Authors: Kim Stanley Robinson
Recorría el Cuartel de los Alquimistas. Volvió a encontrar a Vasili, sentado en el polvo con el rostro bañado en lágrimas. Los dos habían amañado el experimento de las algas en aquel edificio, pero Sax dudaba de que aquello fuera la causa del llanto de Vasili. Tal vez algo relacionado con los años que había pasado al servicio de la UNOMA... En fin, siempre podía preguntar; pero vagar por la ciudad viendo caras y recordando al instante todo lo que se sabía de ellas no era una situación que favoreciera los interrogatorios. Dejaría a Vasili con su pasado; no deseaba saber de qué se arrepentía. Además, una figura avanzaba hacia el norte a grandes trancos, sola... Ann. Era extraño verla con la cabeza descubierta y los cabellos blancos flotando al viento, tanto que interrumpió la afluencia de recuerdos. La había visto antes así, en el Valle Wright, sí, con los cabellos claros, rubio sucio lo llamaban, poco caritativamente. Era muy peligroso desarrollar vínculos afectivos bajo la atenta mirada de los psicólogos. Estaban allí por trabajo, sometidos a una gran presión, no había lugar para relaciones personales que además eran peligrosas, como Natalia y Sergei habían demostrado. Pero de todos modos ocurría. Vlad y Ursula formaron una pareja sólida y estable, igual que Hiroko e Iwao y Nadia y Arkadi. Pero era peligroso, arriesgado. Ann lo había mirado desde el otro lado de la mesa de laboratorio mientras desayunaban, y algo en su mirada, una cierta expresión... no podía precisar qué, la gente era un misterio para él. El día que recibió la notificación de su admisión en el grupo de los Primeros Cien una gran tristeza lo invadió. ¿Cuál era la causa? Lo ignoraba. Vio la notificación en el cajón del fax y el arce a través de la ventana; había llamado a Ann para saber de su suerte, y sorprendentemente la habían aceptado, a pesar de que era una solitaria. Y él se sintió feliz al saberlo, y al mismo tiempo triste. Las hojas del arce estaban rojas; era otoño en Princeton, una estación tradicionalmente melancólica, pero no era por eso. Simplemente estaba triste, como si haberlo logrado significara sólo que habían pasado unos cuantos de los tres mil millones de latidos del corazón, que ahora ya eran diez mil millones y seguían. No alcanzaba a explicarlo. Los humanos eran seres misteriosos. Por eso cuando Ann había dicho: «¿Quieres dar un paseo hasta el Punto Bajo?», en aquel laboratorio de los valles secos, había accedido al instante, sin vacilar. Y sin haberlo planeado, habían salido por separado: ella había ido sola hasta el Mirador y él la había seguido, y allí, sentados lado a lado, contemplando las cabañas arracimadas y la cúpula del invernadero, una especie de proto-Colina Subterránea, él había tomado su mano enguantada entre las suyas mientras departían amigablemente sobre la terraformación. Y ella había retirado la mano sobresaltada y se había estremecido (hacía mucho frío), y él había tartamudeado tanto como después de sufrir la embolia. Una hemorragia límbica que había matado en el acto ciertos elementos, ciertas esperanzas y anhelos. La muerte del amor. Y desde entonces la había estado acosando. ¡Y eso no significaba que aquellos acontecimientos funcionaran como explicaciones causales coherentes, por más que dijera Michel! El frío antartico mientras regresaban a la base... Ni siquiera en la transparencia eidética de su actual capacidad para recordar podía visualizar aquel trayecto. Distraído. ¿Por qué, por qué lo había rechazado de aquel modo?
¿Un hombre mezquino, una rata de laboratorio? Pero había sucedido y había dejado su impronta para siempre. Y ni siquiera Michel lo había sabido.
Represión. Pensar en Michel le hizo recordar a Maya. Ann estaba ahora en la línea de horizonte, nunca la alcanzaría, aunque no estaba seguro de quererlo en ese preciso momento, todavía aturdido por aquel sorprendente y doloroso recuerdo. Decidió ir en busca de Maya. Dejó atrás el lugar donde Arkadi se había reído de sus oropeles cuando bajó de Fobos, el invernadero donde Hiroko lo había seducido con su impersonal simpatía, como primates en la sabana, la hembra alfa que escogía a un macho del grupo, un alfa, un beta, o un miembro de la clase «podría ser alfa pero no parece interesado», la manera de actuar más decente a juicio de Sax; pasó ante el parque de remolques donde habían dormido en el suelo todos juntos, como una familia. Con Desmond en algún armario. Desmond había prometido mostrarles los escondites en los que había vivido. Un revoltijo de imágenes de Desmond brotó de pronto: el vuelo sobre el canal en llamas, el vuelo sobre Kasei Vallis en llamas, el miedo en Kasei cuando los agentes de seguridad lo habían atrapado en su demencial dispositivo; aquél había sido el fin de Saxifrage Russell. Ahora era algo más, y Ann era también Contra-Ann, y una tercera mujer distinta de las otras dos. Casi podían hablarse como dos extraños que acababan de conocerse. Más que aquellos dos que se habían encontrado en la Antártida.
Maya estaba sentada en la cocina, esperando que el contenido de una gran tetera empezara a hervir.
—Maya —dijo Sax, las palabras como guijarros en la boca—, deberías probarlo. No es tan malo.
Ella negó con la cabeza.
—Recuerdo todo lo que quiero recordar. Incluso ahora, sin tus fármacos, incluso ahora que apenas recuerdo nada, recuerdo más de lo que tú nunca recordarás. Con eso me basta.
Era posible que pequeñas cantidades del complejo de drogas hubiesen pasado al aire y luego atravesado la piel de Maya, proporcionándole una fracción de aquella experiencia hiperemocional. O quizás era una manifestación de su estado habitual.
—¿Por qué no iba a bastarme? —decía ella—. No quiero recuperar mi pasado, porque no puedo soportarlo.
—Tal vez más adelante —dijo Sax.
¿Qué podía decirle? Ella ya era así en la Colina Subterránea, impredecible, voluble. No dejaba de sorprenderle que hubieran seleccionado tantos excéntricos para el grupo de los Primeros Cien. Pero ¿qué otra opción tenía el comité seleccionador? La gente era así, a menos que fuera estúpida. Y no habían mandado estúpidos a Marte, al menos no al principio, o no demasiados. E incluso los poco dotados tenían sus complejidades.
—Tal vez —contestó ella, palmeándole la cabeza; luego apartó la tetera del fuego—. O tal vez no. Recuerdo demasiadas cosas tal como estoy.
—¿Frank? —inquirió Sax.
—Naturalmente. Frank, John, Michel... todos están aquí —dijo golpeándose el pecho con el pulgar—. Duele lo suficiente, no necesito más.
—Ah.
Sax salió sintiéndose atiborrado, inseguro de todo, desequilibrado. El sistema límbico vibraba bajo el impacto de su vida entera, bajo el impacto de Maya, tan hermosa y marcada por la desgracia. Deseaba fervientemente su felicidad, pero ¿qué podía hacer? Ella vivía su infelicidad hasta las heces, casi podría decirse que la hacía feliz, o de algún modo la completaba. ¡Hasta era posible que experimentara constantemente aquella desagradable sobrecarga emocional! Caramba, era demasiado fácil mostrarse flemático. Y sin embargo, estaba tan llena de vida. La manera en que los había espoleado para sacarlos del caos, al sur del refugio de Zigoto... cuánta energía. Había entre ellos muchas mujeres fuertes. Porque necesitaban serlo para afrontar el horror de la vida, sin negarlo, admitirlo y seguir adelante. John, Frank, Arkadi, incluso Michel, habían tenido su optimismo, su pesimismo, su idealismo, sus mitologías y sus diferentes ciencias para enmascarar el dolor de la existencia, pero estaban muertos, los habían asesinado de un modo u otro, y Nadia, Maya y Ann se habían visto obligadas a continuar. Era un hombre afortunado por tener unas hermanas tan tenaces. La misma Phyllis, con la tenacidad del estúpido, se había abierto camino con mucho éxito, al menos durante un tiempo, sin rendirse jamás.
Spencer le había dicho que ella había protestado cuando supo que lo estaban torturando; Spencer y todas sus horas de aerodinámica juntos, que después de beber mucho whisky le había explicado que ella se presentó ante el jefe de seguridad de Kasei Vallis y exigió su liberación, a pesar de que Sax la había dejado inconsciente y casi la había matado con óxido nitroso, y la había engañado en su propia cama. Al parecer le había perdonado, y Spencer nunca le había perdonado a Maya que la matara, aunque fingiera que sí. Y Sax la había perdonado aunque durante años actuara como si no lo hubiera hecho para mantener un cierto ascendiente sobre ella. ¡En qué extraño embrollo recombinante habían convertido sus vidas como resultado de la sobreextensión! O quizás en todos los pueblos sucedía lo mismo. ¡Pero tanta tristeza y traición! Tal vez la pérdida desencadenaba los recuerdos, pues todo se perdía inevitablemente. Pero ¿y la alegría? Trató de recordar: ¿era posible volver al pasado siguiendo categorías emocionales? Vagar por las salas del congreso de terraformación, por ejemplo, y ver el póster que estimaba la contribución calórica del Cóctel Russell en doce kelvins. Despertarse en el Mirador de Echus y descubrir que la Gran Tormenta había terminado y lucía un radiante cielo. Visualizar los rostros del tren que salió de la Estación Libia. Que Hiroko le besara la oreja en los baños un día de invierno en Zigoto, cuando toda la tarde era noche. ¡Hiroko! Ah, estaba encogido en el frío, avergonzado por estar a punto de morir en una torménta cuando las cosas se estaban poniendo tan interesantes, tratando de idear un modo de que el coche viniera a él, pues era evidente que él no lo alcanzaría nunca, y entonces ella había surgido de la nieve, una figura menuda en traje espacial de color rojo orín brillante en la blanca tormenta de viento y nieve, tan ruidosa que el micrófono del intercom sólo había transmitido susurros: «¿Hiroko?», había gritado, y había visto su rostro a través del visor y ella había contestado: «Sí», y le había aferrado la muñeca para ayudarlo a levantarse. ¡Esa mano en la muñeca! La sintió. Y le levantó, como la viriditas, la gran fuerza verde corrió por sus venas, a través de la blanca estática que pasaba velozmente junto a él; el tacto de la mano de ella era cálido y seguro, pleno. Hiroko había estado allí, lo había llevado hasta el coche y salvado la vida, y después había vuelto a desaparecer. Y a pesar de la certeza de Desmond de que había muerto en Sabishii, de lo convincentes que fueran los argumentos y de que a menudo, a causa del agotamiento, los montañeros solos sufrieran alucinaciónes.
Sax estaría seguro a causa de esa mano en su muñeca, esa visita en la nieve de Hiroko en carne y hueso, tan real como la roca y viva, podía apoyarse en aquel conocimiento, en la inexplicable filtración de la incógnita en todas las cosas, podía apoyarse en el hecho de que Hiroko vivía, tomarlo como punto de partida y seguir adelante, convertirlo en el axioma de toda una vida de alegría, e incluso tratar de convencer a Desmond para darle paz.
Estaba fuera buscando a Coyote, una tarea nada fácil. ¿Qué recordaba Desmond de la Colina Subterránea? Escondites, susurros, el desaparecido grupo de la granja, la colonia perdida a la que se había unido... Recorrer Marte en rovers-roca, ser amado por Hiroko, volar sobre la superficie nocturna en un avión camuflado, vivir en el demimonde, dar cohesión a la resistencia... Aquellos recuerdos le parecían casi suyos. Una transferencia telepática de sus respectivas historias: cien metros cuadrados bajo las bóvedas. Pero no, sería demasiado. Imaginar la realidad de otro ya era asombroso, y era toda la telepatía que se necesitaba o que podía manejarse.
Pero ¿adonde había ido Desmond? Era inútil, no se lo podía encontrar, había que esperar a que él lo encontrara a uno. Aparecería cuando lo decidiera. Al noroeste de las pirámides de sal y el Cuartel de los Alquimistas estaba el esqueleto de un antiquísimo contenedor, probablemente de los que se lanzaron antes de la misión con el equipo del asentamiento; la pintura se había descascarillado y estaba recubierto de una costra de sal. El principio de sus esperanzas, ahora un esqueleto de metal viejo, nada en realidad. Hiroko y él lo habían descargado.
En el Cuartel de los Alquimistas, las máquinas encerradas en los edificios ya habían quedado anticuadas, incluso el inteligente procesador Sabatier. Había disfrutado mucho viéndolo funcionar. Nadia lo había arreglado un día, cuando todos los demás se habían dado por vencidos; la rechoncha mujercita canturreando enfrascada en su tarea en un tiempo en que aún se podía entender a las máquinas. Gracias a Dios por Nadia, el ancla que los unía a la realidad, la persona con la que siempre podía contarse. Quiso abrazar a su hermana bienamada, que al parecer estaba intentando poner en marcha una excavadora del museo.
Pero en el horizonte una figura avanzaba hacia el oeste sobre una loma: Ann. ¿Había recorrido todo el horizonte? Corrió hacia ella, tambaleándose, como durante la primera semana en Marte, y cuando estuvo cerca se detuvo, jadeante.
—¡Ann! ¡Ann!
Ella se volvió y Sax advirtió el miedo instintivo en su rostro, como la expresión de un animal perseguido. Él era una criatura de la que habia que huir, o eso había sido para ella.
—Cometí errores —le soltó, delante ella. Podían hablar al aire libre, en el aire que él había fabricado contra la voluntad de Ann—. No advertí la belleza hasta que fue demasiado tarde. Lo siento, lo siento. —Había intentado decirlo otras veces, en el coche de Michel cuando escapaban de la inundación, en Zigoto, en Tempe Terra, pero siempre había fracasado. Ann y Marte, entrelazados... sin embargo no tenía porqué disculparse ante Marte: los hermosos atardeceres, los distintos tonos del cielo, signo azul del poder y la responsabilidad que tenían, del lugar que ocupaban en el cosmos y de su poder en este marco, tan nimio y sin embargo tan importante; habían llevado la vida a Marte y estaba seguro de que eso era provechoso.
Pero necesitaba pedirle perdón a Ann. Por los años de fervor misional, por la presión ejercida sobre ella para que accediera, por la caza de la fiera salvaje de su negativa, con ánimo de matarla. Sentía tanto todo aquello... tenía el rostro bañado en lágrimas, y ella lo miraba como en aquella roca fría en la Antártida, en aquel primer rechazo que él había recuperado. Su pasado.
—¿Recuerdas? —le preguntó con curiosidad—. Fuimos hasta el Mirador juntos, quiero decir, uno detrás del otro, pero para encontrarnos y conversar a solas. Salimos separados por lo de aquí, la pareja de rusos que se habían peleado y que habían mandado casa. ¡Nos escondíamos de la gente del comité de selección! —Rió ante la imagen de sus profundamente irracionales comienzos. ¡Y en todo lo que habían hecho después habían intentado mantenerse a tono con aquellos principios! Habían llegado a Marte, y habían repetido sus actos, como siguiendo una recurrencía, una repetición de pautas.— Nos sentamos allí y yo pensé que nos entendíamos y te tomé la mano, pero tú la retiraste, no te gustó que lo hiciera. Me sentí mal y regresamos, y nunca más volvimos a hablar con aquella confianza. Y por eso durante todos estos años te acosé, creyendo que era a causa de... —Señaló el cielo azul.