—Tendrá que aguardar.
—¿Por qué motivo?
—En este momento, todas las escotillas están en funcionamiento.
—Eso es imposible, Lucky —murmuró Evans volviendo a fruncir el entrecejo.
—¿Cuándo habrá una libre? —inquirió Lucky—. Denme su situación y diríjanme a ella por medio de la ultraseñal.
—Tendrá que aguardar.
La conexión no se interrumpió, pero el operador no volvió a hablar.
—¡Pide hablar con el consejero Morris, Lucky! —exclamó Bigman, indignado—. ¡Que hagan algo!
—Morris cree que yo soy un traidor —rezongó Evans—. ¿Supones que ha llegado a la conclusión de que tú estás de acuerdo conmigo, Lucky?
—En tal caso, estaría ansioso de tenernos en la ciudad. No, opino que el hombre que acaba de hablar se halla bajo control mental.
—¿Para impedir que entremos en Afrodita? —preguntó Evans—. ¿Hablas en serio?
—Hablo en serio.
—No podrán impedirnos que entremos a la larga, a menos que... —Evans palideció y se dirigió al mirador con dos rápidas zancadas—. ¡Lucky, tienes razón! ¡Nos están apuntando con un cañón desintegrador! ¡Pretenden hacernos volar dentro del agua!
Bigman también se hallaba ya en el mirador. No cabía el menor error. Habían deslizado a un lado un sector de la cúpula, y a su través, como algo irreal a causa del movimiento del agua, asomaba un tubo enorme, casi cuadrado.
Bigman vio cómo el cañón iba descendiendo lentamente, centrando la puntería en el submarino. El Hilda no llevaba armamento, pensó Bigman, horrorizado. Tampoco lograría desarrollar la suficiente velocidad para escapar a su destrucción. Al parecer, era imposible librarse de una muerte instantánea.
Pero en tanto Bigman sentía cómo se le contraía el estómago ante la perspectiva de la inminente destrucción, oyó la voz de Lucky que hablaba esforzadamente por el transmisor:
—Submarino Hilda arribando con un cargamento de petróleo... Submarino Hilda arribando con un cargamento de petróleo... Submarino Hilda arribando con un cargamento de petróleo... Submarino Hilda...
Al otro extremo de la transmisión, una voz excitada respondió:
—Clement Heber al control de la escotilla de este extremo. ¿Qué pasa? Repito. ¿Qué pasa? Clement Heber...
—¡Lucky! —gritó Bigman—. ¡Retiran el cañón!
El joven consejero exhaló el aire de sus pulmones casi de golpe, aunque sólo en esto dio señales de su tensión interior.
—Submarino Hilda —pronunció ante el transmisor— solicitando entrada en Afrodita. Por favor, señale escotilla. Repito... Por favor, señale escotilla.
—Escotilla número quince. Sigan señal direccional. Al parecer, se ha producido cierta confusión aquí.
—Lou —le ordenó Lucky a Evans, abandonando el asiento de pilotaje—, lleva los mandos y haz entrar el barco en la ciudad lo antes posible.
Luego le hizo una señal a Bigman para que le siguiera a la otra sala.
—¿Qué..., qué...? —tartamudeó Bigman, como una pistola encasquillada.
—Me imaginé que las V-ranas —suspiró Lucky—, intentarían impedir nuestra entrada en la ciudad, de modo que tenía ya preparado el truco del petróleo. Pero nunca creí que llegaran a apuntarnos con un cañón. Esto hizo que el asunto se pusiera realmente feo. Además, no estaba seguro de que el truco del petróleo diese resultado.
—¿Cómo es que ha funcionado?
—Por el hidrocarburo. El petróleo es hidrocarburo casi puro. Mis palabras se oyeron por la radio, y las V-ranas que tenían a los vigías de las escotillas bajo control, se distrajeron.
—¿Cómo sabían qué es el petróleo?
—Lo dibujé en mi mente, Bigman, con todo mi poder imaginativo. Las V-ranas, cuando uno agudiza un retrato mental por medio de la palabra, leen en el cerebro.
Lucky hizo una pausa y cambió de tema, bajando la voz.
—Bien, eso ya no importa. Si estaban dispuestas a eliminarnos en pleno océano, si se muestran tan violentamente exasperadas hasta llegar a este extremo, es que están desesperadas; y nosotros también lo estamos. Tenemos que terminar esto lo antes posible, sin el menor error. Una equivocación a estas alturas sería fatal.
Lucky extrajo un bolígrafo que tenía inserto en el bolsillo de su camisa y garabateó unas palabras febrilmente en una lámina.
—Esto es lo que harás —le ordenó al marciano, entregándole la lámina— cuando yo te lo diga.
—¡Pero, Lucky...! —Protestó Bigman, abriendo mucho los ojos.
—¡Chist! No te refieras a esto con palabras.
Bigman asintió. Había comprendido.
—¿Estás seguro de haber acertado?
—Eso espero —el hermoso rostro de Lucky estaba tenso por la ansiedad—. La Tierra ya está enterada de todo lo referente a las V-ranas, de modo que éstas jamás podrán vencer a la humanidad; pero todavía pueden causar grandes males en Venus. Y nosotros tenemos que impedirlo sea como fuere. ¿Entiendes ahora lo que has de hacer?
—Sí.
—En ese caso...
Lucky recogió la lámina, que arrugó entre sus dedos, y se metió la bolita resultante en el bolsillo de su camisa.
—¡Estamos en la escotilla, Lucky! —anunció Lou Evans desde los mandos—. ¡Dentro de cinco minutos estaremos en la ciudad!
—¡Bravo! —aprobó Lucky—. Llama a Morris por radio.
Se hallaban de nuevo en la central del Consejo de Afrodita, en la misma estancia, pensó Bigman, donde él había conocido a Lou Evans; la misma estancia en que vio por primera vez una V-rana. Se estremeció ante la idea de aquellos tentáculos mentales infiltrándose en su cerebro por primera vez, sin su conocimiento.
Sin embargo, la estancia había cambiado en algo. El acuario había desaparecido; los platos con guisantes y grasa industrial también. Las mesas situadas junto a los falsos ventanales no sostenían nada. Morris lo indicó calladamente tan pronto penetraron en la habitación. Tenía las mejillas abolsadas y sus ojos estaban rodeados por arrugas de tensión. Su apretón de manos resultó inseguro.
Bigman, con gran cuidado, dejó lo que llevaba encima de una mesa.
—Gelatina de petróleo —anunció.
Lou Evans tomó asiento. Lo mismo que Lucky.
Morris, no.
—Me he desembarazado de todas las V-ranas de este edificio —explicó—. Fue lo único que pude hacer. No podía pedirle a la gente que se desprendiese de sus animalitos preferidos sin dar una razón. Y, obviamente, no podía dar ninguna.
—Ya basta con esto —asintió Lucky—. Sin embargo, durante toda esta conferencia quiero que mantenga los ojos fijos en el hidrocarburo. Que grabe en su cerebro la existencia del petróleo.
—¿Cree que esto ayudará? —indagó Morris.
—Creo que sí.
Morris dejó inmediatamente de pasearse. De pronto, su voz creció de tono.
—Starr, no puedo creerlo. Las V-ranas llevan aquí muchos años. Desde que construimos la ciudad.
—Debe recordar... —le interrumpió Lucky.
—¿Que estoy bajo su influencia? —Morris enrojeció—. ¡No es verdad! ¡Lo niego!
—No tiene por qué avergonzarse de ello, doctor Morris —le calmó Lucky—. Evans ha estado varios días bajo su control, y Bigman y yo lo estuvimos varias horas. Es posible que un individuo crea honradamente que su mente está libre de todo control, no siendo así.
—No hay la menor prueba de ello..., pero no importa —rezongó Morris, con violencia—. Es posible que tenga razón. La cuestión es: ¿qué podemos hacer? ¿Cómo las combatimos? Enviar hombres contra ellas sería inútil. Sí traernos una flota que bombardee Venus desde el espacio, podrían obligarnos a abrir las escotillas, y, en venganza, inundarían todas las ciudades. Además, jamás conseguiríamos destruir a todas las V-ranas del planeta. Poseen tres mil millones de kilómetros cúbicos de océano para esconderse, y pueden multiplicarse con suma rapidez. Admito que ha sido magnífico que usted se comunicara con la Tierra, pero esto aún deja pendientes muchos problemas de importancia.
—Exacto —concedió Lucky—. Pero lo interesante es que no se lo dije todo a la Tierra. No podía decirlo hasta estar seguro de conocer la verdad. Yo...
El intercomunicador dejó ver un destello y Morris gruñó:
—¿Qué pasa?
—Lyman Turner acude a su cita, señor —repuso una voz.
—Un momento. —El consejero venusiano se volvió hacia Lucky y preguntó, en voz baja—: ¿Está seguro de que es necesaria su presencia?
—Usted le había citado para hablar del fortalecimiento de las barreras de transita dentro de la ciudad, ¿no es así?
—Sí, pero...
—Y Turner es una víctima. En esto, la evidencia parece clara. Aparte de nosotros, es un funcionario de alta graduación que definitivamente parece ser una víctima más. Sí, su presencia será bien recibida.
—Que suba —masculló Morris por el intercomunicador.
El rostro demacrado y la nariz ganchuda de Turner fueron una máscara inquisitiva al entrar. El silencio de la estancia y el modo en que todos le miraron habrían llenado de presentimientos a un hombre menos sensible.
Dejó su computadora en el suelo.
—¿Ocurre algo, caballeros? —preguntó después.
Lenta, cuidadosamente, Lucky le explicó todo el asunto.
—Quiere usted decir... —Turner separó mucho los labios— que yo estoy controlado...
—¿De qué otro modo pudo saber el hombre de la escotilla la forma exacta de protegerse contra los intrusos? No era ingeniero ni estaba adiestrado, y no obstante supo aislarse con una perfección electrónica.
—No se me había ocurrido. No pensé en esto. —La voz de Turner era casi un murmullo incoherente—. ¿Cómo me pasó por alto?
—Ellas querían que le pasara por alto —respondió Lucky.
—Oh, me siento avergonzado...
—En esto no está solo, Turner. Yo mismo, el doctor Morris, el consejero Evans...
—Entonces, ¿qué podemos hacer?
—Esto es precisamente lo que preguntaba el doctor Morris cuando usted ha llegado. Necesitamos toda nuestra inteligencia. Una de las razones por las que sugerí que su presencia sería oportuna en esta conferencia es que tal vez necesitemos su computadora.
—¡Océanos de Venus, por supuesto! —exclamó Turner, con entusiasmo—. Si puedo ayudar en algo...
Se llevó una mano a la frente como temiendo tener sobre los hombros una cabeza ajena, no la suya.
—¿Estamos libres ahora? —quiso saber.
—Sí, mientras nos concentremos en esa gelatina de petróleo —respondió Evans.
—No lo entiendo. ¿Por qué nos ayuda eso?
—Nos ayuda. Por el momento, no importa cómo —contestó Lucky—. Bien, continuaré con lo que iba a decir cuando usted llegó.
Bigman retrocedió hacia la pared y se encaramó en la mesa donde antes se hallaba el acuario. Mientras escuchaba, no apartó la vista del frasco abierto, situado en la otra mesa.
—¿Estamos seguros de que las V-ranas son la verdadera amenaza? —preguntó Lucky.
—Vaya, si ésa es precisamente su teoría —exclamó Morris, sorprendido.
—Oh, concedo que constituyen el medio inmediato de controlar las mentes humanas; pero ¿son el verdadero enemigo? Están oponiendo sus mentes a las de los terráqueos, y demuestran ser unos contrincantes formidables, pero las V-ranas, individualmente, no parecen tan inteligentes.
—¿Cómo es eso?
—Bien, la V-rana que usted conservaba aquí, por ejemplo, no tuvo el buen sentido de mantenerse apartada de nuestras mentes. Y expresó su sorpresa de vernos sin bigote. Luego, le ordenó a Bigman que le diera guisantes mojados en grasa industrial. ¿Fue esto inteligente? Al contrario, de este modo se desenmascaró al momento.
—Tal vez no todas las V-ranas sean inteligentes. —Morris se encogió de hombros.
—Es algo más profundo. En la superficie del mar, nosotros nos vimos indefensos bajo su control mental. Sin embargo, a causa de ciertas sospechas, les arrojé una lata de gelatina de petróleo, y el milagro se realizó. Todas se diseminaron. Y tengan en cuenta que con ello se jugaban el éxito de su ataque. Necesitaban impedir que nos comunicásemos con la Tierra, radiando todo lo referente a ellas. Y pese a esto, arruinaron todo su plan por un simple bidón de petróleo. Después, estuvieron a punto de derrotarnos al llegar de nuevo a Afrodita. Incluso nos apuntaba el cañón atómico, y de pronto, la sola mención de la gelatina de petróleo volvió a estropear sus planes.
—Ahora comprendo lo que quiso decir al nombrar el petróleo, Lucky —murmuró Turner, estremeciéndose en su silla—. Todo el mundo sabe que las V-ranas se vuelven locas por los hidrocarburos. Y esa locura las domina por encima de todo lo demás.
—Pero ¿las domina hasta el extremo de arruinar los inteligentes planes para combatir a los terráqueos? ¿Renunciaría usted, Turner, a una victoria vital por un filete o una pastilla de chocolate?
—Claro que no, pero esto no impide que una V-rana obre al revés que yo.
—Sí, lo concedo. La mente de una V-rana no es como la nuestra y es posible que no funcione del mismo modo. Sin embargo, este asunto de dejarse distraer por los hidrocarburos es sospechoso. Y ello hace que compare las V-ranas con los perros, más que con los hombres.
—¿En qué sentido? —se interesó Morris.
—Piense un poco. A un perro es posible adiestrarlo para que realice cosas inteligentes. Un ser que jamás hubiese visto ni oído hablar de los perros, al ver cómo uno guía a su amo ciego, se preguntaría si el inteligente es el hombre o el perro. Pero si pasara ante ambos con un hueso incitante y observase que la atención del can al momento se sentía atraída por el hueso, adivinaría la verdad.
—¿Intenta decir que las V-ranas sólo son unos instrumentos de— los seres humanos? —inquirió Turner, con ojos llameantes.
—¿No lo cree probable, Turner? Como dijo hace poco el doctor Morris, las V-ranas llevan en esta ciudad muchos años, pero sólo han causado perturbaciones en los últimos meses. Y empezaron con trivialidades, como hacer que un hombre regalase su dinero en la calle. Parece como si algunos individuos hubiesen aprendido cómo utilizar la capacidad telepática natural de las V-ranas como un instrumento eficaz con el que introducir sus pensamientos, sus órdenes en las mentes humanas. Parece como si al principio sólo hubiesen practicado para aprender la naturaleza y las limitaciones de dicho instrumento, con el fin de aumentar el control, hasta que llegase el momento de realizar grandes cosas. Eventualmente, no era los hongos lo que buscaban sino algo más: tal vez el control de la Confederación Solar, o incluso de toda la galaxia.