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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (40 page)

Al día siguiente Ann enfiló Kasei Vallis en dirección oeste, hacia Echus Chasma. El camino subía continuamente por una serie de anchas cornisas conectadas que facilitaban la marcha. Pronto alcanzó el punto en que Kasei doblaba a la izquierda y desembocaba en el suelo de Echus. La curva era uno de los mayores accidentes del planeta que era evidente que habían sido tallados por el agua. Sin embargo, descubrió que el suelo llano del cauce seco estaba cubierto de árboles enanos, tan pequeños que casi parecían arbustos, de cortezas negras, espinosos y con hojas de un verde oscuro tan brillantes y afiladas como las del acebo. Un manto de musgo cubría el suelo bajo aquellos árboles negros, pero fuera de eso, no crecía nada más. Era un bosque de especie única que cubría Kasei Vallis de pared a pared y llenaba la gran curva como un tizón de tamaño descomunal.

Ann se vio obligada a conducir por aquel bosque bajo, y el rover avanzó zarandeándose, pues las ramas, resistentes como las del acerolo, cedían bajo las ruedas pero recuperaban su posición anterior en cuanto quedaban libres. Ya nadie podría volver a pasear por aquel cañón, pensó Ann, aquel cañón de altas paredes, estrecho y circular, una suerte de Utah de la imaginación, convertido ahora en el bosque negro de un cuento de hadas, ineludible, lleno de oscuras formas volantes, y con una figura blanca entrevista en la oscuridad... No había señales del complejo de seguridad de la UNTA que una vez había ocupado la curva del valle. Una maldición sobre tu casa hasta la séptima generación, una maldición sobre la tierra inocente. Habían torturado a Sax allí y él había sembrado semillas de fuego y había incendiado el lugar, y un bosque de espinos lo había cubierto, ¡Y llamaban a los científicos criaturas racionales! Una maldición sobre su propia casa también, pensó Ann con los dientes apretados, hasta la séptima generación y otras siete después de ésas.

Siseó y siguió avanzando por Echus hacia el escarpado cono volcánico de Tharsis Tholus, que albergaba una ciudad en el flanco donde la pendiente era menos pronunciada. El oso le había dicho que Peter estaría allí, así que la evitó. Peter, la tierra cubierta por las aguas; Sax, la tierra arrasada por el fuego. En otro tiempo Peter había sido suyo. Sobre esta piedra edificaré. Peter Tempe Terra, la Roca del País del Tiempo. El hombre nuevo, el
homo martialis
, que los había traicionado. Recuerda.

Continuó hacia el sur, por la pendiente de la mole de Tharsis, y al fin el cono de Ascraeus apareció delante. Una montaña continente que destacaba en el horizonte. Pavonis había sido infestado y se había desarrollado tanto a causa de su posición ecuatorial y las pocas ventajas que eso proporcionaba al cable del ascensor. Pero a Ascraeus, a sólo quinientos kilómetros al nordeste de Pavonis, lo habían dejado en paz. Nadie vivía allí, y muy pocos habían subido, sólo algún areólogo de cuando en cuando, que iba a estudiar su lava y los ocasionales flujos de cenizas piroclásticas, ambas de un tono rojo cercano al negro.

Alcanzó las estribaciones más bajas, suaves y onduladas. Ascraeus había sido uno de los clásicos nombres de accidentes del albedo, debido a que era una montaña fácilmente visible desde la Tierra. Ascraeus Lacus. Fue durante la manía de los canales, y por eso decidieron que se trataba de un lago. Pavonis en aquella época era el Phoenicus Lacus, el lago Fénix. Ascra, leyó, era el lugar de nacimiento de Hesíodo, «situado a la derecha del monte Helicón, sobre un lugar alto y escarpado». Así que, aunque creían que era un lago, le habían dado el nombre de una montaña. Tal vez sus subconscientes habían interpretado bien las imágenes del telescopio después de todo. «Ascraeus» era un nombre poético para referirse a los pastores, pues el Helicón era un monte de Beocia consagrado a Apolo y a las musas. Cierto día Hesíodo había alzado los ojos del arado, y al ver la montaña había descubierto que tenía una historia que contar. El nacimiento de los mitos era extraño, y también los viejos nombres entre los que vivían y que desconocían, mientras repetían las viejas historias una y otra vez durante sus vidas.

Era el más empinado de los cuatro grandes volcanes, pero carecía de acantilado circundante, como el de Olympus Mons; podía poner el coche en primera y subir tranquilamente, como si estuviese en una nave espacial que despega en cámara lenta, y recostarse en el asiento y relajarse. Se despabilaría al llegar, a veintisiete mil metros sobre el nivel del mar, la misma estatura de los otros tres gigantes. Ésa era la máxima altura que podía alcanzar una montaña en Marte, era el límite isostático, más allá del cual la litosfera empezaba a hundirse bajo el peso de toda esa roca. Los cuatro grandes habían alcanzado su máxima altura y no crecerían más. Una señal de su gran antigüedad.

Muy viejo, sí, pero la lava de la superficie de Ascraeus se contaba entre las rocas ígneas más jóvenes de Marte, apenas erosionada por el viento y el sol. Las capas de lava que se habían solidificado mientras bajaban por el flanco de la montaña habían formado masas que era preciso rodear. La bien trazada pista de rovers subía zigzagueando, evitando los tramos escarpados al pie de esas coladas y aprovechando una amplia red de rampas y reflujos. En las zonas de umbría permanente la nieve se había amontonado, pendientes sucias y compactas. Las sombras presentaban una neblina blancuzca, como si estuviese conduciendo a través de un negativo fotográfico, y su ánimo inexplicablemente iba cayendo en picado conforme subía. A su espalda aparecía una porción cada vez más extensa del cónico flanco norte del volcán, y más allá, de Tharsis Norte y la pared de Echus, una línea baja a unos cien kilómetros de distancia. Buena parte de lo que veía estaba salpicado de blanco: ventisqueros, láminas de hielo formadas por el viento, neveros. Los flancos umbríos de los conos volcánicos a menudo albergaban grandes glaciares.

Sobre la superficie de una roca, moho de color verde esmeralda. Todo se estaba volviendo verde.

Pero a medida que ascendía, día tras día, a una altura más allá de lo imaginable, la nieve empezó a tener menos grosor y a escasear. Alcanzó los veinte mil metros sobre la línea de referencia —veintiuno sobre el nivel del mar—, casi setenta mil pies, más de dos veces la altura a la que el Everest se elevaba sobre los océanos terrestres, ¡y sin embargo, el cono del volcán aún estaba siete mil metros más arriba! Subía hasta el cielo que se oscurecía, hasta el espacio.

Muy abajo flotaban las volutas de una capa de nubes que oscurecía Tharsis, como si el mar blanco la persiguiera pendiente arriba. A la altura en que ella se encontraba no había nubes, al menos ese día. A veces se formaban torres de cúmulos junto a la montaña, otros días los cirros flotaban en lo alto, acuchillando el cielo con hoces sutiles. Ese día el cielo tenía un color índigo purpúreo transparente, con algunas estrellas diurnas en el cénit y el brillo tenue del solitario Orion. Al oeste de la cima ondeaba una nube, una bandera en lo alto del pico, tan delgada que podía verse el cielo a través de ella. No había mucha humedad allí, ni tampoco atmósfera. La presión atmosférica en lo alto de los volcanes gigantes siempre sería diez veces menor que al nivel del mar; debía de ser por tanto de unos treinta y cinco milibares, apenas superior a la existente cuando llegaron al planeta.

A pesar de todo descubrió diminutas manchas de liquen en las oquedades de la roca, en hoyos muy soleados que retenían alguna nieve. Eran tan pequeñas que apenas se distinguían. Liquen: un equipo simbiótico de algas y hongos que se unían para sobrevivir incluso a treinta milibares. Era casi increíble lo que la vida llegaba a soportar.

Tan extraño que se puso el traje y salió a examinarlas. Allí arriba uno tenía que recuperar la meticulosidad de los viejos hábitos: asegurar el traje, las antecámaras y salir al brillante resplandor del espacio.

La roca que hospedaba el liquen era la típica solana llana donde las marmotas habrían tomado sus baños de sol si hubiesen podido vivir a aquella altura. Pero sólo había cabezas de aguja de color amarillo verdoso o gris naval. Liquen crustáceo, le dijo la guía de su consola. Fragmentos arrancados por una tormenta, arrastrados por el viento y que al caer sobre la roca se aferraban a ella como pequeñas lapas vegetales. Una de esas cosas que sólo Hiroko podía explicar.

Los seres vivos. Michel había dicho que ella amaba las rocas y no a los hombres porque la habían maltratado y había sufrido daño psicológico. Un hipocampo significativamente más pequeño, reacciones de miedo desproporcionadas, tendencia a la disociación. Y por eso había buscado un hombre muy semejante a una piedra. Michel también había amado esa cualidad de Simón, le confesó; en los años pasados en la Colina Subterránea había sido un alivio tener al menos a una persona así a cargo, un hombre en el que se podía confiar, tranquilo, sólido, que se podía tomar en la mano y sopesar.

Pero Simón no era único, había señalado Michel. Otras personas poseían esa cualidad, quizá mezclada o menos pura, pero presente. ¿Por qué no podía ella apreciar esa inflexible resistencia en otros, en todas las cosas vivas? Sólo intentaban existir, como cualquier roca o planeta. Había una obstinación mineral implícita en todos.

Oyó el penetrante lamento del viento en su casco y sobre la escoria volcánica, murmurando en el tubo del aire, ahogando el sonido de su respiración. El cielo era allí más negro que índigo, excepto sobre el horizonte, donde mostraba un violeta purpúreo calinoso cubierto por una franja transparente de azul oscuro... Oh, ¿quién podía creer, allí, en la pendiente de Ascraeus Mons, que nunca cambiaría, por qué no se habían instalado en ese lugar elevado para que les recordara de dónde procedían, y lo que Marte les había dado y ellos habían despilfarrado tan alegremente?

Regresó al rover y continuó la ascensión.

Había sobrepasado la altitud de unos cirros plateados suspendidos al oeste de la banderola transparente de la cima, al abrigo de la corriente del chorro. Ascender era viajar al pasado, dejando atrás líquenes y bacterias. Aunque a ella no le cabía ninguna duda de que seguían allí, ocultos en el interior de las primeras capas de la roca. Vida chasmoendolítica, como el mítico pequeño pueblo rojo, los dioses microscópicos que habían hablado a John Boone, su Hesíodo local. Eso decía la gente.

Vida por todas partes. El mundo estaba volviéndose verde. Pero si uno no podía ver el espíritu verde, si no afectaba el paisaje, ¿había que darle entonces la bienvenida? Los seres vivos. ¡Michel le había dicho que amaba las rocas por la cualidad pétrea que tenía la vida! Todo acababa reduciéndose a la vida. Simón, Peter; sobre esta piedra edificaré mi iglesia. ¿Por qué no podía amar esa cualidad pétrea en todas las cosas?

El rover salvó las últimas terrazas concéntricas de lava que se allanaban y describían una suave curva asintótica hasta alcanzar el ancho borde circular de la cima. Una ligera cuesta, con menor inclinación a cada metro, hasta que al fin estuvo en el borde propiamente dicho.

Dominando la caldera. Salió del coche; sus pensamientos revoloteaban como págalos.

La caldera de Ascraeus estaba formada por ocho cráteres superpuestos; los más recientes se habían colapsado sobre las circunferencias de los más antiguos. La caldera más grande y joven ocupaba casi el centro exacto del complejo, y las calderas más antiguas, de suelos más elevados, rodeaban su circunferencia como los pétalos de un diseño floral. Los suelos de las calderas estaban a diferente altura y marcados por fracturas circulares. Si se caminaba siguiendo el borde la perspectiva se modificaba: al variar las distancias la elevación de los suelos parecía cambiar, como si flotaran en un sueño. En conjunto, un hermoso paisaje de ochenta kilómetros de diámetro.

Como una lección sobre la mecánica de las chimeneas volcánicas. Las coladas que se deslizaban por los flancos del volcán habían vaciado de magma la chimenea activa de la caldera y el suelo de ésta se había desplomado; ése era el origen de las formas circulares, ya que la chimenea activa se había ido desplazando durante milenios. Acantilados arqueados; pocos lugares en Marte exhibían paredes tan verticales como aquéllas, una verticalidad casi perfecta. Mundos circulares basálticos. Debería haber sido la Meca de los escaladores, pero no ocurría así. Algún día, tal vez.

La complejidad de Ascraeus era tan distinta del inmenso agujero único de Pavonis. ¿Por qué la caldera de Pavonis se había colapsado siempre en la misma circunferencia? ¿Era posible que el último desplome hubiera borrado los otros anillos? ¿Había sido su cámara magmática más pequeña o tenía chimeneas laterales? ¿Se había desviado más la chimenea de Ascraeus? Recogió piedras sueltas del filo del borde y las examinó. Bombas volcánicas, deyecciones de impactos tardíos de meteoritos, ventifacts de los vientos incesantes... Temas que aún podían estudiarse. Nada de lo que hicieran alteraría la vulcanología allí arriba, al menos no lo suficiente para impedir los estudios. De hecho, la
Revista de Estudios Areológicos
publicaba muchos artículos sobre esos temas, como ella había comprobado de cuando en cuando. Michel tenía razón: los lugares altos conservarían siempre aquel aspecto. Escalar las grandes vertientes sería como viajar al pasado prehumano, a la areología pura, tal vez incluso a la areofanía, con Hiroko o sin ella, con liquen o sin él. Algunos habían propuesto cubrir con una cúpula o una tienda aquellas calderas para mantenerlas en un medio estéril, pero eso sólo las convertiría en zoos, parques naturales, espacios ajardinados con sus muros y tejados. Invernaderos vacíos. No. Se irguió y contempló el vasto paisaje circular, que parecía ofrecerse al espacio. A la vida chasmoendolítica que tal vez luchaba por sobrevivir allí arriba le dedicó un gesto que decía «Vive, cosa». Pronunció la palabra en voz alta y le sonó extraña:

—Vive.

Marte para siempre, su roca inalterada bajo el sol. Pero entonces vislumbró el oso blanco por el rabillo del ojo, desapareciendo detrás de un bloque de roca mellada. Dio un salto; no había nada. Regresó al rover, sintiendo la necesidad de su protección. Pero durante toda la tarde la acompañó la sensación de que los ojos de expresión vaga detrás de las gafas la miraban desde la pantalla de la IA del vehículo, a punto de hablarle. Un amable hombre oso, que la devoraría si la atrapaba. Pero ninguno de ellos podría atraparla; podía ocultarse en aquellas altas fortalezas de roca para siempre. Era libre y sería libre, para ser o para no ser, ella decidiría, hasta que la roca desapareciera. Sin embargo, allí estaba de nuevo, en la puerta de la antecámara, con ese relámpago blanco en el rabillo del ojo. Ah, era tan difícil.

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