Marte Azul (83 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Por el oeste, la accidentada cresta de los Hellespontus Mons asomó sobre las olas, lejana, un semblante muy diferente del que mostraba la pendiente norte. Así pues, estaban cerca. Maya trepó aun más arriba y, en efecto, en la pendiente norte divisó los parques y edificios de la parte alta de la ciudad, verde y blanco, turquesa y terracota. Y luego el enorme anfiteatro que abrazaba el Puerto, del cual apareció en el horizonte primero el blanco faro, después la estatua de Arkadi, el rompeolas, los mil mástiles del embarcadero y finalmente el revoltijo de tejados y árboles detrás del hormigón manchado del rompeolas de la cornisa. Odessa.

Se descolgó por las drizas como un avezado marinero, gozosa del embate del viento, y abrazó riendo a los desconcertados tripulantes, y después a Michel. Entraron en el puerto y las velas se replegaron en los mástiles como caracoles en su concha. Bajaron la pasarela, recorrieron el embarcadero y entraron en el parque de la cornisa. El tranvía azul aún pasaba por la calle de detrás del parque con su resonante estrépito.

Maya y Michel bajaron por la cornisa tomados de la mano, mirando los vendedores ambulantes de comida y los pequeños cafés al aire libre del otro lado de la calle. Los nombres parecían nuevos, pero todo conservaba sin embargo el aspecto de antes y las terrazas de la ciudad, que subían desde el paseo marítimo, no diferían de las que recordaban.

—Allí está el Odeón, allí el Toba...

—Ahí estaban las oficinas de Aguas Profundas. Me pregunto qué habrá sido de mis compañeros de la empresa.

—Me parece que mantener el nivel del mar estable tiene ocupados a un buen número de ellos. Siempre hay trabajo hidrológico.

—Es verdad.

Al fin llegaron al viejo edificio de apartamentos de Praxis: las paredes estaban ahora casi cubiertas por la hiedra, el estuco había perdido su blancura y el azul de las persianas estaba descolorido. Necesitaba algunas reformas, como comentó Michel, pero a Maya le gustaba así, viejo. En el tercer piso divisaron la ventana de su antigua cocina y el balcón, y el de Spencer al lado. Spencer seguramente los esperaba dentro.

Y franquearon el portón y saludaron al nuevo conserje. Spencer los esperaba dentro, en cierto modo: había muerto aquella tarde.

No alcanzaba a comprender por qué le había afectado tanto. Hacía años que Maya no veía a Spencer Jackson; ni siquiera cuando eran vecinos lo había tratado demasiado, apenas lo conocía. Nadie lo conocía en realidad. Spencer era el miembro más enigmático del grupo de los Primeros Cien, lo que no era decir poco, y extremadamente reservado. Había vivido durante casi veinte años en el mundo de superficie bajo una identidad falsa, como espía al servicio de la Gestapo de las fuerzas de seguridad de Kasei Vallis, hasta la noche en que habían volado la ciudad para rescatar a Sax, y de paso a Spencer. Veinte años viviendo como una persona distinta, con un pasado falso y sin poder hablar con nadie; ¿qué efectos tenía eso sobre uno? Spencer siempre había sido introvertido, independiente, y tal vez por eso no había sufrido menoscabo. Parecía estar bien durante los años que vivieron en Odessa; seguía una terapia con Michel, naturalmente, y bebía demasiado, pero era un buen vecino y amigo, tranquilo, sólido, de fiar. Y nunca había dejado de trabajar; su producción para los diseñadores bogdanovistas nunca flaqueó, ni cuando llevaba una doble vida ni después. Era un gran ingeniero y sus dibujos a pluma eran hermosos. Pero ¿cuáles eran las consecuencias de veinte años de duplicidad? Tal vez había acabado asumiendo todas sus identidades. Maya nunca se había parado a pensar en aquello, y empacando las cosas de Spencer en su apartamento vacío se preguntó por qué ni siquiera lo había intentado. Tal vez él había escogido una manera de vivir que no despertaba la curiosidad de nadie, un extraño solitario. Se echó a llorar y le gritó a Michel:

—¡Tenías que preocuparte de todos!

Él sólo inclinó la cabeza. Spencer había sido uno de sus mejores amigos.

En los días que siguieron un sorprendente número de personas se congregó en Odessa para el funeral. Sax, Nadia, Mijail, Zeyk y Nazik, Roald, Coyote, Mary, Vlad, Marina, Ursula, Jurgen y Sibilla, Steve y Marión, George y Edvard, Samantha... en verdad parecía una convención de los Primeros Cien restantes y sus colegas issei. Y Maya recorrió con la mirada los rostros familiares y comprendió con desaliento que se reunirían con un motivo semejante muchas veces a partir de entonces, y cada vez sería menos en aquella partida final de las sillas musicales, hasta que un día uno de ellos recibiría una llamada y descubriría que era el último. Un destino terrible que Maya no esperaba tener que soportar; moriría antes, seguro. El declive súbito la atraparía, alguna otra cosa. Haría lo que fuera con tal de escapar al destino, hasta arrojarse delante del tranvía si era preciso. Bueno, casi cualquier cosa. Arrojarse bajo el tranvía sería un acto tan cobarde como valiente. Confiaba en morir antes de tener que llegar a eso. Pero no debía temer, la muerte acudiría a la cita sin falta, y sin duda mucho antes de lo que ella deseaba. Tal vez ser el último de los Primeros Cien no fuera tan malo después de todo. Nuevos amigos, una nueva vida... ¿no era eso lo que andaba buscando? ¿No eran aquellas caras un estorbo para ella?

Asistió al corto servicio y los rápidos elogios con ánimo sombrío. Quienes hablaban parecían perplejos. Un nutrido grupo de ingenieros se desplazó desde Da Vinci, colegas de Spencer de sus años de diseño. Le sorprendía que tanta gente lo hubiera apreciado, que una persona que pasaba tan inadvertida provocara una respuesta como aquélla. Quizá todos se habían proyectado en su vacío y habían creado un Spencer propio, y lo habían amado como a una parte de sí mismos. Pero eso lo hacía todo el mundo, eso era la vida.

Ahora él se había ido. Bajaron al puerto y los ingenieros soltaron un globo de helio que al alcanzar los cien metros dejó caer las cenizas de Spencer, que se unieron a la neblina, al azul del cielo, al latón del crepúsculo.

Con el paso de los días los congregados fueron dispersándose lentamente y Maya vagó sin rumbo por Odessa: husmeaba en las tiendas de muebles usados, se sentaba en los bancos de la cornisa, contemplaba el espejeo del sol en el agua. Era muy agradable volver a estar allí, pero sentía el frío de la muerte de Spencer más de lo previsto. Le recordaba que regresando allí e instalándose en el viejo edificio intentaban lo imposible, volver atrás, negar el paso del tiempo. Un empeño vano; todo pasaba, todo lo que hacían lo hacían por ultima vez. Los hábitos eran mentiras que los arrullaban con la sensación de que había algo que perduraba, cuando en realidad nada perduraba. Ésa era la última vez que se sentaría en aquel banco. Si al día siguiente bajaba a la cornisa y volvía a sentarse en él, sería de nuevo la última vez y nada quedaría de ese momento. Un instante final detrás de otro, en una sucesión infinita. No alcanzaba a comprenderlo, las palabras no podían describirlo ni las ideas articularlo, pero lo sentía como el filo de una ola que la empujaba siempre adelante, o como un viento constante en su mente que arrastraba velozmente los pensamientos impidiéndole pensar, impidiéndole sentir. Por las noches, tendida en la cama, se decía: «Esta es la última vez», y se aferraba a Michel como si así pudiera evitar que ocurriera. Incluso Michel, incluso el pequeño mundo dual que habían construido...

—¡Oh, Michel! —exclamó aterrada—. ¡Pasa tan deprisa!

Él asintió, con los labios apretados. Había renunciado a seguir con su terapia, había dejado de señalar siempre el lado bueno de todo; ahora la trataba como a un igual y veía sus estados de ánimo como un aspecto de la verdad, simplemente lo que ella merecía. Pero a veces Maya extrañaba el consuelo.

Michel no le ofreció una negativa, ni un comentario esperanzador. Spencer había sido su amigo. En los años de Odessa, cuando Maya y Michel se peleaban, algunas veces él se iba a casa de Spencer, y sin duda se pasaban la noche bebiendo whisky y charlando. Si había alguien capaz de arrastrar a Spencer ése era Michel. Ahora estaba sentado en la cama, mirando por la ventana, como el viejo cansado que era. Ya no peleaban. Maya tenía la impresión de que a ella le habría hecho bien, habría quitado telarañas, la habría cargado de nuevo, pero Michel no respondía a las provocaciones. Él nunca había sido hombre belicoso, y puesto que ya no era su terapeuta tampoco pelearía en aras del bienestar de ella. Allí estaban, sentados en la cama. Si alguien entrara, pensó Maya, vería a una pareja tan vieja y cansada que ya ni se molestaba en hablar. Se sientan juntos, cada uno a solas con sus pensamientos.

—Bueno —dijo Michel después de un largo silencio—, pero aquí estamos.

Maya sonrió. El comentario esperanzador al fin, hecho con gran esfuerzo. Michel era un hombre valeroso, y había citado las primeras palabras pronunciadas en Marte. John tenía un extraño don para formular algunas cosas. «Aquí estamos.» Qué estupidez. Pero, ¿había querido expresar algo más que la obviedad de John, era más que una exclamación irreflexiva?

—Aquí estamos —repitio ella, saboreando la frase. En Marte. Primero una idea, luego un lugar. Y ahora se encontraban en el dormitorio de un apartamento casi vacío, no el mismo en que habían vivido, sino uno que hacía esquina y tenía unos ventanales que miraban al sur y al oeste. La gran curva del mar y las montañas decían Odessa, nigún otro lugar. Las viejas paredes de yeso estaban manchadas, los suelos de madera, oscurecidos y brillantes. Cruzando una puerta, la sala de estar, del vestíbulo a la cocina a través de otra. Tenían un colchon y un somier, un sofá, algunas sillas, unas cajas sin desembalar (sus antiguas posesiones, que habían sacado del almacén), unos muebles, curiosamente, rodaban por la vida de uno. Se sentiria mejor al verlos. Desempacarían, distribuirían los muebles, los usarían hasta que fuesen invisibles. El hábito cubriría de nuevo la desnuda realidad del mundo. Gracias a Dios.

Poco después se celebraron las elecciones globales y Marte Libre y su racimo de pequeños aliados volvieron a constituir la super-mayoría en el cuerpo legislativo. Sin embargo, su victoria no fue tan aplastante como esperaban y algunos de sus aliados refunfuñaban y buscaban acuerdos que les resultaran más ventajosos. Mángala era un hervidero de rumores y uno podía pasarse días enteros ante las pantallas leyendo los debates y previsiones de columnistas y analistas; con el tema de la inmigración sobre la mesa las apuestas eran más altas que nunca, la atmósfera de hormiguero alborotado de Mángala lo probaba. El resultado de las elecciones para el consejo ejecutivo era incierto y se rumoreaba que Jackie recibía ataques dentro de su propio partido.

Maya apagó la pantalla, pensando frenéticamente. Llamó a Athos, que se sorprendió al verla pero en seguida recuperó su deferencia habitual. Lo habían elegido representante por las ciudades de la bahía Nepenthes y se encontraba en Mángala trabajando denodadamente para los verdes, que habían obtenido excelentes resultados y tenían un sólido grupo de representantes y nuevas y numerosas alianzas.

—Deberías presentarte como candidato al consejo ejecutivo —le espetó Maya.

La sorpresa del hombre fue evidente.

—¿Yo?

—Tú —Maya habría querido decirle que se mirase al espejo y lo pensara, pero se mordió la lengua.— Causaste una gran impresión durante la campaña, y mucha gente que desea una política pro terrana no sabe a quién respaldar. Tú eres la mejor apuesta. Incluso podrías entrar en conversaciones con Marteprimero para convencerlos de que abandonen la coalición con Marte Libre. Promételes una posición moderada y un consejero, y amplias simpatías rojas.

La sugerencia pareció preocuparle. Si aun estaba ligado sentimentalmente a Jackie y presentaba su candidatura, tendría graves problemas, sobre todo si además cortejaba a Marteprimero. Pero después de la visita de Peter era probable que aquello no le preocupara tanto como durante las brillantes noches en el canal. Maya lo dejó rumiando la propuesta. Era tan fácil manipular a aquella gente.

Aunque no deseaba reconstruir su vida anterior en Odessa, sí quería trabajar, y en ese aspecto la hidrología había superado con mucho a la ergonomía (y la política, por supuesto) como su especialidad laboral. Además le interesaba enormemente el ciclo hidrológico de la cuenca de Hellas, quería descubrir hacia dónde se orientaba el trabajo ahora que la cuenca estaba llena. Michel tenía su práctica terapéutica y además participaría en el proyecto con los primeros colonos del que le habían hablado en Rhodos, y ella no quería quedarse con las manos en los bolsillos. De manera que después de desempacar y de amueblar el apartamento salió en busca de Aguas Profundas.

Habían convertido las viejas oficinas en un edificio de apartamentos en primera línea de mar, un paso inteligente, y el nombre de la empresa ya no constaba en el directorio, pero Diana aún vivía en la ciudad, en una de las grandes casas comunales de la parte alta, y se alegró mucho al verla. Fueron a comer juntas y la joven la puso al corriente de la hidrología local, que seguía siendo su ocupación.

—La mayor parte de la plantilla de Aguas Profundas fue a parar al Instituto del Mar de Hellas. —Éste era un grupo interdisciplinar compuesto por representantes de las cooperativas agrícolas y estaciones hidrológicas de la cuenca, así como de las pesquerías, Universidad de Odessa, las ciudades costeras y los asentamientos de las subcuencas del extenso borde de Hellas. Las ciudades costeras en particular estaban muy interesadas en estabilizar el nivel del mar justo por encima del antiguo límite de menos un kilómetro, unos centenares de metros más arriba que el nivel actual del mar del Norte—. No quieren que el nivel del mar varíe un solo metro si puede evitarse —dijo Diana—. Y el Gran Canal no sirve como vía de desagüe hacia el mar del Norte porque para que las esclusas funcionen es necesario que el agua circule en ambas direcciones. Así que se trata de compensar el aporte de los acuíferos y las precipitaciones con la pérdida por evaporación. De momentó ha ido bien. La evaporación es ligeramente superior a las precipitaciones en la cuenca, y cada año los acuíferos pierden unos cuantos metros. Con el tiempo eso se convertirá en un problema, pero no grave, porque hay una buena reserva de acuíferos y además han empezado a reabastecer algunos. Esperamos que la tasa de precipitaciones continuará aumentando como hasta ahora al menos durante un tiempo. En fin, ésa es nuestra principal preocupación, si la atmósfera absorberá más agua de los acuíferos de la que podemos suplir.

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