Authors: Kim Stanley Robinson
—Pero eso le disgusta —observó él.
—Me gustaban las cosas como estaban antes. Vastitas Borealis era un mar de dunas, arena negra de granate.
—¿No quedarán algunas cerca del casquete polar?
—El casquete polar quedará por debajo del nivel del mar en muchos puntos. Como dijo usted antes, algo semejante a lo sucedido en la Antártida. No, las dunas y el terreno laminado quedarán bajo las aguas, de un modo u otro. Todo el hemisferio norte desaparecerá.
—Estamos en el hemisferio norte.
—En una península de tierras altas. Y en cierto modo ya ha desaparecido. La Bahía Botánica era antes el cráter Ap de Arcadia.
El hombre la observó a través de las lentes.
—Tal vez sí viviera en las zonas elevadas las cosas tendrían el mismo aspecto que en el pasado. Sólo que con aire.
—Tal vez —dijo ella con cautela. El hombre se movió con pasos pesados y empezó a limpiar unos grandes cuchillos de cocina en el fregadero. Sus torpes garras tenían dificultades para manejar los objetos pequeños.
Ann se puso de pie.
—Gracias por la cena —dijo, retrocediendo hacia la puerta. Agarró la chaqueta y ante la mirada sorprendida del hombre salió deprisa dando un portazo. La recibió la bofetada del frío nocturno, y se puso la chaqueta. Nunca hay que huir de un predador. Regresó a su rover y entró sin mirar atrás.
Las antiquísimas tierras altas de Tempe Terra estaban salteadas de pequeños volcanes, y por eso había llanuras formadas por la lava y canales por todas partes, además de rasgos del relieve derivados del deslizamiento de materiales viscosos causado por el hielo de la superficie y algún que otro canal que había discurrido por la pared del Gran Acantilado. Y además, de la colección habitual de deformidades y señales de impactos antiquísimos que convertían los mapas areológicos de Tempe en la paleta de un artista, pues aparecían salpicados de colores que indicaban los diferentes aspectos de la larga historia de la región. Demasiados colores, en opinión de Ann; para ella las divisiones menores en diferentes unidades areológicas eran artificiales, vestigios de la areología del cielo, que intentaban distinguir entre regiones en las que predominaban los cráteres, o que estaban más disecadas o más labradas que el resto, cuando sobre el terreno todo era lo mismo, y esos rasgos de identidad podían verse por doquier. Se trataba sencillamente de una región accidentada, del paisaje accidentado de la antigüedad.
El fondo de los largos cañones rectos que llamaban las Tempe Fossae era demasiado anfractuoso para conducir por él, y Ann rodó por rutas alternativas en terreno más elevado. Las últimas coladas de lava (hacía mil millones de años) eran más duras que las deyecciones disgregadas sobre las que fluyeron y ahora yacían como largos diques o bermas. En la tierra más suave que había entre ellas había numerosos cráteres de salpicadura cuyas faldas eran remanentes de coladas líquidas. En medio de todos esos derrubios se alzaban algunas islas de roca madre erosionada, pero en general era regolito que revelaba además la presencia de un suelo empapado de agua y de permafrost, que provocaban lentos hundimientos y deslizamientos. Y ahora, con el aumento de las temperaturas y quizá por el calor procedente de las explosiones subterráneas en Vastitas, la inestabilidad del suelo se había agravado. Por todas partes se producían nuevos deslizamientos: una conocida ruta de los grupos rojos había desaparecido cuando la rampa que bajaba a Tempe 12 quedó sepultada; las paredes de Tempe 18 se habían colapsado y transformado el cañón en forma de U en otro en forma de V; Tempe 21 había desaparecido bajo los escombros de su colapsada pared occidental. En todas partes la tierra se derretía. Ann llegó a ver
taliks
, zonas licuefactas en la superficie del permafrost, en esencia ciénagas heladas. Y la mayoría de las hoyas de las grandes dolinas albergaban estanques que se derretían de día y se helaban por la noche, una acción que rompía el suelo aún más deprisa.
Pasó junto a las faldas lobuladas del cráter Timoshenko, cuyo flanco norte había sido sepultado por las oleadas de lava más meridionales del volcán Coriolano, el mayor de los pequeños volcanes de Tempe. Allí la mayor parte de la superficie estaba muy carcomida, y la nieve caída se había derretido y había vuelto a helarse en miríadas de cuencas de recepción. El suelo se hundía según las pautas características del permafrost: crestas poligonales de guijarros, terraplenes concéntricos en los cráteres, pingos, crestas de solifluxión en las laderas. En cada depresión se formaba un estanque o charco de aguas heladas. El suelo se estaba derritiendo velozmente.
En las pendientes soleadas que miraban al sur, los árboles crecían allí donde estuviesen un poco resguardados del viento, por encima de las capas más bajas de musgos, hierbas y arbustos. Los árboles enanos del krummholz, retorcidos en torno a sus enmarañadas agujas, ocupaban las hondonadas de solana; en las hondonadas umbrías, nieve sucia y neveros. Tanta tierra devastada. Tierra quebrada, vacía, aunque no del todo, la roca, el hielo y las praderas pantanosas surcadas por crestas bajas y fracturadas. Las nubes aparecían de la nada y se hinchaban con el calor de la tarde, y sus sombras añadían nuevas manchas al paisaje, una alocada colcha que combinaba el rojo y el negro, el verde y el blanco. Nadie podría quejarse nunca de homogeneidad en Tempe Terra. El paisaje aguardaba inmóvil bajo el paso veloz de las sombras de las nubes. Y sin embargo allí, una tarde, cuando ya oscurecía, una rauda mole blanca se había ocultado tras una roca. El corazón le dio un vuelco, pero no alcanzó a distinguir nada.
Sin embargo, antes de que oscureciera del todo, llamaron a la puerta. Ann se estremeció como el rover sobre sus amortiguadores y corrió a la ventana. Figuras del color de la roca que agitaban las manos. Seres humanos.
Era un pequeño grupo de ecosaboteadores. Cuando los invitó a entrar, ellos le dijeron que habían reconocido su rover por la descripción que hicieran las gentes del refugio de Tempe. Se alegraban de haberla encontrado, porque habían salido con ese propósito. Reían, parloteaban, se acercaban para tocarla, jóvenes nativos de elevada estatura con un colmillo de piedra y los ojos brillantes, algunos orientales, otros blancos, otros negros, todos felices. Los conocía de Pavonis Mons, no individualmente, sino como grupo: los jóvenes fanáticos. Volvió a sentir un escalofrío.
—¿Adonde se dirigen? —preguntó.
—A la Bahía Botánica —contestó una mujer—. Nos proponemos acabar con los laboratorios de Whitebook.
—Y también con la estación de Boone —añadió otro.
—Ah, no —dijo Ann.
Se quedaron petrificados, mirándola fijamente. Como Kasei y Dao en Lastflow.
—¿Qué quiere decir? —preguntó la mujer.
Ann respiró hondo, tratando de averiguarlo. No le quitaban la vista de encima.
—¿Estuvieron en Sheffield? —preguntó. Ellos asintieron; sabían a lo que se refería.
—Entonces ya deberían saberlo —dijo hablando despacio—. No tiene sentido conseguir un Marte rojo derramando sangre sobre el planeta. Tenemos que encontrar otra manera. No podemos hacerlo asesinando gente, ni siquiera matando animales o plantas o volando máquinas. No daría resultado porque es destructivo. Eso no atrae a la gente, ¿no lo comprenden? Así no se ganan adeptos a la causa, más bien se los aleja. Cuantas más cosas de ese estilo hacemos, más verdes se vuelven ellos. Y así nosotros mismos desbaratamos nuestros planes. Si lo sabemos pero insistimos en actuar así, traicionamos a la causa. ¿Comprenden? El propósito de nuestras acciones no es dar rienda suelta a nuestros sentimientos, a nuestra furia o a nuestra ansia de emociones fuertes. Tenemos que encontrar otra manera.
La miraban sin comprender, molestos, sorprendidos, desdeñosos. Pero atentos. Después de todo era Ann Clayborne quien hablaba.
—Aún no sé con certeza cuál es esa otra manera —continuó—, pero ahí es donde debemos empezar a trabajar. Tiene que ser una suerte de areofanía roja. Siempre se ha entendido la areofanía como algo verde, supongo que a causa de Hiroko, porque fue ella quien la definió y quien la creó. Y por eso la areofanía siempre ha estado ligada a la viriditas. Pero no tiene por qué ser así. Y si no cambiamos eso, nunca lograremos nada. Es necesario crear una forma de veneración roja de este lugar que la gente aprenda a sentir. El espíritu rojo del planeta primitivo tiene que transformarse en un contrapunto de la viriditas. Tenemos que teñir ese verde hasta que se convierta en un color distinto, un color como el que a veces se ve en ciertas rocas, como el jaspe o la serpentina férrica. Y eso implicará llevar a la gente al exterior, a las tierras altas, para que puedan ver de qué hablamos. Significará trasladarse a esa región y fijar derechos de arrendamiento y administración que nos permitan hablar en representación de la tierra, y ellos tendrán que escuchar. Derechos de los errantes, de los areólogos, de los nómadas. La areoformación puede significar todas esas cosas. ¿Comprenden?
Se detuvo. Los jóvenes nativos seguían atentos, aunque parecían preocupados por ella o por lo que había dicho.
—Ya hemos hablado de esto antes —dijo un muchacho—. Y hay gente que ya lo está haciendo, nosotros mismos a veces. Pero creo que una resistencia activa es una parte necesaria de la lucha. De otro modo nos aplastarán y lo harán todo verde.
—No si lo teñimos desde el interior, desde sus corazones. El sabotaje, el asesinato... de todo eso sólo brota verde, créanme, porque lo he visto. Llevo tanto tiempo como ustedes en la lucha y lo he visto. Pisoteas la vida y sólo consigues que resurja con más fuerza.
El razonamiento no convenció al muchacho.
—Nos concedieron el límite de los seis mil metros porque nos temían, porque éramos la fuerza motriz de la revolución. Si no fuera por nosotros, las metanacs seguirían dominándolo todo.
—Se trataba de un oponente distinto. Cuando luchábamos contra los terranos, impresionamos a los marcianos verdes. Pero luchando contra los marcianos verdes no los impresionamos, los ponemos furiosos. Y se vuelven más verdes que nunca.
El grupo guardó un silencio pensativo, desalentado.
—Pero entonces ¿qué hacemos? —preguntó una mujer de pelo cano.
—Vayan a algún lugar amenazado —sugirió Ann. Señaló la ventana—. Este donde nos encontramos no estaría mal. O algún otro punto situado cerca del límite de los seis mil metros. Instálense, funden una ciudad, conviértanla en un refugio de lo primitivo, en un lugar extraordinario. Bajaremos arrastrándonos desde las tierras altas.
Consideraron la propuesta con expresión sombría.
—O vayan a las ciudades y creen un grupo de viajes para mostrar el paisaje a la gente. Opónganse con la ley en la mano a cualquier cambio que propongan.
—Mierda —dijo el chico, meneando la cabeza—. Suena espantoso.
—Y lo es —dijo Ann—. Nos espera una labor ingrata. Pero para cambiarlos, tenemos que trabajar desde dentro, y eso significa vivir donde ellos viven.
Caras largas. Siguieron sentados un rato más, hablando de cómo vivían, de cómo deseaban vivir, de las estrategias para persuadir a otros, de la imposibilidad de continuar con la vida de guerrilleros después del fin de la guerra... Hubo muchos suspiros, algunas lágrimas, recriminaciones, palabras de aliento.
—Vengan conmigo mañana y miren de frente ese mar de hielo —propuso Ann.
Al día siguiente la célula guerrillera viajó al sur con ella siguiendo la longitud sesenta, interminables kilómetros de terreno impracticable. Los árabes lo llamaban
khala
, la tierra vacía. Y si bien el corazón de los jóvenes se alegraba ante aquellos desolados paisajes rocosos de la antigüedad, también permanecían silenciosos, apagados, como si realizaran un peregrinaje fúnebre. Alcanzaron el gran cañón Nilokeras Scopulus y bajaron por una ancha rampa natural. Al este tenían Chryse Planitia, cubierta de hielo: otro brazo del mar norteño. No habían conseguido escapar. Delante, hacia el sur, las Nilokeras Fossae, el extremo final de un complejo de cañones que empezaba muy lejos en el sur, en la enorme depresión de Hebes Chasma. Hebes Chasma no tenía salida, pero ahora se sabía que su subsidencia había sido provocada por el reventón de un acuífero al oeste, en la cima de Echus Chasma. Una ingente cantidad de agua se había derramado por Echus y su embate en la dura pared occidental de Lunae Planum había tallado el alto y escarpado acantilado del Mirador de Echus. Después había encontrado una brecha en aquella formidable pared y se había precipitado desgarrando la gran curva de Kasei Vallis y excavando un profundo canal que desembocaba en las tierras más bajas de Chryse. Había sido uno de los reventones de acuífero más brutales de la historia marciana.
El mar del norte había vuelto a ocupar Chryse y el agua empezaba a llenar el extremo inferior de Nilokeras y Kasei. La colina roma del cráter Sharanov se elevaba como una gigantesca torre de guardia en el alto promontorio que dominaba la boca del nuevo fiordo, en el que se hallaba una isla alargada y estrecha, una de las islas lemniscatas formadas por la antigua inundación, aislada de nuevo, obstinadamente roja en el mar de hielo blanco. Con el tiempo ese fiordo sería un puerto aún mejor que el de la Bahía Botánica, pues aunque era de paredes escarpadas, había terrazas en la roca aquí y allá que podrían convertirse en ciudades portuarias. Naturalmente tendrían que hacer frente al viento que se encauzaba por Kasei, ráfagas katabáticas que alejarían a los barcos y los arrojarían al golfo de Chryse...
Era muy extraño. Guió al silencioso grupo de rojos por una rampa que bajaba hasta una ancha terraza al oeste del fiordo helado. Caía la tarde y Ann les propuso un paseo crepuscular por la orilla.
La puesta del sol los encontró agrupados, muy juntos, desalentados, de pie delante de un solitario bloque de hielo de unos cuatro metros de altura cuyas convexidades eran tan lisas como un músculo. Se habían situado de modo que el sol quedaba detrás del bloque y la luz lo atravesaba. La arena mojada cabrilleaba, como una advertencia luminosa, innegable, brillantemente real. ¿Qué harían? Contemplaron el espectáculo en silencio.
Cuando el último destello del sol se hundió en el negro horizonte, Ann dejó el grupo y regresó sola a su rover. Giró la cabeza y miró hacia abajo: los rojos seguían junto al iceberg varado. Se erguía entre ellos como un dios blanco con un tinte naranja, como la lámina irregular de la bahía de hielo. Dios blanco, oso, bahía, un dolmen de hielo marciano: el océano los acompañaría siempre, tan real como la roca.