—¿Lo habéis matado? —rugió.
—No, vive. Ni siquiera está malherido. Pero, como ves, estás solo. Nadie puede ayudarte. Tus compañeros no hubieran podido resistirnos, ni podrás tú.
—No —objetó Lucky, muy pálido el rostro—. No podréis obligarme a hacer nada.
—Una última oportunidad. Elige. O nos ayudas, con el objeto de que tu vida termine pacíficamente... o te niegas a ayudarnos y terminará con dolor y pesar, y quizá también pondremos fin a las vidas de todos los habitantes en las ciudades que hay debajo del océano. ¿Cuál es tu elección? ¡Vamos, responde!
Aquellas palabras resonaron una y otra vez dentro del cerebro de Lucky, al tiempo que se disponía a afrontar solo y sin amigos los latigazos de un poder mental que no sabía cómo combatir, excepto ofreciendo una voluntad obstinada, indomable.
¿Cómo es posible levantar una barrera contra el ataque mental? Lucky deseaba resistir, pero no había en su cerebro ningún músculo que flexionar, ninguna resistencia que oponer, ningún modo de luchar contra la violencia. Debía continuar resistiendo a todos los impulsos que inundaban su cerebro, que ni siquiera podía ya asegurar fuese el suyo.
¿Cómo podía saber si era el suyo? ¿Qué deseaba hacer él? ¿Qué deseaba hacer por encima de todo?
Nada se ofrecía a su mente. La tenía en blanco. Bien, tenía que haber algo. No podía haber subido a la superficie del océano sin un plan.
¿A la superficie?
Entonces, había subido. Al principio, estaba abajo.
Si, abajo, entre los repliegues de su mente. Exacto.
Estaba en un submarino. Y había subido desde el fondo del mar. Ahora se hallaba en la superficie del agua. Bien. ¿Qué más?
¿Por qué estaba en la superficie? Recordaba vagamente que en el fondo estaba más seguro.
Inclinó la cabeza con gran dificultad, cerró los ojos y volvió a abrirlos. Sus pensamientos eran muy borrosos. Tenía que recibir una orden de algún sitio... , de algún sitio..., respecto a...
Era una orden.
Una orden.
¡Y la recibió!
Era como sí a muchos kilómetros en su interior hubiera apoyado un hombro contra una puerta, abriéndola. Captó un destello luminoso de objetivo, y recordó algo que había olvidado, claro, la radio del barco y la estación espacial.
—No me han controlado —murmuró, roncamente—. ¿Lo oís? No me habéis controlado. Recuerdo, y continuaré recordando.
No hubo respuesta.
Gritó lo mismo en voz alta, de forma incoherente. Su cerebro se hallaba débilmente ocupado con la analogía del hombre que lucha contra una sobredosis de somnífero. Tenía que conservar los músculos en actividad. Andar... Seguir andando...
En su caso, debía conservar la mente activa, mantener en funcionamiento sus fibras, sus células mentales. Hacer algo. Hacer algo... Si no actuaba, el enemigo se apoderarla de su mente.
Continuó gritando y el sonido se transformó en palabras.
—¡Lo haré! ¡Lo haré!
¿Hacer qué? Su voluntad volvía a huir de su personalidad.
—Radio a estación... Radio a estación... —repitió una y otra vez febrilmente.
Aquellos sonidos eran cada vez menos convincentes.
Empezó a moverse. Su cuerpo se volvió, torpemente, como si sus articulaciones fuesen de madera, clavadas fuertemente. Sin embargo, continuó volviéndose. Frente a la radio. Durante un instante la vio con claridad, y luego empezó a girar y se nubló. Obligó a su cerebro y volvió a ver el aparato con toda lucidez. Podía divisar el transmisor, ver el mando regulador de distancias y los condensadores de frecuencia. Recordaba y entendía su funcionamiento.
Dio un paso al frente y experimentó en las sienes una sensación como si cien clavos al rojo vivo le atravesaran los temporales.
Se tambaleó y cayó de rodillas; luego, martirizado por una auténtica agonía, volvió a levantarse.
A través de sus ojos nublados por el dolor, todavía consiguió distinguir la radio. Movió primero una pierna, después la otra...
La radio parecía hallarse a cien metros de distancia, rodeada por una neblina sangrienta. A cada paso aumentaba el zumbido en la cabeza de Lucky.
Trató de ignorar aquel dolor, de ver solamente la radio, de pensar sólo en ella. Obligó a sus piernas a moverse contra una resistencia esponjosa que las ataba, arrastrándole al suelo.
Finalmente, extendió el brazo, y cuando sus dedos se hallaban a pocos centímetros del interruptor de la ultraonda, Lucky comprendió que su resistencia había llegado al límite. Pese a todos sus esfuerzos, le resultaba imposible acercar más su cuerpo. Todo había concluido. Había llegado el fin. Todo había terminado.
El submarino era una escena de parálisis. Evans yacía inconsciente en su litera; Bigman continuaba tumbado en el suelo, y aunque Lucky seguía obstinadamente de pie, sus temblorosos dedos eran la única señal que daba de vida.
La voz, fría e inexorable, volvió a resonar en la mente de Lucky, una vez más, monótona, intransigente:
—Estás inerme, aunque no perderás el conocimiento como tus compañeros. Tú sufrirás este dolor hasta que decidas hundir el barco, revelarnos lo que deseamos saber y poner fin a tu vida. Podemos aguardar con mucha paciencia. No puedes resistirte en modo alguno. No puedes combatimos. ¡No puedes sobornarnos! ¡No puedes amenazarnos!
Lucky, a través de una tortura insoportable, experimentó una sacudida en su cerebro embotado, atormentado por el dolor, como la chispa de algo nuevo.
¿No podía sobornar? ¿No podía amenazar?
¿No podía sobornar?
Aun a través de su semiinconsciencia neblinosa, la chispa de su cerebro prendió como una llama.
Abandonó la radio, apartó de ella sus pensamientos, e instantáneamente la cortina del dolor se elevó una fracción. Lucky dio un paso renqueante hacia atrás, y la cortina se levantó un poco más. Logró dar media vuelta.
Intentaba no pensar. Trataba de actuar automáticamente, sin plan establecido de antemano. Las V-ranas se concentraban en impedirle manejar la radio. No debían comprender el otro peligro con el que se enfrentaban. El implacable enemigo no debía deducir sus intenciones ni tratar de detenerle. Debía obrar con suma rapidez. No debían impedírselo.
¡No debían!
Llegó al botiquín de urgencia de la pared y abrió la puerta. No veía con claridad y perdió unos segundos preciosos buscando dentro del botiquín.
—¿Cuál es tu decisión? —insistió la voz.
La ferocidad del dolor volvió a entumecer las extremidades del joven consejero una vez más..
Lucky lo alcanzó: una lata muy grande de silicona azulínea. Sus dedos tantearon a través de lo que parecía algodón en busca del pestillo que cerraba el microcampo paramagnético que mantenía herméticamente cerrada la tapa de la lata.
Apenas sintió el chasquido cuando una uña atrapó el pestillo. Apenas vio cómo la tapa se movía hacia un lado y caía. Apenas oyó cómo chocaba con el suelo, con el sonido del metal contra el metal. Borrosamente, comprendió que la lata estaba abierta, y entre una niebla muy densa, levantó el brazo hacia el vaciador de basuras.
El dolor volvía a atenazarle con toda su furia.
Con el brazo izquierdo había levantado ya la abertura del vaciador; con el derecho levantó temblorosamente la preciosa lata hacia la abertura de quince centímetros de diámetro.
Su brazo se movió durante una eternidad. No veía nada. Una bruma rojiza lo envolvía todo.
Sintió cómo su brazo y el bidón que sostenía tocaban la pared. Empujó, pero no logró mover más el brazo. Los dedos de su mano izquierda descendieron lentamente desde la abertura del vaciador, y tocaron la lata.
No se atrevía a bajarla. De hacerlo, ya nunca en la vida tendría fuerzas para volver a levantarla.
La cogió con ambas manos y la fue levantando, en tanto él se aproximaba más cada vez al borde de la inconsciencia.
¡Y de pronto, la lata desapareció!
A un millón de kilómetros de distancia, al parecer, oyó el silbido del aire comprimido, y supo que la lata había sido arrojada al cálido océano venusiano.
Por un momento, el dolor continuó, y, de repente, como por una mano gigantesca, desapareció por completo.
Lucky se irguió cautelosamente y se apartó de la pared. Tenía el rostro y el cuerpo bañados en sudor, y su cerebro todavía vacilaba.
Tan pronto como sus temblorosas piernas pudieron llevarle, se dirigió al transmisor de radio, y esta vez nada logró impedírselo.
Evans se hallaba sentado en una butaca con la cabeza entre las manos. Ya había aspirado ávidamente aire y murmuraba una y otra vez.
—No recuerdo nada en absoluto... No recuerdo nada en absoluto...
Bigman, desnudo hasta la cintura, se mojaba el pecho y la cabeza con un paño empapado en agua, mientras una sonrisa vacilante le alegraba el semblante.
—Yo, sí. Yo me acuerdo de todo. Me hallaba allí de pie, oyendo cómo tú hablabas con la voz, Lucky, cuando sin previo aviso estuve en el suelo. No sentía nada. No podía volver la cabeza, ni siquiera podía parpadear, pero oía todo lo que sucedía. Oía la voz y lo que tú contestabas, Lucky. Te vi ir hacia la radio...
Exhaló el aire de sus pulmones y sacudió la cabeza.
—La primera vez no lo conseguí —gruñó el joven terráqueo.
—No lo sé. Saliste de mi campo visual, y después no pude moverme del suelo, esperando oír tu mensaje radiado. No ocurrió nada y pensé que las V-ranas también debían haberse apoderado de ti. Mentalmente vi nuestros tres cuerpos tendidos en una muerte en vida. Todo había concluido, y yo era incapaz de mover ni un solo dedo. Sólo podía respirar. Luego, volviste a reaparecer ante mi vista, y deseé reír, llorar y chillar al mismo tiempo, pero continuaba sin poder moverme. Sólo podía verte asido a la pared. No sabía qué diablos estabas haciendo, pero unos instantes después, la pesadilla había terminado. ¡Viva!
—Y ahora nos encaminamos definitivamente a Afrodita, ¿verdad, Lucky? —inquirió Evans, con voz cansada—. ¿Sin error posible?
—Hacia allí vamos, a menos que mientan los instrumentos, cosa que no creo — contestó Lucky—. Una vez allí, sin pérdida de tiempo, buscaremos ayuda médica.
—¡Dormir! —gritó Bigman—. Sólo quiero dormir... Dos días de sueño continuo.
—También dormirás —prometió Lucky.
Pero Evans se hallaba martirizado por la experiencia pasada, más que sus dos compañeros. Y lo demostraba claramente en el modo de acurrucarse entre sus brazos, sentado casi enroscado en su asiento.
—¿Ya no nos controlarán más? —quiso saber.
—No puedo garantizarlo —confesó Lucky—, pero en cierto modo, lo peor ya ha pasado. He conseguido enviar el mensaje a la estación espacial.
—¿Estás seguro? ¿No estarás equivocado?
—En absoluto. Incluso transmitieron el mensaje a la Tierra y conseguí hablar directamente con Conway. Esto está ya solucionado.
—Entonces, todo está solucionado —le corrigió Bigman, gozosamente—. La Tierra está advertida. Conoce la verdad respecto a las V-ranas.
Lucky sonrió, sin hacer ningún comentario.
—Una cosa, Lucky —prosiguió el marciano—. Dime qué sucedió. ¿Cómo nos liberaste? ¡Por las arenas de Marte! ¿Cómo lo hiciste?
—Se trata de algo —explicó Lucky— en lo que debí pensar mucho antes y nos habríamos ahorrado muchos quebraderos de cabeza. La voz nos dijo que lo único que deseaban era vivir y pensar. ¿Te acuerdas, Bigman? Después añadió que nosotros no podíamos amenazarles ni sobornarles. Pero sólo en el último momento me di cuenta de que esto no era cierto. Y esto lo sabíamos tú y yo, Bigman.
—¿Yo? —se extrañó el marciano.
—Ciertamente. Tú descubriste dos minutos después de ver la primera V-rana, que la vida y el pensamiento no eran lo único que necesitaban. Yendo hacia la superficie del océano te conté que las plantas de Venus almacenaban oxígeno, de modo que los seres venusianos lo obtenían a través de sus alimentos, por lo que no tenían que respirar. En realidad, añadí, probablemente consiguen demasiado oxígeno y por esto les encanta tanto un alimento bajo de oxígeno como los hidrocarburos. Corno, por ejemplo, la grasa industrial. ¿Lo recuerdas?
—Sí —afirmó Bigman, abriendo mucho los ojos.
—Entonces, imagínate cómo deben ansiar un hidrocarburo. Lo mismo que los niños un caramelo.
—Si —repitió Bigman.
—Bien, las V-ranas nos tenían bajo control mental, pero para ello debían concentrarse. Lo que yo tenía que hacer era distraerlas, al menos a las que estaban más cerca del submarino, cuyo poder sobre nosotros era más fuerte. De modo que arrojé al mar lo más necesario.
—¿Qué fue? Oh, no juegues conmigo, Lucky.
—Les arrojé un bidón abierto de gelatina de petróleo, que cogí del botiquín. Es hidrocarburo puro, de grado mucho más alto que la grasa industrial. Y no pudieron resistir. Aun con tanto por perder, no pudieron resistir la tentación. Las que estaban más cerca del bidón, se zambulleron a toda velocidad en su busca. Otras, que estaban más lejos, entraron en conexión mental con las primeras, y sus mentes se concentraron al instante en el hidrocarburo. Abandonaron nuestro control, y de esta forma conseguí enviar el mensaje. Eso es todo.
—Entonces, ya todo ha terminado —murmuró Evans.
—En realidad, no estoy muy seguro —masculló Lucky—. Hay algunos detalles...
Dio media vuelta, frunciendo el ceño y apretados los labios, como si ya hubiese hablado demasiado.
La cúpula relucía al otro lado del mirador, y a su vista, a Bigman se le ensanchó el corazón. Había comido, había dormido un poco, y su ánimo volvía a estar en las alturas. Lou Evans también se había recuperado de manera considerable de su pasada postración. Sólo Lucky no había perdido su aspecto fatigado.
—Repito que las V-ranas están desmoralizadas, Lucky —aseguró Bigman por enésima vez—. Fíjate, hemos cruzado cien kilómetros de océano, y ni siquiera se han acercado una sola vez. ¿No es una prueba?
—Lo que ahora me preocupa es por qué no tenemos respuesta de la cúpula —replicó Lucky.
Evans arrugó el entrecejo al oír esta observación.
—No deberían tardar tanto.
Bigman paseó su mirada de uno a otro.
—No pensaréis que algo anda mal dentro de la ciudad, ¿eh?
Lucky hizo un gesto pidiendo silencio. Por el receptor se oía una voz, baja y rápida.
—Identificación, por favor.
—Submarino Hilda —contestó Lucky—, fletado por el Consejo, zarpado de Afrodita y arribando a Afrodita. David Starr a su cargo, al habla.