Read Marte Azul Online

Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (92 page)

Aunque sería peligroso, por descontado. Si se las arreglaba para crear un reforzante de la memoria, tal vez limpiara todo el sistema al mismo tiempo, y nadie podía prever cuál sería el impacto subjetivo. No quedaba más remedio que probarlo. Un experimento en carne propia, pero caramba, no sería la primera vez. Vlad se había administrado el tratamiento gerontológico antes que nadie, aunque podía haberlo matado. Jennings se había inoculado la vacuna de la viruela. Alexander Bogdanov, el antepasado de Arkadi, había cambiado su sangre por la de un hombre joven que padecía malaria y tuberculosis, y había muerto, mientras que el joven había vivido treinta años más. Y los jóvenes físicos de Los Álamos habían provocado la primera explosión nuclear preguntándose si no quemaría la atmósfera de todo el planeta, un caso inquietante, había que admitirlo. Comparado con eso ingerir unos cuantos aminoácidos no parecía gran cosa, poco más que el doctor Hoffman probando el LSD. Presumiblemente la ecforización sería menos desorientadora que un viaje con LSD, porque si todos los recuerdos se reforzaban a la vez, la conciencia no tendría capacidad para todos ellos. La llamada corriente de conciencia no era lineal en opinión de Sax. Por tanto, como mucho uno podía experimentar una rápida sucesión de recuerdos asociados o un revoltijo sin orden ni concierto, no distinto de sus propios procesos mentales cotidianos, la verdad. Podía hacerles frente. Y afrontaría de buena gana riesgos más traumáticos si era necesario. Voló a Acheron.

Una nueva generación ocupaba los viejos laboratorios de Acheron, que se habían ampliado hasta ocupar la alta aleta en toda su longitud. La ciudad tenía ahora doscientos mil habitantes y la aleta de roca seguía siendo espectacular, quince kilómetros de largo por seiscientos metros de alto, con no más de un kilómetro de ancho en toda su extensión. El complejo de laboratorios recordaba lo que había sido hacía mucho tiempo el Mirador de Echus; parecido a Da Vinci y con una organización similar. Después de que Praxis renovara la infraestructura, Vlad, Ursula y Marina se habían hecho cargo de la formación de una nueva estación de investigación biológica. Ahora Vlad había muerto, pero Acheron tenía una vida propia y no parecían echarle de menos. Marina y Ursula dirigían un pequeño laboratorio propio y vivían aún en la casa que habían compartido con Vlad, bajo la cresta de la aleta, un lugar parcialmente tapiado, poblado de árboles y muy ventoso. Seguían tan reservadas como siempre, recluidas en su mundo aún más que cuando Vlad vivía, y en Acheron no se las apreciaba en lo que valían; los científicos más jóvenes las trataban como a abuelas o meros colegas de laboratorio.

Sin embargo a Sax sí que le prestaron atención, tan apabullados como si les hubieran presentado a Arquímedes. Resultaba tan desconcertante ser tratado de aquella forma como lo habría sido encontrarse con aquel anacronismo, y durante varias conversaciones de una torpeza sin igual, Sax luchó denodadamente por convencerlos de que no poseía el secreto mágico de la vida, que empleaba las categorías conceptuales que empleaban ellos, que no tenía el cerebro destrozado por la edad, etcétera.

Pero ese extrañamiento podía serle útil. Los jóvenes científicos como clase tendían a ser ingenuos empíricos, idealistas y entusiastas. De manera que al venir de fuera, viejo y nuevo a la vez Sax podía impresionarlos en los seminarios organizados por Ursula para discutir el estado de los estudios sobre la memoria. Sax planteó su hipótesis para la creación de un anamnésico y señaló varias líneas de investigación, y pudo comprobar que sus sugerencias tenían para los jóvenes científicos una especie de poder profético, a pesar de que se trataba de generalidades conocidas. Si aquellas vaguedades coincidían con alguna línea de investigación ya emprendida por alguno de ellos, la respuesta sería entusiasta. De hecho, cuanto más indeterminado fuese, mejor, lo que no era una actitud demasiado científica, pero qué se le iba a hacer.

Mientras los observaba, Sax descubrió que la naturaleza altamente versátil, sensible y bien focalizada a la que se había acostumbrado en Da Vinci no era un rasgo exclusivo de allí, sino que podía hallarse en todos los laboratorios organizados como cooperativas; era la naturaleza de la ciencia marciana en general. Con el gobierno de los científicos de su propio trabajo hasta un grado nunca visto en su juventud en la Tierra, el trabajo avanzaba con una rapidez y un poder también desconocidos. En sus tiempos los recursos necesarios para la investigación habrían pertenecido a otros, a instituciones con intereses y burocracias, lo que creaba una dispersión que restaba eficacia a las investigaciones, que incluso llegaban a dedicarse a trivialidades, y a conseguir beneficios para las instituciones que controlaban los laboratorios. En Marte, Acheron era una comunidad semiautónoma y autosuficiente, responsable ante los tribunales medioambientales y ante la constitución, pero ante nadie más. Declaraban el empeño al que se entregarían, y cuando se les pedía ayuda, si les interesaba, respondían de inmediato.

De modo que no tendría que desarrollar el reforzador de la memoria él solo, pues los laboratorios de Acheron estaban muy interesados y Marina seguía trabajando en el laboratorio de laboratorios de la ciudad, que mantenía una estrecha relación con Praxis y por tanto tenía acceso a todos sus recursos. Muchos laboratorios ya llevaban tiempo trabajando en la memoria. Era una parte primordial del proyecto de longevidad, por razones obvias. Y la longevidad era inútil si la memoria no duraba lo mismo que el resto del sistema. Era razonable, pues, que un complejo como Acheron se dedicara a investigarla.

Poco después de su llegada, Sax se reunió con Ursula y Marina. Desayunaron en el comedor de su casa, los tres solos, rodeados de paredes portátiles cubiertas de batiks de Dorsa Brevia y árboles en grandes tiestos. No recordaron a Vlad, ni siquiera lo mencionaron. Consciente de lo insólito del hecho de que lo hubieran invitado a su casa, Sax apenas pudo concentrarse en el tema que los ocupaba. Conocía a aquellas mujeres desde el principio y las respetaba, sobre todo a Ursula, por su gran capacidad empática, pero lo cierto era que no las conocía bien. Y las miraba mientras comían, y también miraba por los ventanales abiertos y percibía el viento. En el norte se divisaba una estrecha franja de azul, la bahía de Acheron, una profunda entrada del mar del Norte. Al sur, sobre el horizonte, la mole de Olympus Mons. En medio, el campo de golf del Diablo, una tierra áspera, nudosa, cubierta de antiguas coladas de lava erosionada, y en cada hondonada un pequeño oasis verde salpicaba el ennegrecido yermo de la meseta.

—Hemos estado preguntándonos por qué los psicólogos experimentales de cada generación han registrado sólo algunos casos de memorias realmente excepcionales, y por qué no han intentado nunca explicarlos según los modelos de la época —dijo Marina.

—De hecho, los relegan al olvido en cuanto pueden —señaló Ursula.

—Sí, y cuando se desempolvan los informes nadie los cree veraces, o los atribuyen a la credulidad de otros tiempos. Como no hay nadie vivo que pueda reproducir las proezas descritas se concluye que los investigadores se equivocaban o que los engañaron. Pero muchos de los informes parecen tener fundamento.

—¿Cuáles? —preguntó Sax. No se le había ocurrido examinar informes que juzgaba invariablemente anecdóticos. Pero era lógico remitirse a ellos.

—El director de orquesta Toscanini sabía de memoria las notas de todos los instrumentos de unas doscientas cincuenta obras sinfónicas — contestó Marina—, y la letra y la música de unas cien óperas, además de infinidad de obras menores.

—¿Está comprobado?

—Digamos que al azar. Un fagotista rompió una llave de su instrumento y se lo comunicó a Toscanini, y tras pensar un momento éste le dijo que no se preocupara porque esa noche no tendría que utilizarla. Dirigía sin partitura y anotaba las partes que faltaban en las de los músicos. Cosas así.

—Humm...

—El musicólogo Tovey tenía una capacidad semejante —dijo Ursula—. No es raro entre los músicos. Como si la música fuese un lenguaje en el que a veces son posibles increíbles proezas de memorización.

—Humm.

—El profesor Athens, de la Universidad de Cambridge —continuó Marina—, de principios del siglo veintiuno, poseía un vasto conocimiento sobre infinidad de temas, música, cómo no, pero también poesía, historia, matemáticas, y recordaba su propio pasado siguiendo una cronología diaria. «La clave está en el interés —decía—. El interés centra la atención.»

—Es cierto —dijo Sax.

—Utilizaba su memoria principalmente para lo que le parecía interesante. Interés en el significado, lo llamaba él. Pero en dos mil sesenta recordó una lista de veintitrés palabras de un test de dos mil treinta y dos sin importancia para él.

—Me gustaría saber más de ese hombre.

—Era menos anormal que otros de su especie. Los llamados «calculadores de calendario» o los que podían recordar las imágenes que les presentaban con gran lujo de detalles, solían tener problemas en otros aspectos de su vida.

Marina asintió.

—Como los latvios Shereskevskii y un tal VP, que recordaban un número increíble de cosas, en los tests y en cualquier otra circunstancia, pero experimentaban sinestesias.

—Humm. Hiperactividad del hipocampo, tal vez.

—Tal vez.

Mencionaron algunos ejemplos más. En la década de 1930, en Estados Unidos un tal Finkelstein sumaba los resultados electorales de todo el país más deprisa que cualquier calculadora. Eruditos talmúdicos que no sólo memorizaban el Talmud, sino también la localización de cada palabra en cada página. Narradores orales que sabían todo Homero de memoria. Y los que habían utilizado el método renacentista del palacio de la memoria con gran éxito. El propio Sax lo había probado después de su embolia, con buenos resultados. La lista era larga.

—Esas extraordinarias habilidades no parecen lo mismo que la memoria corriente —comentó Sax.

—Memoria eidética —dijo Marina—. Basada en imágenes que retornan con gran nitidez. Se dice que es así como recuerdan los niños. En la pubertad esto cambia, al menos para la mayoría ellos, como si la memoria de esa gente no sufriera la metamorfosis de la adolescencia.

—Aun así —dijo Sax—, me pregunto si no serán los ejemplos sobresalientes de una distribución continua de esa capacidad o si son ejemplares de una rara distribución bimodal.

Marina se encogió de hombros.

—No lo sabemos. Pero estamos estudiando a uno de ellos.

—¿Cómo? ¿Aquí?

—Sí. Es Zeyk. Él y Nazik se han mudado aquí para que podamos estudiarlo y colabora de buen grado. Nazik lo alienta porque cree que le reportará algún bien. Él no disfruta especialmente de su capacidad, ¿sabes?, que no parece tener relación con trucos de cálculo, aunque es mejor en eso que la mayoría. Pero recuerda su pasado con extraordinario detalle.

—Me parece recordar que algo he oído, sí —dijo Sax. Las dos mujeres se echaron a reír y él, sorprendido, se unió a ellas—. Me gustaría ver cómo trabajan con él.

—Claro. Está en el laboratorio de Smadar. Es interesante. Le pasan vídeos de acontecimientos que él presenció y le hacen preguntas; y mientras él narra lo que recuerda, le aplican lo último en materia de escáners cerebrales.

—Parece muy interesante.

Ursula lo llevó a un laboratorio en penumbra en el que se alineaban varias camillas ocupadas por sujetos a quienes se les estaban practicando diferentes escáners; unas imágenes coloridas parpadeaban en las pantallas y el aire. Las camillas vacías tenían un aspecto siniestro.

Después de los pacientes nativos que había visto, Zeyk le pareció un espécimen de
homo habilis
arrancado de la prehistoria para comprobar su capacidad mental. Llevaba un casco erizado de conexiones y su barba blanca estaba empapada; los ojos hundidos en su rostro pálido y manchado miraban con cansancio. Nazik estaba sentada junto al lecho y le sostenía una mano. Sobre un hológrafo próximo flotaba una imagen tridimensional de alguna parte del cerebro de Zeyk, surcada por relámpagos de verde, rojo, azul y oro pálido. En la pantalla contigua a la camilla oscilaban las imágenes de una pequeña ciudad-tienda en la oscuridad. Una mujer joven, presumiblemente la investigadora Smadar, le hacía preguntas a Zeyk.

—¿Dice que la Ahad atacó a la Fetah?

—Había graves disensiones entre ambas, y mi impresión era que las estaba provocando la Ahad. Aunque creo que había alguien más, alguien que las azuzaba una contra otra, llenando las ventanas de pintadas ofensivas y cosas por el estilo.

—¿Se daban a menudo conflictos tan graves en el seno de la Hermandad Musulmana?

—En aquel entonces los hubo. Sin embargo, ignoro qué los provocó aquella noche. En ello veo la mano de alguien, porque fue como sí de repente todos se hubieran vuelto locos.

Sax sintió un nudo en el estómago y un repentino frío, como si el sistema de ventilación hubiese dejado entrar el gélido aire de la mañana. La pequeña ciudad que aparecía en las pantallas era Nicosia y estaban hablando de la noche que asesinaron a John Boone. Smadar miraba los vídeos y hacía preguntas: estaban grabando a Zeyk. Éste levantó la vista y saludó a Sax con un movimiento de la cabeza.

—Russell también estaba allí.

—¿Es cierto? —preguntó Smadar echándole a Sax una mirada especulativa.

—Sí.

Hacía muchos años que Sax no pensaba en aquel episodio, quizá casi un siglo. Cayó en la cuenta de que no había vuelto a pisar Nicosia desde aquella noche, como si hubiera estado evitándola. Represión, sin duda. Apreciaba mucho a John, que había trabajado para él durante varios años antes de que lo asesinaran. Habían sido amigos.

—Vi que lo atacaban —dijo, para sorpresa de todos.

—¿De veras? —exclamó Smadar; todos lo miraban—. ¿Qué fue lo que vio? —le preguntó después, echando una breve mirada a la imagen del cerebro de Zeyk, en el que relampagueaba una silenciosa tormenta. Aquello era el pasado, una muda tormenta eléctrica. La tarea que habían acometido.

—Había una pelea —dijo Sax hablando despacio, con malestar, mirando la imagen holográfíca como si fuera una bola de cristal—. En una pequeña plaza donde una calle lateral confluía con el bulevar principal.

Cerca de la medina.

—¿Eran árabes? —preguntó la joven.

—Es posible —dijo Sax. Cerró los ojos, y aunque no podía evocar ninguna imagen, tuvo una especie de visión ciega—. Sí, creo que sí.

Other books

The Image by Jean de Berg
The Dave Bliss Quintet by James Hawkins
The Winter Ground by Catriona McPherson
The Secret Duke by Beverley, Jo
Enigma by Aimee Ash
The Girl on the Yacht by Thomas Donahue, Karen Donahue