Marea estelar (2 page)

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Authors: David Brin

De todos modos, intentar valerse de su condición humana para imponerse a cualquier miembro de la tripulación hubiera supuesto un error fatal. El viejo Hannes Suessi, otro de los seis humanos que estaban a bordo, se lo había advertido al comienzo del viaje, justamente antes de salir de Neptuno.

—Inténtalo y ya verás lo que pasa —le había advertido el mecánico—. Van a morirse de risa. Y yo también, si tengo la suerte de estar allí cuando hagas esa tontería. Puedes apostar que alguno de ellos la va a tomar contigo. No hay nada que los fines desprecien más que a un hombre que adopta el papel de jefe sin haber hecho nada para merecerlo.

—Pero el Protocolo... —intentó protestar Toshio.

—El Protocolo, ¡vaya cosa! Esas reglas no tienen más utilidad que permitir a los hombres, a los chimps y a los fines comportarse adecuadamente cuando los galácticos están por los alrededores. Si el Streaker es detenido por una patrulla soro, o, si en alguna parte ha de consultar con un Bibliotecario para obtener datos, entonces el doctor Metz o Mr. Orley, o tú o yo, tendremos que simular que somos los jefes... porque ni uno solo de esos viejos carcamales ETs consentiría en perder su tiempo con una raza tan joven como la de los fines. Pero salvo en ocasiones similares, sólo recibimos órdenes del capitán Creideiki.

—¡Demonios! Ya es bastante duro verse pisoteado por un soro y aparentar que a uno le gusta porque ese condenado ET es lo bastante amable para admitir que los humanos están ligeramente por encima del nivel de las moscas. ¿Te imaginas lo duro que sería que tuviéramos realmente que gobernar esta nave? ¿Lo que habría pasado si hubiéramos intentado hacer de los delfines una raza servil que supiera quedarse en su sitio? ¿Te hubiera gustado eso?

De momento, Toshio negó vigorosamente con la cabeza. La idea de tratar a los fines como a servidores, como lo hubieran sido en la galaxia, le resultaba repulsiva. Akki, su mejor amigo, era un fin.

Y sin embargo, en algunos momentos, a Toshio le hubiera gustado que existiera alguna compensación para un adolescente humano aislado a bordo de una nave cuya tripulación se componía principalmente de delfines adultos.

Y recordó que, de momento, aquella nave no se dirigía a parte alguna. El vivo resentimiento que le inspiraban Keepiru y sus pesadas bromas se vio reemplazado por la profunda y pertinaz angustia que le producía la posibilidad de tener que quedarse en el mundo de agua que era Kithrup, sin volver nunca a su hogar.

Modera tu carrera, joven humano,

La cápsula exploradora viene hacia aquí.

Hikahi se acerca, y hemos de esperarla.

Toshio levantó los ojos. Brookida, el viejo delfín metalúrgico, había avanzado por la izquierda del trineo y se hallaba a su altura. Toshio le silbó una respuesta en ternario.

Hikahi viene, mi vehículo se está parando.

Detuvo el impulso de su pequeña nave.

Sobre su pantalla de sonar notó la convergencia de ínfimos ecos procedentes de delante y de las regiones laterales. Los exploradores estaban de regreso. Su mirada se dirigió hacia la superficie y vio juguetear a Hist't y a Keepiru.

Brookida volvió a hablar, en ánglico. Por tartamudeante y estridente que fuera su locución, no resultaba más confusa que el ternario de Toshio. Después de todo, habían sido los delfines quienes, tras varias generaciones de manipulaciones genéticas, habían sido modificados para adquirir funciones humanas, y no al contrario.

—¿Has encontrado alguno de esos materiales que nos ssson tttan necesarios, Tttoshio?

El muchacho echó una ojeada al tamiz molecular.

—No, señor. Nada hasta ahora. Estas aguas son de una pureza increíble si se considera la riqueza metalífera de la corteza planetaria. El contenido de sales de metales pesados es casi inexistente.

—¿Qué dice el barrido de largo alcance?

—Ni la menor resonancia en ninguna de las bandas que he consultado, aunque los efectos parásitos son atroces. Ignoro incluso si podría reconocer el níquel saturado monopolar, eso sin hablar de las demás cosas que necesitamos. Es como intentar encontrar una aguja en un pajar.

Aquello resultaba paradójico. El planeta rezumaba metal y ésa era una de las razones por las que el capitán Creideiki lo había escogido como refugio. Sin embargo, el agua era relativamente pura... lo bastante, al menos, como para permitir que los delfines nadaran libremente, aunque alguno se quejara de picores y todos hubieran de sufrir curas de quelación al volver a la nave.

La explicación se encontraba a su alrededor, en las plantas y en los peces.

La osamenta de las formas de vida kithrupianas no estaba constituida por calcio, sino por otros metales extraídos del medio ambiente líquido por medio de filtros biológicos. El resultado era que aquel mar ofrecía a la vista la centelleante gama de colores de los metales y sus óxidos. Por ello, el brillo de las aletas dorsales de los peces, las plateadas florescencias de las plantas subacuáticas, contrastaban con el verde clorofílico más común de las frondas y la vegetación aérea.

Pero el elemento dominante de paisaje estaba constituido por las colmas de metal, vastas islas esponjosas formadas por millones de criaturas semejantes a corales, cuyos esqueletos metálico-orgánicos acumulados habían llegado a edificar enormes montañas de cima aplastada que sobresalían unos cuantos metros sobre el nivel medio de las aguas.

En estas islas crecían los árboles taladradores, que barrenaban a través de los montículos con los extremos metálicos de sus raíces para extraer los microorganismos y los silicatos que se encontraban debajo. Los profundos agujeros que ocasionaban se rellenaban de una capa de humus carente de metal producida por los mismos árboles.

Era un extraño proceso botánico sobre el que la Biblioteca del Streaker no daba explicación alguna.

Los instrumentos de Toshio habían detectado bloques de estaño puro, conglomerados de cromo en forma de huevas de pescado, colonias coralinas constituidas por una variedad de bronce, pero hasta entonces no habían desvelado la presencia de vanadio fácil de extraer. Ni vestigios de la variedad del níquel que buscaban.

De hecho, lo que necesitaban era un milagro... un milagro que permitiera a una tripulación de delfines ayudada por siete humanos y un chimpancé reparar la nave, para marcharse de aquel sector de la galaxia antes de que sus perseguidores los alcanzaran.

En el mejor de los casos, disponían de unas cuantas semanas. La alternativa era ser capturados por cualquiera de las doce razas extraterrestres que no eran completamente racionales. En el peor de los casos, esto podía dar lugar a una guerra interestelar a una escala no vista desde hacía millones de años.

A Toshio le invadía el sentimiento de ser muy pequeño, totalmente impotente y terriblemente joven.

El muchacho empezó a oír débilmente los agudos ecos de sonar de los exploradores que regresaban. Cada lejano chillido despertaba un minúsculo contrapunto coloreado en la pantalla del trineo.

Dos formas grises aparecieron por el este y ascendieron con rapidez hacia la reunión de superficie, empezando a cabriolar y a lanzar juguetonas dentelladas.

Un momento más tarde, uno de los delfines se arqueó y se dirigió directamente hacia Toshio.

—Hikahi vuelve, quiere el ttrineo en la ssuperficie —cacareó Keepiru, arrastrando la frase hasta hacerla casi incomprensible—. Tttrata de no perderlo en el camino.

Toshio soltó lastre con una mueca de fastidio. Keepiru no tenía por qué hacer tan patente su desprecio. Incluso hablando ánglico normal, los fines solían dar la impresión de estar burlándose de su interlocutor.

El trineo se elevó en medio de una nube de pequeñas burbujas. Al irrumpir en la superficie, el agua chorreó por los flancos. Toshio cortó el gas, se tumbó de espaldas y se quitó la mascarilla.

El súbito silencio fue un alivio. El molesto ronroneo del motor, el tintineo del sonar, los chillidos de los fines, todo se había desvanecido. Una brisa fresca recorría sus cabellos negros y mojados, calmando un poco la sensación de calor que tenía en los oídos. La brisa le llevaba los perfumes de un planeta extraño; la turgencia de una vegetación nueva en una vieja isla, la potente y oleosa fragancia de un árbol taladrador en plena actividad.

Y, matizando el conjunto de aquella variedad de olores, la acida nota del metal.

Esto no constituía un peligro para ellos, volverían a repetirle cuando regresara a la nave; y menos aún para Toshio que contaba con el traje estanco. La quelación haría desaparecer de sus organismos todos los elementos pesados que podrían haber sido razonablemente capaces de absorber durante una sencilla misión de reconocimiento... aunque, de hecho, nadie sabía con exactitud qué otros riesgos podía ofrecerles aquel mundo.

Pero, ¿y si se veían forzados a permanecer allí durante varios meses? ¿Durante años?

Ante aquella eventualidad, las instalaciones médicas del Streaker no estarían capacitadas para luchar contra la lenta acumulación de metales. Llegaría el momento en que los náufragos empezarían a rogar para que la nave jofur, thenania o soro llegara a buscarles, aunque fuera para someterlos a interrogatorio o para hacerles sufrir una suerte aún más terrible... cualquier cosa que les permitiera abandonar aquel hermoso planeta que los mataba lentamente.

Tales pensamientos no eran agradables, y a Toshio le alegró ver a Brookida derivar hasta el costado del trineo.

—¿Por qué Hikahi me ha hecho subir? —le preguntó al viejo delfín—. ¿No tenía que quedarme debajo de la superficie por si había satélites espía en órbita?

Brookida suspiró.

—Ha debido considerar que necesitabas un descanso. Y, además, ¿cómo quieres que vean un aparato tan pequeño como tu trineo en medio de todo este montón de metal?

—Bien —dijo Toshio encogiéndose de hombros—. De todos modos, es muy amable por su parte. Necesitaba este descanso.

—Oigo a Hikahi —anunció Brookida—. Allí essstá.

Dos delfines acababan de aparecer en el norte del horizonte y se acercaban a gran velocidad. Uno era de color muy claro y el otro oscuro y moteado. Toshio reconoció la voz del que iba primero.

Yo, Hikahi, te llamo,

Dorsal escucha, mientras nadas

Ríete de mis palabras, pero obedécelas primero.

¡Todos al trineo, y escuchad!

Hikahi y Ssattatta dieron una vuelta alrededor del grupo, y después se quedaron frente a él.

Entre los obsequios que la Humanidad había hecho a los neodelfines, no se encontraba una extensa variedad de expresiones faciales. Cinco siglos de manipulaciones genéticas no habían podido dar a los cetáceos lo que un millón de años de evolución había otorgado al hombre. Los fines aún expresaban la mayor parte de sus sentimientos con movimientos o gritos. Pero ya no estaban inmovilizados en lo que los humanos habían considerado durante tanto tiempo (sin estar del todo equivocados) como una hilaridad perpetua. Los fines eran ahora capaces de mostrar preocupación. Toshio podría haber escogido la expresión que Hikahi tenía en aquel momento como ejemplo clásico de desazón delfiniana.

—Phip-pit ha desaparecido —anunció Hikahi—. Le oí gritar al sur de donde me hallaba... luego, nada. Había ido a buscar Ssassia, que había desaparecido antes en la misma dirección. Vamos a dejar las investigaciones topográficas y metalúrgicas para ir a buscarlos. ¡Que se proceda a la distribución de armas!

Aquella orden fue recibida con un murmullo de general descontento, pues implicaba que los fines debían colocarse de nuevo los arneses que tanto les había gustado quitarse al salir de la nave. Sin embargo, el propio Keepiru reconoció que se trataba de un caso urgente.

Durante unos momentos, Toshio desarrolló una intensa actividad para sacar los arneses y arrojarlos al agua. Habían sido concebidos para que adquirieran una forma en la que uno pudiera deslizarse cómodamente pero, de modo inevitable, siempre había alguien que necesitaba ayuda para conectar el equipo al pequeño amplificador neural implantado justo encima del ojo izquierdo.

Toshio se dedicó rápidamente a aquella tarea que una larga práctica le permitía ejecutar automáticamente. Se sentía preocupado por Ssassia, una amable fin que siempre se había mostrado agradable con él y que le hablaba dulcemente.

—Hikahi —le dijo a la jefe del destacamento cuando pasó cerca de él—, ¿quieres que llame a la nave?

—Negativo, Trepador de Escalas. Obedecemos órdenes. El espía de porcelana puede estar ya arriba. Programa tu veloz aparato para un regreso automático, por si morimos en el encuentro con lo que se halla al sssudeste.

—Pero nadie ha visto ningún animal de gran tamaño...

—Ésa es sólo una eventualidad entre otras. Pero sea cual sea la suerte que nos espera, quiero que se sepa lo que nos ha pasado... podría incluso ocurrir que la fiebre de ayuda nos golpeara a todos.

Toshio sintió que le recorría un escalofrío al evocar la «fiebre de ayuda». Era un fenómeno del que no deseaba ser testigo.

Enfilaron hacia el sudeste en formación de guerrilla. Por turnos, los delfines avanzaban rascando la superficie o hundiéndose para nadar junto a Toshio. El fondo del océano hacía pensar en huellas de serpientes que se extendieran hasta el infinito; agujereadas de vez en cuando por sombríos alvéolos parecidos a cráteres, tan insondables como amenazadores. Pero en conjunto, a Toshio no le costaba trabajo distinguir el fondo de aquellos valles que dominaba cien metros por encima del lúgubre tapiz de algas color azul noche.

En cuanto a las crestas que los bordeaban, también estaban coronadas a intervalos regulares por la brillante masa de las colinas metálicas, como gigantescas fortalezas blindadas hechas con un material esponjoso y tornasolado. La mayor parte medio desaparecía bajo una espesa vegetación semejante a la hiedra en la que se ocultaban y deambulaban los peces kithrupianos. Una de las colinas se hallaba en equilibrio inestable en el mismo borde de un auténtico precipicio: la caverna labrada por su propio árbol taladrador, que se disponía a tragarla en cuanto sus raíces hubieran terminado el trabajo de zapa.

El motor del trineo producía una especie de hipnosis con su ronroneo monótono. El control de los instrumentos no era una tarea tan compleja como para mantener ocupada la mente de Toshio; así se encontró, sin haberlo deseado realmente, sumergido en sus pensamientos, en sus recuerdos.

Una trivial aventura, eso es lo que le pareció cuando le propusieron que los acompañara en un viaje por el espacio. Ya había prestado el Juramento de Saltador, y sabían que estaba dispuesto a dejar atrás el pasado. Y, a bordo de aquella nueva nave delfiniana, necesitaban un guardiamarina humano para ayudar en los trabajos manuales y visuales.

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