Authors: Kim Stanley Robinson
Ocurría lo mismo en las demás pruebas: todos eran altos, delgados y musculosos... La nueva especie, pensó Maya sintiéndose pequeña, débil y vieja.
Homo martial
. Afortunadamente tenía un buen esqueleto y seguía conservando su porte, pues de otro modo la habría avergonzado caminar entre aquellas criaturas. De pie, ajena a su propia gracia desafiante, miró a la lanzadora de la que les había hablado Sax girar sobre sí misma con una progresiva aceleración que proyectó el disco como una máquina de tiro al plato.
—¡Ciento ochenta metros! —exclamó Michel—. ¡Vaya marca!
Y en efecto la mujer parecía complacida. Los deportistas, después del esfuerzo, paseaban intentando relajarse, haciendo estiramientos musculares o bromeando entre ellos. No había jueces ni tabla de puntuación, sólo algunos colaboradores como Sax. La gente procuraba asistir a todas las pruebas. Las carreras empezaban con un disparo, los tiempos se tomaban manualmente y se anotaban en una pantalla. Los lanzadores de peso también en Marte parecían pesados y torpes. Las jabalinas volaban hasta el infinito. En el salto de altura, para sorpresa de Maya y Michel, no se sobrepasaban los cuatro metros, y en el de longitud se alcanzaban los veinte, un espectáculo asombroso en el que los atletas agitaban los miembros durante un largo salto que duraba cuatro o cinco segundos.
Al caer la tarde llegaban las pruebas de velocidad, que como todas las demás eran mixtas.
—Me pregunto si el dimorfismo sexual se ha reducido en esta gente—comentó Michel mientras miraba a un grupo haciendo ejercicios de calentamiento—. La determinación de la vida en razón del sexo no existe para ellos: hacen el mismo trabajo, las mujeres sólo tienen un hijo, o ninguno, hacen los mismos deportes, trabajan los mismos músculos...
Maya creía firmemente en la realidad de la nueva especie, pero ante esa perspectiva bufó:
—Entonces ¿por qué siempre miras a las mujeres? Michel sonrió.
—Oh, yo sí veo la diferencia, pero pertenezco a la vieja especie. Sólo me pregunto si ellos la ven.
Maya soltó una carcajada.
—Vamos, Michel, mira allí y allí —Señaló.— Proporciones, caras...
—Sí, sí. Pero aún así no son como la Bardot y Atlas, si entiendes lo que quiero decir.
—Te entiendo. Esta gente es más hermosa.
Michel asintió. Había sucedido lo que él venía diciendo desde el principio, pensó Maya: en Marte finalmente serían como pequeños dioses y diosas y vivirían la vida con un gozo sagrado. No obstante el sexo seguía siendo discernible a primera vista. Claro que tal vez fuera porque ella también pertenecía a la vieja especie. Aquel corredor... Oh, era una mujer, pero de piernas cortas y musculosas, caderas estrechas, pecho plano. ¿Y aquella otra? No, era un hombre. Un saltador de altura, grácil como un bailarín, aunque al parecer tenían problemas, Sax murmuró algo sobre plantas. En fin, aunque algunos fueran un poco andróginos, era posible reconocer a la mayoría casi de inmediato.
—¿Lo ves? —preguntó Michel.
—Más o menos. Aunque dudo que esos jovencitos lo vean del mismo modo. Si han acabado con el patriarcado, necesariamente tiene que haberse instaurado un nuevo equilibrio social entre ambos sexos...
—Eso mismo dirían los dorsa brevianos.
—Por ello pienso a veces si no será eso lo que hace problemática la inmigración terrana, no las cifras, sino el hecho de que los recién llegados de la Tierra procedan de culturas más antiguas. Es como si salieran de una máquina del tiempo directamente de la Edad Media y de golpe se encontraran con estos enormes minoicos, hombres y mujeres apenas distintos...
—Además de un nuevo inconsciente colectivo.
—Supongo que sí. Y como no pueden hacer frente a eso, se apiñan en guetos de inmigrantes, o fundan nuevas ciudades, y mantienen sus tradiciones y sus vínculos con el hogar, y odian lo marciano, y toda la xenofobia y la misoginia de esas viejas culturas brota aquí de nuevo, tanto contra sus mujeres como contra las muchachas nativas. —Había oído de incidentes en Sheffield y por toda Tharsis Este. En ocasiones las mujeres nativas sacudían a unos sorprendidos agresores inmigrantes, en otras sucedía lo contrario.— Y a los nativos no les agrada. Es como si permitieran la presencia de monstruos entre ellos.
Michel sonrió.
—Las culturas terranas son neuróticas hasta la médula, y cuando se enfrentan a la cordura, se vuelven aún mas neuróticas, y los cuerdos no saben qué hacer. Y por eso presionan para detener la inmigración.
Michel se había distraído con una nueva prueba. Las carreras eran rápidas, pero ni la mitad de veloces que en la Tierra a pesar de la diferencia de gravedad. Tenían el mismo problema que los saltadores de altura, pero durante toda la carrera: los corredores salían con tal aceleración que tenían que reducirla para no rebotar excesivamente en la pista. En los sprints trataban de no inclinarse hacia adelante, como si intentaran evitar caer de bruces, mientras las piernas los impulsaban con fuerza. En las pruebas más largas, al acercarse a la meta empezaban a bracear como si nadaran, con zancadas cada vez más largas, y al final parecían saltar como canguros de una sola pierna. Maya se acordó de Peter y Jackie, los dos velocistas de Zigoto, corriendo por la plava bajo la cúpula polar; sin consejo de nadie habían desarrollado un estilo similar.
En las carreras de fondo se empleaba lo que en la Colina Subterránea llamaban la zancada marciana, que ahora que no llevaban trajes era como volar. Una joven marcó el ritmo durante toda la carrera de diez mil metros y le quedaron fuerzas suficientes para acelerar al final, de manera que salvó los últimos metros con saltos de gacela, sacando una vuelta de ventaja a los demás corredores, que parecían avanzar dificultosamente mientras ella pasaba volando junto a ellos. Fue un espectáculo encantador y Maya gritó hasta enronquecer. Se aferró al brazo de Michel, mareada, riendo con los ojos llenos de lágrimas; ¡era tan extraño y maravilloso contemplar a aquellas criaturas, ignorantes de su gracia!
Le gustaba que las mujeres superasen a los hombres, aunque ellas no parecían darle importancia. Las mujeres dominaban ligeramente en las pruebas de fondo y obstáculos, los hombres en las carreras cortas. Sax les explicó que la testosterona proporcionaba fuerza, pero con el tiempo provocaba calambres, lo cual mermaba sus posibilidades en distancias largas. Uno podía explicarlo como quisiera, pero lo que en realidad contaba era la técnica.
Al final de la jornada los atletas formaron un pasillo de acceso al estadio, y al poco un corredor solitario apareció por el sendero y entró en el estadio aclamado por la multitud. ¡Era Nirgal! Maya se juntó al clamor general con la garganta dolorida.
Los corredores de cross habían salido del extremo meridional de Menos Uno aquella mañana, descalzos y desnudos. Habían recorrido más de cien kilómetros sobre las ásperas ondulaciones de los páramos centrales de la isla, un diabólico entramado de barrancos, grábenes, hoyos de pingos, dolinas, escarpes y desprendimientos de rocas, aunque ninguno insalvable. Había numerosas rutas posibles, lo que convertía la carrera en una prueba de orientación tanto como de resistencia. Una dura empresa, y llegar corriendo a la meta a las cuatro de la tarde como lo hacía Nirgal era una hazaña. El siguiente corredor no llegaría hasta después de la puesta de sol, decían. Polvoriento y exhausto, como un refugiado de algún desastre, Nirgal dio una vuelta de honor al estadio y luego se puso unos pantalones de deporte, inclinó la cabeza para recibir la corona de laurel y aceptó mil abrazos.
Maya fue la última y Nirgal rió, feliz de verla. Tenía la piel blanca bajo el sucio sudor reseco, los labios cuarteados, los cabellos polvorientos y los ojos enrojecidos. Enjuto, casi demacrado. Se bebió toda una botella de agua y rechazó otra.
—Gracias, no estoy tan deshidratado, encontré un depósito cerca de Jiri Ki.
—¿Qué ruta has seguido? —preguntó alguien.
—¡No preguntes! —contestó él con una carcajada, como si se tratara de un terrible misterio. Más tarde Maya se enteró de que las rutas seguidas se mantenían en secreto. Esas carreras de cross eran muy populares en ciertos círculos, y Nirgal era un campeón, sobre todo en distancias largas; la gente hablaba de sus trayectos como si de algún modo interviniera en ellos el teletransporte. Por lo visto aquélla era una carrera demasiado corta para que él la ganara, y por eso se sentía especialmente complacido.
Nirgal se acercó a un banco y se sentó.
—Deja que me recupere un poco —dijo, y miró las últimas pruebas, distraído y feliz. Sentada junto a él, Maya no podía dejar de mirarlo. Llevaba mucho tiempo viviendo de la tierra como miembro de una cooperativa de granjeros y recolectores, una vida que Maya no alcanzaba a imaginar, y por eso lo suponía en una especie de limbo, desterrado en las tierras salvajes, donde sobrevivía como una rata o una planta. Sin embargo, allí estaba, exhausto pero gritando ante un final de carrera reñido, exactamente el mismo Nirgal vital que recordaba de aquel viaje a La Puerta del Infierno, hacía tanto tiempo, años gloriosos para él y para ella. Mirándolo tuvo la impresión de que él no veía el pasado de la misma forma. Ella se sentía esclavizada por la historia, pero Nirgal había sobrevivido a su destino y lo había dejado a un lado, como si se tratara de un libro viejo, y en ese momento reía bajo el sol después de haber vencido a toda una manada de jóvenes animales salvajes en su propio terreno gracias a su ingenio y a su amor por Marte, y a su técnica de
lung-gom-pa
y a sus piernas resistentes. Siempre había sido un corredor; Maya podía verlos, a él y a Jackie, galopando velozmente en pos de Peter como si hubiese sido ayer: los otros dos eran más veloces, pero Nirgal podía pasarse el día entero corriendo alrededor del lago. —¡Oh, Nirgal!—. Se inclinó y le besó el pelo polvoriento, y él la abrazó. Maya rió y miró a los hermosos gigantes que llenaban la pista, con la piel enrojecida por el crepúsculo, y sintió que la vida volvía a llenarla. Nirgal producía ese efecto.
Esa noche, después de una fiesta al aire libre, se llevó a Nirgal aparte y le confió sus temores sobre el conflicto entre la Tierra y Marte. Michel andaba por ahí conversando con la gente y Sax, sentado en un banco frente a ellos, escuchaba en silencio.
—Jackie y la cúpula de Marte Libre abogan por una línea dura, pero eso no detendrá a los terranos, y en cambio puede provocar una guerra.
Nirgal la miraba. Él aún la tomaba en serio, Dios bendijera su alma hermosa, y Maya lo rodeó con un brazo como habría hecho con un hijo.
—¿Qué crees que deberíamos hacer? —preguntó él.
—Mantener Marte abierto. Tenemos que luchar por eso y tú tienes que intervenir. Te necesitamos más que a nadie, porque causaste un gran impacto durante tu visita a la Tierra; en esencia, esa visita te convierte en el marciano más importante en la historia terrana. Aún se escriben libros y artículos sobre lo que hiciste, ¿lo sabías? Existe un movimiento de cooperativas salvajes cada vez más importante en Norteamérica y Australia, que se está extendiendo a otros lugares. La gente de Isla Tortuga ha reorganizado enteramente el oeste americano, y ya hay docenas de cooperativas. Te están escuchando. Y aquí ocurre lo mismo. Yo he hecho lo que he podido; les plantamos cara en la campaña electoral en el Gran Canal. Y traté de neutralizar a Jackie. Tuve un cierto éxito, creo, pero es algo que va más allá de Jackie. Ella ha buscado el apoyo de Irishka, y es razonable esperar que los rojos se opongan a la inmigración; creen que eso los ayudará a proteger sus preciosas rocas. Lo que significa que Marte Libre y los rojos van a estar en el mismo bando por primera vez en la historia. Será difícil combatir contra ellos. Pero si no los...
Nirgal asintió; había comprendido. Ella le estrujó los hombros, se inclinó y lo besó en la mejilla.
—Te quiero, Nirgal.
—Y yo a ti —dijo él con una suave risa, algo sorprendido—. Pero, oye, no quiero involucrarme en ninguna campaña política. Coincido contigo en que es importante mantener Marte abierto y ayudar a la Tierra en su crisis demográfica. Es lo que siempre he dicho y lo que dije cuando estuvimos allí. Pero no me mezclaré con las instituciones políticas, no puedo. Contribuiré a la causa como lo hice antaño, ¿comprendes? Recorro grandes distancias y veo a mucha gente. Hablaré con ellos, empezaré a organizar charlas, como en el pasado. Haré lo que pueda en ese nivel.
Maya asintió.
—Eso es fantástico, Nirgal, y es el nivel que necesitamos alcanzar, de todas maneras.
Sax carraspeó.
—Nirgal, ¿conoces a una matemática de Sabishii llamada Bao?
—Me parece que no.
—Ah. —Y volvió a hundirse en sus ensoñaciones.
Maya le comentó a Nirgal sus reflexiones con Michel, que la inmigración actuaba como una máquina del tiempo que transportaba pequeñas islas del pasado al presente.
—Era uno de los temores de John, y ahora está sucediendo. Nirgal asintió y dijo:
—Tenemos que tener fe en la areofanía y en la constitución. Una vez que llegan aquí tienen que someterse a ella, el gobierno debe insistir en eso.
—Sí, pero los nativos...
—Hay que crear una suerte de ética asimilacionista que los incluya a todos.
—Sí.
—Bien, Maya, veré lo que puedo hacer. —Nirgal le sonrió y de pronto el sueño se abatió sobre él.— Tal vez lo consigamos una vez más.
—Tal vez.
—Tengo que dormir. Buenas noches. Te quiero.
Partieron hacia el noroeste y Menos Uno se desvaneció bajo el horizonte como un sueño de la antigua Grecia. Navegaban de nuevo en mar abierto, con sus anchas torres de olas. Unos fuertes alisios del nordeste los acompañaron durante la travesía, levantando una marejadilla que acentuaba el púrpura oscuro del mar. El bramido del viento y el agua era constante y costaba hacerse oír, aún gritando. La tripulación renunció a la conversación y desplegó todas las velas, forzando a la IA del navio con su entusiasmo; las velasmástil se hinchaban o aflojaban con cada ráfaga como las alas de un pájaro, ofreciendo un contrapunto visual a la kinética invisible que azotaba la piel de Maya, quien de pie a proa miraba y lo absorbía todo.
El tercer día el viento arreció aún más y el barco alcanzó una velocidad de hidroplano: el casco se alzó sobre una sección plana de popa y se deslizó sobre las olas, levantando más espuma de la que podía soportarse en cubierta. Maya se retiró a una cabina desde donde podía contemplar el espectáculo por las ventanas de proa ¡Qué velocidad! De cuando en cuando entraba algún marinero empapado a recuperar el aliento y tomar un poco de java. Uno le dijo que estaban ajustando el rumbo para hacer frente a la Corriente de Hellas, «este mar es el mejor ejemplo de la actuación de las fuerzas de Coriolis en el desagüe de una bañera, porque es redondo y está en latitudes donde los alisios soplan en la misma dirección que la fuerza de Coriolis, de manera que giran en el sentido de las agujas del reloj alrededor de Menos Uno como un gigantesco remolino. Tenemos que ajustarnos a ella con tiempo o tocaremos tierra a medio camino.» Los fuertes vientos se mantuvieron y como hidroplaneaban buena parte del día, sólo tardaron cuatro días en recorrer el radio del mar de Hellas. En la cuarta tarde las velasmástii se aflojaron y el casco descendió sobre el agua y avanzó entre las olas. De pronto la tierra cubrió todo el horizonte septentrional: el borde de la gran cuenca, semejante a una cadena montañosa sin picos destacados, la pared de un cráter desmesurado. Se acercaron y luego bordearon la costa en dirección oeste (porque a pesar de que habían ajustado el rumbo, la corriente los había arrastrado al este de la ciudad). Subida a un mástil, Maya contemplaba la playa que había creado el mar: una franja ancha protegida por dunas cubiertas de pastos entre las cuales se abrían paso aquí y allá las bocas de los arroyos que desaguaban en el mar. Una costa hermosa, y en las afueras de Odessa.