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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (90 page)

—¿Pues qué es? ¿Tiene nombre?

—No lo sé. Mira la paleta de un artista. Y eso hicieron. Ella lo encontró primero:

—Aquí está. Ocre tostado, rojo indio, alizarino... todos mezclas de rojo y verde.

—¡Interesante! ¡Mezclas de rojo y verde! ¿No te parece sugerente? Ella le echó una mirada.

—Estamos hablando de colores, Sax, no de política.

—Lo sé, lo sé, pero...

—Vamos, no seas tonto.

—Pero ¿no crees que necesitamos una mezcla de rojo y verde?

—¿Políticamente? Ya existe, Sax, ése es el problema. Marte Libre consiguió el apoyo de los rojos para detener la inmigración, por eso tiene tanto éxito. Se proponen cerrar Marte, y cuando lo consigan volveremos a estar en guerra. Créeme, lo veo venir. Hemos vuelto a entrar en la espiral.

Sax no estaba al corriente de la politica del sistema solar, pero sabía que Maya, con ojo crítico en esas cuestiones, sentía una creciente inquietud, aunque comentara con su habitual mordacidad la aproximación de la crisis. Quizá las cosas no estuvieran tan mal como ella pensaba. Tendría que dedicarle alguna atención, pero mientras tanto...

—Mira, el cielo encima de las montañas ha cambiado a índigo.

Una silueta dentada de un negro intenso abajo, azul púrpura encima...

—Eso no es índigo, es azul marino.

—Pues no deberían llamarlo azul si contiene algo de rojo.

—No deberían, es cierto. Mira, azul marino, azul de Prusia, azul real, todos contienen algo de rojo.

—Pero el color del horizonte no se corresponde con ninguno de ellos.

—Tienes razón. No clasificado.

Lo señalaron en sus cartas. L
s
24, año marciano 91, septiembre de 2206; un nuevo color. Y así transcurrió otra tarde.

Y un atardecer de invierno, sentados en el banco más occidental en la hora que precede al crepúsculo, el mar de Hellas inmóvil como una lámina de cristal, el cielo despejado, puro, transparente, mientras el sol se ponía, todas las cosas recorrían el espectrocromático hasta el azul, y Maya levantó la vista de su ensalada Niza y agarró a Sax del brazo:

—¡Oh, Dios mío, mira! —y dejó a un lado el plato de papel y ambos se levantaron instintivamente, como dos veteranos al oír el himno nacional en un desfile. Sax saboreó el bocado de hamburguesa y miró.

—Ah —dijo. Todo era azul, azul celeste, el azul del cielo terrano, que lo bañó todo durante casi una hora, inundando sus retinas y las vías neurales de sus cerebros, sin duda hambrientos precisamente de ese color, del hogar que habían dejado para siempre.

Los atardeceres eran agradables, pero durante el día todo se complicaba. Sax dejó de estudiar los problemas del cuerpo en general y se centró en el cerebro. Eso era como querer reducir el infinito a la mitad, pero aún así disminuyó enormemente la cantidad de material; al fin y al cabo, y según todos los indicios, el cerebro era el corazón del problema, por así decir. Los cerebros hiperenvejecidos sufrían cambios apreciables, tanto en las autopsias como en los distintos escaneos del torrente sanguíneo, la actividad eléctrica, el uso de las proteínas y el azúcar, el calor y en los tests indirectos que habían inventado con el correr de los siglos para estudiar el cerebro vivo durante las diferentes manifestaciones de la actividad mental. Los cambios observados incluían la calcificación de la glándula pineal, lo que reducía su producción de melatonina. Los suplementos de melatonina sintética formaban parte del tratamiento de longevidad, pero sin duda lo aconsejable era evitar que se produjera la calcificación, porque probablemente tenía también otros efectos. Se producía además un notable aumento de los nudos neurofibrilares, agregados de filamentos de proteína que se formaban entre las neuronas y ejercían una presión física sobre ellas, tal vez análoga a la presión que Maya decía experimentar durante sus
presque vus
. La proteína beta-amiloide se acumulaba en los vasos sanguíneos cerebrales y en el espacio extracelular en torno a las terminaciones nerviosas e impedía su funcionamiento. Y las neuronas piramidales del córtex frontal y el hipocampo acumulaban calpeína, lo cual las hacía vulnerables a los aportes de calcio, que las dañaban. Y luego estaban las células que no se dividían, de la misma edad que el organismo; los daños en éstas eran permanentes, como le había ocurrido a Sax. Había perdido buena parte de su cerebro durante la embolia, aunque prefería no pensar en ello. Y la capacidad de las moléculas de esas células para autorreemplazarse también podía resultar dañada, una pérdida menor en principio, pero con el tiempo igualmente significativa. Las autopsias de personas de más de doscientos años que habían fallecido a causa del declive súbito mostraban importantes calcificaciones de la glándula pineal asociadas al aumento de los niveles de calpeína en el hipocampo. Y según las últimas investigaciones el hipocampo y la calpeína intervenían en los procesos memorísticos. Una relación interesante.

Pero poco concluyente. Y nadie resolvería el misterio leyendo. Sin embargo, los experimentos que habrían permitido dilucidar algo no eran practicables, dada la inaccesibilidad del cerebro vivo. Podían matar gallinas, ratones, ratas, perros, cerdos, lémures y monos, individuos de todas las especies, diseccionar los cerebros de sus fetos y embriones, pero nunca encontrarían lo que buscaban, porque las autopsias así como los escaneos en vivo eran insuficientes: los procesos implicados escapaban a la penetración de los escáners, o eran más holísticos o más combinatorios...

Con todo, los resultados de algunos experimentos parecían prometedores; el aumento de calpeína parecía alterar el funcionamiento de las ondas cerebrales, y ése y otros hechos le sugirieron posibles líneas de investigación. Se interesó por los efectos de las proteínas fijadoras de calcio, por los corticoesteroides, la circulación de calcio en las neuronas piramidales y la calcificación de la glándula pineal. Al parecer existían algunos efectos sinérgicos que podían afectar la memoria y el funcionamiento general de las ondas cerebrales, y por extensión los ritmos orgánicos, incluyendo los cardíacos.

—¿Tenía Michel problemas de memoria? —le preguntó a Maya—. ¿La sensación de haber perdido trenes enteros de pensamientos útiles?

Maya se encogió de hombros. Había pasado casi un año de la muerte de Michel.

—No me acuerdo.

Esto inquietó a Sax. Maya parecía retroceder, su memoria empeoraba día a día. Ni siquiera Nadia podía ayudarla. Sax se encontraba con ella en la cornisa con frecuencia; era un hábito con el que parecían disfrutar, aunque nunca hablaban de ello. Sencillamente se sentaban, comían algo comprado en los quioscos, contemplaban el crepúsculo y consultaban sus cartas cromáticas para ver si descubrían algún color nuevo. Pero si no hubiera sido por las anotaciones que hacían en las cartas ninguno de los dos habría sabido si los colores eran nuevos o no. Sax experimentaba apagones con más frecuencia, quizá de cuatro a ocho diarios, aunque no estaba seguro. Programó su consola para que mantuviera una grabadora de sonido activada por la voz, y en vez de intentar expresar su pensamiento completo decía sólo unas cuantas palabras que tal vez más tarde le ayudaran a reconstruirlo. Al final del día se sentaba, ansioso o esperanzado, y escuchaba lo que la IA había registrado; por lo general eran cosas que recordaba haber pensado, aunque de cuando en cuando se oía decir algo como: «Las melatoninas sintéticas pueden ser mejores antioxidantes que las naturales, de manera que no hay suficientes radicales libres». O bien: «La viriditas es un misterio fundamental, nunca existirá una gran teoría unificada». No recordaba haberlo dicho y no sabía siquiera qué podía significar. Pero a veces las declaraciones eran interesantes, y su sentido se podía extraer.

Siguió con su empeño, que lo llevó a la conclusión de sus años de estudiante: la estructura de la ciencia era hermosa, uno de los mayores logros del espíritu humano, una suerte de formidable partenón de la mente, un trabajo en constante progreso, como un poema sinfónico épico de miles de estrofas que todos componían en un gigantesco esfuerzo de colaboración. El lenguaje del poema eran las matemáticas porque parecía ser el lenguaje de la naturaleza; no había otra explicación de la asombrosa traducibilidad de los fenómenos naturales a expresiones matemáticas de gran complejidad y sutileza. Y ese maravilloso lenguaje exploraba las manifestaciones de la realidad en los distintos campos de la ciencia, y cada ciencia creaba sus propios modelos para explicar las cosas, que gravitaban a cierta distancia alrededor de los principios de la física de las partículas, dependiendo del nivel que se investigara, de modo que todos los modelos estaban felizmente interconectados en una estructura coherente y mayor. Esos modelos guardaban una cierta semejanza con los paradigmas de Kuhn, pero eran más flexibles y variados, un proceso dialogístico en el que miles de mentes habían participado en el curso de los siglos anteriores. Así, figuras como Newton, Einstein o Vlad no eran los gigantes aislados de la percepción pública, sino las cumbres más altas de una gran cadena montañosa, como Newton mismo había querido señalar al hablar de estar en los hombros de un gigante. Para ser honestos, la labor científica era un proceso comunal que se remontaba más allá del nacimiento de la ciencia moderna, hasta la prehistoria, como Michel había sostenido siempre, un esfuerzo constante por comprender. Ahora estaba altamente estructurada y articulada y quedaba fuera del alcance de un solo individuo. Pero esto era debido a su vastedad; el espectacular florecimiento de la estructura no era incomprensible, aún se podían recorrer libremente las salas del partenón y aprehender al menos la forma del todo, y elegir dónde estudiar, dónde comprender, dónde contribuir. Pero primero había que aprender el dialecto del lenguaje necesario para el estudio, lo cual ya podía ser una tarea formidable, como en la teoría de las supercuerdas o del caos recombinante en cascada; luego podía examinarse la literatura previa y con suerte encontrar algún trabajo sincrético de alguien que hubiera pasado años trabajando en la vanguardia y fuera capaz de ofrecer un informe coherente del estatus del campo para los novatos. Esta «literatura gris», menospreciada por muchos científicos y considerada como unas vacaciones o como rebajarse a la síntesis, solía ser de gran valor para alguien que provenía de otros campos. Con una visión general uno podía moverse entre las revistas, la «literatura blanca» de los pares, donde se reflejaba el trabajo actual y podía obtenerse una visión general de quién atacaba qué parte del problema. Público, explícito... Y en los problemas específicos estaban aquellos que constituían la avanzadilla del progreso, un reducido grupo, con un núcleo aún más reducido de sintetizadores e innovadores, que inventaban nuevas jergas para transmitir sus hallazgos, discutir resultados, sugerir nuevas vías de investigación, que mantenían sus laboratorios en comunicación y se reunían en congresos dedicados a temas concretos. En los laboratorios y en los bares de los congresos la investigación avanzaba gracias al diálogo y al infatigable e imaginativo trabajo de experimentación.

Y toda esa vasta estructura articulada de una cultura salía a la luz, era accesible a cualquiera que quisiera participar y estuviera capacitado para ello. No había secretos, ni puertas cerradas, y si cada laboratorio y cada especialidad tenía su política, era sólo política, que no afectaba materialmente la estructura, el edificio matemático de su interpretación del mundo fenomenológico. Eso había creído siempre, y ningún análisis sociológico ni la experiencia traumática del proceso de terraformación marciano le había hecho vacilar en su convicción. La ciencia era un producto social, pero tenía un espacio propio que se conformaba sólo a la realidad; ahí radicaba su belleza. La verdad es bella, había dicho el poeta, hablando de la ciencia. Y tenía razón.

Y Sax se desplazaba por la gran estructura, cómodo, capacitado, y en algunos aspectos satisfecho.

Sin embargo, pronto comprendió que, aunque bella y poderosa, la ciencia no alcanzaba a penetrar los misterios de la senescencia biológica. Eran de difícil aunque no imposible solución, y probablemente no la hallarían en su tiempo. La comprensión de la materia, el espacio y el tiempo era incompleta, y tal vez siempre conllevaría un poco de metafísica, como las especulaciones sobre el cosmos antes del Big Bang o sobre cosas más pequeñas que las cuerdas. Por otra parte el mundo podía llegar a explicarse de forma progresiva hasta que todo él (al menos de las cuerdas-cosmos) entrase finalmente en el dominio del gran partenón. Existían ambas posibilidades y los próximos mil años dirían cuál prevalecería.

Mientras tanto, el experimentaba varios apagones al día, y a veces se quedaba sin aliento y el corazón le latía con demasiada fuerza. Apenas dormía por la noche. Y Michel estaba muerto, de manera que su percepción del significado de las cosas se desdibujaba y necesitaba ayuda. Cuando se las arreglaba para razonar satisfactoriamente, se sentía como si participara en una carrera. Él y todos, pero en especial los científicos que trabajaban en el problema; una carrera contra la muerte, y para ganarla tenían que despejar una de las grandes incógnitas.

Y una tarde, sentado en un banco en compañía de Maya después de pasar el día delante de la pantalla, pensando en la vastedad de aquella ala del partenón que se ampliaba constantemente, comprendió que era una carrera que no podía ganar. La especie humana tal vez lo hiciera algún día, pero aún quedaba mucho por andar. En realidad no le sorprendió, siempre lo había sabido. El hecho de etiquetar la forma más actual de ese grave problema no le había ocultado su profundidad, «el declive súbito» no era más que un nombre, impreciso, simplista, no científico de hecho, sino más bien un intento (como el Big Bang) de minimizar y contener la realidad aún no comprendida. En este caso el problema era la muerte, un declive súbito. Y dada la naturaleza de la vida y el tiempo, era un problema que ningún organismo vivo resolvería nunca. Posposiciones, pero no soluciones.

—La realidad es mortal —dijo.

—Pues claro —replicó Maya, absorta en la puesta de sol.

Necesitaba un problema más simple como una forma de posponer, como un paso hacia problemas más complicados o sencillamente algo que pudiera resolver. La memoria, quizá, combatir los apagones. Era un problema que tenía a mano, y su memoria necesitaba ayuda urgente. Trabajar en ello tal vez arrojara alguna luz sobre el declive súbito. Y aunque no fuera así, tenía que intentarlo, sin importar lo que costara. Porque todos morirían, pero al menos podrían morir con sus recuerdos intactos.

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