recientemente.

—¿De veras? —los fatigados ojos de Turner miraron con fijeza a Lucky y se encogió de hombros—. Casi nunca tengo ocasión de ver las cintas de noticias etéricas.

Sonó el telecomunicador. Turner levantó el receptor y lo sostuvo un momento junto a su oído.

—Para usted, Starr.

—Dije que venía hacia aquí —explicó Lucky. Cogió el aparato, pero no se molestó en activar la pantalla ni en elevar el sonido por encima del necesario para su oído Lucky al habla.

Poco después, dejó el receptor y se puso de pie.

—Bien, Turner, nos marchamos ya.

Turner también se levantó.

—De acuerdo. Si puedo ayudarle en algo, venga a verme cuando quiera.

—Gracias. Presente mis respetos a su esposa.

—¿Qué sucede? —quiso saber Bigman, ya fuera del edificio.

—El submarino está a punto —respondió Lucky, parando un venusauto.

Subieron y otra vez fue Bigman quien rompió el silencio.

—¿Descubriste algo hablando con Turner?

—Oh, un par de cosas —repuso Lucky, escuetamente.

Bigman se estremeció con cierta inquietud y cambió de tema.

—Ojalá encontremos a Evans.

—Sí, ojalá.

—¡Por las arenas de Marte, se halla en un verdadero aprieto! Cuanto más pienso en ello, peor lo veo. Culpable o no, es muy duro verse acusado de corrupción por un oficial superior.

Lucky volvió la cabeza y miró fijamente a Bigman.

—Morris no envió ningún informe a la Central terrestre. Pensé que lo habías comprendido por la conversación sostenida ayer con él.

—¿No? —preguntó el marciano, con incredulidad—. Entonces, ¿quién lo envió?

—¡Grandes galaxias! —exclamó Lucky—. ¡Está bien claro! ¡El propio Lou Evans envió el mensaje, utilizando el nombre de Morris!

8 - ¡CONSEJERO PERSEGUIDO!

Lucky manejó la esbelta— embarcación submarina con creciente pericia cuando se familiarizó con todos los mandos, y empezó a comprender la sensación de estar rodeado por el mar.

Los funcionarios que le entregaron la nave sugirieron con cierta inquietud que escuchase unas prolijas instrucciones referentes a su manejo, pero Lucky sonrió y se limitó a formular unas preguntas, en tanto que Bigman exclamaba con su natural bravuconería:

—No existe ningún aparato que se mueva que Lucky no sea capaz de manejar.

Bravuconería o no, esta declaración se acercaba mucho a la verdad.

La embarcación, llamada Hilda, iba derivando a través del agua con los motores apagados. Así penetró en la oscuridad impenetrable del océano venusiano con gran suavidad. Navegaban a ciegas. Ni una sola vez había encendido Lucky los poderosos faros del submarino. El radar, en cambio, perforaba la masa marina que se extendía al frente con la máxima delicadeza y la mayor información, más perfecto que la luz.

Junto con las pulsaciones del radar funcionaban las microondas selectivas, destinadas a obtener un reflejo máximo de la aleación de metales que formaba la parte exterior del casco de una nave submarina. Su alcance era de centenares de kilómetros, Y las microondas extendían sus tentáculos de energía en una y otra dirección, buscando la particular estructura metálica que les daría la orientación exacta de su rumbo.

Hasta el momento no habían conseguido ningún mensaje reflejado, y el Hilda se asentó en el limo, a un kilómetro de la superficie, inmóvil con excepción de un lento balanceo debido a las fortísimas corrientes del océano que rodeaba todo el planeta Venus.

Durante las primeras horas, Bigman apenas se había preocupado de las microondas y el objeto de su exploración. Estuvo ensimismado ante el encantador espectáculo entrevisto por los miradores del submarino.

La vida submarina de Venus es fosforescente, y las negras profundidades oceánicas se hallan punteadas por luces de colores, más numerosas que las estrellas en el espacio, más grandes, más brillantes y, sobre todo, movibles. Bigman aplastó la nariz contra el grueso cristal y lo miró todo, fascinado.

Algunas formas de vida eran como pequeños manchones redondos, cuyo movimiento consistía en lentas ondulaciones. Otras eran líneas veloces, fugaces. Y otras eran cintas marinas semejantes a las que Lucky y el marciano habían contemplado en el Salón Verde.

Poco después, Lucky se reunió con su amigo.

—Si no recuerdo mal mi xenozoología...

—¿Tu qué?

—El estudio de los animales extraterrestres, Bigman. Estuve hojeando un libro sobre la vida en Venus. Lo dejé en tu litera por si deseas darle un repaso.

—No importa. Prefiero escuchar tus explicaciones.

—De acuerdo. Podemos empezar con esos pequeños objetos. Creo que son un banco de botones.

—¿Botones? —repitió Bigman. Una pausa—. Oh, sí, ya veo a lo que te refieres.

Se trataba de una serie de óvalos de luz amarilla que se movían por delante del campo visual del mirador. Cada uno ostentaba unas marcas negras en forma de dos líneas paralelas muy cortas. Se movían a sacudidas breves, se asentaban unos momentos en el fondo y volvían a moverse. Las varias docenas que estaban a la vista se movían y reposaban simultáneamente de modo que Bigman tenía la impresión de que los botones no se movían en absoluto, sino que cada medio minuto, aproximadamente, era el submarino el que avanzaba.

—Están poniendo huevos —murmuró Lucky. Calló un instante y añadió—: No conozco casi ninguna de estas especies. ¡Eh, espera! Aquello debe de ser lo que el libro denomina una parcela escarlata. ¿Lo ves? Aquel color rojo oscuro de silueta irregular... Se alimenta de botones. Observa.

Se produjo una fuga general entre las manchas amarillas cuando se dieron cuenta de la presencia de su voraz enemigo, aunque a pesar de su rapidez una docena de botones fueron tragados por la colérica y rojiza parcela escarlata. De pronto, ésta fue la única fuente de luz en el campo de visión del mirador. Los botones habían huido en todas direcciones.

—La parcela tiene la forma de una enorme torta de harina con el borde hacia abajo — explicó Lucky—, según el libro. Apenas tiene más que piel con un cerebro diminuto en el centro. Y sólo tiene un par de centímetros de espesor. Es posible desgarrarla por diversos sitios sin molestarla. ¿Ves qué irregular es la que estamos viendo? Los peces flecha seguramente la han atravesado varias veces.

La parcela escarlata parecía moverse, perdiéndose de vista. Donde había estado no quedó nada, aparte de unos leves destellos de luz amarilla. Poco a poco, los botones volvieron a agruparse.

—La parcela escarlata —expresó Lucky— se instala en el fondo del mar, aferrándose al limo con el reborde, y absorbe y digiere todo lo que abarca con su cuerpo. Existe otra especie llamada anaranjada que es mucho más agresiva. Puede disparar un chorro de agua con fuerza suficiente para hacer que un hombre se tambalee, aunque sólo mide unos treinta centímetros de anchura y tiene el espesor de un papel de fumar. Las grandes son mucho peor.

—¿Qué tamaño alcanza? —quiso saber Bigman.

—No tengo la menor idea. El libro habla de algunos monstruos ocasionales... Por ejemplo, de peces flecha que miden un kilómetro de largo y parcelas que pueden cubrir la ciudad de Afrodita. Aunque no creo que sean casos auténticos.

—¡Un kilómetro de largo! Seguro que no son casos auténticos.

—No sería tan imposible —objetó Lucky, enarcando las cejas—. Estas especies de aquí son las del mar poco profundo. Pero el océano venusiano tiene, en algunos sitios, quince kilómetros de profundidad. Y hay espacio suficiente para muchos monstruos.

—Mira —murmuró Bigman, con vacilación—, creo que me estás tomando el pelo, ¿sabes? —Dio media vuelta y se apartó bruscamente del mirador—. Echaré una ojeada a ese libro...

El Hilda volvió a avanzar y buscó una nueva posición, en tanto las microondas continuaban su exploración. Se movió de nuevo. Y otra vez. Lentamente, Lucky iba explorando toda la meseta submarina en la que se asentaba la ciudad de Afrodita.

Observaba con mal humor los instrumentos. Su amigo Lou Evans tenía que estar allí. El submarino de Evans no podía navegar por el aire, ni por el espacio, ni siquiera por una profundidad oceánica superior a tres kilómetros, por lo que estaba encerrado dentro de las aguas relativamente superficiales de la meseta de Afrodita.

El primer destello de respuesta captó su vista mientras repetía por segunda vez que su amigo tenía que estar por allí. El alimentador de las microondas inmovilizó el señalizador, y el pip de respuesta animó todo el campo receptor.

Bigman apoyó al momento una mano sobre la espalda de Lucky.

—¡Ya está! ¡Ya lo tenemos!

—Tal vez —masculló Lucky—. Aunque podría tratarse de otro submarino o sólo de los restos de un naufragio.

—Fija la posición, Lucky. ¡Arenas de Marte, fija su posición!

—Ahora mismo, chico... ¡Y adelante!

Bigman sintió la aceleración, y oyó el zumbido de la hélice.

Lucky se inclinó sobre el transmisor de radio y su receptor, y gritó con tono urgente:

—¡Lou! ¡Lou Evans! ¡Aquí Lucky Starr! ¡Contesta a esta señal! ¡Lou! ¡Lou Evans!

Una y otra vez, las palabras resonaban a través del éter. El pip en respuesta a las microondas fue creciendo en volumen, a medida que se iba acortando la distancia entre las dos embarcaciones.

Sin respuesta.

—El submarino que envía los pip no se mueve —observó Bigman—. Tal vez se trate de un navío naufragado. Si en él estuviese tu amigo, trataría de contestar o de alejarse, ¿no es cierto?

—¡Chist! —le hizo callar Lucky. Sus palabras sonaron tranquilas y urgentes cuando volvió a hablar por el transmisor—. ¡Lou, no sirve de, nada que te escondas! Conozco la verdad. Sé por qué enviaste el mensaje a la Tierra en nombre de Morris pidiendo que te obligaran a volver allá. Y sé quién crees que es nuestro enemigo. ¡Lou Evans! ¡Responde a este mensaje!

El receptor chirrió, dejando oír muchos parásitos. Los sonidos surgieron por el receptor, transformándose en palabras inteligibles.

—¡Márchate! ¡Si sabes todo eso, márchate!

Lucky sonrió con alivio. Bigman lanzó una exclamación de alegría.

—¡Ya lo tenemos! —agregó luego.

—¡Vamos hacia ti! —anunció Lucky por el transmisor—. ¡No te muevas! Tú y yo destruiremos al enemigo.

—Tú no entiendes... —chirriaron las palabras por el receptor—. Yo trato de... —De pronto, casi un alarido—: ¡Por el bien de la Tierra, Lucky, no te acerques! ¡Márchate!

No hubo más. El Hilda fue avanzando lentamente hacia la posición de Evans. Lucky se inclinó hacia atrás, frunciendo el ceño.

—Si está tan asustado, ¿por qué no huye? —inquirió.

—¡Formidable, Lucky! —exclamó Bigman, sin oírle—. ¡Ha sido magnífico el modo en que le has obligado a hablar!

—No era mentira, Bigman —replicó Lucky—. Conozco la clave de todo este asunto. Y tú también la conocerías sí reflexionases un poco.

—¿De qué estás hablando? —inquirió Bigman, muy intrigado.

—¿Recuerdas la ocasión en que el doctor Morris, tú y yo entramos en la salita para esperar a que trajesen a Lou Evans? ¿Recuerdas lo primero que ocurrió?

—No.

—Que te echaste a reír. Y dijiste que yo estaba muy extraño y deformado sin un bigote. Y yo pensé exactamente lo mismo de ti. ¿Te acuerdas?

—Sí, claro que me acuerdo.

—¿No se te ocurrió pensar por qué tuvimos ambos esa idea Llevábamos viendo individuos bigotudos desde hacia muchas horas. ¿Por qué, pues, de repente, tuvimos la misma idea en aquel momento?

—No lo sé.

—Suponte que la misma idea se le hubiese ocurrido a alguien que poseyese poderes telepáticos. Y suponte que la sensación de sorpresa pasara desde su mente a la nuestra.

—¿Quieres decir que el mentalista, o uno de ellos, estaba con nosotros en aquella habitación?

—Eso lo explicaría, ¿verdad?

—¡Oh, es imposible! El doctor Morris era el único, aparte de nosotros, que... ¡Lucky! ¿No te referirás al doctor Morris?

—Morris llevaba varias horas viéndonos. ¿Por qué de pronto iba a asombrarse de vernos sin bigote?

—Entonces, ¿había alguien escondido?

—Escondido, no —objetó Lucky—. Pero sí había otro ser vivo allí, totalmente a la vista.

—¡No! —gritó Bigman—. ¡Oh, no! —Estalló en una carcajada—. ¡Arenas de Marte! ¿Te refieres a la V-rana?

—¿Por qué no? —observó tranquilamente Lucky—. Probablemente, nosotros éramos los primeros individuos sin bigote que veía en su vida... Y se asombró.

—¡Pero es imposible!

—¿De veras? Hay V-ranas por toda la ciudad. La gente las domestica, las alimenta, las ama... Pero ¿aman en realidad a las V-ranas? ¿O son éstas las que inspiran amor mediante control mental para poder ser alimentadas y mimadas?

—¡Diantre, Lucky! —exclamó Bigman—. No es sorprendente que gusten a la gente. Son estupendas. No es necesario que haya que hipnotizar a nadie para que quiera domesticar esas ranas.

—¿Te gustó espontáneamente, Bigman? ¿Nada te obligó a que te gustase aquella rana?

—Estoy seguro de que nada ni nadie me obligó a que me gustase. Me gustó, sin más.

—¿Te gustó sin más? Y dos minutos después de verla por primera vez, le diste de comer. ¿Te acuerdas?

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