Authors: Kim Stanley Robinson
Sobre los cañones, en lo que había sido el suelo de Chasma Borealis las corrientes tributarias habían grabado en la meseta un flujo semejante a las nervaduras de una hoja. Antaño aquél habia sido terreno laminado cuyas curvas de nivel parecían ingeniosamente talladas en el paisaje, y los cortes de las corrientes revelaban que las láminas descendían hasta una gran profundidad.
Estaban casi a mitad del verano, y el sol permanecía en el cielo todo el día. En el norte, las nubes vertían su carga sobre el hielo cuando el sol estaba en su punto más bajo, el equivalente a media tarde esas nubes derivaban hacia el sur, hacia el mar, formando densas nieblas broncíneas, purpúreas, lilas o de algún otro color intenso y sutil. Una delgada capa de flores de fellfield adornaba la meseta y Sax se acordó del glaciar Arena, el primer paisaje que había captado su interés, mucho antes de su incidente. Aunque lo recordaba con dificultad, ese primer encuentro se le había grabado como ciertas imágenes de la infancia. Grandes bosques cubrían las regiones templadas, donde las gigantescas secoyas sombreaban un sotobosque de pinos. Había acantilados espectaculares, hogar de grandes bandadas de aves de voces chillonas, cráteres que albergaban junglas de todo tipo, y en invierno, las interminables llanuras de nieve sastrugi. Había escarpes que parecían mundos verticales, vastos desiertos de inestables arenas rojas, pendientes volcánicas de escoria ennegrecida, gran diversidad de biomas, grandes y pequeños; pero para Sax la roca desnuda era el mejor biopaisaje.
Caminaba sobre las rocas. Su pequeño coche lo seguía como podía, cruzando los tributarios del Borealis río arriba por los vados. Aunque apenas se distinguía si uno se encontraba a más de diez metros de distancia, la floración estival mostraba un rico colorido, a su manera tan espectacular como el de una pluviselva. El suelo creado por generaciones de esas plantas era extremadamente delgado y ganaría grosor con lentitud. Y aumentarlo era complicado: el suelo que se esparcía en los cañones acababa en el mar del Norte, arrastrado por el viento, y los inviernos eran tan crudos sobre el terreno laminado que el suelo se convertía en parte del permafrost. Por eso dejaban que los fellfields siguieran su lento curso hacia la tundra y reservaban el suelo para zonas mas prometedoras en el sur, lo que no le parecía mal a Sax, porque dejaba un paisaje que muchos podrían disfrutar en los siglos venideros, el primer areobioma, desnudo y extraterrestre.
Avanzando con dificultad sobre las piedras, alerta para no pisar ninguna planta, Sax se desvió hacia el coche, ahora fuera de su campo de visión, hacia la derecha. El sol estaba a la misma altura que durante el resto del día, y lejos del angosto y profundo nuevo Chasma Borealis, que nacía en la base del antiguo, era difícil orientarse; el norte podía estar en cualquier punto del arco de 180 grados «a su espalda». Y no era conveniente acercarse al mar del Norte, en algún punto delante de él, porque los osos polares medraban bien en ese litoral gracias a las colonias de focas.
Sax se detuvo un momento y comprobó su posición y la del coche en el mapa de su muñeca. Ahora llevaba un buen programa de posición en la consola. Se encontraba en 31,63844 grados de longitud y 84,89926 grados de latitud norte, metro más o menos, y su coche en 31,64114 y 84,86857. Si trepaba a la cima de ese pequeño montículo con forma de rebanada de pan al oeste noroeste por una exquisita escalera natural vería el coche. Sí, allá estaba, rodando perezosamente. Y allí, en las grietas de esa rebanada (aquella analogía era muy adecuada) había algunas saxífragas purpúreas que se obstinaban en vivir bajo la protección de la roca quebrada.
Ese paisaje lo satisfacía de un modo indefinible: el terreno laminado, las saxífragas, el delicioso cansancio de sus piernas. Y tenía que admitir que se trataba de algo inexplicable porque los elementos de la experiencia por sí mismos no bastaban para explicar el placer que proporcionaban, casi una euforia. Supuso que aquello era amor, espíritu del lugar y amor por el lugar, la areofanía, no sólo como Hiroko la definía sino también como probablemente la había experimentado. Ah, Hiroko, ¿era posible que hubiera sentido un bienestar tan profundo continuamente? ¡Criatura afortunada! No le extrañaba que proyectase un aura tan intensa y que gozase de tantos adeptos. Estar cerca de esa beatitud, aprender a sentirla... amor por el planeta, amor por la vida del planeta. Si bien el componente biológico de la escena constituía la parte esencial de la estima con que se miraba el paisaje. Incluso Ann habría tenido que admitirlo si hubiese estado a su lado. Una hipótesis interesante de comprobar. Mira, Ann, esa saxífraga púrpura. Observa cómo capta la atención en medio de este paisaje curvilíneo, y el amor espontáneo que genera.
Para él ese paisaje sublime era una imagen del universo, al menos en cómo relacionaba lo vivo y lo inerte. Había seguido las teorías biogenéticas de Deleuze, un intento de matematizar en una escala cosmológica algo semejante a la viriditas de Hiroko. Por lo que Sax sabía, Deleuze mantenía que la viriditas había sido una fuerza filiforme durante el Big Bang, un complejo fenómeno límite que actuaba entre las fuerzas y las partículas y había irradiado hacia el exterior como una mera potencialidad hasta que los sistemas planetarios de segunda generación habían reunido los elementos pesados, de los cuales surgió la vida, en pequeñas extensiones al final de cada hebra de viriditas. Las hebras eran pocas y se habían repartido uniformemente por el universo, siguiendo los cúmulos galácticos y en parte dándoles forma; y así cada pequeña explosión al final de una hebra distaba tanto de las demás como había sido posible. Por eso las islas de vida estaban ampliamente separadas en el espaciotiempo, y el contacto entre ellas era poco menos que imposible, pues se trataba de fenómenos tardíos y distantes; sencillamente no había habido tiempo para el contacto. Si era correcta, esta hipótesis le parecía una explicación adecuada del fracaso del SETI, del silencio de las estrellas durante siglos. Un parpadeo comparado con los miles de millones de años-luz que separaban las islas de vida en la estimación de Deleuze.
La viriditas existía, pues, en el universo como aquellas saxífragas en las grandes dunas de arena de la isla polar: pequeñas, aisladas, magníficas. Sax veía un universo curvo ante él, pero Deleuze mantenía que vivían en un universo plano, en el vértice entre la expansión permanente y el modelo de expansión-contracción, en un precario equilibrio, y que el punto crítico, cuando el universo empezaría a contraerse o bien a expandirse más allá de cualquier posibilidad de contracción, parecía muy cercano al momento presente. Esto le sonaba sospechoso a Sax, porque implicaba que podían intervenir en el fenómeno de un modo u otro: pateando el suelo podían hacer salir al universo disparado hacia el exterior, hacia la disolución y la muerte por calor; o si contenían el aliento podían atraerlo hacia el interior hasta el inimaginable punto omega del eskaton. Era absurdo: la primera ley de la termodinámica, entre otras consideraciones, reducía esto a una especie de alucinación cosmológica, al existencialismo de un diosecillo, tal vez incluso el resultado psicológico del súbito aumento de los poderes físicos de la humanidad. O bien a la tendencia a la megalomanía del propio Deleuze al creer que podía explicarlo.
De hecho Sax desconfiaba de la cosmología de aquellos tiempos, que colocaba a la humanidad en el centro del universo, como siempre. Tenía la impresión de que todas aquellas formulaciones no eran más que productos de la percepción humana, el arraigado principio antropocéntrico que infiltraba cuanto veían, como los colores. Aunque tenía que admitir que algunas de las observaciones parecían muy sólidas y difícilmente atribuibles a la intrusión de la percepción humana o la coincidencia. Era difícil creer que el tamaño del sol y el de la Luna fueran exactamente iguales observados desde la Tierra, pero así era. Las coincidencias se daban. Sax estaba convencido de que muchas de esas actitudes antropocéntricas limitaban la comprensión; seguramente había cosas mayores que el universo y otras más pequeñas que las cuerdas y entidades aparentemente últimas que podían descomponerse en otras más pequeñas, todo fuera del alcance de la percepción humana, incluso matemáticamente. Si eso era cierto, quedarían explicadas algunas de las inconsistencias de las ecuaciones de Bao: si se aceptaba que las cuatromacrodimensiones de espaciotiempo guardaban una relación con dimensiones mayores semejante a la que guardaban las seis microdimensiones con las cuatro conocidas, las ecuaciones funcionarían con elegancia... Imaginaba incluso una formulación posible...
Tropezó y estuvo a punto de caer. Otro pequeño banco de arena, tres veces mayor que los corrientes. Muy bien, ahora al coche. ¿En qué estaba pensando?
No pudo recordarlo. Se trataba de algo interesante, era lo único que recordaba. Calculaba algo, sí, pero por más que se esforzó no pudo recuperarlo. Rodaba por su mente como una china en el zapato. Era muy molesto, incluso exasperante. Le parecía recordar que ya le había ocurrido, y últimamente con cierta frecuencia. Perdía el hilo de sus pensamientos.
Llegó al coche sin ver siquiera por dónde pisaba. Amor por el lugar, sí, ¡pero había que recordar las cosas para amarlas! ¡Había que recordar los propios pensamientos! Confuso, afrentado, preparó la cena y la engulló sin apreciarla.
Esos problemas de memoria no eran nada buenos.
En realidad, ahora que lo pensaba, lo de perder el hilo le venía sucediendo con frecuencia; era un problema extraño. Era consciente de haber perdido pensamientos interesantes. Incluso había tratado de hablar para su consola de muñeca cuando se producían esas avalanchas de ideas, cuando advertía que diferentes cursos se entrelazaban para formar algo nuevo. Pero el acto de hablar interrumpía el proceso. Al parecer no pensaba con palabras, sino con imágenes, a veces con el lenguaje matemático, y otras en una especie de flujo rudimentario e indefinible que las palabras interrumpían. O bien los pensamientos perdidos eran mucho menos impresionantes de lo que creía; porque las grabaciones de su muñeca contenian unas pocas frases vacilantes, inconexas y sobre todo lentas, en nada semejantes a los pensamientos que esperaba recordar, pues durante esos estados su pensamiento fluía rapido y libre, con coherencia y sin esfuerzo. Ese proceso no podía ser aprendido. Y a Sax le sorprendía la pequeña parte del pensamiento propio que se recordaba o se transmitía a los demás; la impetuosa corriente de la conciencia apenas se compartía, incluso el matemático más prolífico, incluso el que llevaba un diario más minucioso.
En fin, esos incidentes eran sólo uno de los fenómenos a los que debían adaptarse en su vejez artificialmente prolongada. Perjudicial e irritante. Sin duda sería objeto de un cuidadoso estudio, aunque la memoria siempre había puesto en un atolladero a las neurociencias. En cierto modo el problema se asemejaba a un techo con goteras. Inmediatamente después de olvidar lo que pensaba, la excitación y la forma sin contenido de lo perdido vagando por su mente casi lo volvían loco; pero puesto que el contenido del pensamiento se había olvidado, media hora más tarde todo aquello no parecía más importante que el olvido de los sueños a los pocos minutos de despertar. Tenía otras muchas preocupaciones.
Como la muerte de sus amigos. Yeli Zudov esta vez, uno de los Primeros Cien al que nunca había conocido bien. De todos modos fue a Odessa y después del funeral, un asunto lúgubre durante el cual el recuerdo obsesivo de Vlad, Spencer, Phyllis y también Ann no le abandonó, fueron al apartamento de Michel y Maya en el edificio de Praxis. No era el mismo donde habían vivido antes de la segunda revolución, pero Michel se había esforzado por darle un aspecto parecido por el bien de Maya, ya que sufría trastornos mentales cada vez más graves. Sax nunca había podido con los rasgos más melodramáticos de la personalidad de Maya, y no había prestado demasiada atención a lo que Michel le había contado sobre ella la última vez que se habían visto: era siempre diferente, y siempre lo mismo.
Tomó la taza de té que le ofrecía Maya y la miró regresar a la cocina. En la mesa atestada de álbumes de Michel había una fotografia de Frank muy apreciada por Maya, que había estado clavada encima del fregadero de la cocina del otro apartamento. Sax la recordaba bien, porque era una especie de representación heráldica de aquellos tensos años: luchaban desesperadamente mientras el joven Frank se reía de ellos.
Maya se detuvo y miró la fotografía con atención, recordando sin duda a sus primeros muertos, a aquellos que habían desaparecido hacía tanto tiempo.
Pero dijo:
—Qué cara tan interesante.
Sax sintió una contracción en la boca del estómago. ¡Eran tan claras las manifestaciones fisiológicas de la angustia! Perder la sustancia de un razonamiento, de una incursión en la metafísica era una cosa, pero esto, perder el propio pasado, el pasado de todos... era insoportable. Él no lo toleraría.
Maya advirtió la conmoción de ellos, aunque ignoraba la causa. Nadia tenía los ojos arrasados en lágrimas, algo insólito, y Michel parecía muy afligido. Maya notó que algo no andaba bien y salió corriendo del apartamento. Nadie la detuvo.
—Esto le ocurre cada vez más a menudo —murmuró Michel con expresión atormentada—. Cada vez más a menudo. Y a mí también, pero para ella... —Meneó la cabeza con desaliento. Ni siquiera Michel podía encontrar algo positivo en aquello, él, que había paliado con su alquimia y optimismo las metamorfosis previas del grupo y los había integrado en la gran saga histórica, en el mito de Marte que no se sabía cómo había conseguido arrancar del pantano de la vida cotidiana. Pero aquello significaba la muerte de la historia, y era por tanto difícil de mitificar. Seguir viviendo después de la muerte de la memoria era una farsa, inútil y espantosa. Tenían que hacer algo.
Sax seguía sumido en esas meditaciones, en los resultados de los últimos trabajos experimentales en el campo de la memoria, cuando en la cocina se escuchó un golpe y un grito de Nadia. Sax acudió deprisa y encontró a Art y Nadia inclinados sobre Michel, que yacía en el suelo con la cara pálida. Avisó al conserje y poco después un grupo de altos nativos irrumpió en el apartamento. Echaron a Art a un lado sin ceremonias y rodearon a Michel con el equipo que traían, dejando a los ancianos como meros espectadores de la lucha de su amigo.
Sax se sentó entre los médicos y apoyó una mano en el hombro y el cuello de Michel. No respiraba ni tenía pulso, y estaba muy pálido. Los intentos de resucitación eran violentos, las descargas eléctricas fueron subiendo de intensidad y después conectaron a Michel a la máquina cardiopulmonar. Los jóvenes médicos trabajaban en silencio, hablando sólo cuando era necesario. Hicieron lo que pudieron, pero Michel continuó obstinada, misteriosamente muerto.